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Al amparo del feminismo: Conversaciones entre Amparo Rubiales y Octavio Salazar
Al amparo del feminismo: Conversaciones entre Amparo Rubiales y Octavio Salazar
Al amparo del feminismo: Conversaciones entre Amparo Rubiales y Octavio Salazar
Libro electrónico525 páginas8 horas

Al amparo del feminismo: Conversaciones entre Amparo Rubiales y Octavio Salazar

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A través de una larga conversación, Amparo Rubiales y Octavio Salazar hacen un recorrido por la memoria feminista de este país, por las grandes cuestiones en materia de igualdad y por algunos de los retos pendientes en democracias que todavía no son paritarias. Todo ello a partir de la experiencia y de la trayectoria –personal, profesional y política– de Amparo: una mujer pionera en muchos espacios públicos, comprometida feminista y socialista, una "joven mayor" que se resiste a dejar de tener voz y presencia como ciudadana. A través de sus experiencias próximas y distantes, y desde la complicidad que como un don les ha regalado el feminismo, la autora y el autor de este singular diálogo repasan cómo dicha propuesta emancipadora penetra en las vidas, en la política, en el Derecho y en la cultura. Un apasionante viaje que es también un recorrido por la historia reciente de nuestro país y por la lucha por la igualdad de las mujeres.

"Conversemos, pues, querida Amparo, para que el final nos pille ilusionados y eternamente jóvenes. Hagámoslo sobre la realidad y el deseo, sobre lo vivido y lo por vivir, cobijados siempre por el feminismo que es, para ti y para mí, una forma de vida. Hagamos, como dice Amelia Valcárcel, que lo cotidiano se haga político. Y así, mujer y hombre, con algunos años entre medias, con biografías tan distintas y tan distantes, nos encontraremos en un puente capaz de sumar orillas. Si te atreves a cruzarlo, empiezo a recorrerlo para encontrarte a mitad de camino".
IdiomaEspañol
EditorialRenacimiento
Fecha de lanzamiento22 jul 2021
ISBN9788418818066
Al amparo del feminismo: Conversaciones entre Amparo Rubiales y Octavio Salazar

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    Al amparo del feminismo - Amparo Rubiales

    1.png

    Amparo Rubiales / Octavio Salazar

    AL AMPARO DEL FEMINISMO

    Conversaciones entre Amparo Rubiales

    y Octavio Salazar

    LA AUTORA Y EL AUTOR DEL LIBRO HAN RENUNCIADO

    A LOS DERECHOS DE AUTORÍA A FAVOR DE LA PLATAFORMA

    CORDOBESA CONTRA LA VIOLENCIA A LAS MUJERES

    © Amparo Rubiales y Octavio Salazar

    © 2021. Editorial Renacimiento

    www.editorialrenacimiento.com

    polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

    tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez,

    sobre una fotografía de Amparo Rubiales en su toma de posesión como

    Consejera de Presidencia del primer Gobierno andaluz, julio de 1982, por Pablo Juliá

    isbn: 978-84-18818-06-6

    «Quiero saborear y celebrar todos y cada uno de los días, no temer la experiencia del dolor, ni encerrarme en un caparazón para evitar sentir, ni dejar de interrogar y cuestionar la vida, ni terminar tomando el camino más fácil. Que jamás deje de aprender y pensar, de vivir y aprender con una lucidez, una comprensión y un amor siempre renovados».

    Sylvia Plath, Diarios

    PRINCIPIO Y FIN

    Dos cartas a modo de preámbulo

    Querida Amparo,

    Fue la maestra Marcela Lagarde quien me enseñó que el feminismo es un don. O sea, una puerta que se abre, una llave que multiplica, un regalo que hace que la vida se vuelva más ancha, un alimento que solo tiene sentido cuando se comparte. El pan y los peces de una vida mejor. Una ética, un soplo, una llama siempre encendida. La vida vivida al lado o muy cerca de mujeres feministas, algunas de ellas aunque ni siquiera fueran conscientes de que lo fueran, me ha permitido entender en toda su amplitud esa palabra, don, de solo tres letras. En los últimos años no he dejado de compartir tiempos y espacios con mujeres maestras, las cuales han sido para mí un espejo en el que me he visto justo del tamaño que debía verme, no con el aumentado en el que fui educado por el patriarcado. Sus palabras y sus hechos me han servido para revisar el machito que llevo dentro. Y en ello ando, convencido de que estoy en un proceso que durará toda mi vida. Me faltarán años para completarlo, me temo. Supongo que en ese vivir cambiando, dudando, preguntándome, reside la conciencia de alguien que se resiste a reproducir roles y estereotipos. En la última década no he dejado de leer a mujeres, de escucharlas en conferencias y en cursos, de compartir con ellas, siempre entre el asombro y la permanente curiosidad, mis ganas de aprender de ellas y al mismo tiempo de desaprender lo que el machismo metió en mi cabeza y en mi corazón. Gracias al feminismo me he ido encontrando con muchos seres luminosos y nutritivos, casi todos mujeres y solo algunos hombres, muy pocos hombres. Al lado de ellas he hecho lo que desde pequeño hacía cuando estaba con alguien que sabía mucho más que yo: mirar, escuchar, apuntar. Tengo la casa llena de cuadernos y libretas, reales y metafóricas, en las que no he dejado de escribir pensamientos y emociones: el laberinto de un macho disidente que siempre está poniendo en cuestión el mundo que le ha tocado vivir. Escribo, supongo, para sobrevivir y también para que me quieran. Supongo que todo escritor no es más que un ser solitario, a veces egoísta, que anda buscando puentes que le permitan llegar a otras orillas. Soy un ser miedoso, cobarde, frágil, vulnerable. Quizás solo escriba para salvarme del naufragio.

    Con las mujeres feministas que me he ido encontrando en los últimos años de mi vida he aprendido, he reído, me he interrogado y he acabado entendiendo mucho mejor quién soy y, sobre todo, quién me gustaría ser. A su lado pasaría horas y horas, días enteros, con sus almuerzos y sus cenas, con sus cafés de tertulia y sonrisas. Con ellas tengo la sensación de que el tiempo ocupa más espacio, se hace más ancho, o sea, con ellas es posible el milagro de no sentir cómo la vida se escurre entre los dedos. Ellas son faro y brújula, como lo fueron y lo son mis abuelas, mis tías, mi madre. O mis maestras, desde la primera que tuve, doña Pilar, que fue la que me enseñó a leer y a escribir con una letra de esas tan perfectas y redondas, muy de niña se decía entonces, hasta las maestras que hoy me siguen enseñando con sus miradas críticas sobre la realidad.

    Una de esas mujeres que están no solo en la agenda de mi móvil, o en mis contactos de redes sociales, sino en los pliegues que forman esos folios con los que trato, a duras penas, de que no haya divorcio entre la teoría y la práctica, eres tú. Nunca olvidaré el día en que te conocí. Presentaba en la Casa de la Provincia de Sevilla mi libro Masculinidades y ciudadanía: los hombres también tenemos género. De eso hace ya más de 6 años. Era la primera obra digamos seria, con un cierto rigor científico, que yo publicaba sobre el tema que más me ha ocupado y preocupado en los últimos años. En la mesa estuve muy bien acompañado. Recuerdo que fue mi amigo y colega Abraham Barrero el que se encargó de organizar el acto. Y tuve un padrino y una madrina de lujo. Ella fue Remedios Zafra, también cordobesa pero residente en Sevilla, y una de las mentes más lúcidas de la Academia. Mujer sabia que controla como nadie cómo los nuevos espacios que genera Internet son ocupados y aprovechados por las mujeres. Ella es un hada, digna heredera de Ada Byron. Junto a ella, otro compañero, al que siempre he admirado y con el que he tenido una relación que, sin ser íntima, ha estado siempre llena de cariño: Javier Pérez Royo. Aquella tarde se dijeron muchas cosas interesantes, cuando todavía la reflexión sobre las masculinidades no tenía la centralidad que en los años posteriores ha ido adquiriendo. En el público había mucha gente conocida y también algunas personas que era la primera vez que veía. Una de ellas eras tú, a la que recordaba vagamente de alguna intervención pública, de alguna tertulia televisiva, pero de la que me faltaban referencias precisas. Por supuesto que sabía quién eras y que conocía tu trayectoria, aunque solo fuera superficialmente. Incluso varios años antes, aunque no sé si lo recordarás, te invitamos a participar en unas jornadas en mi pueblo, en Cabra, donde hablaste sobre las mujeres en la Transición. Como tu estancia fue fugaz no tuve oportunidad de hablar despacio contigo. Sí debo reconocer algo que nunca te he comentado: en aquella ocasión me pareciste una mujer fría, distante, con poca empatía. Supongo que tuviste un mal día o que yo no fui capaz de conocer a la verdadera Rubiales. Nunca olvidaré, sin embargo, cómo algunos años después, en aquella tarde sevillana, cuando se abrió el turno de palabra para los asistentes, fuiste de las primeras en ponerse de pie, coger el micrófono y con esa voz que siempre ha tenido algo de trueno me felicitaste y apoyaste en lo que yo había planteado sobre los hombres y la ciudadanía. Aquello fue el principio de todo, aunque ninguno de los dos entonces fuéramos conscientes de ello. Tiempo más tarde, me confesaste que fuiste al acto invitada por tu amigo Javier, que no tenías ni idea de quién era yo y que aquella tarde, me dijiste con esa sinceridad que te caracteriza y que no todos digieren bien, yo había estado mucho mejor que nuestro colega catedrático. Nunca olvidaré un halago tan rotundo y auténtico.

    No recuerdo con exactitud cuál fue nuestro siguiente encuentro, pero sí que desde aquel momento empezamos a seguirnos por redes sociales, en las que descubrí que eras una presencia activísima, algo poco o nada habitual en mujeres de tu edad, y casi sin que nos diéramos cuenta empezamos a tramar cosas juntos. En el tiempo que estuviste al frente de la Fundación Alfonso Perales, presentaste en Sevilla un par de libros míos. Luego, coincidimos todos los meses de julio en los cursos de feminismo de Carmona, al lado de comunes amigas como Blanca Rodríguez y Lina Gálvez. En estos años hemos compartido lecturas, películas, series y dilemas personales. Raro es el día en el que no nos envíamos algún mensaje, algún cariñito o, simplemente, algún artículo o entrevista que nos resulta de interés. Tuve la gran suerte de que fueras tú, junto a mi querido Antonio Maíllo, quien presentaras en Sevilla mi obra más desgarradoramente íntima, Autorretrato de un macho disidente, y creo que desde aquel momento entre nosotros se forjó algo más hondo y profundo que una mera relación de amigos a los que el feminismo ha unido. A partir de esa conexión, a través de mi libro y de las conversaciones compartidas, traspasamos algunas barreras que seguían estando presentes y fuimos siendo uno parte del otro. Fue así como conocí al Víctor de tu alma, como compartí contigo también malos y regulares momentos, o incluso como debatimos con pasión cuestiones en las que no logramos ponernos de acuerdo, como por ejemplo si se debe discutir o no en una Universidad que la prostitución pueda considerarse un trabajo. No cabe ninguna duda que ha sido el feminismo el que nos ha unido, el que nos ha amparado y el que nos inyecta cada día energía para, en estos tiempos de zozobra, no perder el norte o, mejor, hacer del Sur que habitamos un espacio de democracia y justicia.

    Has pasado así a convertirte en la tercera Amparo de mi vida. La primera es mi madre, con la que tengo ese vínculo extraño y potente que yo creo que solo es posible con quien has estado unido a través del cordón umbilical. La segunda fue mi bisabuela, la abuela de mi madre, que vivió muchos años y a la que tuve la suerte de conocer. La recuerdo siempre como una señora muy delgada, elegante, con carácter. Bien podría ser un personaje de la serie Downton Abbey. Siempre he reconocido que en mi vida han sido las mujeres las que me han ayudado a revisarme, a cuestionar mi rol de macho y a descubrir esos talentos que en lo público los hombres ignoramos. Todas estas mujeres, aunque yo creo que en muchos casos ellas no han sido conscientes del todo, o sí, quién sabe, han ido dejando en mí una huella. Como un tatuaje hundido más allá de la piel. Este ha sido con el tiempo uno de los mayores regalos que me ha ofrecido el feminismo. De alguna manera, tú simbolizas ese don. Porque en ti se suman la memoria de una época de la que no fui consciente, el presente rotundo de quien no se resiste a dejarse inmovilizar por los años y el futuro hacia el que ambos miramos. Desde esa conexión, que tiene mucho de personal pero también de político, no hemos dejado de conversar en los últimos años y, en consecuencia, de crecer. Incluso las lágrimas que en algún momento hemos compartido, y eso que eres dura de pelar en la expresión de las emociones, han estado cargadas de sentido. Todo ello me ha permitido ir descubriendo a la verdadera mujer que habita bajo esa apariencia que de entrada puede parecer distante y fría, y que tal vez no sea sino la suma endiablada de las resistencias que genera en los demás alguien de su peso y de los mecanismos de defensa que ella misma pone en marcha para no ser dañada. Porque sí, siempre has sido, y eres, una mujer valiente, aguerrida, sin muchos miedos, pero en el fondo, tras tu rostro de senadora vitalicia, hay una extrema vulnerabilidad que es de donde sacas ese hilo de ternura que te permite mantener vínculos tan longevos.

    Gracias a ti, además, no he dejado de conocer a mujeres potentes y admirables, lo que ha permitido hacer una vez más realidad esa pócima mágica ligada al feminismo y que supone vivir la vida, como diría Carmen Alborch, con alegría. Esa que tantos veranos hemos compartido en los encuentros de Carmona, tan nutritivos y luminosos, y en los que yo, más allá de hombre cuota, como con cariño siempre me llamas, me he sentido parte de algo grande. De una fiesta cargada siempre de luces y sonrisas.

    «Mi vida es ya tan larga que ningún recuerdo es corto», me dices cuando te pregunto por detalles de tu larguísima trayectoria. Puntualizo, y espero que no lo entiendas como mansplaning: tu vida no es solo larga, sino ancha. Y sigues empeñada en que así sea. Lo explica muy bien la letra de una canción escrita por Víctor Manuel y que canta mi admirada Ana Belén: «Vida no me cortes estas alas, que mientras una se mueve, la vida se hace más ancha». Una de las cosas que más admiro de ti es justamente tu permanente movimiento, tus incansables ganas de aprender, tu necesidad de diálogos y encuentros con mujeres de otras generaciones. Ese no conformarse con la vida tranquila que tal vez reclamarían tus años y tu larga trayectoria. Y, claro, esa energía, esa pasión, ese poderío con el que te posicionas y con el que sigues siendo fiel a ti misma. Por eso no me extraña que uno de los papeles de tu vida, y digo bien papel, porque lo representaste en un escenario, fuera Antígona, que es la expresión de tantas cosas pero sobre todo de la rebelión de una mujer frente a un orden establecido, la lealtad a unas convicciones personales frente a las que tratan de ser impuestas desde afuera, la soledad con frecuencia también de las mujeres en un mundo que no está hecho a vuestra imagen y semejanza. No he tenido la suerte de verte sobre las tablas, pero me puedo hacer una idea. Seguro que no tenías nada que envidiar a Marisa Paredes, la actriz que te hubiera gustado ser cuando canta, con la voz de Luz Casal, «Piensa en mí» en Tacones lejanos. Supongo que si vivieras otra vida serías actriz, mientras que yo me imagino como historiador del Arte o como viajero que escribe. Es curioso que te fascine tanto un momento tan bello cinematográficamente pero que expresa, como tantos otros en el cine de Almodóvar, algunos de los cautiverios de las mujeres. El drama continuo, los amores extremos, las maternidades que hieren y hasta matan, la fatalidad del destino. Los labios rojos, los ojos con rabillo oscuro, unos grandes pendientes y un vestido largo verde esperanza. Yo también te veo más como actriz de drama que de comedia, aunque también sé lo mucho que necesitas del humor y la risa en tu vida. Los dramas de Douglas Sirk que tanto te gustan, los amores extremos y resignados al estilo de Los puentes de Madison. Tal vez drama y comedia están más cerca de lo que pensamos, así es la vida.

    Yo también soy más de dramas que de comedias. Creo que hacer una comedia, en cine o teatro, es tan complicado que me resulta más difícil encontrar alguna que haya quedado en mi memoria. Me viene a la memoria Con faldas y a lo loco, o aquellas maravillosas películas que hizo Katharine Hepburn, esa mujer tan moderna que siempre me pareció inteligente y atractiva. Aunque si tengo que quedarme con un clásico lo hago con Eva al desnudo: esa mirada de Bette Davis es irrepetible. Lo que nunca me he planteado es si querría haber estado dentro de una película. Ahora que pienso en ello, recuerdo varias películas en las que me habría gustado estar. Me habría gustado ser el actor que literalmente se sale de la película en La rosa púrpura de El Cairo, o el Salvatore protagonista de Cinema Paradiso, o el Antonio Banderas de La ley del deseo, o incluso Quim Gutiérrez en Azul oscuro casi negro. Puestos a soñar no me habría importado ser el Maximiliano Rubín imaginado por Pérez Galdós, ese hombre débil, enfermizo, estudiante eterno, que se enamora de la bellísima Fortunata, que para mí siempre tendrá la mirada oblicua y la boca grande de Ana Belén. Comparto contigo esa referencia mítica del Gregory Peck de Matar a un ruiseñor, ese hombre bueno, ese padre presente, ese abogado que entiende que el Derecho ha de ser un instrumento para realizar la justicia. Casi podríamos afirmar sin equivocarnos mucho que ese Atticus Finch ya albergaba dentro de sí una masculinidad disidente. No en vano fue una criatura creada por una mujer, como tantas, poco reconocida y visible, Harper Lee, que por cierto fue muy amiga de Truman Capote, el autor del cuento que daría lugar a la inolvidable Desayuno con diamantes. La también protagonista de su adaptación cinematográfica, Audrey Hepburn, preside en un cuadro mi dormitorio. En lugar de crucifijos o de pinturas de temática religiosa, como yo recuerdo siempre los dormitorios de mi madre y de mis abuelas, en el mío es Audrey la que vela porque tenga dulces sueños.

    Y sí, lo de Meryl Streep es de otro planeta. Comparto contigo, y creo que con millones de mortales, la fascinación por una mujer que en cualquier película que aparezca, aunque sea un pasatiempo como Mamma mia, ella se come entera la pantalla. Tiene una capacidad de encarnar los personajes, no solo de interpretarlos, que hace que cualquier gesto, cualquier mirada, cualquier peinado incluso que luzca, diga muchas cosas sobre la mujer a la que representa y sobre la historia que nos está contando. Su breve aparición en la segunda temporada de la serie Big Little Lies es buena prueba de ello.

    En estos últimos años, hemos tenido muchas conversaciones sobre series de televisión. La verdad es que ha habido una verdadera revolución en los relatos audiovisuales que ahora vemos en las plataformas. A diferencia de lo que pasa en el cine, donde las mujeres todavía tienen más dificultades para armar sus historias, en muchas de estas series ha empezado a contarse lo que siempre estuvo invisible o en lugar muy secundario. Siempre que me he encontrado con una serie que ha merecido la pena te la he recomendado y las hemos comentado por las redes o por teléfono. Juntos, aunque cada uno en su casa, disfrutamos de la primera temporada de El cuento de la criada, de Big Little Lies, de Feud, de Grace and Frankie o de la más reciente Creedme. También hemos tenido algún desencuentro, como con Vida perfecta de Leticia Dolera, aunque creo que al final te has reconciliado con ella.

    Es curioso cómo en esta era digital hemos vuelto de alguna forma al relato por entregas, como en siglos pasados se publicaban muchas novelas. Lo único que me da pena es que todo esto forme parte de una transformación de nuestros hábitos de consumo de lo audiovisual que está haciendo que el cine tradicional cada vez tenga menos público. Yo sigo manteniéndome fiel a la gran pantalla. Intento ir cada fin de semana. Es para mí un ritual en el que me eduqué desde que era un adolescente. Me apena muchísimo que en las ciudades hayan ido desapareciendo los cines de toda la vida y que ahora no nos quede más remedio que ir a centros comerciales donde el rito se vuelve más frío, despersonalizado e incómodo.

    Siempre he pensado, aunque nunca me he puesto manos a la obra, que podría escribir mi biografía sumando las películas que he ido viendo a lo largo de mi vida. Y también tendría una banda sonora perfecta, porque la música de cine siempre ha formado parte de mis horas de trabajo, de mis viajes, de cuando me he puesto a soñar en casa. Cada vez me cuesta más escuchar canciones, aunque sigo teniendo el espíritu bailongo que siempre tuve, y me suelo poner de fondo música clásica pero sobre todo bandas sonoras. Es cierto que todas y todos recordamos sobre todo las canciones de nuestra juventud. Es curioso cómo incluso somos capaces de recordar las letras de algunas que llevamos años sin escuchar. Tú me haces recordar algunas canciones que yo escuché, cuando era niño, sobre todo en casa de mis tíos y de mis tías: Only you de The Platters; Are you lonesome tonigtht de Elvis Presley o el Quiere, quiéreme mucho de Los 5 Latinos, que inevitablemente me recuerda mucho a mi padre y a mi madre.

    Cuando pienso en las que podrían ser las canciones de mi vida, me doy cuenta de que siempre me han gustado cosas que no eran las propia de mi edad. Supongo que porque siempre preferí relacionarme con gente mayor que yo. Me gustaba mucho estar con mis tías y mis tíos, las hermanas y los hermanos de mi madre, que eran más jóvenes que mis padres, y que me descubrieron músicas, libros y hasta militancias políticas. Eran los años de la Transición y en su casa se vivió muy intensamente. Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer, un domingo que me fui con ellos en un coche a una manifestación que hubo para reivindicar la autonomía de Andalucía. Recuerdo ir con mi hermano, con la capota quitada y ondeando una bandera blanca y verde. Fue con mis tías y con mis tíos como descubrí por ejemplo a Carlos Cano. O también la copla, que a mi abuela le gustaba mucho. Y sin embargo te quiero era su favorita, y la mía también. También en esa casa, la de mis abuelos paternos, descubrí a los cantautores: Serrat, Víctor Manuel, Sabina, Paco Ibáñez.

    Sé que tú te quedas con Lucía de Serrat –mi sobrina, la hija de mi hermano, con la que tengo un vínculo muy especial, se llama así, supongo que como tantas mujeres de este país por la canción del catalán– y con las Palabras para Julia de Paco Ibáñez. Yo recuerdo que descubrí esta canción gracias a Rosa León, cuando era apenas un adolescente. Mucho después llegué a Leonard Cohen, y nunca he sido mucho ni de los Beatles ni de los Rolling Stones, que sé que marcaron a tu generación. Si yo tuviera que elegir algunas canciones de mi vida, me quedaría con Asturias, la canción que Víctor Manuel hizo sobre un poema del republicano Pedro Garfias, que pasó una temporada estudiando en el Aguilar y Eslava, el instituto de mi pueblo, donde yo estudié el Bachillerato. Y, por supuesto, con muchas de mi Ana Belén, que ha sido una presencia constante desde que, siendo prácticamente un niño, mi tío Rafa me la descubrió. Si tuviera que elegir una para mi funeral, que espero que sea en Cádiz y frente al mar, me quedaría con Peces de ciudad. En la banda sonora de mi vida hay muchas músicas de películas, ese Cinema Paradiso de Morricone, y muchas mujeres… Luz Casal, Silvia Pérez Cruz, Pasión Vega, Rozalén… Y recuerdo mucho a Mari Trini, ahora tan olvidada y que le gustaba mucho a mi tía Mª Luz, que se fue tan joven por un maldito cáncer y a la que siempre tengo muy presente porque fue decisiva para mí. Cada vez tengo más claro que me parezco mucho a ella, que hay mucho de ella que sigue habitando en mí. Por ejemplo, esa parte de mí que es tan reservada, tan hacia dentro, que me hace con frecuencia un individuo de difícil convivencia. Supongo que esa parte de mi carácter, a veces atormentado, huidizo, huraño incluso, es lo que hace que me reconozca tanto en un hombre al que yo sé que admiras mucho: Luis Cernuda. Su poesía dolorida, pero al mismo tiempo tan intensa y gozosa, tiene mucho que ver con la forma en que yo siento las cosas, en cómo yo amo o deseo, en cómo de radical me asomo a la vida. Cuando fui sabiendo más detalles de su biografía, sobre todo a través de los dos magníficos volúmenes escritos por Antonio Rivero, me fui reconociendo cada vez más en él. Creo que soy un andaluz más al estilo de Cernuda que lorquiano. Más hacia dentro, desde la mesura, con ese filtro también de exquisitez y de elegancia que me remite siempre, como si fuera un horizonte imposible al que sin embargo no renuncio, a la belleza. La realidad y el deseo. Ahí estamos siempre, querida Amparo, en la vida, en la política, en el amor, en el feminismo.

    Como a ti, también a mí me cuesta más trabajo tirar del hilo de mujeres poetas, aunque en los últimos años he caído rendido ante unas cuantas, como Sylvia Plath, Wislawa Symborska o Adrienne Rich, aunque de esta lo que más me gusta son sus ensayos feministas. Cuando estuve en Cuba, por cierto, y de la mano de un cubano del que anduve medio enamorado, y que se llamaba Jorge, descubrí a Dulce María Loynaz y versos tan hermosos como esos que dicen «Si me quieres, quiéreme entera, no por zonas de luz o sombra… Si me quieres, quiéreme negra y blanca. Y gris, y verde, y rubia, quiéreme día, quiéreme noche… ¡Y madrugada en la ventana abierta! Si me quieres, no me recortes: ¡quiéreme toda… o no me quieras!» Unos versos que irremediablemente me recuerdan a otra de esas mujeres que a mí me parecen fascinantes, Juana Inés de la Cruz, de la misma manera que me lo parece Teresa de Jesús, más allá de su componente religioso. Creo que ella y Juan de la Cruz son los dos más grandes poetas del amor en lengua castellana.

    Como en varias ocasiones te he comentado, yo llevo ya unos años en los que casi todo lo que leo son libros escritos por mujeres. Son tantas las que estoy descubriendo, tantas que no sabía ni que existían, tantas cuya voz nos han hurtado, que me faltarán años para suplir tanto vacío y tanto silencio. No sé si alguna vez te he contado que en la habitación de mi casa donde habitualmente trabajo tengo un bellísimo retrato de Virginia Woolf, como si fuera una diosa. En vez de tener una Virgen, que es lo que tan habitual resulta en nuestra tierra, yo la tengo a ella, porque ha sido una de esas presencias poderosísimas en mi vida. Y no solo por Una habitación propia, sino por sus novelas, por Tres guineas, por su vida. No creo que haya leído nada más intenso, emocionante y para mí tan incisivo como sus diarios. Si tuviera que elegir un solo libro, de esos que me llevaría a una isla desierta, seguramente sería uno de Virginia. No sé si Orlando. Yo soy un poco Orlando, la verdad. Supongo que tú te llevarías El segundo sexo, de Simone de Beauvoir.

    Comparto tu pasión por Stefan Zweig, del que siempre me habló mucho mi padre y cuyas Memorias de un europeo me parecen una obra grande, y por Galdós, que fue uno de los escritores que más me marcó en mi adolescencia. Siempre fui un niño rarito. Su Fortunanta y Jacinta, Ana Belén aparte, me dejó impresionado, pero también otras muchas de sus novelas, como Tormento o Miau. Tengo como tarea pendiente sus Episodios nacionales. Leí hace tiempo Madame Bovary, que sé que es uno de esos libros de referencia para ti, y por supuesto Anna Karenina, a la que volví hace poco. Nunca llegó a entusiasmarme, sin embargo, Vargas Llosa, ni siquiera con sus primeras novelas. Sí lo hizo en una época García Márquez, pero ahora me da una pereza tremenda todo eso del realismo mágico.

    A diferencia tuya, yo sí que soy mitómano o, mejor dicho, lo he sido. Cada vez lo soy menos. Supongo que con los años uno va dejando de serlo y coloca las cosas en un punto más sensato. Pero mi mitomanía ha tenido que ver con el cine, la música o la literatura. Me cuesta encontrar, por ejemplo, políticos y políticas a quienes haya admirado o hayan sido decisivos en mi conciencia política. Sé que para ti fue un referente en una época determinada, como también lo fue para mi abuela Rita, Felipe González. También me consta que admiras a Pedro Sánchez y a nuestra Carmen Calvo. Yo me quedaría en todo caso con ese rayo de luz que en muchos sentidos fue Carmen Alborch, aunque yo la conocí cuando ya no estaba en la política activa. Y también citaría a Antonio Maíllo, que siempre me ha parecido uno de esos hombres que deberíamos ser.

    Con frecuencia, y hablando de personas que nos iluminan, me has hablado de un hombre al que admiraste mucho, Carlos Castilla del Pino, y recuerdo que una vez lo hiciste de una conferencia que impartiste en un curso de verano organizado por él en San Roque. La titulaste «Razones para admirar» y en ella reflexionabas sobre lo subjetivo de los sentimientos y las emociones, así como sobre el concepto de admiración definido siempre de manera muy machista, y desde parámetros diferenciados en función del sexo de la persona admirada. No puedo sino estar de acuerdo con lo que entonces apuntabas: «A lo largo de la historia, la admiración ha sido definida, como casi todo, de forma machista, pues son los hombres los que han escrito la historia, hecho la cultura y acuñado los valores dominantes. La mujer ha sido tradicionalmente considerada amable, sobre todo, cuando era joven y abnegada, cuando cumplía con el papel que tenía reservado socialmente, que no era otro que el de ser esposa y madre. Cuando la mujer era vieja, en el mejor de los casos, pasaba a ser considerada como venerable, pero, no nos engañemos, pocas veces ha sido vista como admirable… Al hombre en cambio se le reconocen las cualidades que históricamente han sido consideradas, socialmente, como dignas de admiración: la fuerza, la virilidad, las creencias, el valor o el patriotismo, cualidades que, miradas con detenimiento, son absurdas e irracionales».

    Donde ambos no tenemos ninguna duda es con esa referencia casi mítica, pero tan auténtica y tan de carne y hueso, que fue y es Clara Campoamor. Y con ella, me dices, todas esas mujeres de la generación del 26, las del Lyceum Club, «las Sinsombrero». Lo de Clara, su vida, su lucha política, su entrega a unas convicciones, su pecado mortal, es de esos ejemplos que a mí me emocionan y hacen que siempre tenga muy claro lo que como sujeto político anhelo para la sociedad en la que vivo. Alguna vez he soñado que si pudiera viajar hacia atrás, al estilo de El ministerio del tiempo, me gustaría estar justo ahí, en el 31, viviendo esa ebullición al lado de Clara, o de otras grandes mujeres como las que tú bien citas como la generación del 26.

    Aunque nunca te lo he dicho, siempre he pensado que sería toda una aventura viajar contigo, compartir ciudades, calles y plazas, pasear por lugares en los que tú y yo tengamos una parte de nosotros. Porque yo creo que en el fondo estamos compuestos de miles de pedacitos que, con frecuencia, se hallan desperdigados en lugares que hemos visitado o en los que hemos vivido. Ya sé que a ti te gustaría volver a París, a Nueva York y a Roma. Yo me ofrezco a enseñarte la Roma que viví hace años, cuando era un estudiante de doctorado, y viví varios meses en una ciudad en la que el caos se convierte en belleza. Te descubriría, por ejemplo, las pinturas de Caravaggio que tanto me gustan, a condición siempre de que luego fuéramos al Orsay de París para ver los impresionistas que te fascinan. Luego nos acercaríamos a Florencia, que es otro de esos lugares donde hay una parte de mí, y si quieres podemos seguir hacia el sur del Sur. Sicilia es la isla que un día me pareció un paraíso. El lugar donde estaba cuando recibí la noticia de que iba a ser padre de Abel, que ahora ya, mayor de edad, estudia en Sevilla, una ciudad por la que siente pasión y en la que tú deseas seguir viviendo, aunque tenga cosas que no te gustan. Tu plaza del Museo es muy bella, pero tampoco se queda atrás la plaza de la Magdalena de Córdoba, junto a la que yo vivo y en la que siento que, en las ramas de sus árboles, residen muchas de mis penas y de mis alegrías. En todo caso, ya sabes que yo me quedo un poquito más abajo, en el Atlántico, en Cádiz, ese lugar donde desde hace años recupero energía y palabras. Aunque, no creas, el Mediterráneo de Sicilia, de Grecia, de Mallorca, también es para mí fuente de inspiración.

    En cualquiera de esas dos ciudades del Sur podríamos tomarnos un buen gazpacho y un cocido, aunque no sé si conseguiríamos que nos lo hicieran al estilo madrileño, que es el que preparaba tu madre. Te pediría una Cruzcampo, aunque yo soy más de agua y un poquito de vino. Eso sí, yo no puedo pasar sin el postre, porque soy muy goloso, y me puede todo lo que tenga azúcar, chocolate, crema pastelera, hojaldre. No he conseguido borrar de mi memoria los olores de los dulces que hacía mi abuela Carmen para Navidad y Semana Santa, o los de los bizcochos de mi madre, que ahora, por cierto, me hace Fer para los desayunos, que es la comida y casi el momento del día que más me gusta.

    Un ramo de rosas rojas, una maceta de orquídeas, un bolso. Aunque no sea fácil penetrar en la intimidad de tus gustos y manías, ya voy teniendo unas cuantas ideas de qué podría regalarte para tu próximo cumpleaños. Envolvería el regalo, eso sí, en un papel que a ser posible fuera rojo, verde o morado. Y aunque sea un poco desagradable pensarlo y escribirlo, tendría en cuenta todas esas huellas para un posible final en el que tú más que nadie podrás sentirte orgullosa de todo lo vivido. Una mujer de mujeres. Más que un epitafio, sería toda una declaración de intenciones, paradójicamente llena de vida, como aquellas campanas que Alberti veía en ti. La alegría de vivir, como nos enseñó Carmen Alborch. La alegría de conversar, de aprender, de crecer. De no quedarnos nunca quietos porque mientras nos movamos hacia la utopía la vida estará de nuestra parte. Conversemos, pues, querida Amparo, para que el final nos pille ilusionados y eternamente jóvenes. Hagámoslo sobre la realidad y el deseo, sobre lo vivido y lo por vivir, cobijados siempre por el feminismo que es, para ti y para mí, una forma de vida. Hagamos, como dice Amelia Valcárcel, que lo cotidiano se haga político. Y así, mujer y hombre, con algunos años entre medias, con biografías tan distintas y tan distantes, nos encontraremos en un puente capaz de sumar orillas. Si te atreves a cruzarlo, empiezo a recorrerlo para encontrarte a mitad de camino.

    Recibe un fuerte abrazo de este egabrense-gaditano que te quiere y admira,

    Octavio S.

    Córdoba, 23 de noviembre de 2018

    Mi querido Octavio,

    Al pensar en cómo prologar esta larga conversación que hemos mantenido, y que tú decidiste que se llamara Al amparo del feminismo, yo solo sé decirte gracias, porque es lo más que se puede decir. Solo yo sé bien cuánto tengo que agradecerte que hayas hecho posible este libro. Esta conversación entre nosotros sobre las cosas que más nos interesan y que más deberían ocupar y preocupar para conseguir ese mundo plural, diverso y en igualdad que necesitamos. Ese mundo justo que hoy tan lejano parece. Este será, con casi toda certeza, mi último prólogo, pero es un prólogo gozoso, porque nuca pensé que sería posible hacerlo. He aprendido tanto de ti y te estoy tan reconocida como no soy capaz de expresarte. En la exteriorización de las emociones ya sabes que soy parca, así que ya está. Gracias, amigo querido.

    La idea de este libro fue mía, bueno, no del todo, fue de una amiga periodista, Lourdes Lucio, con quien como una vez al mes, más o menos, junto con otra más joven, también periodista, Isabel Morillo, en un restaurante japonés. Las dos siempre me decían que tenía que escribir sobre mi vida. Les respondía que ya lo hice en Una mujer de mujeres, un libro del que estoy contenta, aunque sé que me equivoqué en algunas cosas al escribirlo. Además de hacerlo a una velocidad de vértigo, traté, por consejo de una persona de la editorial, de seguir la estructura de Como pez en el agua, el libro que Vargas Llosa escribe después de su fracaso como candidato a las elecciones presidenciales de Perú. Pero, claro, yo no soy Vargas Llosa, es evidente, ni una teórica del feminismo, y por eso salió regular el libro. La parte autobiográfica está bien, pero la que hago de teoría feminista deja mucho que desear, excepto en un par de capítulos, quizás el de la consecución del derecho al voto, el del aborto, y poco más. Quedaban cosas por desentrañar, y el paso del tiempo, claro, lo ha dejado antiguo.

    Ahora quería hacer otra cosa, y lo de conversar con alguien me pareció una buena idea, pensé en un par de personas, que me dijeron que no, o no podían o no querían y, de pronto, se me ocurrió pedírtelo a ti, y ha sido la mejor idea de mi vida. Con total generosidad por tu parte, me dijiste que sí, que no te lo podías perder. Eres hombre, feminista, catedrático de Derecho Constitucional, andaluz, de Cabra (Córdoba) –yo debía haber nacido en Montoro (Córdoba)– y, por tanto, tenemos mucho en común, y también muchas diferencias, de generación, de edad y de vida. Nos conocemos relativamente poco –ahora, después de estas conversaciones, mucho más–, pero has hecho un libro, una conversación conmigo, maravillosa.

    El libro es tuyo, Octavio, que quede claro. Lo que yo escribo es siempre porque tú me lo sugieres o me lo preguntas, pero son tuyos los títulos, desde el que encabeza el libro hasta los muy sugerentes que les pones a cada capítulo: «Una habitación propia compartida», «Primas y Mosqueteras», «El género del Derecho» –este solo lo podíamos escribir dos juristas, y aunque yo ya sé muy poco Derecho, «la que tuvo retuvo», y los dos somos doctores en Derecho y profesores de Universidad, tú lo eres, yo lo fui… tengo «un gran futuro a mis espaldas», como tituló su autobiografía el gran actor Vittorio Gassman– o «El machismo reinventado» y todos los demás. Las citas y toda la bibliografía son también tuyas. Yo soy «el pretexto» que te sirve para escribir, muy bien, como sabes hacerlo, de las cosas que nos interesan a ambos: el feminismo, el patriarcado, la amistad, el amor, el cine, el teatro, la política, la literatura y, en suma, la vida.

    Hablamos de lo de siempre, pero tú, mucho más joven que yo, has sabido dar un sentido actual a los asuntos que, tratados por mí sola, no solo no hubieran sido iguales, sino que no serían ni posibles.

    El libro es tuyo y se nota. No, no podría haberlo escrito sin ti, pero también se nota que está hecho sobre cosas de mi vida, que tú las trasciendes, las haces tuyas y las imbricas con tu vida, tu pensamiento, tus sentimientos y tus lecturas.

    Me gustan muchas cosas de las que escribes de ti, por ejemplo, lo de las tres Amparos de tu vida, tu madre, tu bisabuela a la que conociste, y yo. ¡Qué tres Amparos tan distantes y distintas y de qué manera tan bonita nos acercas! Y luego yo escribo de las Cármenes de mi vida.

    El libro es, básicamente, sobre mujeres, no solo las mujeres de mi vida, sino las mujeres que, a gritos y porrazos, se han ido abriendo paso en este mundo tan desigual en el que vivimos. Hablamos poco, y tímidamente, de hombres, y tampoco se merecen más. No somos anti nada, ni tampoco anti ellos, pero no son protagonistas, porque objetivamente, en el feminismo, no lo son, con excepciones, y de esas sí que hablamos.

    Se me ha ocurrido que en esta carta que te he escribo cuando estamos cerrando las conversaciones que integrarán el libro, querría recordar a algún hombre de mi vida, no los importantes, que ya han salido –mi padre, hijo, nietos, hermanos y Víctor–, sino a amigos importantes –¿feministas?, no sé si están a la altura de este calificativo…–, Javier Pérez Royo, importante para los dos, y al que citamos, a su hermano Fernando; Pipo Clavero, de Pepe Griñán sí que hemos hablamos, y a los del grupo de teatro Esperpento, tan importantes en mi vida… Y, de pronto, me he acordado de un novio que tuve del que nunca te he hablado y que siempre he dicho que fue «el único novio formal» que he tenido, los demás fueron otra cosa. Murió hace años y nunca he llegado a entender cómo pudimos tener esa relación, relativamente duradera. Respetaba todas mis decisiones, era muy buena persona, pero no teníamos nada que ver ni él conmigo ni yo con él, salvo que estudiábamos Derecho. Lo cuento ahora, al final de esta mi vida, porque eso correspondía a la edad que teníamos, en la que corríamos el riesgo de quedarnos para vestir santos, nos decían… Algo que en mi caso nunca tuvo mucho sentido, porque pretendientes he tenido siempre muchos. Un disparate que hoy recuerdo, porque nunca lo he verbalizado ni he sido capaz de explicármelo y ahora así me ha salido.

    El feminismo ha sido, desde muy temprano, un eje en mi vida. Mi mundo, el mundo que le interesa a esta joven mayor, es solo el de la igualdad entre hombres y mujeres, y todo lo demás sé que es necesario, pero no me parece para nada suficiente. Me emociona Concepción Arenal, de la que apenas hemos hablado, pionera de las pioneras, de la que, al cumplirse 200 años de su nacimiento y reeditarse su obra, leemos, por ejemplo, esto: «Es un error grave y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre. Lo primero que necesita es afirmar su personalidad independientemente de su estado, y persuadirse de que soltera, casada o viuda, tiene derechos que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie». Como dice Anna Caballé, que ha escrito el mejor libro sobre ella, «su figura resulta extremadamente actual; sus preocupaciones éticas son las nuestras. Fue una pionera en la defensa de los derechos humanos, de la justicia social, de la necesaria reforma penitenciaria que se llevaría a cabo, finalmente, sin ella. Todas sus propuestas fueron aceptándose y algunas nos siguen interpelando». Me ha parecido buen ejemplo de mujer para cerrar nuestras conversaciones.

    De todo esto hemos conversado, sabiendo que muchas cosas se nos han quedado fuera, y conscientes de que somos muy diferentes, por tantas cosas, pero iguales, muy iguales en nuestra radical concepción de la vida. Las diferencias que tenemos, y las tenemos, faltaría más, son accesorias. Partíamos al iniciar esta conversación de que solo una sociedad sin patriarcado nos interesaba, y que todo lo demás está ahí, en nuestras vidas, lo soportamos bien, pero nos interesa menos, por eso este es un libo radicalmente feminista, porque como hemos hablado mucho, y demostrado con lo que hemos conversado, el feminismo es radical o no es.

    No quiero dejar de recordar a Christina Linares, tan generosa siempre, ni a la editorial Renacimiento, que han hecho posible que esta conversación salga a la luz. Es muy importante que sea precisamente esta editorial la que nos publique. Es un privilegio para los dos que nuestras reflexiones vean la luz en esta editorial dedicada también a recuperar la obra de tantas mujeres a las que tanto admiramos y que estaban muy olvidadas, desde María Teresa León a Clara Campoamor, pasando por Mercedes Formica, Constancia de la Mora, Luisa Carnés y nuestra Elena Fortún, por ejemplo, y nosotros vamos a estar

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