Gloria Anzaldúa: Poscolonialidad y feminismo
Por Martha Palacio
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En este sentido, su trabajo ha sido fuente de inspiración en los estudios poscoloniales y feministas al aportar un marco de comprensión que da cuenta de la creación de espacios en los que se reproducen formas transversales de injusticia y desigualdad. La voz de Gloria Anzaldúa nos permite entender qué significa pensar desde una perspectiva poscolonial y feminista, qué nuevas tensiones surgen de un pensar radical que opera desde la herida de la frontera.
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Gloria Anzaldúa - Martha Palacio
© Martha Palacio, 2020
© De la presentación: Laura Llevadot, 2020
Diseño de cubierta: Genís Carreras
Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti
Primera edición: marzo de 2020, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Avda. Tibidabo, 12, 3º
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
Preimpresión:
http://www.editorservice.net
e-ISBN: 978-84-18193-01-9
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.
Índice
La violencia que no ves
Laura Llevadot
Nota para antes de cruzar
Vida y obra de Gloria Anzaldúa
La herida colonial
La frontera: el espacio de la herida
Desde la frontera veo la (el) puente
¿Curar la herida? Prácticas descolonizadoras
En primera persona: autohistorias
Bibliografía
A mis sobrinas
Antonia, que acaba de llegar
y está del lado de allá, y
a Andrea y a Diana
que me sostienen a este lado
La violencia que no ves,
Laura Llevadot
El 25 de noviembre de 2019, en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, el colectivo feminista chileno Lastesis lleva a cabo una acción en Santiago de Chile y Valparaíso que se hace viral y se replica diferenciándose en diversas ciudades del mundo. Un grupo considerable de mujeres, con los ojos vendados por una cinta negra, realizan una coreografía sobria al son de un ritmo simple y rotundo. Cantan al unísono frases tales como: «el violador eres tú», «y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía», «el patriarcado es un juez que nos juzga por nacer», «el violador son los pacos (policías), los jueces, el Estado, el Presidente», o «el Estado opresor es un macho violador». La aparente sencillez de esta acción militante desata sin embargo toda su fuerza revolucionaria. No nos habrá hecho falta leer a Rita Segato, Virginie Despentes o Federici para comprender que el problema nunca ha sido individual ni psicológico, sino estructural y político. Es más bien el individuo psicológico, masculino y femenino, el que es efecto de esta estructura. Lastesis han hecho posible esto, que miles de mujeres y algunos hombres que no leen a las teóricas feministas de hoy, aquéllas que analizan las condiciones de posibilidad de la violencia machista, comprendan ipso facto cómo de involucradas están las instituciones, especialmente las jurídicas, políticas y policiales, en esta reproducción masiva de la violencia. Y no se trata de simple connivencia, ni del contexto protodictatorial chileno o latinoamericano, se trata de la estructura misma a nivel planetario. El Estado-nación es un pacto entre varones blancos y sus leyes son las del patriarcado. No cabe confiar en la benevolencia de un juez sensible a la perspectiva de género porque la propia maquinaria está diseñada para permitir, cuando no reproducir, esta violencia. La noción misma de consentimiento que se utiliza jurídicamente para determinar si hubo o no violación debería avergonzarnos. Nosotras, señores, no consentimos, nosotras deseamos activamente o no deseamos, al igual que ustedes. Las muertes de tantas mujeres a manos de sus amados, de traficantes de inmigrantes, militares, o de la policía fronteriza sólo dan cuenta del lazo indisoluble que ata la masculinidad con el capitalismo y la razón de Estado. Ésta es la violencia que no ves. Y es precisamente de estas violencias que no vemos de las que esta colección de pensamiento político posfundacional y, en especial, este bello texto de Martha Palacio sobre Anzaldúa, querría dar cuenta.
Y sin embargo, aún si todas las mujeres somos víctimas de esta violencia, no lo somos en el mismo grado. Basta la película Roma (2018) de Cuarón para mostrarlo, la película de un blanco que guarda tiernos sentimientos hacia su mucama, aun cuando la hizo ir a trabajar el día justo después de haber abortado. Las relaciones de poder y dominación no son iguales para todos, ni sobre todo para todas. El precio del ascenso de las mujeres a ciertas cuotas de poder en Occidente o en la mismísima Latinoamérica clasista y occidentalizada, el hecho que podamos hoy llegar a ser profesoras universitarias, políticas o científicas, lo pagan nuestras asistentas, cuidadoras y limpiadoras inmigrantes y racializadas. Que se les pague por ello, aun sin contrato, sólo demuestra que los cuidados que durante siglos hicieron las mujeres tan naturalmente en su casa fue desde siempre trabajo no remunerado y no reconocido como trabajo. Es por ello que uno de los cantos que se escuchaban en el 8 de marzo, siempre tan directas y sin filtro, estas feministas, fuese: «Vuestro feminismo neoliberal nos aprieta el chocho igual». El neoliberalismo, que haya un mar de emprendedoras dispuestas a tomar el poder, situarse y realizarse como cualquier hombre, no cambia nada de la estructura androcentrada de sometimiento y violencia a la que nos enfrentamos. Por emprendedora que seas tienes muchas más probabilidades que cualquier hombre de ser violada, maltratada, o humillada por tu jefe, marido o padre, tanto más si encarnas el ideal de lo femenino que, de otra parte, es una invención masculina, y ya ahí la ofensa nos precede. Que a raíz de ello acabes solidarizándote con tu asistenta, como ocurre en la película Roma, no disminuye en nada la distancia que nos separa, la solidaridad entre mujeres a menudo homogeniza y encubre una situación de injusticia sistémica. Sabemos que el setenta por ciento de las mujeres migrantes mejicanas que tratan de traspasar las fronteras hacia el país de la libertad y el emprendimiento son víctimas de abusos sexuales por parte de los mismos traficantes que las ayudan, de los policías fronterizos, o de sus propios compañeros de migración. Cuando una mujer latinoamericana se dispone a migrar lo primero que hace es tomarse grandes dosis de anticonceptivos para evitar el embarazo producido por las violaciones que ya prevé que sufrirá. No quiero ni imaginar qué les ocurre a los niños. Pero eso, al menos, a la mujer empoderada de Occidente no le pasa. Nos pasan otras cosas: que un hombre nos grite, nos humille, que enviemos ubicaciones a las amigas cuando nos disponemos a encuentros sexuales con desconocidos, que andemos temerosas y móvil en mano cuando regresamos a casa de madrugada, que nuestra precariedad económica sea más evidente, que suframos por nuestras hijas cuando salen a beber y bailar por si a una panda de desgraciados les da por hacerse los homomachos y gozar mirándose los unos a los otros mientras vejan a la víctima de turno. Eso nos ocurre, cierto. Pero no nos tomamos anticonceptivos antes de salir de casa por si acaso somos violadas. La estructura es la misma pero, sin duda, los grados de violencia no lo son. De ahí que al feminismo blanco le haya respondido un feminismo interseccional, que impulsado por el pensamiento decolonial y el postestructuralismo, ha sido capaz de señalar cómo la cuestión del género se cruza siempre con la de la clase y la raza. A este feminismo que plantea a la vez la raza, el género y las estructuras de violencia y desigualdad económicas, pertenece el feminismo mestizo de Anzaldúa que aquí se da a leer. Y es por ello que las feministas blancas y empoderadas deberíamos tomarlo en consideración. Aplacaría tal vez algo de los efectos devastadores de nuestra buena conciencia y modificaría quizás la dirección de la demanda: no ya la ampliación de derechos para nuestras democracias representativas blancas sino una enmienda a la totalidad, cuestionamiento del modo en que la violencia y la exclusión se ejercen en toda configuración individual y colectiva.
De esta violencia y de esta desigualdad se hace cargo el pensamiento de Anzaldúa, y al hacerlo se apropia de un problema que ha asediado al feminismo desde siempre: ¿desde dónde hablar? Esto es ¿cómo no hablar la lengua del amo? ¿De aquél que nos dotó de las palabras y conceptos para poder decirnos y pensarnos? ¿Cómo no hablar la lengua de los hombres, la lengua del colonizador, la lengua de la razón de Estado y su consiguiente reclamo de derechos, la lengua del capital? Ésta es también nuestra pregunta aunque sea una mestiza chicana lesbiana quien nos la enseña. O quizás sea justamente por su singular condición fronteriza, por haberla vivido en carne propia, que es capaz de señalar el abismo que acecha cualquier posición de resistencia. El problema no es sólo la tendencia a reproducir acríticamente