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La Propiedad
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La Propiedad

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La Propiedad narra la historia de Salomón Brumm, un viejo solitario que, atosigado por la incomprensión y por la muerte de su familia, cambia de país y compra un viejo caserón sin sospechar que su transacción le dañaría la vida. Breve y sólida,
La Propiedad es una terrible metáfora sobre los estragos del poder, sus manejos hipócritas, su frialdad para aniquilar y su cinismo para justificar el crimen. Esta novela está escrita con un lenguaje claro que nos conduce, in crescendo, a evocar páginas sustantivas de la Literatura Universal. Se respira en ella la esencia y la profundidad, la reflexión y la mano pesada de un escritor de verdad.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento15 abr 2011
ISBN9789898493835
La Propiedad
Autor

Naudín Gracián Petro

NAUDÍN GRACIÁN PETRO (Montelíbano, Córdoba, Colombia, 1967) Es Licenciado en Educación Inglés Español de la Universidad de Antioquia, y Especialista en Pedagogía de la Lengua Escrita de la Universidad Santo Tomás. Ha sido profesor en las universidades CECAR, Antonio Nariño y Universidad de Córdoba, y en instituciones educativas de secundaria. Sus textos han aparecido en numerosos periódicos y revistas como El Colombiano, El Universal, El Meridiano, Universidad Cooperativa de Colombia, El Túnel, Odradek, el cuento, Noventaynueve, etc., y en múltiples páginas de la Web.OBRAS PUBLICADAS: Los muertos valen lo que pesan sus recuerdos (Cuentos); Con los cuerpos enredados (Cuentos); La realidad de cada día (Relatos); Agar e Ismael (Novela); Las cosas del profesor Tirado (Didáctico); Un amor para el olvido (novela); La Propiedad (Novela) y Cuentos para tener en cuenta.PREMIOS OBTENIDOS: 1er. puesto en el concurso de Cuento Fernando González, Medellín; 1er. puesto en el Concurso de Cuento Tiempos Nuevos, Sincelejo; 1er. puesto en el Concurso de Obras Literarias Concejo de Medellín; 2do. puesto en el Concurso de Cuento Breve El Túnel, Montería; finalista en el concurso de relato corto Khatarsis, España; Tercer puesto en el Concurso Nacional de Novela Manuel Zapata Olivella, y MENCIÓN ESPECIAL en la Bienal de Novela José Eustasio Rivera, Neiva.

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    La Propiedad - Naudín Gracián Petro

    No es muy común que en Colombia se escriba un libro como éste. La Propiedad es una novela corta o una nouvelle según decir de moda, del joven escritor Naudín Gracián. Su atmósfera es sombría. Su discurso es el absurdo. Hay en ella algo de Kafka, un poco de Hesse. Un tanto de la reactualizada soledad humana.

    La Propiedad narra la historia de Salomón Brumm, un viejo solitario que, atosigado por la incomprensión y por la muerte de su familia, cambia de país y compra, para reiniciar su existencia, un viejo caserón sin sospechar que su transacción le dañaría la vida.

    Breve y sólida, La Propiedad es una terrible metáfora sobre los estragos del poder, sobre sus manejos hipócritas, sobre su frialdad para aniquilar y su cinismo para justificar el crimen. Todo, propiciado por la voracidad de un Estado rígido e inclemente, totalitario e infame, estructurado para generar autómatas y serviles.

    El mundo que se vive en La Propiedad está signado por la sinrazón, por la intervención descarada del poder político en el destino de los ciudadanos. Aquí el acusado no es defendido sino hundido. El Estado no está hecho para proteger sino para violar. Y los funcionarios no están para servir sino para ser servidos. Las características de este engendro no nos son desconocidas, y su carcoma interno nos palpita en la conciencia.

    Pero, pese a la opresión, el individuo puede, aún, jugar su última carta. Condenado por un delito que bajo ninguna lógica debe existir, Salomón Brumm logra librarse de la vida y librarse, así, de las garras del Estado. Pueden condenarlo, pero no derrotarlo. El decidirá su fin. No le dará el triunfo al Estado. Si no tiene liber-tad para vivir, tendrá libertad para morir.

    Esta novela, que es un buceo en las aguas abisales del alma humana, y que maneja un tema que obliga a rememorar la re-ciente actualidad, está escrita con un lenguaje claro que nos conduce, in crescendo, a evocar páginas sustantivas de la Literatura Uni-versal. Se respira en ella la esencia y la pro-fundidad, la reflexión y la mano pesada de un escri-tor de verdad.

    José Luis Garcés González

    San Jerónimo de los Charcos

    Junio de 1993

    A LAS DOS HORAS DE

    haber fir-mado las actas de compraventa, Salomón Brumm salió del hotel en el que estuvo hospedado durante once días. Se alejó de la ciudad con sus pocas pertenencias colgadas de los hombros y sobre sus espaldas, y entró por primera vez en aquella casa de campo que, como era de esperarse, estaba casi echada a perder por el abandono.

    Los restos de una cerca que antes cuidaba de alejar las bestias de la casa y su jardín, se encontraban regados en la hierba. En su mayor parte la madera había sido retirada, quizá para leña. La puerta, aunque se quejó un poco cuando la abrió, lucía en buen estado. Encendió las luces —en verdad esperaba que el recinto no se iluminara al accio-nar el interruptor, pero al momento va-rios bombi-llos llovieron su luz—, y su vista se tropezó con un sofá, dos sillas de madera y una mesa en buen estado dentro de una sala poco amplia y de paredes escue-tas. A pesar del ambiente húmedo y de que un poco de sucio espesaba el aire, se podía apreciar que la construcción nunca fue abandonada por completo, sino que de vez en cuando era visitada para entor-pecer el deterioro.

    Al cruzar la sala hasta el fondo, descargó sus cosas sobre la mesa y, asomándose por una puerta estrecha, echó una ojeada a la cocina en la que reposaban unos pocos trastos para hacer de comer. Alcanzó a ver que, aunque todo lucía más limpio de lo que creyó, algunas telara-ñas rayaban el aire en los rincones.

    Ya se dijo que echó una ojeada a la cocina como cuando uno se asoma a un lugar donde hay mucha bulla con el solo fin de recla-mar silencio con la mirada; luego, continuó a través de un pasillo angosto y se metió por la primera puerta que encon-tró. Allí había una cama acolcho-nada pero sin sábanas, el ropero estaba abierto y vacío y, sobre una mesita de noche, una lámpara de gas esperaba ser encendida.

    Después de iluminar la alcoba, Salomón volvió a la sala por sus cosas.

    Eran escasamente las seis de la tarde y, aunque afuera todavía algunas luces rezagadas se mezclaban con las sombras, dentro de la casa la oscuridad ya era de noche. No había cenado, pero tampoco tenía ánimos para prepararse algo; además, no debía preocuparse pues tendría tiempo de sobra para recuperar las energías que le restara la ausencia de esa comida. Tendió de cualquier manera una sábana sobre la cama, se procuró un libro del fondo de un bolso, acomodó la almohada para que la nuca no sufriera mucho, aunque la columna se forzara un poco, y se dispuso a llenarse de palabras mientras le llegaba el sueño.

    Rato después, el cansancio y la tranquilidad que lo embargaba por haberse establecido al fin en el lugar deseado, hicieron que no sintiera el concierto de los grillos, la lucha del viento contra los árboles, la marcha de decenas de botas por entre la hierba, el sabor acre que deja en el aire el paso cercano del peligro, el estruendoso silencio que regó al pasar una tropa clandestina.

    Once días atrás había cambiado no sólo de ciudad sino también de Estado. Al llegar se bajó en una calle que vio cercana a un sector bullente de comercio, y se guió por los letreros para hallar un hotel que sopesó poco ostentoso pero limpio. Ubicó puntos de referencia del lugar para no perderse cuando saliera, pero no trató de grabarse el número del hotel, convencido de que pronto lo abandonaría y no tendría por qué volver a él. Por fortuna, en la recepción sólo le pidieron el documento de identidad para tomarle los datos y asignarle una alcoba con buena vista de la ciudad. Revisó que el clóset estuviera vacío, que el baño y las sábanas olieran a limpio, que el ventilador funcionara, y se echó a descansar hasta entrada la oscuridad, cuando bajó a buscar algo de comer.

    Sólo al día siguiente se daría cuenta de que el hotel tenía restaurante, en el cual comió la semana larga que permaneció allí, pero esa noche lo hizo en uno que vislumbró a pocos metros. Al volver, pidió al recepcionista el favor de pegar en la cartelera un aviso con el escueto letrero Se compra casa de campo.

    Se levantó pasadas las nueve de la mañana. Luego de asearse regó sobre la cama el contenido de un bolso para procurarse ropa. Ni siquiera se buscó en el espejo, de modo que no se dio cuenta de que algo de barba ya le oscurecía el rostro. Separó algunos billetes de un grueso fajo, y los metió en el bolsillo derecho del pantalón; el fajo lo introdujo en un bolso de manos que se colgó de un hombro, y salió de la alcoba. Esta vez lo saludó una mujer en la recepción.

    —Buenos días, señor…

    —Brumm —le ayudó éste mientras desviaba su trayectoria hacia la muchacha al darse cuenta de que ésta en realidad no tenía la intención de saludarlo sino de llamar su atención.

    —Brumm —corroboró la chica mientras buscaba en un libro—... Usted está en la dos cero cuatro… ¿Cierto? Bien.

    La muchacha levantó la vista para verlo a los ojos, pero sin levantar la cabeza.

    —Aquí, a la derecha, dentro del hotel —le señaló con una mano—, tenemos un buen servicio de restaurante, señor.

    —Muy amable… Dígame, ¿hay algún banco cerca?

    —Claro. A dos cuadras sobre esta acera están el Estatal y el UBS. Enfrente está la Caja Familiar. Le recomiendo el UBS.

    —Muchísimas gracias —buscó en el pecho de la muchacha y vio el nombre en su carné—... Merly.

    Salomón viró hacia el restaurante.

    —Si va a salir, le agradezco que deje la llave.

    Pocos días después se presentó ante él una señora con una cara de unos treintaicinco años, cuya boca a duras penas se abrió para decir:

    —Buenas tardes, señor. ¿Es usted quien solicita una casa en venta?

    —Que sea de campo, por favor.

    El asunto apenas duró tres días, mientras se autenticaban firmas, se fotocopiaban documentos y se sobornaban empleados para que aligeraran las gestiones. Dijo que no cuando le ofrecieron una visita de reconocimiento a la propiedad y sólo pidió una descripción verbal y una información básica de cómo llegar a ella.

    De tal manera que esa tarde fue cuando la miró por primera vez y comprobó que no era más ni menos de lo que esperaba que fuera. Cuando estuvo a pocos pasos del palenque destruido, recordó la escena que leyó meses atrás en un libro difícil de olvidar, en la que se describía una casa en cuyo interior lo único que se podía observar de cuando en cuando, a través de

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