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Rabia somos todas: El poder del enojo femenino para cambiar el mundo
Rabia somos todas: El poder del enojo femenino para cambiar el mundo
Rabia somos todas: El poder del enojo femenino para cambiar el mundo
Libro electrónico527 páginas10 horas

Rabia somos todas: El poder del enojo femenino para cambiar el mundo

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Desde niñas aprendemos que debemos contener la ira y no dejarla salir, aunque lastre nuestro cuerpo y nuestra mente de maneras insospechadas. Y sin embargo, tenemos una multitud de razones legítimas para sentirnos enojadas: desde los actos de misoginia más crudos y violentos, hasta el sutil goteo del sexismo cotidiano que fortalece las normas de género más insidiosas de nuestras sociedades.
En Rabia somos todas, Soraya Chemaly sostiene que nuestro enojo no sólo está justificado, sino que es parte fundamental de la solución: cuando somos conscientes de él, se convierte en un instrumento vital, un radar para señalar la injusticia y un catalizador para el cambio.
Construido con las mejores herramientas del periodismo de investigación, el testimonio personal y el manifiesto feminista, Rabia somos todas es un libro indispensable que da voz a las causas, expresiones y posibilidades de la ira femenina.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 abr 2019
ISBN9786075278728
Rabia somos todas: El poder del enojo femenino para cambiar el mundo
Autor

Soraya Chemaly

Soraya Chemaly is an award-winning writer and activist whose work focuses on the role of gender in culture, politics, religion, and media. She is the Director of the Women’s Media Center Speech Project and an advocate for women’s freedom of expression and expanded civic and political engagement. A prolific writer and speaker, her articles appear in Time, The Verge, The Guardian, The Nation, HuffPost, and The Atlantic. Follow her on Twitter at @SChemaly and learn more at SorayaChemaly.com.

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    Rabia somos todas - Soraya Chemaly

    PortadaPágina de título

    A las mujeres furiosas,

    las niñas atrevidas,

    y a los hombres que confían en nosotras,

    especialmente, por su amor y apoyo,

    a mi madre, Norma;

    a mis hijas Isabelle, Caroline y Noel;

    y a mi esposo, Thomas.

    Nuestros sentimientos son el camino más genuino hacia la sabiduría.

    AUDRE LORDE

    Todo acto de conciencia

    (eso reza este libro)

    es un acto antinatural.

    ADRIENNE RICH,

    The Phenomenology of Anger

    Introducción

    Mucho gusto, rabia

    La boda de mis padres en 1965 fue un evento lujoso de más de veinte horas, con más de quinientos invitados. Las fotos muestran mujeres glamurosas luciendo vestidos de noche y hombres sonrientes de pie, con corbatas negras de cuidadísima confección, en grupos relucientes, alrededor de un pastel que se exhibía en una extensa mesa.

    Uno de los regalos más preciados que mis padres recibieron ese día fue su vajilla de porcelana. Esos platos blancos con filos dorados eran más que un obsequio costoso: representaban no sólo un importante símbolo de adultez sino la aprobación del matrimonio en general y de su matrimonio en particular por parte de su familia y su comunidad. Para mi madre representaban un aspecto clave de su propia identidad: ser mujer, una futura madre, el gran pilar de una familia. Cuando yo era niña, estos platos de mírame-pero-no-me-toques se hallaban en lo más alto de la jerarquía de la loza establecida por ella. Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, los usábamos sólo en ocasiones especiales, siempre con muchísimo cuidado.

    Ésa es la razón por la cual un día, a los quince años, me quedé perpleja al ver a mi madre de pie en el porche de nuestra cocina, lanzando con furia una pieza de la vajilla tras otra, tan lejos como fuera posible, en medio del aire cálido y húmedo. Nuestra cocina se hallaba en el segundo piso de una casa encaramada en la cima de una colina larga y sinuosa. Observé cómo cada uno de esos platos se elevaba por la atmósfera, su peso dibujaba una trayectoria inalterable antes de estallar en mil pedazos contra la terraza varios metros abajo.

    Lo cierto es que, aunque la imagen permanece vívida en mi memoria, no recuerdo sonido alguno. Mi madre arrojó cada uno de los platos en silencio sepulcral: uno tras otro hasta quedarse con las manos vacías. No emitió sonido alguno en todo ese tiempo. No sé si tenía idea de que alguien la observaba. Cuando terminó, regresó a la cocina y me preguntó cómo había sido mi día en la escuela, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo ordinario. Yo ansiaba saber más sobre lo que acababa de ver, pero no me pareció que fuera un buen momento, así que me senté a hacer mi tarea mientras ella preparaba la cena y el día se transformaba en noche. Nunca tocamos el tema.

    ¿Por qué casi nunca aprendemos a enojarnos?

    Como la mayoría de las mujeres, aprendí acerca de la ira en medio de un vacío de información, observando a la gente a mi alrededor: qué hacían con su coraje, qué le respondían a otras personas cuando se molestaban. No recuerdo a mis padres ni a otros adultos hablarme directamente sobre el enojo. Sobre la tristeza, sí. Sobre la envidia, la ansiedad, la culpa, etcétera, etcétera, etcétera. Pero jamás sobre el enojo. Resulta que, para las niñas, esto es la norma. Así como los padres hablan con sus hijas sobre emociones mucho más de lo que lo hacen con sus hijos, ellos siempre evaden hablar acerca de la rabia. Detente a pensarlo un instante: ¿cómo fue que te aproximaste por vez primera a tus emociones, a la ira en particular? ¿Recuerdas haber conversado con alguna figura de autoridad o un modelo a seguir sobre la ira o qué hacer con ella? Si eres mujer, lo más probable es que tu respuesta sea no.

    En lo que respecta a mi temprana aproximación a la ira, el incidente de los platos lanzados al vacío lo dijo todo. Mi madre pudo haber estado furiosa, pero revistió el incidente de una actitud alegre y feliz. Al guardar silencio y elegir esa válvula de escape para sus sentimientos, transmitió muchísima información: por ejemplo, que la rabia se vive en soledad y que no es conveniente compartirla verbalmente con otros. Que más vale reservarse para una misma los sentimientos de rabia. Que, cuando inevitablemente salen a flote, las consecuencias pueden ser aterradoras, impactantes y destructivas.

    Mi madre se condujo como lo hacen muchas mujeres: estaba sacando su coraje, pero de modo tal que el hecho quedara al margen de sus relaciones. La mayoría de las mujeres declara que la rabia más intensa brota tanto en la intimidad como en la interacción con otras personas. También clasifican sus relaciones (en el hogar, en el trabajo e incluso en contextos políticos) al determinar, consciente o inconscientemente, si expresan o no sus emociones negativas, y en qué condiciones lo hacen.¹

    Si bien arrojar platos es un mecanismo que nos permite sobreponernos a la adversidad, no es una forma eficaz ni saludable de canalizar la rabia. Salir adelante suele implicar que debemos quedarnos calladas y permanecer impotentes. Canalizar así la rabia no es lo mismo que concebirla como una herramienta transicional que ayude a cambiar el mundo que nos rodea. Sin embargo, arrojar los platos le permitió a mi madre estar molesta sin parecerlo. Al hacerlo así, conservó la apariencia de buena mujer, lo cual significó no exigir nada, no subir el tono ni expresar sus necesidades. A pesar de que este episodio ocurrió hace más de treinta y cinco años, sigue vigente el hecho de que las normas sociales aún determinan cómo pensamos y nos sentimos respecto de nuestras emociones, sobre todo cuando tienen que ver con nuestra posición como mujeres y la ira.

    Pero primero, ¿qué pasa cuando estamos furiosas? La ira involucra una serie de factores (fisiológicos, genéticos y cognitivos) que expresan su carácter. Por ejemplo: puedes ser una persona que se enfurece al instante, lo que se conoce como rasgo de ira, o puedes ser alguien que se enoja con menor facilidad y sólo en situaciones específicas, lo que se define como estado de ira. Sin embargo, el contexto siempre es crucial. Las respuestas a la provocación, las valoraciones y los juicios siempre involucran un ir y venir entre carácter y contexto. Cuándo y con quién te enojas, así como la construcción social más amplia de la ira (parte de lo que llamamos cultura emocional) son igualmente determinantes.

    A pesar de que la ira se experimenta en el nivel externo, todo está mediado en el exterior por las expectativas culturales y sociales de los otros, y por las prohibiciones sociales de nuestro entorno. Los roles y las responsabilidades, así como el poder y el privilegio, son los contenedores de nuestra ira. Las relaciones, la cultura, el estatus, la discriminación, la pobreza y el acceso al poder determinan la forma en que pensamos, experimentamos y nos valemos de la ira. Distintos países y regiones (incluso comunidades vecinas dentro de un mismo estado) muestran diferentes perfiles de ira, lo que deja al descubierto varias dinámicas sociales y patrones de conducta diferenciados. Dicho lo cual, por ejemplo, en algunas culturas el enojo es una forma de ventilar la frustración, mientras que en otras es más un vehículo para ejercer la autoridad.² En Estados Unidos, la ira de los hombres blancos suele representarse como algo comprensible e incluso patriótico, mientras que la de los hombres negros suele asociarse con la criminalidad, y la de las mujeres negras, con la amenaza. En el mundo occidental, el foco de atención de este libro, la rabia en las mujeres se ha asociado a lo largo de la historia con locura.

    Asimismo, la ira, lejos de ser unidireccional, pertenece a una serie interminable de circuitos mentales, físicos e intelectuales de retroalimentación que opera más allá de nuestra comprensión consciente. A veces se le llama emoción secundaria, en tanto que es producto de otros sentimientos, a menudo ocultos, relacionados con la vergüenza o con el miedo. Es probable que no siempre consideres que el enojo sea parte de lo que te incomoda, te genera dolor o estrés, pero es muy posible que, si te detienes a reflexionarlo, te des cuenta de que la ira no expresada o mal canalizada tiene un rol importante en lo que estás sintiendo. A algunas personas, el enojo nos genera ansiedad, lo que como consecuencia nos enfurece aún más. Para otros, el enojo termina somatizándose, dando lugar así a la incomodidad física, lo que con el tiempo se traduce en irritabilidad, infelicidad y mala salud. Estos circuitos de retroalimentación relacionados con la ira entrañan mecanismos no reconocidos de injusticia social. La discriminación contra las mujeres da lugar a uno de los circuitos de ira más comunes: al ser ignorada, se intensifica e incrementa el estrés y sus efectos.

    Desde luego, todo el mundo siente rabia. Varios estudios demuestran que no hay diferencias significativas respecto a la forma en que hombres y mujeres experimentan la ira. Las diferencias, sin embargo, desafían el estereotipo del hombre como el denominado sexo furioso. Debido a un sinfín de razones que exploraremos a lo largo del libro, las mujeres declaran que se enfadan más a menudo, con más intensidad y por periodos más prolongados que los hombres.³ La mayoría de los episodios de ira en mujeres no involucra interacciones físicas sino verbales, y las mujeres son más propensas que los hombres a emplear lenguaje agresivo y ofensivo. Los hombres, mientras tanto, tienden a relacionar la externalización de ira con el ejercicio del poder, pero las mujeres, hay que subrayarlo, asocian la rabia con impotencia.

    Si todos nos enfadamos, ¿por qué enfocarnos en las mujeres? ¿Por qué importa el género?

    Porque, mientras que hombres y mujeres experimentamos la ira del mismo modo, hay marcadísimas diferencias en la forma en que respondemos a esas emociones y en las que las percibe la gente a nuestro alrededor. Hombres y mujeres tenemos distintas respuestas psicológicas a la provocación que estimula la ira. Las expectativas asociadas con el rol de género, que a menudo se traslapan con expectativas raciales, dictan hasta qué grado podemos valernos del enojo de manera efectiva en contextos personales y de integración a la vida cívica y política. A pesar de las diferencias, suelen ignorarse las reacciones de las mujeres en la discusión pública, en los análisis de dinámicas de ira y en varias propuestas para recobrar el control de la ira.

    A pesar de que día a día desafiamos los esquemas binarios de género para desmantelarlos, es innegable que siguen profundamente enraizados en nuestra vida diaria. Los esquemas de género —las generalizaciones organizacionales que aprendemos desde la infancia— simplifican el mundo que nos rodea, pero también reproducen patrones problemáticos de discriminación. Las categorías de hombre y mujer que se nos asignan al nacer sientan de inmediato las bases sobre las cuales asignamos roles, atributos, responsabilidades y estatus dentro de la familia. Determinan también, en una inmensa medida, la forma en que experimentamos nuestros sentimientos, así como el modo en el que otros los perciben y reaccionan frente a ellos.

    En casa, niños y niñas aprenden muy pronto que, entre chicos y hombres, la furia refuerza las expectativas tradicionales de género, mientras que a las niñas y las mujeres sólo las confunde. Desde niñas aprendemos a asimilar la rabia como algo antifemenino, poco atractivo y egoísta. A muchas nos enseñan que nuestro enojo será una imposición para los demás, que nos convertirá en personas irritantes y desagradables, que alienará a nuestros seres queridos e incluso alejará a quienes queremos atraer; que nos retorcerá el rostro, nos hará feas. Esto ocurre incluso cuando las mujeres nos valemos de nuestra rabia para defendernos en situaciones de peligro. Cuando somos niñas, jamás nos enseñan a reconocer o a manejar nuestra ira tanto como a temerle, esconderla, ignorarla y transformarla.

    Por otro lado, la ira y la masculinidad están muy mezcladas y se refuerzan entre sí. Aunque los hombres jóvenes y adultos saben que deben controlar su ira, suele considerarse una virtud, en particular cuando se emplea para proteger, defender o dirigir. La ira se piensa en términos de disrupción, volumen, autoridad, vulgaridad, agresión física y dominación, y se expresa a manera de violencia y clichés de masculinidad. Los niños aprenden sobre la ira desde pequeños, contrario a lo que ocurre con otros sentimientos, lo cual resulta perjudicial de diversas formas tanto para ellos como para la sociedad. He ahí la razón por la cual las alternativas emocionales de los niños acaban reduciéndose a la negación o la expresión agresiva del enojo: porque desde pequeños la sociedad los presiona para que se distancien tanto como sea posible de lo femenino (en otras palabras, de la empatía, la vulnerabilidad y la compasión).

    A medida que migramos de la familia a la comunidad, nos comprometemos con sistemas que distribuyen no sólo los recursos y el capital cultural, sino también la expresión de las emociones. El género se entrelaza con la raza, la clase, la edad y otros aspectos de nuestra identidad y nuestro estatus social para alterar el modo en que nos conducimos y el trato que recibimos.

    No hay una sola mujer que no sepa que la ira femenina es motivo de escarnio público. No necesitamos que nos lo digan los libros, los estudios, las teorías o los especialistas. Durante los últimos siete años, he hablado con miles de niñas y mujeres en escuelas, conferencias y corporaciones. Invariablemente se me acercan para decirme dos cosas: que quieren saber cómo hacer valer sus derechos sin parecer alteradas o amargadas, y que quieren compartirme anécdotas sobre cómo, cuando externan su rabia sobre asuntos directamente relacionados con su condición femenina, la gente siempre responde con reservas e incluso a veces con insultos.

    Las mujeres vivimos la discriminación de maneras distintas, pero compartimos la experiencia —cuando estamos furiosas o no hacemos más que expresarnos con asertividad—: nos llaman locas, irracionales, incluso demoniacas. Si nos preocupa y, tal como demuestran los estudios, nos sentimos obligadas a maquillar, ignorar, desviar o trivializar nuestro enojo, es porque comprendemos los riesgos de mostrarlo abiertamente. Nuestra sociedad encuentra modos cada vez más creativos para desestimar la ira femenina y convertirla en una patología. Siempre he tenido claro que ser percibida como una mujer irascible (algunas veces sólo por decir lo que siento sin temor) me convierte en una mujer demasiado sensible, irracional, apasionada, quizás hasta histérica, y, sin duda, dueña de una mente confundida y poco objetiva.

    Cuando una mujer manifiesta su enojo en un entorno institucional, político y profesional, está violando, en automático, todas las normas de género. Se enfrenta con aversión, e instantáneamente se le percibe como una persona hostil, irritable, desagradable y poco competente: es el beso de la muerte para las personas de quienes se esperan buenas relaciones sociales. El mismo tipo de persona que optaría por trabajar con un jefe agresivo e irascible sería mucho menos tolerante con una jefa que se condujera igual. Cuando un hombre se enfurece durante una discusión o un debate, la gente tiende a escucharlo con atención e incluso a abandonar su propia postura para alinearse con la de él. Pero cuando una mujer se conduce del mismo modo, lo más probable es que despierte la reacción contraria. Para las mujeres a las que nos consideran irascibles por naturaleza y por descarte, los riesgos de hacernos escuchar, de defendernos o de exponer nuestra opinión con claridad sobre temas que nos importan pueden ser muy graves. Las niñas y mujeres negras, por ejemplo, silenciadas sistemáticamente por el estereotipo de la negra irascible, combaten siempre los problemas de violencia institucionalizada que puede desatar la expresión justificada de su enojo. El hecho de que, como demuestran los estudios, los hombres consideren que la rabia refuerza su poder de una forma que las mujeres no conciben para sí mismas, resulta lógico porque, para los hombres, la ira es poder.

    Las lecciones son sutiles y consistentes. Pasamos de ser lindas princesas a reinas del drama o a cabronas de alto mantenimiento. Las niñas que objetan las injusticias tienen que tolerar que los demás las molesten y se burlen de ellas. A las mujeres adultas las describen como demasiado sensibles o exageradas. Este tipo de representaciones y respuestas, ya sea que ocurran en el marco familiar o en la cultura popular, nos demuestran que la ira femenina es algo que nadie va a tomar en serio. Las mujeres esperan y temen la burla y el ridículo cada vez que expresan su inconformidad. Esta negación sistemática de la subjetividad, del conocimiento y de preocupaciones del todo razonables (que suele describirse como tirar a alguien de loca) es profundamente nociva y a menudo abusiva. La anticipación femenina de respuestas negativas explica en parte por qué las mujeres permanecen calladas respecto a lo que quieren, lo que necesitan y lo que sienten, y por qué tantos hombres optan por la ignorancia y la dominación por encima de la intimidad.

    Casi en todos los campos se denigra la ira femenina, salvo en aquellos donde la rabia confirma los estereotipos de género de la mujer como sostén y ente reproductor. Esto significa que nos es permitido expresar nuestra rabia, pero no a título personal. Si una mujer se molesta desde su lugar de madre o maestra, por ejemplo, se le respeta, y su ira no sólo es comprensible sino aceptable. Si, por el contrario, transgrede y se enoja en lo que se considera un campo masculino (tal como la política tradicional o el lugar de trabajo) de algún modo siempre se le penaliza.

    No hay un elemento mágico que nos proteja a las mujeres de estas ideas y normas sociales. Tendemos a internalizarlas y a considerar que nuestra rabia es incompatible con los roles primarios de cuidadoras que se nos asignan. Incluso la más incipiente manifestación de ira femenina (sea personal o ajena) incomoda profundamente a muchas mujeres. En un esfuerzo por no vernos enojadas, rumiamos. Nos esmeramos por parecer racionales y serenas. Minimizamos nuestra rabia travistiéndola de frustración, impaciencia, exasperación o irritación, palabras que no transmiten la intrínseca crítica social y pública que la ira conlleva. Aprendemos a contenernos: nuestra voz, nuestro cabello, la forma en que vestimos y, sobre todo, nuestro discurso. La ira suele implicar decir no en un mundo donde las mujeres estamos condicionadas a decir prácticamente cualquier cosa menos no. Incluso la tecnología incorpora estas ideas a través de las voces femeninas de distintas asistentes virtuales (me vienen a la mente Siri, Alexa y Cortana), para las cuales las respuestas y ¿qué puedo hacer por ti? son las principales directrices y la razón de existir.

    El muy cultivado hábito femenino de priorizar las necesidades de otros y poner a los demás por encima nuestro tiende a situarnos en una posición de clara desventaja. Las niñas y las mujeres aprendemos a hacer a un lado el enojo para destensar los momentos de conflicto, para enfriar las situaciones que nos ponen a nosotras o a otros en peligro. Asumimos que ceder nuestra posición de enojo es una adaptación necesaria frente a un trasfondo perpetuo de una probable violencia machista. En una sociedad donde la violencia machista contra las mujeres es una realidad para muchas de nosotras, no tenemos forma de saber cómo responderá un hombre (ya sea conocido o desconocido) o si nos agredirá. Sólo nos resta confiar, esperar y minimizar el riesgo.

    El hecho de que frecuentemente hagamos estos juicios de valor quizá califica como el más grave de todos estos hábitos. Y así, como veremos, los hombres que nos rodean (en casa, en la escuela y en el trabajo) suelen negar de manera sistemática nuestras experiencias e ignoran las batallas que como mujeres libramos cuando se trata de demostrar nuestros sentimientos. Si los hombres supieran cuán furiosas están las mujeres que los rodean (y comprendieran las estructuras que refuerzan el silencio de la mujer), se quedarían estupefactos.

    De entrada, es importante hacer notar en qué medida son conductas aprendidas y qué tanto están ligadas específicamente al género. Hay muchos hombres que exhiben conductas de rabia estereotípicamente femeninas, así como muchas mujeres que demuestran hábitos masculinos. La gente que suma más rasgos masculinos tiende a manifestar la ira de manera abierta y cómoda, mientras que las personas con rasgos más femeninos controlan más su ira y con frecuencia la maquillan con otras expresiones. Las personas andróginas, no binarias o de género fluido, quienes se han librado un poco más de los estereotipos de rol y de género, suelen ser capaces de mostrar su ira de forma más productiva y, en general, desarrollan una capacidad más sólida para controlar y externar sus emociones de modo más eficaz.

    La ira es como el agua. No importa cuánto intentemos contenerla, desviarla o negarla: hallará su camino, por lo regular por la ruta de la menor resistencia. Como hablaré más adelante en este libro, las mujeres acostumbramos sentir la ira en el cuerpo. Si no la procesamos de forma adecuada, la ira se refleja en nuestra apariencia, nuestro cuerpo, nuestros hábitos alimentarios y nuestras relaciones, y da lugar a baja autoestima, ansiedad, depresión, lesiones infligidas a nosotras mismas y, en última instancia, a enfermedades físicas reales. Los daños, no obstante, van mucho más allá de lo físico. Las ideas de género sobre la ira nos fuerzan a titubear, a dudar de nuestros sentimientos, a soslayar nuestras necesidades y a renunciar a nuestra propia convicción moral. Ignorar la rabia nos convierte en mujeres que no nos preocupamos por nosotras mismas y le permite a la sociedad ignorarnos también. Vale la pena subrayar que tratar el dolor y la rabia de las mujeres de este modo hace más fácil que nos exploten: en la reproducción, el trabajo, el sexo y la ideología.

    Pregúntate: ¿por qué negaría una sociedad a sus mujeres, de la cuna a la tumba, el derecho a sentir, expresar y hacer uso de su rabia, y a ser respetadas por ello? La ira tiene mala reputación, pero es de hecho la más esperanzadora e iluminada de nuestras emociones. Engendra transformación al manifestar nuestra pasión y mantenernos involucradas con el mundo. Es una respuesta racional y emocional al abuso, la violación y el desorden moral. Tiende un puente entre la fisura de lo que es y lo que debiera ser, entre un pasado difícil y un futuro posible. Desde la visceralidad, la ira nos advierte sobre la violación, la amenaza y el insulto.

    Al igual que a muchas mujeres, con frecuencia hay quienes me recuerdan que sería mejor que las mujeres no nos enojáramos tanto. ¿Qué quiere decir mejor, exactamente? ¿Y por qué recae ese peso tan desproporcionado sobre los hombros de las mujeres: ser mejores para así comprender, perdonar y olvidar? ¿Eso nos hace buenas personas? ¿Es sano? ¿Nos permite proteger nuestros intereses, llevar beneficios a comunidades necesitadas o cambiar drásticamente los sistemas fallidos?

    La respuesta es un no inapelable.

    En realidad, fomenta un statu quo corrompido desde las entrañas.

    Cuando nos enfurecemos y esperamos una respuesta razonable, confrontamos y refutamos ese statu quo. Al expresar nuestra ira y exigir que se nos escuche, dejamos al descubierto la creencia profunda de que podemos comprometernos y cambiar el mundo en que vivimos, un derecho que, hasta ahora, ha sido exclusivo de los hombres. Decir estoy enojada es el primer paso para escúchame, créeme, confía en mí, lo sé, es tiempo de hacer algo. Cuando una niña o una mujer manifiesta su molestia está diciendo: Lo que siento, lo que pienso y lo que digo es importante. Como lo confirman vívidamente el trato que se le da a nuestra rabia y el estado actual de la política, no es una afirmación que podamos dar por hecha.

    He ahí el verdadero peligro de nuestra ira: deja claro que nos tomamos en serio.⁶ Es real tanto en nuestra casa como en nuestra vida pública. Al romper el vínculo entre la ira y la buena feminidad, decidimos alejar a niñas y mujeres de la emoción que mejor nos protege contra el peligro y las injusticias.

    Que las metáforas de la ira estén pobladas del imaginario de la cocina (la rabia hierve a fuego lento antes de llegar a su punto de ebullición; una persona tiene que reflexionar y enfriarse; debemos contener o ponerle un tapón a nuestro coraje o dejará un mal sabor de boca) me parece algo más que una coincidencia interesante. Como mujeres, a menudo tenemos que mordernos la lengua, comernos nuestras palabras y tragarnos nuestro orgullo. Como dice una de mis hijas: es como si se esperara de nosotras que guardemos nuestra ira en la cocina (donde podríamos, por ejemplo, romper la vajilla).

    Yo no arrojo platos, pero sí lanzo palabras. Me tomó años reconocer mi propia ira y, cuando la acepté, no sabía qué hacer con ella. Tuve la rara sensación de alienarme de mí misma (lo cual resultaba muy irónico, ya que la falsedad real radicaba en mi negación de la ira, no en reconocerla). Hoy escribo y escribo y escribo. Traslado mi ira al papel y la convierto en bits y bytes. Saco la ira de mi mente y de mi cuerpo, y la pongo en el mundo, donde en realidad pertenece. Esto puede generarle profunda inconformidad a la gente que me rodea, e incluso ha tenido un costo personal y profesional muy alto para mí. Sin embargo, también da lugar a experiencias, relaciones y resultados más enriquecedores y productivos. Me tomó mucho tiempo darme cuenta de que la gente más inclinada a decirme Suenas enojada es también la que nunca me pregunta ¿Por qué?. Lo que les importa es el silencio, jamás el diálogo. Esta reacción hacia las mujeres que expresan su ira ocurre a escalas cada vez mayores: escuelas, iglesias, trabajos y política. Una sociedad que no respeta la ira de las mujeres es una sociedad que no respeta a las mujeres en absoluto: no las reconoce como seres humanos, pensadoras, conocedoras, participantes activas o ciudadanas.

    Es evidente que en todo el mundo hay mujeres molestas que están actuando en consecuencia. Esto acarrea inevitablemente una reacción violenta de los moderados que tratan por todos los medios de denigrar a las mujeres molestas con etiquetas como peligrosas e inestables. Es más sencillo criticar a las mujeres furiosas que hacer las preguntas ¿Qué la tiene tan molesta? y ¿Qué podemos hacer al respecto?, cuyas respuestas tienen implicaciones disruptivas y revolucionarias.

    Hay una urgencia real detrás de estas preguntas. Vivimos en la que parece una era de ira acentuada y atrocidades constantes. Hay muchas razones para estar molestas, y adonde mires la gente parece furiosa, indignada y desesperada. Cada vez que veo a una mujer que expresa abiertamente su furia sin pudor, la aplaudo por lo que su expresión representa para la cultura.

    Este libro aspira a cambiar nuestra comprensión pública de la ira. Demuestra por qué el hecho de que las niñas y las mujeres estén enojadas es importante para todos como individuos y como parte de una sociedad. No es una apología de la ira desenfrenada, ni alienta a romperle la cara a quien te haga enojar, ni a llenar los espacios en los que vives, ni a trabajar con hostilidad e incomodidad. Tampoco se trata de un libro de autoayuda ni de manejo de la ira. La autoayuda, distinta de la autonomía, es lo que solemos hacer cuando no recibimos de la sociedad el apoyo que necesitamos. No podemos autoayudarnos para que nos escuchen, para que nos tomen en serio, para recibir la paga justa, para que nos cuiden adecuadamente, para que nos traten con dignidad. No podemos autoayudarnos para alcanzar la paz o la justicia.

    Este libro es más bien una serie de preguntas que requieren nuestra atención, tales como: ¿Qué representaría despojar del género a nuestras emociones? ¿Cómo sería el mundo si tuviéramos permitido experimentar y expresar de forma productiva todo el espectro de nuestras emociones sin que nos castiguen? ¿Qué pasaría si niñas y mujeres fuéramos libres de manifestar nuestra ira sin sentir que por ello perdemos la feminidad? ¿Qué perdemos, a nivel personal y social, al no escuchar la ira de las mujeres ni respetarla cuando cobra voz? Y algo muy importante: ¿cómo se relaciona el trato que le damos a la emocionalidad femenina exenta de ira con nuestra democracia y cómo nos pone en riesgo de caer en el autoritarismo?

    Tengo la esperanza de que Rabia somos todas cambie la forma en que pensamos sobre la ira, el género, la vida emocional y sus consecuencias políticas. Espero que te provea de las herramientas necesarias para percibirte a ti misma y a tu entorno con mayor claridad, de modo que llegues a mejorar tanto tu vida como la de quienes te rodean. Porque la verdad es que la rabia no es lo que se interpone en nuestro camino: es nuestro camino. Todo lo que tenemos que hacer es apropiarnos de ella.

    1. Chicas locas

    [Mi madre] me legó el respeto por las posibilidades y la voluntad de ir tras ellas.

    ALICE WALKER

    Cada mañana, en preescolar, mi hija construía un alto y elaborado castillo de bloques, listones y papel, todo para que el mismo compañerito de siempre lo destrozara con singular alegría. Luego de varias semanas, la mamá o el papá del niño, ambos invariablemente complacidos, se expresaban al respecto con las mismas frases trilladas que hacían enfurecer a mi hija: ¡Es que está pasando por esa etapa!, ¡Vaya muchacho! ¡Le encanta destrozar todo!, y, mi favorita, ¡Es que no puede evitarlo!. A medida que transcurría el tiempo, mi hija sólo se enfadaba y se frustraba más.

    Sin embargo, mi hija no le gritó, no lo pateó, no le pegó ni hizo un berrinche. Primero, le pidió amablemente que por favor dejara de hacerlo. Luego le bloqueó el paso para impedir que lo tirara, pero con gentileza. Construyó un castillo con mejores cimientos, de modo que fuera más difícil de derrumbar. Se condujo tal y como esperaríamos que se condujera alguien que sigue las reglas de una persona educada. No funcionó.

    Durante semanas, los padres no intervinieron, aunque presenciaran cómo su hijo destruía una y otra vez el castillo de mi hija; sólo hacían un comentario al final. Como muchos padres, seguí la regla tácita de no disciplinar a hijos ajenos. Mientras tanto, imaginaba a los padres de ese niño pensando, porque solían hacerlo en voz alta, "¿Qué niño fuerte no tiraría ese castillo?".

    Era tan tentador. Mi hija construía una torre reluciente en un espacio público. Él era un niño incapaz de controlarse y, siendo varón, tenía inclinaciones violentas. Además, en última instancia, ¿no era ella la responsable de mantener a salvo su construcción? Como no armaba un escándalo cada vez que el niño la derrumbaba, parecía que a ella no le importaba mucho. De hecho, actuaba de la manera como lo que según varios estudios hacen las niñas de su edad: las niñas en edad escolar que se enojan tratan de hallar la forma de proteger sus intereses en silencio y jamás se desahogan.

    En paralelo, ¿qué ejemplo le daba yo a mi hija furiosa? Depende del ángulo desde el que se mire. Mucha gente diría que le sirvió para aprender a ser paciente y amable, educada y comprensiva. Mirándolo en retrospectiva, pienso que le di un ejemplo terrible. Mis intentos de enseñarle cómo evitar el daño, vivir en franca cooperación con los otros y ser una buena ciudadana resultaron perjudiciales en tanto tenían la carga de los roles de género. Intenté ayudarla a cumplir su objetivo, tener un castillo intacto, pero no le di a su enojo el lugar que ameritaba; es decir, la validación y el apoyo que merecía. No lo hice yo ni ninguno de los adultos presentes. Ella tenía todo el derecho a estar enojada, pero no la alenté para que lo expresara en público, se sobresaltara o expresara con claridad sus exigencias.

    Para salvaguardar la relación escolar, tuve una conversación cordial con los padres del niño. Comprendían la frustración de mi hija, pero sólo en la medida en la que deseaban de todo corazón que encontrara la forma de lidiar con ella. No parecían darse cuenta de que estaba enojada, ni tampoco comprendían que su ira era un reclamo a su hijo en relación directa con su propia inacción parental. Les satisfacía contar con la cooperación de mi hija para entender aquello por lo que estaba pasando su hijo, aunque no se sentían obligados a exigirle a él lo mismo de vuelta. Incluso en este entorno infantil, relativamente inocente, al chiquillo le enseñaban una concepción equivocada de la palabra no. Arrasaba con todo a su paso, sin noción de las consecuencias que eso tenía para la gente a su alrededor. Por descartado, sus emociones tenían prioridad y no sólo le permitían tener el control de su entorno, sino que lo motivaban a hacerlo.

    Escenarios como éste se presentan una y otra vez a lo largo de la infancia. En mi experiencia, es difícil para muchos adultos aceptar que los niños pueden y deben aprender a controlarse y asumir los mismos estándares de conducta que se esperan de las niñas. Es aún más difícil aceptar que las niñas son capaces de sentir enojo y que tienen derecho a no prestarse a ser una herramienta de desarrollo para los varones. En 2014, investigadores de varias universidades llevaron a cabo un estudio a gran escala en cuatro países sobre la preparación y el género a nivel preescolar.¹ Entre los niños estadunidenses se observó la brecha más amplia en lo relativo al autocontrol. La investigación reveló que las expectativas tanto de padres como de docentes en términos de género delineaban cómo se conducían los niños y cómo se les evaluaba, y, en última instancia, determinaban si eran o no capaces de controlarse a sí mismos. Según otro estudio, las diferencias sexuales en cuanto al autocontrol caen en el rubro de lo que conocemos como epigenética, ya que reflejan la interacción de predisposiciones genéticas en combinación con las expectativas sociales y culturales.

    Si mi hija se hubiera sobresaltado y manifestado abiertamente su rabia, es muy probable que la discusión se hubiera centrado en su conducta y no en la del niño. La habrían puesto equívocamente al nivel o hasta por encima de la falta de control y empatía del niño, en vez de considerarla una respuesta justificable frente a la mala conducta de aquél.

    En 1976, en uno de los primeros intentos para entender cómo influyen los sesgos parentales en la conducta de niños y niñas, los investigadores ocultaron deliberadamente el género de los bebés y les pidieron a los adultos que describieran lo que veían al observarlos. Los adultos vieron distintos estados emocionales, dependiendo de si les parecía que observaban a una niña o a un niño.² A un niño quisquilloso, por ejemplo, lo consideraban irritable y enojado, mientras que a una niña quisquillosa más bien la percibían como miedosa o triste.³ Los adultos incluso atribuían emociones de género a simples dibujos lineales. Una serie de experimentos realizada en 1986 reveló que, cuando los adultos creían que analizaban un dibujo hecho por un varón, describían la imagen como más furiosa o más violenta y hostil.⁴

    El hallazgo de que las personas adultas tienen prejuicios de género relacionados con las emociones sigue vigente décadas después. Harriet Tenenbaum, psicóloga del desarrollo de la Universidad de Surrey, en Inglaterra, ha estudiado cómo los padres y las madres les hablan a niños y niñas. La mayoría de los padres y las madres reconoce que les gustaría que los niños fueran más expresivos, explica, pero no se dan cuenta de que les hablan de forma distinta que a las niñas.⁵ Hablan más sobre emociones con sus hijas, valiéndose de un espectro más amplio de palabras.⁶ ¿Cuál es la única excepción a lo que los investigadores llaman la conversación sobre emociones? La rabia y las emociones negativas. Los padres hablan con los niños sobre cómo enfurecerse, pero no hacen lo mismo con sus hijas.⁷ Las madres en particular tienden a emplear palabras asociadas a la ira cuando hablan con sus hijos o les narran cuentos.⁸

    Las suposiciones sobre la emocionalidad y el género se extienden hasta la edad adulta.

    En 2011 la doctora Kerri Johnson, profesora asistente de los departamentos de comunicación y psicología de la Universidad de California en Los Ángeles, puso al alcance del público los hallazgos de un estudio innovador sobre percepciones de género y emoción.Está bien visto —se espera, de hecho— que los hombres expresen su ira, declaró. Sin embargo, cuando las mujeres experimentan emociones negativas, lo que se espera de ellas es que las canalicen a través de la tristeza.

    Los sesgos de género nos permiten detectar la alegría y el miedo con más facilidad en el rostro de las mujeres. Según las investigaciones, las expresiones neutrales en las mujeres¹⁰ aparecen descritas como sumisas, inocentes, temerosas o felices, mientras que el rostro neutral en los hombres se asocia con el enojo. En un estudio, los participantes calificaron el rostro de las mujeres como cooperativo y pueril.¹¹ Varios experimentos revelan que la cara de una mujer furiosa es la que a la gente le resulta más difícil de analizar,¹² mientras que a un rostro andrógino con expresión de ira lo catalogan como masculino casi por descartado.¹³

    Una mujer triste y un hombre enojado pueden estar experimentado emociones negativas similares, pero estos adjetivos y los estereotipos que evocan tienen implicaciones radicalmente distintas. La diferencia no es trivial.

    El poder, que algunos teóricos consideran el requisito de entrada para la ira, no es indispensable para la tristeza.¹⁴ La rabia es una emoción de acercamiento, mientras que la tristeza es una emoción de aislamiento.¹⁵ Pensar que una persona está triste nos hace considerarla débil y sumisa. La ira se asocia con el control de las circunstancias propias, tales como la competencia, la independencia y el liderazgo; la tristeza, no. La ira se asocia con la asertividad, la persistencia y la agresividad; la tristeza, no. La ira permite generar cambios reales y confrontar los desafíos; la tristeza, no. La ira genera percepciones de mayor estatus y de respeto; la tristeza, no.¹⁶ Al igual que la gente feliz, quienes externan su ira son más optimistas: tienen la sensación de que el cambio es posible y de que pueden ser parte de él. Quienes tienden al miedo y a la tristeza suelen ser pesimistas y creen que son incapaces de influir en el mundo en que viven y generar un cambio real.¹⁷

    Los especialistas en psicología Matthijs Baas, Carsten De Dreu y Bernard Nijstad han demostrado que no sólo la ira, a diferencia de la tristeza, estimula un pensamiento desestructurado durante la ejecución de tareas creativas, sino que quienes manifiestan abiertamente su enojo son mejores generadores de nuevas ideas. Más interesante aún es que uno de los estudios comprobó que las ideas de estas personas suelen ser muy originales.¹⁸

    La tristeza también conlleva beneficios cognitivos, desde luego. Por ejemplo, la melancolía refleja que quien la experimenta ha reflexionado de forma metódica y concienzuda sobre aquello que la provoca; la tribulación tiende a considerar el malestar social en vez de asignar culpas individuales. Las personas nostálgicas son también las más generosas.¹⁹ Por otro lado, una de las desventajas de la tristeza es que puede derivar en reflexión paralizante, falta de expectativas e impaciencia onerosa: la gente triste tiene pocas expectativas y se conforma con menos.²⁰

    ¿Qué representa, para nosotras las mujeres, separar la rabia de la feminidad? Por un lado, implica suponer que la ira femenina no surte ningún efecto como recurso personal ni colectivo. El trato que recibe la rabia femenina es un mecanismo de control muy poderoso; es el modo ideal de contrarrestar el efecto de las batallas que las mujeres hemos ganado en el camino a la igualdad.

    En 2012, un

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