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Desvelando el iceberg.: Relatos de violencia sistémica
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Desvelando el iceberg.: Relatos de violencia sistémica
Libro electrónico407 páginas9 horas

Desvelando el iceberg.: Relatos de violencia sistémica

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Los relatos obtenidos en diferentes investigaciones cualitativas, que fueron realizadas principalmente en Ecuador y España, dan cuenta de la violencia del sistema sociocultural en los ámbitos que van de lo íntimo a lo éxtimo: violencia económica y sexual; violencia en el sistema educativo, en el sistema de salud y hacia la imagen corporal; en el transporte público y en la participación en contextos político-institucionales. Al final de este camino tortuoso y torturador, ¿cómo revertir este proceso? Losproblemas de salud de las mujeres son el síntoma de que nuestro modo de vida va contra la vida. El empoderamiento es el tratamiento más adecuado para lograr una salud y una educación como libertad y como derechos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2022
ISBN9789942779243
Desvelando el iceberg.: Relatos de violencia sistémica

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    Desvelando el iceberg. - Ana Martínez

    Capítulo primero

    Los no-relatos de violencia económica

    Ana Martínez Pérez

    En los últimos tiempos he escuchado los testimonios de gente cercana sobre situaciones que podría calificar, sin temor a equivocarme, de violencia económica o patrimonial.³ El sistema de parentesco que tenemos es bilateral y considera el apellido de la madre no tanto por igualdad sino por demostrar la pureza étnica de las dos familias en tiempos en que los judíos o los moriscos eran expulsados del país. Empecé a recopilar historias en forma de relato biográfico y decidí escribirlas, por la necesidad analítica de entender qué estaba pasando y para que algunas de mis personas más queridas leyeran su propia historia y pudieran hacer una lectura transversal de estas situaciones. Cuando ya tenía los textos comentados, los envié a las interesadas. Debido a que mis informantes eran mis amigas, utilicé seudónimos y redacté los relatos de tal modo que no se las pudiera identificar.

    Pese a este compromiso de confidencialidad —al que estoy muy acostumbrada en investigación después de casi 30 años—, todas las informantes (excepto una) negaron el problema y no permitieron que publicara sus historias. Tengo que reconocer que me sorprendió su postura puesto que es la primera vez que las informantes rechazan que haga pública su circunstancia, y, además, porque estaba convencida de que estos testimonios podían ayudar a otras personas a verse reflejadas y a comprender su situación. Desde esta convicción, tuve que asumir que podía hacer público mi análisis —que se puede leer en este texto—, pero no los eventos narrados e invertí el enfoque de reflexión, construida desde un estricto compromiso de confidencialidad que poco había servido. Fue todo un aprendizaje de la epistemología de la investigación y de aquello que tantas veces, cuando fue nuestro maestro, Jesús Ibáñez (1979; 1985) nos enseñó: somos «sujetos en proceso». Al final, somos dueños de nuestras palabras y nuestros silencios, aunque a veces, a las analistas de la realidad social nos cueste asumir esa soberanía.

    Detrás de estos pensamientos en torno a la violencia económica y patrimonial se encuentran mujeres reales, de carne y hueso, llenas de proyectos y de dolor. Me di cuenta, mientras reflexionaba sobre sus relatos, de que la violencia sistémica, sobre la que había estado trabajado, no está superada como problema: es más visible para quienes la identificamos y cada vez más oculta para quienes la niegan. A veces, negar cuanto nos ocurre es la única posibilidad de seguir adelante, ¿y si abrimos la caja de los truenos y luego no somos capaces de volverlos a meter? Llego a pensar que la violencia económica resulta más velada que la sexual, porque queda encubierta en usos y costumbres bien refrendados por el poder económico, jurídico y social, mediante un conjunto de normativas que en el ámbito de las relaciones sexuales no se ha llegado a establecer. Esta institucionalización de la violencia, derivada del concepto de biopolítica de Foucault en La microfísica del poder (1992), resulta adecuada para conseguir una estrategia de normalización del «hacer morir o dejar vivir», esa decisión propia de la soberanía. De hecho, en esta forma de violencia, se ve que sin el capitalismo no habría patriarcado y, al revés, ambos son brazos armados de un mismo mundo-sistema violento que, como asegura Gioconda Belli, «si no se feminiza, acabará antes de tiempo» (citada en Simón 2008).

    El sistema sociocultural, en sus manifestaciones económica, educativa, judicial y médica, está muy bien articulado para que no siempre seamos capaces de manejarnos en él: vemos el peligro cuando ya lo tenemos encima y así no hay cautela posible. Estas mujeres hubieran tenido nombres figurados porque la ficción las hacía anónimas, al tiempo que la verosimilitud de sus historias las hacía tan reales como miles de mujeres que están pasando por situaciones similares. Sin embargo, no permitieron que publicara sus relatos porque aman profundamente a las personas que les causan el dolor que sienten (y a los hijos e hijas de ese vínculo) y no reparan, o no les compensa enfrentar, el hecho de que la violencia es del propio sistema sociocultural en el que vivimos, aunque tenga su nombre y una dedicatoria personalizada. Cuando digo que «no reparan», no es por falta de capacidad ni porque quienes nos dedicamos al análisis social tengamos un don para ver más allá: estas informantes se ubican en su propio malestar, pero también en la «esterilidad» aparente del análisis. «¿Y qué si les está pasando a otras mujeres? A mí no me resuelve nada el mal de muchos», decía una de ellas, centrada en su dolor mientras yo trataba de darle razones para publicar su historia. Quienes nos dedicamos a tratar de comprender el mundo articulamos los comportamientos individuales con los sociales; de lo contrario, no seríamos capaces de entender por qué los seres humanos hacemos las cosas y qué sentido tienen para nosotros.

    Este debate epistemológico y ético me ha llevado a revisar la manera de querernos en Occidente. Si la violencia sistémica económica conforma una cara de la moneda, puede que, al definir cómo serían las formas de un amor despatriarcalizado, encontremos el reverso del que damos cuenta en el epílogo de este libro. El problema con este lado de la realidad es que resulta similar a la ciencia ficción porque, lamentablemente, no será fácil seleccionar informantes que puedan relatar sus testimonios sobre cómo lograron superar una construcción sociocultural tan bien asentada como el amor romántico.

    En el proceso de reflexión para una visión antropológica de los quereres no puedo dejar de lado otras formas de amor que no sean la de pareja. Así, este recorrido por nuestra historia de vida sentimental me lleva al amor materno-filial que ocurre durante la gestación, el parto y el puerperio. Los dos procesos de enamoramiento están fisiológicamente mediados por la aparición de una hormona, la oxitocina, que posibilita el apego en el recién nacido, pero también el estado de alegría permanente del enamoramiento de otra persona. Así, si reconocemos que la salud es social y luego psicológica y biológica, hemos de empezar a verla con las soluciones derivadas del modelo sociocultural, como advierten Michael Marmot y otros (2010) con respecto a los determinantes sociales de la salud, que requieren soluciones también sociales.

    En cambio, al analizar la violencia ejercida contra las mujeres por el hecho de serlo —que es la definición precisa de violencia de género— y contra las mujeres, siempre nos queda la duda de la brecha entre la teoría y la aplicación a la vida cotidiana. Cuando impartía la materia de Sociología de género en la carrera de Sociología en la Universidad Rey Juan Carlos, solía comentar que en la academia y en lo teórico podíamos elucubrar sobre los planteamientos de la igualdad, pero si alguna persona de las presentes tenía la oportunidad de atender a mujeres que estaban siendo maltratadas, toda esa teoría serviría muy poco. No siempre reparamos en el dolor, no nos damos cuenta de que una víctima de violencia lo es en tanto en cuanto existe un sistema orquestado para seguir manteniendo la situación de privilegio de algunos y la injusticia hacia otras. Cuando estudiaba Antropología, aprendí de Carlos Caravantes, antropólogo y profesor de la Universidad Complutense, que hay que ver las relaciones de poder desde abajo. Ahora sé que la (r)evolución, si es que la queremos, aunque a veces lo dudo, o toma el punto de vista de las mujeres o no llegará a ser.

    «Es legal, pero poco ético», así me explica, contundente, la situación una joven empleada del banco cuando la entrevistaba sobre los bienes gananciales y las cuentas mancomunadas. Los bienes gananciales son una reminiscencia de ese tiempo, no tan lejano, en el que las mujeres no podíamos abrir una cuenta de ahorros en esa España que siempre nos consideró ciudadanas de segunda, y durante el franquismo ni siquiera eso. Al hablar con mujeres de otros lugares, como Ecuador, donde vivo, me encuentro con que la ley contempla la posibilidad de abrir una cuenta independiente, pero las propias mujeres no quieren porque es una desconsideración hacia la confianza en sus parejas.

    En mi condición de feminista y no solo investigadora, en varias ocasiones he tenido que animar a otra mujer a abrir una cuenta separada para evitar problemas que he presenciado con demasiada frecuencia. Ocurre que ahora no tenemos que pedir permiso a nadie para tener una cuenta bancaria, pero el 99 % de las cuentas son «solidarias» y no mancomunadas: la «solidaridad» hace que la toma de decisiones corresponda a uno de los titulares. En ese resquicio se cuela, seguramente, la más aceptada forma de violencia contra las mujeres: la económica. Todas deberíamos casarnos, si es que así lo decidimos, con una separación de bienes impuesta por ley, porque este sistema no nos defiende ni nos trata en condiciones de igualdad, y a nosotras nos pierden unas emociones que no hablan el idioma del dinero y no tienen la capacidad de aprenderlo, quién sabe si por fortuna. Finalmente, la educación financiera no entra en los valores culturales que se nos transmiten, somos capaces de diferenciar matices en los colores, en las texturas y en los olores, pero no sabemos tratar con el dinero porque es «cosa de hombres».

    Cuando apareció, no hace mucho, la traducción del libro de Katrine Marçal (2016) ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía, pensé en todas las veces que hemos asociado el éxito a la vida profesional, sin ver que para que eso ocurra debe haber alguien en la retaguardia, normalmente una mujer, que cumpla con las funciones que no somos capaces de hacer por estar ocupados en forjar ese «éxito». Sin embargo, igual que Adam Smith «olvidó» hablarnos de la importancia, vital para él, de que su madre le preparara la cena cada noche, no tenemos en cuenta que para que podamos cumplir con las condiciones laborales de semiesclavitud que cada día nos merman la salud, alguien tiene que hacerse cargo de los cuidados, del sostenimiento de la vida, de la producción y la reproducción, de trabajar dentro y fuera de la casa. Por eso, cada vez más, los cuidados son revolucionarios, la apuesta por la vida se aleja del supuesto neoliberal de fingir que algunas cosas no son importantes, y no solo lo son, sino que sin ellas no tendríamos la posibilidad de proyectarnos en profesiones y retos de mayor o menor «éxito».

    En uno de los casos que analizo en este libro, una mujer es titular de hecho y de derecho de un dinero en efectivo convertido en valores, por obra y gracia de los mercados financieros, en perfecta connivencia con uno de los muchos figurantes vestidos de «ludópatas de parqué»: su marido. A la mujer nunca le gustó la bolsa de valores, le parecía una engañifa en la que, si ganabas, bien, pero la mayoría de las veces perdías y, en el mejor de los casos, dejabas de ganar. Ella siempre prefirió la liquidez: ver su dinero y saber de qué podía disponer, sin someterse a las leyes de los plazos fijos o las fluctuaciones del mercado. Sin embargo, su marido impuso su criterio, asesorado por los interventores de banca, encantados con un cliente que no solo tenía dinero, sino que estaba dispuesto a moverlo, dado que es así como los bancos se «ganan» la vida. La esposa repetía una y otra vez que no comprara más acciones. «Nosotros no tenemos futuro, tenemos presente», le decía al marido, con la insistencia de quien se sabe derrotada.

    Mientras estuvieron casados, a cada uno le habían sido adjudicados unos roles: a ella, los cuidados y el trabajo alienante e infinito por el que, cuando envejeció y enfermó, dos cuidadoras cobraban sendos sueldos con derecho a una pensión que ella nunca tuvo. A él le estaba conferida la gran tarea de ser el único ganapán, como si en un reparto de designios divinos tuviéramos que competir por ver quién está sometido a la mayor y más injusta condena. El ganapán nunca asimiló que tuviera que compartir el dinero que obtenía por nómina con quien no tenía un empleo, pero sí un trabajo, ni siquiera cuando tuvo que pagar a quien hacía las mismas labores que su esposa hizo durante más de 60 años. En ese reparto de roles, a la mujer le correspondía estar contenta porque «no le falta de nada» y no tenía más que «pedir» para que se le concediera, pero el dinero nunca fue suyo y la decisión sobre él tampoco. Era una dádiva, un regalo y no un derecho propio, y «al que le dan, no elige».

    En ese proceso de aprender a no decidir sobre la propia vida, se da el desapego a un poder que las mujeres de esa generación, hoy ancianas, nunca han ostentado y menos detentado. Qué distinto es el caso de los varones de edad avanzada en España, criados en un franquismo que les acostumbró a que nadie les cuestionara las decisiones. ¿Cómo construirse, siendo varón, sin una vara de mando cuando ya, encarnada, forma parte del brazo derecho y permite refrendar que «mis» verdades son puños contundentes sobre la mesa? Y, claro, si esta España franquista que nos vio pasar la mitad de nuestra vida nos enseñó que los muertos tienen que quedarse en las cunetas y no hablar de ellos para no tener que encarar nuestras contradicciones, pues hacemos del avestruz nuestra mascota y del «dejémoslo estar», nuestro lema de vida. No queremos enfrentarnos a la sombra que llevamos dentro porque en estos fuegos de artificio se vive en una fábula que nos hace estar en posición de privilegio y no la vamos a perder. El diente más pequeño de la más pequeña de las ruedas del engranaje se mueve sin otro requerimiento que un engrasado de ignorancia, de tal forma que con la conciencia de lo que ocurre, las incapaces seríamos las personas que no nos adaptamos a lo establecido. Un varón casado en régimen de bienes gananciales puede poner a su nombre un patrimonio entero sin peligro de que nadie le diga que eso no está bien, porque efectivamente «el dinero es suyo, que se lo ha ganado él con su esfuerzo».

    Esta sociedad está enferma, sociopatológicamente enferma, y quienes nos rebelamos ante la injusticia somos bioindicadores de que el ecosistema está putrefacto, nos moriremos si no llegamos a un ambiente limpio, pero no nos moriremos solos porque el río es el mismo para todos. Esta civilización se lleva por delante a la especie entera porque es imposible vivir en un mundo donde, por poner algún ejemplo, un marido puede tomar decisiones sobre un dinero que no es solo suyo y que vale para (sobre)vivir y no para que especule el sistema bancario. Si esta situación llegara a los tribunales, el varón sería considerado por el juez como una persona intachable, que se ha preocupado por incrementar «su» patrimonio siguiendo las reglas establecidas, de forma perfectamente «legal» (aunque poco ética). Y esto es lo que hay. Como dice Javier Sarasola (2016), «la locura es la medicina de los cuerdos, para no perder la cordura en un mundo de locos».

    En los casos estudiados de mujeres más jóvenes, como en la década de los cuarenta, se da una situación distinta. Se trata de personas con cualificación y estudios universitarios: estamos hablando de un país donde hay más mujeres con doctorado que varones (según cifras del INE 2015). En tiempos de Franco, las mujeres iban a la escuela a aprender a coser, cocinar y llevar las cuentas básicas del hogar, que era su única competencia financiera. De hecho, la escuela para niñas se llamaba «Costura».

    Hoy en día, esa situación ha cambiado y el empoderamiento que da la educación sirve para que una mujer con título universitario y una profesión liberal se pueda defender con los recursos cognitivos derivados de su condición. Sin embargo, no es tan fácil, por la llamada «teoría del suelo pegajoso» (Berheide 2013). Para una mujer profesional, las personas que están bajo su responsabilidad y cuidados son seres queridos: hijos, padres, esposo. Esta circunstancia las obliga a optar por hacer prevalecer su rol de cuidadoras en detrimento del profesional. Los vínculos afectivos «pegan» sus pies a la casa en la que están esos seres queridos que la necesitan como cuidadora.

    Al mismo tiempo, hay un «techo de cristal», invisible pero muy real, que hace que las promociones de la empresa se decidan en las reuniones después del trabajo, mientras muchas trabajadoras con doble jornada están ejerciendo los cuidados. Esta trampa injusta es vivida por todas las mujeres que «trabajan fuera de casa», pero es más común la percepción de que las que trabajan «solo en casa» son más vulnerables y sufren más formas de violencia. Las cifras se empecinan en decirnos que esto no es del todo cierto (Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad 2017), pues, lamentablemente, se da mucha violencia también en las mujeres con alta cualificación. Y allí están ellas llenas de culpa, porque «donde hay una mujer, la culpa ya no es huérfana», como dijo la prologuista de este libro, Carmen Ruiz Navarro, alguna vez. Nunca sabemos valorar con precisión cuántos de esos flecos que se dejan pendientes por no discutir terminan por atarnos las manos, los pies, el cuello y hasta las alas. ¿Cómo levantar el vuelo atada? No se puede, a no ser que seas una cometa; las mujeres no somos cometas, somos mujeres y libres, la cuerda no nos ayuda a volar, a veces nos termina estrangulando.

    En relación con el círculo vicioso de la violencia, una mujer profesional con igual cualificación y categoría cobra entre un 20 % y un 30 % menos que su homólogo varón en la Unión Europea⁴ (la región con mayores logros en igualdad jurídica). Por lo tanto, a la hora de solicitar una reducción de jornada para cuidar a hijos a menores o adultos dependientes, la mujer suele renunciar a una parte de su trabajo. Lo complicado de las situaciones de conflicto de pareja es la posición intermedia de los hijos. Cuando, a pesar de presenciar y convivir con escenas de violencia entre los adultos, los menores están razonablemente bien, suele deberse a que los niños y las niñas son los seres más flexibles que existen y, por consiguiente, se adaptan también a las circunstancias adversas. Asociada a la flexibilidad, encontramos la respuesta del abuso de debilidad (Hirigoyen 2012) que cometen algunos progenitores cuando los usan como arma arrojadiza.

    Tanto es así que, incluso, existe la figura de la «alienación parental». Consiste en que una de las personas de la pareja, con un vínculo afectivo que se ha roto pero con la responsabilidad de la crianza compartida, trata de fracturar la conexión de la otra persona con los hijos de ambos. Cuando entrevisté para un proyecto europeo de mujeres y ciudadanía a Ana María Pérez del Campo me dijo contundente: «Cuando los maridos piden custodia compartida hay que responder que les damos la custodia completa a ellos, porque lo único que pretenden es controlar a unas mujeres que consideran suyas, y para eso utilizan a los hijos de ambos. No tardarían en renunciar a la custodia compartida, pero ninguna mujer se atreve a hacer algo así por miedo a perder a sus hijos».⁵ El análisis de esta autora sobre la violencia contra las mujeres, en Una cuestión incomprendida. El maltrato a la mujer (1995), sigue siendo lo más lúcido que he leído hasta la fecha.

    Para muchas mujeres, la identidad se construye desde la maternidad. No hace falta ser madre para ser mujer, pero sí ser mujer para ser madre, aunque a veces se nos olvida esta premisa. Socialmente, se nos exige ser no solo madres sino abnegadas, es decir, anular nuestra voluntad y deseo en función de los de nuestros hijos. Esta vida vicaria hace que, como si fuéramos un barco velero, nuestra línea de flotación estuviera en anteponer nuestra necesidad a la de los vástagos. Nos consideramos malas madres y nos perseguimos por tener un trabajo que nos gusta, por pasarla bien con amistades, por quedarnos durmiendo en lugar de jugar con ellos, por tantas cosas. Los compañeros y padres saben cuál es esa línea, pues todo lo que la sobrepase es dolor para las mujeres; ellos saben dónde tienen que apuntar para causar daño cuando ese es su objetivo. El entrenamiento en el sadismo de encontrar placer en el dolor ajeno está muy desarrollado en una sociedad que se trama por la violencia: nos cohesionamos dañándonos, nos regocijamos ante el dolor de otras y de otros. Sí, nuevamente es legal pero no es ético; en esa rendija se nos va la vida y por ahí se escapa el patriarcado en su más alta expresión. Nos maltrata el sistema porque esta violencia es del sistema sociocultural; algunos no la ven, pero a otras les salen ojeras de tanto verla.

    Existen profesionales de más edad, mujeres en cincuenta años, que han logrado una mayor independencia en lo económico que en lo emocional, como casi todos los seres que no sabemos hablar el lenguaje del poder, porque no está bien visto para una «señorita», según otro mandato cultural. Como ejemplo, podemos poner un caso —lo más parecido al testigo de la carrera de relevos de la vida de los machos alfa que la rodeaban—, ocurrido en España: una mujer que pasaba del padre, al novio y al marido sin solución de continuidad.

    El padre de una mujer que terminaba sus estudios, con el criterio de la época y seguramente el beneplácito silencioso de su esposa, le ayudaba a equipar una casa para que viviera el resto de sus días con el marido que eligiera, porque «lo que Dios ha unido, no lo puede separar el hombre». A la mujer ni se le preguntaba. Y luego venían los hijos en masculino, porque en esos tiempos una mujer no lo era del todo hasta que no paría un hijo varón. Y la casa estaba a nombre de los dos, aunque la comprara el «padre» de la novia, porque se entiende que la mujer contrae matrimonio con «su media naranja», sin la que no sería completa. El sistema de parentesco que tenemos es bilateral y considera el apellido de la madre no tanto por igualdad sino por demostrar la pureza étnica de las dos familias en tiempos en que los judíos o los moriscos eran expulsados del país. Al final, lo único verdaderamente propio de esa mujer es su carrera o su profesión porque no lo son la casa ni el dinero ni los hijos. Si lo pierde, se queda sin nada.

    En una entrevista reciente, Silvia Federici (2018) contaba cuál es la situación de las madres trabajadoras en Estados Unidos, donde ella vive.

    Si tienes un trabajo en el que el sueldo es muy bajo y tienes hijos, tienes que pagar el cuidado de los niños y también de los mayores. Es una nueva esclavitud. Hoy en día las mujeres son menos esclavas de los hombres individuales que de los bancos. Muchas de las mujeres estadounidenses lo primero que hacen al cobrar su sueldo es ir a pedir un préstamo al banco porque no llegan a fin de mes. Viven con una constante angustia y por eso la esperanza de vida de las mujeres trabajadoras en Estados Unidos ha bajado cinco años.

    Esto dista del contexto europeo del «austericidio» tras la crisis de 2008 y sus efectos para la salud de las mujeres (Karanikolos y otros 2013).

    Dice Clara Coria (2001) que para negociar tenemos que sentirnos iguales en derechos; de lo contrario, el acuerdo es imposición o sumisión, pero nunca negociación. No sabemos negociar porque no está bien que una mujer lo haga. No es correcto que hablemos de dinero ni que lo toquemos, de ahí que lo metamos en sobres. No decidimos sobre él a no ser que se trate del pan de nuestros hijos y solo cuando se presenta en forma de víveres y no tanto como el presupuesto para adquirirlos. Me viene a la mente la lactancia materna, un proceso fisiológico pensado para que seamos inagotables veneros de unos «insaciables» lactantes, que no solo se están nutriendo, sino que precisan de la cercanía de la madre para seguir desarrollándose en una extero-gestación de otros nueve meses o más de relación orgánica del universal antropológico que es el vínculo madre-hija/o. El dinero «chico» de las necesidades cotidianas y básicas es responsabilidad de la madre nutricia, el dinero grande es competencia del anciano venido a más que se siente un as del parqué, del especulador emocional que pone candados en las puertas de lo que no es suyo y del comunista arrepentido que dice lo tuyo es de los dos, pero lo nuestro es mío.

    Así nos va: somos únicas a la hora de cumplir como asalariadas, pero pobres de nosotras si nos metemos a emprendedoras porque nuestra visión de negocio brilla por su ausencia. De ahí que preparemos oposiciones y decidamos ser funcionarias; sabemos que, en ese escenario, tenemos las de ganar por capacidad de trabajo y por las condiciones de igualdad. En todo lo demás estamos perdidas entre el techo de cristal que nos impide la promoción laboral y el suelo pegajoso de la culpa que nos mantiene adheridas a una superficie a la que sacamos brillo sin descanso. Y, así, podemos reflexionar a la vista de las entrevistas realizadas que

    «el que dejé con fiebre en casa al irme a trabajar es mi hijo, el que me pide que le pague la deuda con hacienda es el hombre de mi vida, el que me roba de la cartera es mi adolescente favorito y el que me hace centrarme en su persona y descuidar a mi madre indefensa es mi padre».

    No va a ser fácil que nos entrenemos para romper techos de cristal porque son ladrillos de pavés puestos a conciencia por un maestro de obras con mucha destreza: el patriarcado. Tampoco vamos a limpiar la sustancia pegajosa que nos adhiere la suela de los zapatos, con tacones imposibles, con cuñas aparentes o con plataformas profundas, pero siempre frenándonos las pisadas. Aunque hiciéramos esos talleres neoliberales de «emprendimiento activo», no saldríamos de pobres porque nuestra epigenética es aprendida y, como se dice en México, al que nació para tamal, del cielo le caen las hojas. Por determinista que pueda parecer, es la cultura, y se puede cambiar para que deje de

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