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Masculinidades (im)posibles: Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad
Masculinidades (im)posibles: Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad
Masculinidades (im)posibles: Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad
Libro electrónico614 páginas19 horas

Masculinidades (im)posibles: Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad

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Este libro nos propone colocar la mirada sobre los hombres que han ejercido violencia contra mujeres en sus relaciones de pareja, yendo más allá de las descripciones de trazo grueso que se hacen de estos varones, para analizar cómo se entreteje la violencia con el poder y la vulnerabilidad en la construcción de la masculinidad. Estamos ante un texto necesario y novedoso en el contexto argentino e internacional, que tiene detrás un trabajo riguroso y potente y que, en último término, nos impulsa a escuchar para transformar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9789505568239
Masculinidades (im)posibles: Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad

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    Masculinidades (im)posibles - Matías de Stéfano Barbero

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    Masculinidades (im)posibles

    Matías de Stéfano Barbero

    Masculinidades (im)posibles

    Violencia y género,

    entre el poder y la vulnerabilidad

    GALERNA

    Índice

    Portada
    Portadilla
    Legales
    Prólogo

    2.

    3.

    Volver a Juan: a modo de introducción
    Primera parte: Violencia y género en las relaciones de pareja: monos, locos y machos

    Capítulo 1: La violencia está en nosotros: dimorfismo sexual, ancestros genéticos y neurosexismo

    El surgimiento del modelo de dos sexos

    La violencia de nuestros ancestros

    El determinismo genético: testosterona, cerebros sexuados, sociobiología y neurosexismo

    ¿La violencia está en nosotros?

    Capítulo 2: La violencia está en los otros: anormales, enfermos y normópatas

    La construcción del otro: patologías, perfiles y tipologías

    De las características de los violentos a las características de la violencia

    Entre la anormalidad y la normopatía

    Capítulo 3: La violencia contra nosotras: aproximaciones desde las ciencias sociales y los feminismos

    Los feminismos negros y descoloniales: otredad, vulnerabilidad e interseccionalidad

    Capítulo 4: La (no) violencia en ellas: entre el tabú, el esencialismo y la aberración

    Capítulo 5: Un nuevo sentido común sobre la violencia: definiciones, diagnósticos y pronósticos desde la institucionalización del feminismo y el género

    Violencia doméstica y familiar

    Violencia contra las mujeres

    Violencia de género / machista

    Femicidio/Feminicidio

    Violencia masculina contra las mujeres

    La explicación hegemónica y la cariturización de la violencia masculina

    Capítulo 6: Precisiones teóricas preliminares: masculinidad, poder, vulnerabilidad, conflicto y violencia

    Masculinidades y hegemonía

    Masculinidad, poder, vulnerabilidad, (no)conflicto y violencia

    Capítulo 7: Un antropólogo trabajando con hombres que ejercieron violencia

    Cambios, resistencias y evidencias

    La Asociación Pablo Besson

    Limitaciones de la investigación

    Breve nota sobre el conocimiento situado y el papel de la vida personal en la investigación

    Segunda parte: Poder, vulnerabilidad, (des)equilibrios y quiebras en la masculinidad de los hombres que han ejercido violencia contra sus parejas

    Martín

    Capítulo 8: ¡Buenas tardes a los violentos!: caricaturas, estigma y vergüenza en los hombres que han ejercido violencia

    Pedro

    Capítulo 9: ¿De tal palo…?. Parentalidad, género y violencia en las infancias de los hombres que han ejercido violencia contra sus parejas

    Sé hombre: socialización masculina en el entorno familiar

    Todos los recuerdos lindos los asocio a mi vieja y todos los recuerdos malos a mi viejo: infancias marcadas por la violencia paterna

    Ya vas a ver cuando venga tu padre: legitimación de la autoridad paterna y violencia materna

    ¿Por qué no le pegás a tu hermano? Golpealo o te golpeo a vos. La adhesión al principio de jerarquía y su deseabilidad

    ¿De tal palo tal astilla? Agencia y estructura en los procesos de socialización generizada

    Damián

    Capítulo 10: El estatus invisible: intersubjetividad, homofobia y la construcción de la heterosexualidad en la adolescencia

    Uno te jode a vos y vos jodés a otro: la violencia escolar como un juego de hombres

    Lacras, gusanos, femeninas y perritas: subordinación y construcción de jerarquías en el colegio militar

    La pirámide, la gradita y el estatus invisible: intersubjetividad, homofobia y la construcción de la heterosexualidad

    Carlos

    Capítulo 11: Si uno dice lo que le pasa se muestra vulnerable: emociones, silencio, poder y vulnerabilidad en las relaciones inter e intragénero

    Santiago

    Capítulo 12: Cuando explotó la violencia fue porque no fui valorado: reconocimiento, dependencias, (des)equilibrios y quiebras

    Uno no piensa mucho en las mujeres: heterosexualidad y homosocialidad en las relaciones de género

    Entonces si me celás, sí sentís algo por mí: amor, temor, celos y (des)control

    A veces uno es violento porque se siente inseguro: del (no) conflicto a la violencia

    Reflexiones finales
    Anexo
    Agradecimientos
    Bibliografía

    © Matías de Stéfano Barbero

    ©2021, RCP S.A.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

    Primera edición en formato digital: agosto de 2021

    Versión: 1.0

    Digitalización: Proyecto 451

    ISBN 978-950-556-823-9

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Diseño y armado de tapa: Tomás Colson

    Diseño y diagramación del interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

    Prólogo

    Uno de los pensadores políticamente más estimulantes de la Teoría Queer, José Esteban Muñoz, solía decir que en nuestros tiempos es muy difícil defender un pensamiento utópico o que apueste a la esperanza como afecto movilizante. Para sorpresa de muches, su explicación no refería a los horrores del mundo que nos rodea (¿cómo seguir siendo optimista frente a tanta injusticia?), sino a una especie de espíritu de época, particularmente prevaleciente en el ámbito académico (¿quién se anima a decir públicamente que lo es?). Se trata, sin dudas, de una marca de los tiempos en nuestra cultura occidental (colonial, colonizada, blanca o blanqueada): la inteligencia parece medirse en términos de esa lectura destructiva (de los textos y del mundo) cuya mayor aspiración sería distinguirse como la primera en presagiar el apocalipsis. Así, priman el pesimismo y la negatividad que, según el autor, oscilan entre un sustituto deficiente del pensamiento crítico o de la intervención comprometida, y un pragmatismo de la inmediatez que cierra todas las compuertas al cambio futuro. Quien sostenga el pensamiento utópico y la esperanza informada, reconoce Muñoz, deberá convivir con la acusación de ingenuidad, banalidad o mera tozudez. Sin embargo, el pensamiento utópico es fundamental para encarar una pregunta ineludible para cualquier movimiento de transformación: ¿qué mundo queremos? Sin una reflexión colectiva, paciente y sensible sobre esa cuestión, no podremos despegarnos de las limitaciones del aquí y ahora.

    Por supuesto que imaginar un mundo distinto no es fácil. En primer lugar, porque en un sistema social y económico marcado por el desgaste y la mera supervivencia, la imaginación realmente puede llegar a ser un lujo. Pero, además, porque el mundo en el que vivimos marca las fronteras de lo inteligible y, por consiguiente, incide en los límites de lo que podemos siquiera imaginar. Ante el impulso de crear algo nuevo, nos encontramos con los ingredientes y utensilios que ya tenemos, forjados en esta realidad. La cuestión de la imaginación política, entonces, resulta ser de las más centrales, y las más difíciles, de cualquier proyecto transformador: el cambio radical debe ir más allá de lo dado, hacia mundos que no conocemos o no comprendemos, porque no son los nuestros. En el caso de los abordajes vinculados con género y violencias, tenemos que trabajar sobre una imaginación coartada por las nociones que nuestra sociedad tiene acerca del género, los vínculos, la agencia, el daño, la justicia y la transformación. No se trata solamente de perspectivas éticas o políticas, sino de una ontología en la que las acciones se reducen a sustancias, y casi sin darnos cuenta llegamos a reproducir pétreas definiciones de lo que es un hombre, un violento, una víctima. Comprender que estas distintas ideas son fruto de procesos históricos y sociales, identificar cómo se van cristalizando, y vislumbrar que podrían ser diferentes, son pasos clave en el proceso, para los que Masculinidades (im)posibles es un gran aporte.

    Matías De Stéfano Barbero nos brinda un estudio riguroso y pormenorizado, atento a varias aristas clave del complejo fenómeno de la violencia ejercida por varones cis contra mujeres: un fenómeno que suele ser identificado en el marco de la pareja, pero que, como el libro muestra holgadamente, comienza su vida mucho antes y excede incluso a los vínculos intergénero. El autor parte de una mirada amplia y teóricamente informada para llegar a un foco íntimo, que le permite recorrer las relaciones interpersonales, la familia, las amistades, las dinámicas en los espacios de circulación y de despliegue de la masculinidad cis en diversas situaciones cotidianas. Su análisis nos brinda piezas fundamentales para dibujar ese mapa del mundo que queremos, para dar contenido a esa esperanza informada que mueve nuestra brújula política.

    2.

    Uno de los mayores desafíos en esa tarea parece ser expandir la imaginación para concebir aquel mundo mientras aun vivimos en este; construir un mapa de lo que queremos e identificar lo que de ello ya existe en el presente, para aportar a su germinación. La investigación presentada en este libro brinda elementos de enorme utilidad en pos de estos objetivos. Entre otras cosas, porque sus hallazgos exponen, a mi criterio, los riesgos de dos tendencias reductivas que están siempre al acecho, poniendo coto a nuestra imaginación política: el punitivismo individualista y los enfoques identitarios unidimensionales. Incluso haciendo los mayores esfuerzos contra la violencia y con las mejores intenciones, nos resulta difícil pensar por fuera de estos esquemas, y mucho más avanzar en una praxis que los supere.

    Yo no podía saber que hablar hacía bien, refiere uno de los entrevistados, exponiendo en toda su crueldad los límites de los enfoques punitivistas. A lo largo de las últimas décadas, los abordajes de la violencia ejercida por varones cis en el ámbito de la pareja han experimentado un proceso desconcertante: mientras que por un lado nos resulta cada vez más evidente que se trata de un fenómeno social, estructural, y anclado en las raíces más profundas del patriarcado, por el otro sus abordajes se vuelven cada vez más individualistas, apuntando a la responsabilización personal, traducida a su vez en términos de castigo. Aunque entendemos estas formas de violencia como una problemática social, de carácter estructural, las políticas y estrategias de intervención suelen buscar soluciones mediante un dispositivo netamente individualista y punitivo: la justicia penal. Si sabemos que el silencio, la automutilación psíquica, y el despliegue de la violencia son parte de la producción de hombres, al punto de transformar a la masculinidad en un factor de riesgo para sí y para otres, ¿cómo podemos reducir las expresiones de todo ello a la culpa individual (no sólo de ejercer violencia, sino de no saber que hablar hacía bien)? Aun así, instituciones públicas y movimientos sociales, y los cruces entre ambos, reivindican y defienden vías de abordaje que aíslan a las personas de su entorno y su historia, recortan el episodio en el tiempo, expropian el conflicto (ya sea por la psicología, la neurociencia, o el derecho), y buscan solucionarlo con estrategias que, lejos de traer reparación o transformación individual y colectiva, refuerzan el estigma y siguen haciendo géneros. Y los géneros, como también muestra esta investigación, se hacen —entre otras cosas— a través de la violencia.

    Con demasiada frecuencia, el género funciona como clave epistémica en ese proceso de individualización del conflicto: la identidad de género de las personas serviría para explicar y hasta predecir (cuando no determinar) sus roles sociales como víctimas o perpetradoras, oprimidas o privilegiadas. Es indudable que en nuestra cultura las expectativas y posibilidades depositadas sobre los géneros involucran relaciones distintas con la violencia y el poder: como bien demuestra De Stéfano Barbero, la masculinidad (y la adultez) es un frágil estatus que debe ser permanentemente reafirmado mediante despliegues de dominación y osadía, cuyos receptores funcionan más como instrumentos de comunicación entre pares intragénero que como interlocutores. Sin embargo, ni el género ni la masculinidad alcanzan para comprender el fenómeno de la violencia analizada aquí. Por un lado, porque una vez que consideramos los distintos hilos que se entrelazan en las tramas de violencia desplegadas a lo largo de este libro —desde la explotación laboral hasta la falta de acompañamiento en la escuela; desde la cultura militar hasta las campañas de concientización en los medios—, entendemos que cuando decimos masculinidad estamos diciendo, en realidad, mucho más. Para comprender el interjuego de la violencia y el género de nada sirve preguntarse cuál es la esencia de la masculinidad: buscamos entender cómo se expresa y qué se espera de ella en coordenadas históricas, encarnada en sujetos que además de ser varones tienen color, acento, edad, religión, clase social. Sujetos que, como argumenta De Stéfano Barbero, viven en una compleja estructura de desigualdades en la que nadie tiene un lugar garantizado. Por otro lado, porque una vez que entendemos al género como una vivencia interna, como un aspecto de la subjetividad flexible y cambiante, ya no hay forma de saber qué trayectoria, crianza, oportunidades y vínculos forjaron a ese sujeto que hoy se identifica y/o es identificado como varón. Las experiencias de vida que De Stéfano Barbero muestra mediante un pormenorizado análisis diacrónico son propias de sujetos que han vivido toda su vida como hombres en una cultura patriarcal, pero ese no es el caso de todos los hombres. Algunos de ellos, por ejemplo, han vivido durante muchos años bajo los mandatos de la feminidad, y llegan a los rituales de masculinidad y las dinámicas de jerarquía de género con esas historias. Visto así, pierden sentido las contraposiciones binarias que sirven de sustento a numerosas políticas vinculadas con violencia de género: privilegio/opresión, victimario/víctima, activo/pasivo, poder/vulnerabilidad. Ellas resultan tan empíricamente incorrectas como teórica y políticamente inadecuadas. Por ello, deben ser resistidas con el mismo ahínco con el que combatimos los estereotipos de género.

    3.

    Emprender una investigación sobre algo tan profundo y omnipresente como los vínculos entre género y violencia implica excavar en los cimientos de nuestra cultura, nuestras relaciones interpersonales y nuestra vida cotidiana, dando vuelta cada piedra, examinando cada rincón y sosteniendo cada silencio. Significa enfrentarse al dolor ajeno y el propio, agudizar los sentidos ante un abanico de formas de injusticia y sufrimiento que luego ya no podrán dejar de percibirse, y acompañar procesos de duelo sobre la propia historia. Conlleva, además, reevaluar nuestro propio lugar en ese orden: después de todo, buscamos comprender el contexto en el que ese daño es posible, incluso imaginable, y ese contexto también nos incluye. De Stéfano Barbero advierte contra las mieles de las narrativas de progreso que nos ubican en un nosotros social que ya comprendió, ya aprendió, ya dejó atrás sus propias tendencias patriarcales. Como muchas otras narrativas de progreso, éstas llevan la marca de sus fuertes sesgos discriminatorios: quienes quedan por detrás en ese progreso, quienes aún no llegan al presente despatriarcalizado, suelen no ser tanto individuos como ejemplares de un grupo social, una idiosincrasia, incluso un país o una región entera. Y como tantos discursos de progreso, han servido históricamente, y todavía sirven, para intervenir sobre dichos grupos, disciplinarlos y perpetuar la violencia contra ellos, en nombre de la civilización. Cuando escribimos desde un lugar de privilegio, imaginarnos de este lado de una trayectoria de crecimiento puede servir para reconfortarnos y reafirmar nuestra autopercepción moral, pero sin dudas será vano para la tarea que queremos emprender. La tarea crítica, cuando lo es realmente, no conoce límites ni descanso, justamente porque entiende que, al tratarse de un fenómeno estructural, todas las personas, todas las identidades y todos los recorridos de vida forman parte de él y lo nutren de una manera u otra. Y porque reconoce al conflicto y las relaciones de poder como parte vital de todo vínculo humano. En este punto, la fórmula que presenta De Stéfano Barbero para su análisis en términos de conjunción una compleja estructura de desigualdades en la que nadie tiene un lugar garantizado —violencia y género, en lugar de violencia de género—, y su uso de masculinidad no como identidad estática sino como categoría de análisis, sirven para abrir el espectro de posiciones, roles y sujetos involucrados en la problemática, y nos impulsa a pensar nuestros lugares diversos y relativos en esa constelación, en lugar de figurarnos más allá de ella.

    Trabajar crítica y constructivamente con personas que han ejercido estas formas de violencia o, en términos más amplios, que han causado algún tipo de daño, requiere ante todo creer en la transformación humana. Todo proyecto de justicia social integral, en realidad, necesita en sus cimientos esa creencia que, en tiempos de desasosiego y fragmentación, resulta radicalmente subversiva. En este sentido, Masculinidades (im)posibles es un libro conmovedor, que muestra de manera sincera, sin ingenuidad ni cinismo, algunas de las posibilidades y sobresaltos de esa transformación. Escribo esto con la esperanza de que la conmoción que este libro causa sea el inicio, el impulso para un movimiento individual y colectivo hacia ese mundo que queremos. Un mundo otro que, contra todos los presagios, seguiremos sosteniendo que es posible.

    MOIRA PÉREZ

    Volver a Juan: a modo de introducción

    1. Juan violenta a María.

    2. María fue violentada por Juan.

    3. María fue violentada.

    4. María es víctima de violencia.

    En 1980, la lingüista feminista Julia Penelope advirtió sobre las falsas descripciones con las que el lenguaje patriarcal se refiere a la violencia masculina contra las mujeres.(1) De acuerdo con la autora, la construcción de nuestro sentido común sobre la violencia se asienta en un proceso lingüístico/cognitivo similar al apuntado en el epígrafe. En la primera oración, Juan violenta a María, encontramos un sujeto, un verbo y un objeto. En la segunda, María fue violentada por Juan, la voz pasiva traslada el sujeto a María y Juan es relegado a la categoría de complemento como agente externo, motor de la acción. Luego, en María fue violentada, solo la encontramos a ella, y la violencia se alude como una frase verbal. Finalmente, en María es víctima de violencia, la violencia pierde su condición de verbo para desplazarse al ser de María, definida como víctima por una acción cuyo artífice siquiera está presente tácitamente.

    Treinta y cinco años más tarde, durante la multitudinaria manifestación contra la violencia de género celebrada en Argentina el 3 de junio de 2015 bajo el lema Ni una menos, una joven participante levantaba un cartel en el que podía leerse: ¿Cómo se hace un femicida?. Antes, durante y después de la marcha, circularon cantidad de discursos que ofrecían diferentes perspectivas sobre las causas y posibles soluciones frente a la violencia masculina contra las mujeres. En ese contexto, las discusiones sobre la relación entre violencia y género trascendieron el ámbito del activismo y la academia para instalarse en los medios de comunicación, la agenda política y el conjunto de la sociedad, esta vez, aparentemente, para quedarse de manera definitiva. Sin embargo, la pregunta de la joven iba en una dirección que pareció no encontrar grandes interlocuciones.

    Desde que comenzara esta investigación en 2015, en el marco del doctorado en Antropología de la Universidad de Buenos Aires, la violencia masculina contra las mujeres adquirió cotas de visibilización sin precedentes, tanto en Argentina como en el resto del mundo. Si bien el movimiento feminista lleva luchando al menos desde mediados del siglo XX por visibilizar y erradicar la violencia contra las mujeres, fue recién en la primera década del siglo XXI que se sancionaron las primeras leyes que reconocían específicamente la relación entre la violencia masculina contra las mujeres y el género, considerándola como la más extendida violación de los derechos humanos a nivel mundial.(2) La creciente visibilidad del problema y su prevalencia llevó a que la segunda mitad de la década de 2010 encontrara al movimiento feminista, de mujeres y LGBTIQ+ manifestándose masivamente bajo consignas como Ni Una Menos y Me Too para denunciar a lo largo y ancho del mundo la violencia que sufren, haciendo de la violencia el gran significante del feminismo de los últimos años.(3)

    Durante esa década, comenzaron también a producirse, sistematizarse y difundirse datos estadísticos que dan cuenta de la magnitud y las características de la relación entre la violencia y el género. De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Salud(4) los hombres son quienes ejercen la violencia contra sus parejas en el 75 % de los casos, y se estima que el 35 % de las mujeres de todo el mundo habrían sufrido violencia física por parte de sus parejas o exparejas en algún momento de su vida. De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y ONU Mujeres (2017, 2013), los datos para América Latina oscilan entre el 14 % y el 38 %. En Argentina, de acuerdo con el Registro Único de Casos de Violencia contra las Mujeres (RUCVM) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC, 2019), entre 2013 y 2018, se registraron 576.360 casos de violencia contra las mujeres mayores de 14 años. Los tipos de violencia por prevalencia son, en primer lugar, la psicológica (86 %), seguida por la física (56,3 %), la simbólica (20,1 %), la económica y patrimonial (16,8 %) y la sexual (7,5 %); mientras que en el 52,9 % de los casos se registra más de un tipo de violencia. En el 67,7 % de los casos, la violencia fue ejercida por la pareja (43 %) o por la expareja (39,1 %). De acuerdo con la ONU, a nivel mundial, y solo en el año 2017, alrededor de cincuenta mil mujeres han sido asesinadas a manos de su pareja, expareja o miembros de su familia, 137 cada día.(5) Los datos disponibles sobre femicidios en América Latina y el Caribe, señalan que solo en el año 2014, fueron asesinadas por sus parejas o exparejas 1.678 mujeres.(6) De acuerdo con los datos del Observatorio de Femicidios Adriana Marisel Zambrano,(7) entre 2008 y 2015, 2094 mujeres fueron víctimas de femicidio en Argentina y 206 hombres y niños/as fueron víctimas de femicidio vinculado.(8) La Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación registró en 2018, 255 víctimas directas de femicidios (donde se incluyen 4 travesticidios/transfemicidios) y 23 víctimas de femicidios vinculados. En el 83 % de los casos, las víctimas tenían un vínculo previo con sus victimarios, de los cuales el 56 % eran parejas o exparejas y el 15 % familiares. De los 255 femicidios, en al menos 99 de los casos se denunciaron o registraron hechos de violencia previos.

    Los datos estadísticos globales, regionales y locales, coinciden entonces en que la violencia contra las mujeres es significativamente ejercida por hombres y en el ámbito de la pareja. Sin embargo, la investigación cualitativa sobre la relación entre la violencia masculina contra las mujeres y el género continúa siendo mayormente producida en contextos anglosajones y europeos, y es aún incipiente en la región latinoamericana.

    En este particular momento histórico, en el que el feminismo ha dejado de ser una mala palabra(9) para convertirse en un fenómeno de masas, la pregunta en el cartel de la joven asistente al Ni una menos parece animarnos a desandar el camino señalado hace cuarenta años por Julia Penelope. Ambas apuntan a la necesidad de volver a Juan, una expresión que no es más que una metáfora para señalar la importancia de lo que el antropólogo estadounidense Gilbert Herdt definió en 2003 como una de las principales misiones de la antropología: poner rostro humano a los problemas sociales. Si resulta especialmente necesario volver a Juan, es porque hemos abordado las cuestiones de la violencia centrando nuestra atención casi exclusivamente en quienes la sufren, y solo excepcionalmente nos hemos dado al desafío de comprender a los sujetos que la ejercen, para desentrañar las raíces de las que se nutre.

    En la primera parte de este libro, veremos que los senderos para volver a Juan no solo se bifurcan; las múltiples teorías disponibles sobre la cuestión parten de asunciones muy diferentes sobre la relación entre violencia y género, y llegan a destinos con diagnósticos y pronósticos disímiles, en ocasiones aparentemente irreconciliables. Siguiendo la propuesta del filósofo francés Michel Foucault (1996) sobre la importancia de la etnologización de la mirada científica, en la primera parte interrogaremos las epistemologías que subyacen en las definiciones, teorías y discursos sobre la violencia masculina contra las mujeres en la pareja, en su construcción como un problema social, y en las intervenciones que se proponen como soluciones. Este recorrido no se encuentra organizado de manera cronológica, ya que no se trata de paradigmas que se hayan superado unos a otros; si bien unas explicaciones surgieron antes que otras, todas coexisten con mayor o menor pregnancia en la actualidad, en ocasiones en disputa, y en otras, apoyándose entre sí. De acuerdo con la historiadora estadounidense Linda Gordon (1988), la predominancia de unas explicaciones frente a otras puede comprenderse atendiendo al pensamiento político preponderante en cada época: en tiempos más conservadores, serían las explicaciones psicológicas las que ganarían terreno en nuestro sentido común; mientras que, en épocas más progresistas, lo harían las sociológicas. Como señala la socióloga estadounidense Gail Pheterson (2013), a partir de la década de 1980, con el auge del paradigma de la violencia y la institucionalización del feminismo y el género, el discurso se centró cada vez más en quienes la sufren, hasta borrar completamente a los hombres y las relaciones de género y poder. Desde entonces, la tendencia es considerar la violencia como un problema individual. Aunque los acercamientos puramente psicologicistas han sido sometidos a diversas críticas y hoy existe cierto consenso sobre la necesidad de un abordaje interdisciplinar con perspectiva de género de la violencia masculina, los paradigmas psi y criminalísticos han influido significativamente en la construcción de nuestro sentido común sobre la materia. Aunque sea cada vez menos frecuente encontrar referencias a los tipos de personalidad, perfiles o características de estos hombres, seguimos compartiendo los supuestos sobre los que estas teorías se basan.

    En primer lugar, abordaremos las explicaciones que consideran la violencia como algo natural para nosotros, los hombres; un discurso legitimado a través del dimorfismo sexual y de la violencia inmanente de nuestros ancestros genéticos, así como por las explicaciones neurocientíficas contemporáneas, que dan a las hormonas y al funcionamiento cerebral un papel significativo en el ejercicio de la violencia masculina. En el capítulo dos, se presentarán las aproximaciones psi/clínicas que consideran la violencia masculina como un comportamiento desviado que está en los otros, anormales o normópatas, sujetos a categorizaciones, perfiles y tipologías. En el capítulo tres, abordaremos las aproximaciones de las ciencias sociales y feministas, que consideran que la violencia tiene lugar contra nosotras, las mujeres, en el marco de las relaciones de género, entendidas como relaciones de poder, donde los hombres serían socializados para ejercer la violencia de manera instrumental, y con el objetivo de mantener su posición privilegiada y subordinar a las mujeres. En el capítulo cuatro, nos referiremos a la violencia femenina, y a cómo su (in)visibilidad y (des)legitimación en relación a la violencia masculina dentro y fuera de la pareja es también una forma de hacer género,(10) donde ellas pueden ser consideradas naturalmente no violentas, solo violentas cuando adoptan roles masculinos, o revictimizadas cuando no se adecúan al modelo de la buena víctima. En el capítulo cinco de la primera parte, se abordará el surgimiento y cristalización del nuevo sentido común sobre la violencia masculina contra las mujeres en la pareja, a partir del proceso de institucionalización del feminismo y el género que, desde finales de la década de 1980, comenzó a construirla como problema social. En el capítulo seis, ofreceremos una serie de precisiones teóricas preliminares, y presentaremos los conceptos clave con los que analizaremos las experiencias y discursos de los hombres que han participado de esta investigación. En el capítulo siete se presentarán las principales características de las intervenciones con hombres que han ejercido violencia contra sus parejas y, como puente entre las dos partes del libro, presentaremos el trabajo de la Asociación Pablo Besson, donde emprendí mi propio camino de vuelta a Juan. Como miembro de la Asociación, formé parte del equipo de coordinación de los grupos psicosocioeducativos para hombres que ejercieron violencia contra sus parejas y, entre 2016 y 2018, coordiné junto al equipo algo más de cien encuentros grupales, a los que asistieron un total de 78 hombres, y de los que casi una veintena participaron de diversas entrevistas en las que compartieron conmigo el lugar de la violencia y del género en sus experiencias de vida.

    La segunda parte del libro se articula alrededor de cinco historias de vida, y de cinco capítulos temáticos donde se incluyen también las experiencias que los participantes compartieron en los encuentros grupales. El capítulo ocho se centra en las primeras sensaciones que tienen los hombres cuando empiezan a participar de los encuentros, en un contexto de transformación social alrededor de los sentidos de la violencia en la pareja y su (i)legitimidad. El incipiente proceso de estigmatización del sujeto que ejerce violencia lleva a que sus primeras experiencias estén caracterizadas por la tensión entre el reconocimiento de la violencia ejercida y la resistencia a considerarse a sí mismos como portadores del atributo de violento. El capítulo nueve se centra en el lugar que ha tenido la violencia en la infancia de los hombres. Veremos que la violencia y el dolor son parte fundamental y fundacional del proceso de socialización en el orden de género jerárquico que caracteriza a las masculinidades hegemónicas. A continuación, abordaremos sus adolescencias y experiencias escolares, para analizar cómo se construye la heterosexualidad masculina y el papel de la homofobia como una forma específica de violencia que estructura las relaciones de poder y vulnerabilidad entre hombres. Empezaremos a ver, entonces, las formas en las que las relaciones entre hombres, cuando están configuradas sobre el principio de jerarquía del orden de género y atravesadas por la homofobia, afectan sensiblemente las relaciones con las mujeres. En el capítulo diez, analizaremos la vida afectiva de los hombres que han ejercido violencia contra sus parejas. La vergüenza sobre sus propias emociones, y el profundo temor a mostrarse vulnerables frente a la mirada de los otros —y las otras—, lleva a que su relación con las emociones se caracterice por el silencio y el aislamiento, aspectos centrales en la regulación de las relaciones de poder y vulnerabilidad en los vínculos que mantienen con otros hombres y de las relaciones que tienen con sus parejas. En el último capítulo de análisis, veremos cómo estos y otros aspectos dificultan la construcción de los conflictos en la pareja, y configuran las condiciones de posibilidad para que los desequilibrios que caracterizan las relaciones de dependencia y reconocimiento de las parejas heterosexuales contemporáneas, terminen por quebrar el sentido de yo masculino, precipitando así el ejercicio de la violencia. Este trabajo termina con unas breves reflexiones finales, que no pretenden tanto ser conclusivas ni dar recetas, sino abrir algunas nuevas preguntas que nos ayuden a imaginar comunidades y vínculos libres de jerarquías, en los que honremos nuestros conflictos y diferencias para que no se transformen en desigualdades y violencia, donde encontremos más opciones que sufrir o hacer sufrir, donde otra forma de vivir juntos sea posible.

    1. Patriarchal False Descriptions of Language, ponencia presentada en la National Women´s Studies Conference celebrada en 1980 (cit. Katz, 2006). Epígrafe traducido y adaptado del original en inglés.

    2. CNM, 2016; OMS, 2013, 2007, 2005; PNUD / ONU Mujeres, 2017, 2013.

    3. Trebisacce, 2019.

    4. OMS, 2013.

    5. Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2018.

    6. Aguayo y otros, 2016.

    7. El Observatorio fue la primera institución en elaborar estadísticas sobre los femicidios en Argentina. Dada la falta de apoyo por parte del Estado, su trabajo consistía en relevar los casos de femicidios publicados en los medios de comunicación del país.

    8. Los femicidios vinculados se refieren a los homicidios cometidos contra una o varias personas (niñas, niños, adolescentes, mujeres, varones, trans, travestis), a fin de causarle sufrimiento a una mujer, mujer trans o travesti. Para ello, debe existir una desigualdad de género entre la persona sindicada como autor del hecho y la mujer, mujer trans o travesti a quien se pretende afectar (Oficina de la Mujer, Corte Suprema de la Nación, 2017:4).

    9. Tarducci, Trebisacce y Grammático, 2019.

    10. West y Zimmerman, 1987.

    PRIMERA PARTE

    Violencia y género en las relaciones de pareja: monos, locos y machos

    Era mucho más fácil echarles la culpa a Ellos.

    Resultaba del todo deprimente pensar que Ellos eran Nosotros.

    Si eran Ellos, entonces nada era culpa de nadie.

    Pero si éramos Nosotros ¿qué decía eso de Mí?

    Al fin y al cabo, Yo soy uno de Nosotros. Por fuerza.

    Ciertamente nunca he pensado en Mí mismo como uno de Ellos.

    Siempre somos uno de Nosotros.

    Y son Ellos los que hacen las cosas malas.

    TERRY PRATCHETT (2007:139)

    Capítulo 1

    La violencia está en nosotros: dimorfismo sexual, ancestros genéticos y neurosexismo

    Nada, en mi opinión, podría ser teóricamente más peligroso

    que la tradición de pensamiento orgánico en cuestiones políticas,

    por la que el poder y la violencia son interpretados en términos biológicos.

    HANNAH ARENDT (2006 [1969]:101)

    El 27 de enero de 2019, mientras todavía dudaba sobre la pertinencia de dedicar algunos párrafos a las explicaciones biológicas de la violencia, encontré un artículo publicado en la versión digital de la Revista Viva del diario Clarín, uno de los medios gráficos de mayor difusión de Argentina. En su sección Consultorio, la revista publicó Cuál es el origen de las agresiones,(11) escrito por el médico y psiquiatra Norberto Abdala, que comenzaba con la consulta de una mujer:

    Mi esposo está muy agresivo conmigo de un tiempo a esta parte. Tiene 59 años y aunque la cosa está difícil, tenemos salud y una linda familia. Muchas veces me grita feo a mí o a los chicos o no nos habla varios días. ¿Será por la edad que se pone así?

    El doctor comienza su respuesta señalando en 47 palabras que, antiguamente, se creía que la causa de la agresión era la frustración, y que después se comprobó que las emociones y las situaciones ambientales como el hacinamiento, las temperaturas extremas o los ruidos intensos y molestos también podrían considerarse como causas. Para concluir su respuesta, Abdala, dedica el triple de extensión a señalar que:

    La testosterona es una hormona para justificar la agresión porque en todas las edades, razas y culturas los hombres son más agresivos que las mujeres. En los animales, la testosterona se vincula con la agresión social: la reducción de testosterona en el primate macho alfa (el que dirige los desplazamientos, la defensa y la vigilancia del grupo) le elimina su estatus social y el restablecimiento de la testosterona se lo hace recuperar. Del mismo modo, la disminución del nivel de serotonina en los monos aumenta su comportamiento agresivo, mientras que, si la misma se incrementa con fármacos, se reduce la agresividad. Y lo mismo pasa en el ser humano: las intervenciones farmacológicas que aumentan la serotonina, reducen los sentimientos y los estallidos agresivos. En las personas con un historial de comportamiento violento e impulsivo (homicidas, violadores) o en personas que se suicidan, se constató que los niveles de la serotonina en el líquido cefalorraquídeo eran muy reducidos. Incluso, cuanto menor es el nivel de serotonina, más violento resulta el acto suicida.

    No sabremos si la mujer consultante encontró en la respuesta del doctor elementos para comprender la violencia de su esposo. Lo que sí es posible señalar es que, en un sólo párrafo, Abdala expone algunas de las principales formas de explicar la violencia, extendiéndose especialmente en la idea que considera que la violencia está en nosotros, que forma parte de nuestra naturaleza.

    En un contexto en el que los feminismos se encuentran disputando con fuerza la hegemonía sobre las explicaciones de las diferentes formas de violencia, el doctor optó por hablar de agresión y dar una significativa centralidad discursiva a una tradición que comenzó a mediados del siglo XIX con el desarrollo de la teoría de la evolución. Desde entonces y hasta ahora, la búsqueda de las causas de la agresión masculina suele mirarse en el espejo de la biología. De la mano de la etología, la ciencia que estudia el comportamiento humano y animal, el espejo nos devolvió la imagen de nuestros ancestros evolutivos, los chimpancés, como un reflejo especialmente violento de nuestras conductas naturales: aparecen así las referencias a los macho-alfa, a la función de la violencia en su sociedad estratificada y los paralelismos con las sociedades humanas. Más tarde, a finales del siglo XX, el determinismo biológico dio lugar al determinismo genético,(12) en una suerte de revitalización de la legitimación de las diferencias naturales entre los sexos. Así, la violencia pasó a explicarse por las diferencias cerebrales y hormonales entre los hombres y las mujeres, y entraron en juego entonces la testosterona, la serotonina y las formas químicas en las que la violencia habita el cuerpo masculino.

    De la mano de artículos como los de Abdala y gracias a la industria de la psicología pop(13) y otras formas de divulgación científica del pensamiento clínico sobre salud y comportamiento,(14) el determinismo biológico/genético ha ido calando profundamente en la opinión pública y forjado una suerte de sentido común sobre la violencia masculina. Todavía hoy, los medios de comunicación se encargan de difundir la idea de que los hombres y las mujeres, al igual que otras especies, somos naturalmente diferentes, opuestos y complementarios en nuestras emociones, pensamientos y capacidades debido a nuestras diferencias biológicas, genéticas, hormonales y cerebrales.

    Frente a la revitalización biologicista de los parámetros de normalidad que traen consigo las políticas de divulgación científica, haremos un breve recorrido de los procesos históricos, sociales y científicos que consideran, y en ocasiones legitiman, la violencia como parte de un nosotros masculino.

    El surgimiento del modelo de dos sexos

    La idea de que la violencia está en nosotros por naturaleza supone necesariamente la construcción de un nosotros y un ellos —en este caso, un ellas—. Es decir, es preciso un proceso de diferenciación entre los sexos, una construcción del hombre y la mujer y de lo masculino y lo femenino como categorías excluyentes y exhaustivas. Esta construcción de las diferencias sexuales, si bien se presenta como inmanente y ontológica, no parece tener más de cuatroscientos años. De acuerdo con el historiador de la sexualidad turco-estadounidense Thomas W. Laqueur (1994), hasta principios del siglo XVII imperaba un modelo de sexo único, en el que los cuerpos de los hombres y de las mujeres no eran conceptualizados en términos de diferencia biológica. Por entonces, las mujeres tenían un cuerpo de hombre, solo que al revés: la vagina era un pene interior, los labios vaginales eran una suerte de prepucio femenino, el útero un escroto, y los ovarios, testículos internos. De hecho, durante dos milenios se utilizaron las mismas palabras para designar los genitales masculinos y femeninos. La jerarquización entre hombres y mujeres imperante en la Europa del siglo XVII no estaba construida ni legitimada por una diferencia sexual ontológica sino teosociológica: era el mandato divino el que decretaba la posición, rango y rol que hombres y mujeres tenían en la sociedad, confirmado por figuras como Aristóteles o Galeno, que consideraban no solo que los órganos femeninos eran una forma menor de los del hombre, sino que la mujer en sí misma era menos que el hombre. Como señala Laqueur, no fue hasta el surgimiento de las revoluciones económicas, políticas y científicas de los siglos XVIII y XIX que cristalizó el modelo de dos sexos, inaugurando la dicotomía jerarquizada entre dos, y solamente dos, sexos que configuró de forma excluyente y exhaustiva al hombre y a la mujer.(15) Pero esta deriva no se gestó sobre la base de los avances científicos de la época, sino sobre cambios epistemológicos y políticos. Eran tiempos de disputa entre ciencia y religión, razón y pensamiento mágico, cuerpo y espíritu, donde:

    Todas las formas complejas en [las] que las semejanzas entre cuerpos, y entre cuerpos y cosmos que [habían confirmado] un orden jerárquico universal, se reducían a un solo plano: la naturaleza. En un mundo de explicación reduccionista, lo que importaba era el fundamento llano, horizontal e inmutable del hecho físico: el sexo.(16)

    Este giro tuvo lugar en un agitado contexto político, donde la ampliación de la esfera pública del siglo XVIII y el período postrevolucionario del siglo XIX fueron marco de diversas luchas de poder en las que la legitimidad del orden social se vio fuertemente erosionada. En este contexto, la disputa por el orden social y el orden de género encontró su campo de batalla en la naturaleza del sexo biológico al que, aun con diferencias, aludieron los teóricos de la política como Hobbes, Locke o Rousseau, para los que los cuerpos eran el fundamento de la sociedad civil.(17) El polímata suizo Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, llegó a afirmar que la mujer está hecha para obedecer al hombre, destacando que la docilidad por parte de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón.(18) Otro exponente de las relaciones carnales entre la política clásica del siglo XIX y el orden de género fue el también polímata francés Alexis de Toqueville, quien afirmaba la necesidad de volver a trazar dos líneas de acción claramente definidas para los dos sexos, ya que la democracia había erosionado las bases del patriarcado estadounidense.(19) Es decir, el modelo de dos sexos emergió cuando las bases del orden social se vieron cuestionadas, y fue en ese momento que la diferencia sexual comenzó a considerarse un objeto científico. En este sentido, la biología no descubrió las diferencias sexuales, sino que revitalizó la legitimidad de la estructura de género como organizadora de nuevas estructuras políticas y económicas. Como señala el antropólogo estadounidense Marshall Sahlins (1976), acérrimo crítico de la sociobiología, el filósofo escocés Adam Smith produjo una versión social del pensamiento filosófico del inglés Thomas Hobbes, y el naturalista inglés Charles Darwin, una versión naturalizada de la propuesta de Adam Smith. Para Sahlins, al igual que para Laqueur, el modelo de dos sexos no es otra cosa que la legitimación biológica de un modelo de orden social, político y moral.

    En los siglos XVIII y XIX fue consolidándose el determinismo biológico que encontró su principal instrumento de legitimación en el paradigma evolucionista, especialmente difundido a través de la obra de Charles Darwin, cuya teoría de la selección sexual afirmaba que, al igual que en los animales donde una hembra pasiva elige al macho por su agresividad o su atractivo, la selección sexual habría actuado en apariencia sobre el hombre [se refiere a la humanidad], desde el lado masculino y femenino, lo que produce que los dos sexos difieran en cuerpo y espíritu(20) Las teorías de Darwin, fuertemente influenciadas por las ideas victorianas de la dicotomía público/privado y por la idea de que las mujeres no aparecen en la historia porque su capacidad es inferior a la de los hombres,(21) contribuyeron —y lo siguen haciendo hasta hoy—a la idea de que la biología es destino. Ya no solo la diferencia sexual sería natural, sino también la heterosexualidad, alojada en el cuerpo debido al instinto de reproducción. El cuerpo, ahora estable, ahistórico y sexuado, devino el fundamento epistemológico de las afirmaciones normativas sobre el orden social.(22)

    La idea de que los sexos eran cualitativamente diferentes y opuestos por selección sexual, sirvió para trazar una frontera clara entre los roles que hombres y mujeres encarnaban en el ámbito que les correspondía en el orden social burgués europeo escindido entre los espacios públicos y privados. La división sexual del trabajo precisaba de ciertas características en cada uno de los sexos de acuerdo a su lugar en la estructura de producción y reproducción.(23) Comenzaron a considerarse entonces como naturalmente femeninas la sumisión, la emocionalidad, la vulnerabilidad o la delicadeza, y como naturalmente masculinas la agresividad, la fuerza, la racionalidad o la independencia, en un proceso anatomo-político de control de los cuerpos vinculado a una técnica de poder que surgiría entonces: la población. Foucault señala que por entonces se creía que si un país quería ser rico y poderoso debía estar poblado. Pero cuando gobernar es poblar —como manifestó el propio Alberdi en nuestras latitudes— la población deviene población-riqueza, población-mano de obra o capacidad de trabajo, población en equilibrio entre su propio crecimiento y los recursos de que dispone.(24) No se trató entonces solamente de poblar, sino de producir biopolíticamente población útil y dócil, con aptitudes y actitudes masculinas y femeninas funcionales a

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