Hombres solos: Ser varón en el siglo XXI
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Creer eso sería equivalente a creer que estoy a favor de la tuberculosis si denuncio el manejo corrupto de una organización nominalmente dedicada a combatirla. O a creer que estoy en contra de la justicia social si denuncio el estalinismo. Estoy, en cambio, condenando los contenidos reaccionarios de una importante porción del feminismo militante. El que ha creado el mito de la mujer como clase social, y como víctima y, por lo tanto, enemiga del varón. Ambos términos, mujer y varón, empleados como absoluto, en olvido de las mujeres concretas y de los hombres concretos."
Horacio Vázquez-Rial sabe detectar las insuficiencias, las contradicciones de los relatos contemporáneos, y mostrar las carencias e incongruencias de un tipo de feminismo que, desde las últimas décadas del siglo XX, sobresale en aspectos negativos. ¿Y de dónde proviene esta deriva ultramontana y reaccionaria que venimos detectando sobre todo y en especial entre aquellos movimientos finiseculares que dicen que abanderan estrategias de liberación?
Puesto que la igualdad se ha alcanzado a partir de unas reivindicaciones concretas, el tiempo las fue haciendo cada vez más difusas; lo cual revela por qué a partir de los principios justos y equitativos de la igualdad sexual se pasó a la ideología de la diferencia, a la reivindicación sexista de las diferencias. (María Teresa González Cortés)
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Comentarios para Hombres solos
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- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Lei que dice que ya no se puede usar la palabra sexo sino solo genero. En vez de que ahora se habla de sexo y genero, como cosas diferenciadas. No leere una critica al feminismo de un feministo ignorante.
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Cuando leí que el autor tiene una postura tibia sobre el aborto, decidí dejar de leerlo. O sea, no llegué a la 2da o 3ra página.
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Hombres solos - Horacio Vázquez-Rial
Prólogo
por María Teresa González Cortés
«Los varones actúan como príncipes,
porque es lo que suponen que se espera de ellos.
Las mujeres actúan como víctimas potenciales,
cosa que resulta desconcertante para cualquier príncipe.»
Horacio Vázquez-Rial
En Occidente existe una interesante saga de filósofos y pensadores que lleva durante siglos, desde Condorcet a Julián Marías, analizando el peso que ejerce la herencia cultural (ideas, costumbres, patrones de comportamiento, etc.) tanto sobre la construcción de nuestra identidad personal, como sobre los mimbres de nuestra concepción de la realidad. Inscrito en esta gran tradición de librepensadores varones destaca Horacio Vázquez-Rial, quien como espectador y en calidad de investigador estudia los sucesos históricamente más recientes del pasado siglo XX que han condicionado y, a veces, golpeado la vida de muchas generaciones de mujeres y hombres, aunque, claro está, y también desde su faceta literaria, Horacio Vázquez-Rial nos relata en tono intimista las circunstancias que moldearon su vida. «Me criaron mi madre y mi abuela», nos dice. «Siempre he vivido entre mujeres», recalca. «Decía que siempre he vivido con mujeres. Ahora también. Pero estas dos mujeres son mis hijas», agrega.
Sabido esto, y con el fin de situar a nuestro autor, a la sazón, historiador y periodista, escritor y novelista, no debemos omitir la defensa —apasionada, sin concesiones ni trampas— de la libertad, que Horacio lleva a cabo a lo largo de las páginas de este libro titulado Hombres solos - ser varón en el siglo XXI, igual que tampoco se ha de dejar de recalcar ese claro e inequívoco rechazo suyo, sin paliativos, contra la violencia en cualquiera de sus formas:
Estamos contra el maltrato de mujeres, niños, y hombres; estamos contra la ablación del clítoris, proceda la mujer de la cultura que proceda; estamos contra el matrimonio forzoso; estamos contra el matrimonio de menores sin libre elección; estamos contra la violación y contra toda forma no consentida de relación entre sexos; fuera y dentro del matrimonio; estamos contra la esclavitud sexual, incluya o no tráfico internacional de personas; estamos contra la utilización sexual de los niños; estamos a favor de la libre decisión sobre la continuidad o la interrupción del embarazo; estamos a favor del derecho a divorciarse.
Leído este manifiesto, se podría afirmar que Horacio Vázquez-Rial, por el infinito respeto que manifiesta hacia la independencia y hacia la soberanía de los seres humanos, es un feminista, ¿o cabría decir «feministo» en esta lucha absurda de palabras que nos atenaza y ahoga desde hace unos lustros? Antes de sacar conclusiones apresuradas, conviene apuntar que este argentino «barcelonés» afincado en Madrid no se pliega con facilidad a modas y novedades. Es más, debido a su cosmopolitismo, en él palpita siempre un alma inquieta, amén de profundamente viajera. Y Horacio Vázquez-Rial (a quien le anima la luz del universalismo estoico) bien podría haber hecho suya la pregunta que en sus Disertaciones ya suscitó el filósofo Epicteto (55.135 d. C.): «¿Por qué no habría uno de llamarse ciudadano del mundo?» Y decimos esto porque, sin lugar a dudas, Vázquez-Rial es un ciudadano del mundo, y en su vida, rica en experiencias que trascienden las rutinas del bucle, sabe detectar las insuficiencias, las contradicciones de los relatos contemporáneos. Y mostrar las carencias e incongruencias de un tipo de feminismo que, desde las últimas décadas del siglo XX, sobresale en aspectos negativos: en ser tan superior como dogmático, tan radical como propenso a caer en el culto a las ideas.
¿Y de dónde proviene esta deriva ultramontana y reaccionaria que venimos detectando sobre todo y en especial entre aquellos movimientos finiseculares que dicen que abanderan estrategias de liberación? Muy sencillo, puesto que la igualdad «se ha alcanzado a partir de unas reivindicaciones concretas», nos explica Vázquez-Rial, «el tiempo fue haciendo [estas reivindicaciones] cada vez más difusas». Lo cual revela por qué a partir de los principios justos y equitativos de la igualdad sexual se pasó a la ideología de la diferencia, a la reivindicación sexista de las diferencias. Y, yo añadiría, que a la guerra contra el sexo en sí mismo porque, ahora, no se puede ni emplear la palabra «sexo» —solo la voz «género»—, estulticia lingüística acrecentada por la fuerza propagandística de ese nuevo puritanismo que nace de la neolengua que usa buena parte de los sectores más acomodados del feminismo occidental.
«Preferiría que dijeran que no he existido a que crean que fui fanático», señalaba de sí mismo Plutarco (c. 46-120 d. C.). Pues bien, Horacio Vázquez-Rial, en sintonía con el historiador griego, desconfía de tópicos manidos al uso y rechaza cualquier discurso, por fanático, «mítico», por entusiasta, «mitificador». Indiquemos, entonces, que es por ese nunca escondido espíritu crítico por lo que Horacio Vázquez-Rial consigue poner bajo el ojo de la sospecha las teorías que manejan, a modo de biblia y de manera inmovilista, sociólogos y feministas. De ahí surgió Hombres solos, ser varón en el siglo XXI, un libro de lectura obligada si queremos salir de las trincheras sesgadas, por unilaterales, de un feminismo romántico y acéfalo que basa su primacía y su existencia teórica en instrumentalizar a tiempo completo el masoquismo de la mujer y que, cómo no, subraya incluso en escenarios artificiales e irreales los efectos del victimismo sexual alejándose de los problemas reales e individuales de las personas.
Basta recordar a este respecto las teorías de Sandra Scart, Alison Jagger… y Catharine MacKinnon. Esta última, por ejemplo, a la que he criticado en otras ocasiones con gran dureza, ha llegado a sostener que «violación» es sinónimo de cualquier acto heterosexual o, dicho en román paladino, que cualquier clase de contacto constituye una violación. Con lo cual, y siguiendo las leyes de guerra de esta activista feminista e influyente jurista norteamericana, resulta que la mirada del varón no solo es per se una forma de acoso sexual contra la fémina, sino también y potencialmente un acto delictivo de violencia, punible por tanto.
Ante esta verborrea excéntrica, repleta de excesos y abusos, Elisabeth Badinter ha denunciado cómo, «desde hace treinta años, el feminismo radical americano ha tejido pacientemente la urdimbre de un continuum del crimen sexual que quiere demostrar el largo martirologio femenino».¹ Y no anda descaminada esta pensadora francesa por cuanto es un hecho histórico que el (re)conocimiento del sufrimiento femenino ha entrañado en la mayoría de los sectores del feminismo occidental la necesidad de mantener vivos y abiertos los vínculos del dolor como justificación ontológica del propio feminismo. Y esta actitud, este ensimismamiento, es decir, este gusto cursi y relamido destinado a mantener los mismos ídolos, los mismos tópicos viene a demostrar una enorme parálisis o, dicho con otras palabras, el gran apego que sienten muchas feministas a situaciones idénticas e incambiables. Lo cual, a todas luces, es una perversión auténtica, dado que ni se puede aceptar que lo falso sea un momento de la verdad ni tampoco creer anacrónicamente que la situación de la mujer del siglo XXI es la de la mujer en siglos anteriores.
¿Por qué una sección del feminismo está anclada en su propio imaginario y enamorada al modo platónico de sus propios principios? Fue Alain Finkielkraut quien incidió en que el mito de la raza aria y el mito del proletariado constituyeron las ficciones que dominaron la centuria pasada. A esta descripción Vázquez-Rial incorpora un dato relevante y, en consecuencia, no menor. Y escribe: a Finkielkraut «le falta un mito para acabar de definir la tragedia. El mito de la mujer». ¿Y en qué consiste este mito?, nos preguntamos. En encontrar con afán compulsivo las esencias intemporales y ahistóricas de la mujer y ello con el fin de crear relatos hegemónicos y generalistas, ficticios e imaginados, al margen, consiguientemente, de las condiciones de las personas. Pues bien, en contra de todo esto, se levanta Horacio Vázquez-Rial y expone:
Que nadie se confunda: no estoy condenando el feminismo como tal. Creer eso sería equivalente a creer que estoy a favor de la tuberculosis si denuncio el manejo corrupto de una organización nominalmente dedicada a combatirla. O a creer que estoy en contra de la justicia social si denuncio el estalinismo. Estoy, en cambio, condenando los contenidos reaccionarios de una importante porción del feminismo militante. El que ha creado el mito de la mujer como clase social, y como víctima y, por lo tanto, enemiga del varón. Ambos términos, mujer y varón, empleados como absoluto, en olvido de las mujeres concretas y de los hombres concretos.
Ni que decir tiene que si para estudiar una enfermedad, no hay que estar enfermo; si para luchar contra la pobreza, no hay que ser pobre; por idéntica razón, no cabe duda de que para investigar los zarpazos de los paradigmas sexuales, no tenemos por qué ser necesariamente actores de los mismos. E igual que las mujeres hemos analizado y analizamos los patrones sexuales del comportamiento, con argumentos similares los hombres no solo pueden sino que deben, en aras a la riqueza de ideas, investigar los patrones sexuales del comportamiento. Solo así es posible escapar de los canchales del fanatismo y reconocer, como decía el filósofo escéptico Pirrón de Elis, que «una fuente de intranquilidad radica en querer llegar a conocimientos absolutos».
El siglo XX ha sido, pues, «el siglo de los mitos», el siglo de los conocimientos absolutos. De ahí que Vázquez-Rial trabaje por descubrir las (im)posturas despóticas y autoritarias de un feminismo que, por monopolista, se autodefine omnipotente e inmune a la crítica. Pero, de ahí, asimismo, que este escritor valiente, y enemigo de la injusticia, quiera dar testimonio personal, en el libro Hombres solos - ser varón en el siglo XXI, de los efectos que provoca sobre nuestras vidas la prepotencia ideológica, venga ésta de donde venga.
1. Elisabeth Badinter (2003). Fausse Route. París: Odile Jacob. Versión en español (2004)Por mal camino. Madrid: Alianza Editorial, citada por Horacio Vázquez-Rial en el cap. 5.
1. La revolución sexual del siglo XX: desde dónde asumirla
La revolución
El siglo XX, de manera notable en su segunda mitad, fue testigo de la mayor revolución conocida en el ámbito de la sexualidad. Desde la última década de la era victoriana, las mujeres se habían ido abriendo camino hacia la igualdad con el varón –igualdad deseada pero no necesariamente feliz— por medio de los movimientos sufragistas, primero, y feministas, después, y de su incorporación efectiva y masiva al trabajo asalariado.
La guerra de 1914-1918 marcó un corte significativo, la primera línea divisoria entre un antes opresivo y represivo, y un después de relativa libertad. En 1900, las piernas de las mujeres eran uno de los secretos mejor guardados de la historia, salvo en el escandaloso caso de las bailarinas, en especial las del cancán (hasta hace muy poco, las palabras «bataclana» o «corista» eran sinónimos de puta, y aún lo siguen siendo en buen número de cabezas). En 1920, veinte años y una guerra mundial más tarde, la mayor parte de las piernas femeninas en condiciones de ser mostradas, en Europa y América, estaban al descubierto de medio muslo hacia abajo y las señoritas de la jet de la época bailaban el charlestón moviéndose sin recato. Las mujeres empezaron entonces a exhibir su sexualidad, aunque no la ejercieran aún libremente: las que lo hicieron fueron contadas y, a menudo, célebres por ello.
En la Segunda Guerra Mundial, numerosísimas mujeres encontraron un sitio en o junto a los ejércitos, en el servicio activo auxiliar y de sanidad. Florence Nightingale, que había sido la excepción en la guerra de Crimea (1854-1860), ya no podía haberlo sido en la de 1914, donde la actividad de las enfermeras fue importantísima. No puedo dejar de recordar y, por lo tanto, de apuntar aquí, que así como el ingreso de las mujeres en el universo de la producción se hizo por la puerta estrecha de los empleos fabriles peor pagados, su participación en la contienda de 1939-1945 no se limitó al consuelo y los primeros auxilios, sino que se tradujo en la ocupación de puestos tan lamentables como la guardia de campos de prisioneros, de concentración y de exterminio en la organización del Tercer Reich, y de deportación, en la de la URSS. Y si los comienzos de las mujeres como miembros fácticos del proletariado fue en la mayoría de casos obra de la necesidad, antes que del afán igualitario que impregna el discurso del feminismo —las que no eran obreras, eran prostitutas o no comían—, la entrada de señoritas y señoras en los aparatos represivos alemán y soviético fue fruto de su libre voluntad y elección políticas: el Estado las reclutaba como personas de toda confianza y, a cambio, delegaba en ellas porciones menudas pero valiosas de su poder. Ser de confianza en aquellas circunstancias requería un corazón duro, en el que no cupiese la piedad ante prisioneros y prisioneras, adultos y niños, y unas sólidas convicciones que hicieran sentir imprescindible a cada funcionario.
Después de la caída de Berlín, las faldas se situaron discretamente por debajo de las rodillas: las mujeres estaban menos dispuestas a exhibir su sexualidad que en los años veinte, pero tenían más posibilidades reales de ejercerla, de lo que queda amplia constancia en la literatura. No obstante, aún se le oponían dos obstáculos mayores: el riesgo de embarazo y las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis.
Los embarazos no deseados y no legalizados eran aún una auténtica tragedia, se los mirara como se los mirara.
Si el padre potencial era un hombre casado con otra mujer, sólo se abrían ante la víctima dos posibilidades: la del aborto clandestino, sumamente peligroso —hecho por profesionales no siempre calificados o por simples aficionados, capaces de perpetrar una carnicería o de infectar a la embarazada operando con las manos sucias, y causando en cualquiera de las dos formas la muerte de la paciente—, o la del hijo de soltera, oculto, entregado en falsa adopción, abandonado en el entorno de la inclusa o asumido y vivido eternamente como causa de marginalidad.
Si el padre no estaba casado, el problema podía resolverse, con suerte y con la colaboración del individuo —nada corriente, puesto que aquellos sujetos solían despreciar a quien se les entregara sin pasar por la sacristía—, en un matrimonio obligado y necesariamente infeliz que se arrastraba hasta la tumba, al menos hasta la de uno de los dos cónyuges.
Si el hombre casado era un militar, un juez o un alto funcionario, el que su pecado se conociera, haciéndose público que tenía un hijo extramatrimonial, podía costarle la carrera. Y eso fue así hasta pasada la mitad del siglo en países civilizados, y aún hoy es una situación de peso en el destino de un político, si bien no en todas partes. El caso Lewinsky suscitó una discusión apasionada entre puritanos y liberales acerca de la trascendencia que podía tener la fidelidad o la infidelidad del presidente de los Estados Unidos en la década de 1990, pero mucho antes, en la primera mitad de los ochenta, el vicepresidente del gobierno español tenía una hija habida fuera de matrimonio, con quien se le veía a menudo, sin que las estructuras sociales se resquebrajaran y sin que el Rey dejara de recibirle. Probablemente estos matices diferenciales entre países tenga que ver con el predominio en cada uno de la moral protestante o de la moral católica, de manga bastante más ancha. Bill Clinton hubo de responder ante su propia iglesia por el caso Lewinsky. John F. Kennedy, de quien