Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Diccionario de la bohemia: De Bécquer a Max Estrella (1854-1920)
Diccionario de la bohemia: De Bécquer a Max Estrella (1854-1920)
Diccionario de la bohemia: De Bécquer a Max Estrella (1854-1920)
Libro electrónico646 páginas8 horas

Diccionario de la bohemia: De Bécquer a Max Estrella (1854-1920)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En estas páginas, José Esteban reúne el fruto de muchos años de investigación en torno al tan fascinante como desconocido mundo de la bohemia española. En ellas está, y puede rastrearse, esa tribu de melenudos, de hampones, de hambrientos de vida y esperanza, navegantes de la Puerta del Sol, proletarios del arte que quisieron cambiar la vida, y fueron conscientes de su condición de artistas abandonados a su suerte; que condenaron el capitalismo sin alma y el mal gusto burgués. Acta de existencia, por otra parte, de una literatura sumergida, pero literatura, sin catalogar, y sin embargo de una riqueza y una vitalidad sorprendentes, que llevó al profesor Zamora Vicente, uno de sus iniciadores, a pedir una urgente revisión de la historia de la literatura de principios del siglo pasado. Libro de indispensable consulta y primera sistematización de la literatura bohemia, que se lee como un relato novelesco.
IdiomaEspañol
EditorialRenacimiento
Fecha de lanzamiento1 may 2017
ISBN9788417266035
Diccionario de la bohemia: De Bécquer a Max Estrella (1854-1920)

Lee más de José Esteban

Relacionado con Diccionario de la bohemia

Títulos en esta serie (11)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Crítica literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Diccionario de la bohemia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Diccionario de la bohemia - José Esteban

    DICCIONARIO DE LA BOHEMIA

    José Esteban

    DICCIONARIO

    DE LA BOHEMIA

    DE BÉCQUER A MAX ESTRELLA

    (1854-1920)

    © José Esteban Gonzalo

    © 2017. Editorial Renacimiento

    www.editorialrenacimiento.com

    POLÍGONO NAVE EXPO, 17 • 41907 VALENCINA DE LA CONCEPCIÓN (SEVILLA)

    tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez,

    sobre la obra Salon des cent de Frederic Auguste Cazals, 1894

    Texto revisado por Pedro Gozalbes Alonso

    ISBN: 978-84-17266-03-5

    INTRODUCCIÓN

    Siempre he sido un apasionado de los diccionarios. Los considero libros necesarios, imprescindibles. Y he escrito alguno ( Breve diccionario de ventas, mesones, tabernas, vinos, comidas, maritornes y arrieros en tiempos de Cervantes. Murcia, 2006). Y no desconozco ni minimizo su dificultad. Como han escrito mis predecesores (Juan Manuel Bonet, Diccionario de las vanguardias. Madrid, 1999), sus lectores empiezan fijándose en lo que falta, y en un diccionario de este tipo, donde tan poco hay escrito y sistematizado sobre movimiento tan complejo, tortuoso y poco historiado, lo no incluido debe ser mucho. Pido disculpas. Mi intención no ha sido otra que sistematizar lo que he aprendido, y fijarlo para lectores y, aún más, para estudiosos del futuro.

    Muchas han sido las dificultades, el largo tiempo que abarca, desde la llegada de Bécquer a Madrid hasta la aparición de Max Estrella en 1920. Y escurridiza es la definición de la bohemia, según Emilio Carrere, «esa forma espiritual de aristocracia, de protesta contra la ramplonería estatuida. Ese anhelo ideal de un arte más alto, de una vida mejor: y por ello la situación de un bohemio es mucho más amarga, en la vida de relación, de lo que se creen los que se figuran que la bohemia está en el vestido o en las melenas descuidadas». O, descriptivamente, «la bohemia consiste en derrochar la vida y el ingenio y el oro, sin fijarse en el mañana; pero cuidándose de hoy y combatiendo a diario por algo, que siempre es grandioso, aunque muchas veces sea irrealizable: la conquista del porvenir», según Joaquín Dicenta. A la dificultad de filiación de tanto bohemio y aprendiz de escritor suelto, sin domicilio conocido, con sus escritos perdidos o desperdigados en multitud de publicaciones efímeras, desconocidas, y muchas de ellas hoy inencontrables, se suma la falta de estudios sobre el movimiento en general y el desprecio por sus integrantes. No fui, ni soy, ajeno a estos inconvenientes, pero aún así el intento de historiar tanto deslavazado material, tanto silencio alrededor, ha sido apasionante. Pero, lo confieso, agotador. Reconozco que falta por investigar y peinar algunas publicaciones que dedicaron cierta atención a aquellos perdedores. Pero lo reunido, pienso, no es para dar migas a un gato y contiene datos, historia, publicaciones, libros y nombres en cantidad muy superior a todos sus predecesores. Quizá debo conformarme con ello, que, estimo, no es tan poco.

    En sus páginas (no sé si muchas o pocas) están los bohemios. Está y puede rastrearse a esa tribu de melenudos, de hampones, de hambrientos de vida y esperanza, navegantes de la Puerta del Sol en búsqueda y captura de un café con leche y media tostada; esos proletarios del arte que quisieron cambiar el arte y la vida, y fueron conscientes de su condición de artistas, abandonados a su suerte, que condenaron el capitalismo sin alma y el mal gusto burgués, como antecesores de los modernos y actuales desarrapados; que entregaron su vida al arte, sin tener en cuenta sus graves consecuencias.

    En estas páginas no sólo desfilan los protagonistas del periodo bohemio, sino también los cafés donde encontraron algo de calor y cobijo; sus publicaciones con las que pensaron influir en la sociedad, los tugurios donde comieron, las terribles casas de huéspedes donde se vieron obligados a dormir, las calles por donde arrastraron sus miserias y sueños, los bancos públicos donde se vieron obligados a pernoctar y los primeros riegos de la mañana que les obligaban a despertarse. Los editores que les publicaron, los sableados y operados, así como sus tretas y picardías, y su incansable ingenio en su lucha diaria, en su cuerpo a cuerpo con la vida, que les había cerrado sus puertas. El alcohol al que se entregaron, la cárcel y el hospital, a que se vieron condenados y, finalmente, la fosa común que les esperaba desde el momento que decidieron buscar la gloria literaria, en un Madrid, que siempre les fue hostil.

    También sus obras, la mayoría de ellas, y la relación de aquellos escritores que supieron o quisieron ver cuánta grandeza había en esos perdedores; también aquellos otros que les despreciaron o simplemente no les comprendieron ni estimaron.

    A los escritores de la generación del 98 y anteriores se les puede calificar según supieron acercarse y comprender la bohemia literaria y artística, y aquellos otros que la rechazaron de plano. En este grupo debemos incluir a Baroja, cuya ceguera y obcecación no le dejaron ver el drama de esos derrotados. No supo ver lo que representaba Alejandro Sawa y nos dejó páginas despectivas para casi todos ellos, los llamó «holgazanes» y otras lindezas por el estilo. Así de tajante se mostraba:

    «Nunca he sido practicante de ese mito ridículo que se llama bohemia. Vivir alegre y desordenadamente en Madrid o en cualquier otro pueblo de España, sin pensar en el día de mañana, es tan ilusorio que no cabe más. En París y en Londres esta bohemia es falsa; en España, donde la vida es tan dura, es mucho más falsa aún».

    Añadamos los nombres de Clarín, que los llamó «melenudos»; Unamuno y Ortega, al que Ramón Gómez de la Serna dijo en una ocasión memorable: «Don José, no hay que tener miedo ni a la bohemia ni a la noche». Y Ramiro de Maeztu que escribió un resonante artículo titulado: «¡Adiós a la bohemia!».

    En el otro grupo, en el de aquellos más generosos, comprensivos y a nuestro modo de ver con ojos de hoy, inteligentes, contamos con Valle-Inclán, que nunca dijo adiós a la bohemia, y que, en el irrepetible esperpento Luces de bohemia, dejó escrito el más grande epitafio literario que cabía esperar sobre uno de sus componentes, Alejandro Sawa. Debemos contar con Manuel Machado, bohemio practicante un tiempo y a su lado Ramón Gómez de la Serna, Cansinos Assens y Eduardo Zamacois, el creador de El Cuento Semanal, novelista y autor de memorias inolvidables y fuente hoy indiscutible para historiar aquel movimiento literario, social y político, al que despectivamente y sin conocerlo, se le ha intentado borrar de nuestra historia literaria.

    A

    • Abel de la Cruz ∫ Alter ego literario y vital del escritor Alfonso Vidal y Planas y personaje de algunas de sus obras, siempre contadas en primera persona. La elección de este simbólico nombre indica cuánto de evocación y misticismo del Cristo humano, socialista y bohemio hay en él.

    Así, aparte de aparecer en algunas de sus obras, es el protagonista de una muy particular, El pobre Abel de la Cruz (Madrid, Biblioteca Hispania, 1923), donde se nos cuenta el calvario del escritor y de tantos otros autores bohemios.

    En sus primeras páginas se nos ofrece: «Un retrato piadoso del pobre Abel de la Cruz». Y, «¿quién es Abel de la Cruz? Un desdichado…». Abel de la Cruz escribe libros que ningún editor quiere publicar; es sablista, duerme en la horrible posada de Han de Islandia y ama a una mujer que no conoce, y que no ha visto nunca. Abel de la Cruz entra en todas las casas de lenocinio; entra en un café; si lleva dos reales toma café y escribe versos que son, como sus otras obras, impublicables. Uno de sus versos dice: «¡¡¡Yo sufro casi tanto como Cristo en la Cruz!!!». Abel de la Cruz ama a la muerte, la desea, como les pasa a muchos bohemios y escribe sus memorias. Ha cumplido largas condenas en Figueras, Ocaña y San Miguel de los Reyes y se refugia en Cristo y hasta ha visto un verdadero milagro. Pero es un desdichado y nadie le hace caso. Al fin, el «pobre Abel de la Cruz» muere y sus compañeros los hampones que habitan en el horrible dormitorio de Han de Islandia, rezan una oración en su honor, «Oración de los hampones»:

    «Abel de la Cruz: Tú que estás en el cielo, porque ya tienes novia que te comprende, ruega por nosotros. Se seca de tristeza nuestro pobre corazón igual que se secaba el tuyo. ¡Pide a Dios Nuestro Señor que nos lo arranque y lo deposite en las manos de la Muerte, novia amantísima de todos los tristes y los locos! Y los otros miserables exclaman: —Así sea».

    • Abulia ∫ Palabra de origen griego, que los diccionarios definen como falta de voluntad o disminución notable de su energía. Baudelaire y Verlaine, como muchos otros bohemios españoles, estetizan la abulia. Baroja en Camino de perfección (1902) narra la historia desazonante de un héroe abúlico, así como Azorín en su Diario de un enfermo (1901). El ser abúlico es a la vez un hiperestésico, añorante, brumoso, una persona fuera de lo común, un artista, un anormal.

    Sawa, en París, comenzó a sufrir una abulia en parte aristocratizante, y en parte grito paralizante del perdedor, que no logra concretar en letra impresa el país del sueño; no hacer, porque no se puede hacer nada, ya que los grandes días duermen en la sombra del futuro. La bohemia parisina podría sonar como el inicio de un poema de Charlos Cros, el mulato: «He soñado amores divinos § la ebriedad de brazos y de vinos § la plata, el oro, los quiméricos reinos». Pero, acaso acabe con el final de otro poema de Morice: «No sé qué hice con mi vida, § ¿qué podré hacer con mi muerte?». Entre nosotros fue Manuel Machado quien puso en magníficos versos la atracción irresistible de la abulia: «Mi voluntad se ha muerto una noche de luna § en que era muy hermoso no pensar ni querer (…). «¡Qué las olas me traigan y las olas me lleven, § y que jamás me obliguen el camino a elegir!». («Adelfos»).

    • Acevedo, Manuel de ∫ Bohemio rescatado del más profundo de los olvidos por González Ruano.

    «Acevedo fue siempre, en la pirueta, en la sala del hospital o donde se encontrara, don Manuel Acevedo. Yo, aunque sin otra base que su apellido, que también llevo, le trataba de pariente cuando le alargaba la mano con un durillo, y él, que era sensible como una criaturilla de Dios, me agradecía tanto el trato como la moneda.

    »También era don Manuel de Acevedo modesto en estatura y tan escaso en carnes que sólo tenía como un pellejo apolillado con el que cubrir el macabro impudor de los huesos. Llevaba barbita en punta y con sus ojos muy dulces y azules a mí me asociaba la imagen de un San Francisquito humilde y conmovedor.

    »—Parece –dije una vez, bien sabe Dios que sin ánimo de irreverencia– San Francisco de Anís…

    »Don Manuel de Acevedo fue en sus buenos y distantes años un abogado conocido y hombre de buena posición y feliz existencia. La historia de su caída hasta el arroyo de la picaresca no la sabemos. Cuando yo le conocí, también por el año 1925 o cosa así, tendría el hombrín ya más de cincuenta eneros en su temblor de todos los fríos. Don Manuel de Acevedo era sablista amable y original. Llamaba a las casas y, con natural sorpresa del sableado, empezaba su dulcísimo ataque de esta manera:

    »—Mire, señor, yo soy filántropo… Tengo ahora un joven protegido de mucho valor como poeta, que necesita cenar esta noche porque lleva varias sin que le entre nada tibio por la boca… Yo soy, como le digo, filántropo. Pero de momento soy un filántropo sin posición… ¿Podría usted darme cinco pesetas para mi protegido?

    »Su protegido en cierto modo existía, aunque más bien era su socio en este arte de vivir. Se apellidaba Figueroa, creo recordar que Iglesias Figueroa, y era un joven y mal escritor largo y pacífico, también unido casi filialmente al filántropo Acevedo.

    »Acevedo entre tantas y tantas cosas perdidas había perdido también a su mujer, que desde hacía muchos años vivía con un hombre de poca condición en los barrios bajos. La humildad y la necesidad de don Manuel llegó al extremo de que, no guardando rencores y deseando tener una simulación de hogar los visitaba los sábados y la pareja le daba dos pesetas porque baldeara el piso, limpiara los trastos y cuidase por la noche de un niño que había, para, como sábado, poder ir ellos al cine del barrio». (César González Ruano, Mi medio siglo se confiesa a medias. Sevilla, Renacimiento, 2004, pp. 225-226).

    • Acuña, Rosario de ∫ (Madrid, 1851-Gijón, 1923). Perteneció a una familia aristocrática, pero muy joven ingresó en las filas de los librepensadores y colabora con el naciente grupo Gente Nueva y se interesó vivamente por los problemas sociales. Fue una figura destacada de la masonería española, con el nombre de Hipatía. Sus obras teatrales Rienzi (1876) y El padre Juan (1891) provocaron fuertes polémicas. Escribió ensayos y cuentos, hoy recogidos en libros.

    La han rescatado del olvido Carmen Simón, con la edición crítica de su teatro y Amelina Correa en Cuentos de mujeres. Víctor Fuentes incluyó en su antología, Cuentos bohemios españoles, un relato suyo: «Una fiesta».

    • ¡Adiós a la bohemia! ∫ Frase hecha y verdadero leimotiv del 98, ya que es usada por Maeztu, Baroja e incluso por el propio Valle-Inclán, que en Luces de bohemia declara, por boca de Rubén Darío, que «¡hay que decir adiós a la bohemia, Max!». Maeztu fue el primero, creo, en emplearla. Ya en un artículo, del 9 de agosto de 1903, en El Pueblo Vasco, ironizaba sobre cómo aquel grupo rebelde, enemigo de la sociedad instituida, iba abandonando poco a poco sus posiciones, en busca de una mejor situación social. Se trataba de una defección generacional:

    «Ramón del Valle-Inclán, estilista y aspirante a confesor de princesas, cada párrafo que escribe le cuesta una semana de trabajo; cada cuento un trimestre. Gana en conjunto sus cuarenta duros al cabo de un año. Ayer me hablaba de su firme propósito de tonsurarse el cabello e ingresar en un asilo. Yo, antes, ponía en cada artículo cinco o seis días de labor mental. Escarmentado en la cabeza de Valle-Inclán, los escribo ahora en 35 minutos, como este: coloco al mes un centenar; tengo mi libreta en la Caja de Ahorros y, según anda propagando Julio Burell, que me hace gracia el anuncio, a principios de otoño abriré solemnemente una casa de préstamos».

    Este irónico artículo nos demuestra que, unos más y otros menos, todos ellos, en algún momento de su dura juventud, se creyeron y sintieron bohemios, miembros de esa tribu que pululaba por Madrid en busca de triunfos e ideales. Si bien es cierto que todos ellos tuvieron ideas muy distintas sobre lo que era o debiera ser la bohemia, o la seudobohemia, como escribió Baroja.

    El artículo de Maeztu repasa uno por uno a los miembros de su generación y cuenta cómo, uno tras otro, van diciendo adiós a sus viejos ideales y piensan dedicarse a conquistar una posición social más estable.

    «Pío Baroja, novelista, donostiarra, médico, panadero y hombre sombrío, vacilaba entre veranear en El Escorial, en San Sebastián o en Macedonia. Yo le aconsejé que se presentara candidato a concejal conservador por Madrid. La idea le pareció excelente. Anuncio a ustedes de manera oficial la presentación de su candidatura. Ya se han hecho las primeras gestiones. (…) José Martínez Ruiz, sociólogo, periodista, panfletario, rubio, alicantino, se propone ayudar a su familia en la recolección de sus 40.000 cántaros de vino y consagrarse a estudios agrícolas. (…) Benavente, autor de comedias se propone vencer a los Quintero en la tarea de ganar dinero».

    Para ello deben decir, «¡adiós bohemia!» o «¡adiós a la bohemia!». Por otra parte, la obrita dialogada de Baroja del mismo título, trata del reencuentro de dos viejos amigos que rememoran sus andanzas bohemias:

    «Casi todos los que nos reuníamos aquí desaparecieron. Nadie ha triunfado, y otros muchos, llenos de ilusiones, nos han sustituido y, como nosotros, sueñan y hablan del amor y del arte y de la anarquía. Las cosas están igual; nosotros mismos únicamente hemos variado».

    Eran los nuevos bohemios, que simbolizan a la juventud que va pasando sin posible retorno. Se trata de un diálogo lleno de calor humano, y donde, quizá lejanamente, percibimos una nota sentimental de Baroja hacia la juventud y la bohemia perdidas.

    Por otra parte, Max Aub, en sus Nuevos diarios inéditos (1939-1972), en anotación correspondiente al 15 de febrero de 1945, aporta una aclaración sugestiva:

    «La generación del 98 fue bohemia en sus orígenes. La del 31, la mía, fue una generación de señoritos y profesores. Eso se debe a que la literatura se hizo más técnica, únicamente para gente que entendía.

    • Aguardiente ∫ Bebida preferida de los bohemios madrileños, juntamente con el vino y, claro está, el ajenjo.

    «Yo recuerdo, en nuestro meridiano de Madrid, a Mariano de Cavia beber aguardiente en la Cervecería La Escocesa, sin tregua hasta el filo de la madrugada. Y a Joaquín Dicenta –el ya glorioso Joaquín Dicenta– caminar con paso incierto en las noches invernales madrileñas abrigado con un magnífico gabán de pieles de empresario y una fogarata de aguardiente en la cabeza. Y años más tarde, los discípulos de Cansinos Assens despedían al maestro, al rayar el alba, bebiendo en una cantina cercana a la calle de la Morería ese elixir de la noche con el que se duermen de día, ebrios de luz, las estrellas y los luceros. Los ultraístas fueron asimismo devotos de ese producto del orujo, tan estimado por los campesinos de todos los pueblos, porque, según estos, mata el gusanillo del cuerpo.

    »No he olvidado yo todavía la cuarteta que se hizo famosa en los medios literarios del Madrid castizo y bohemio. El autor de la misma fue Ramón Prieto Romero, poeta malogrado por el alcoholismo. Una mañana, entrado ya el día, bebían aguardiente Puche, Prieto, Betancour y algún otro en una taberna, hoy desaparecida, de la calle Preciados. Sus voces y su porte llamaron la atención de unas modistillas que trabajaban en el taller sito en el principal de la casa paralela a la taberna. Las modistillas salieron al balcón con algarabía de risas y contentos, y en ese instante Prieto Romero salió al escenario de la acera e improvisó en voz alta y campanuda la siguiente cuarteta:

    »Desde la acera de enfrente, § con la mano en el sombrero, § les saluda un caballero § que está bebiendo aguardiente». (Guillén Salaya, Los que nacimos con el siglo, p. 40).

    La relación de los bohemios con el alcohol fue muy profunda y peligrosa. No olvidemos que Barrantes murió por beber agua y la mayoría de ellos buscaron en el aguardiente un refugio y paliativo para sus muchas desgracias.

    Fue la bebida preferida del poeta Manuel Paso. «Haced corro –volvió a decir el de los versos–; os convido a un aguardiente literario. (…) Sirve a estos ilustres hijos del genio que van a honrar tu aguardiente con sus inmortales gaznates. (…) Mejor que mejor; nada es tan provechoso al estómago como una bala rasa en ayunas, (copa de aguardiente) y si no, dedicad un recuerdo a la gente del bronce, y estremeceos comparando vuestra raquítica constitución con el hercúleo desarrollo de sus miembros, y ¿sabéis por qué?, porque lo primero que se propinan todas las mañanas es una copita del calumniado Chinchón, especie de homeopatía que combate la bilis del estómago y ahuyenta los malos pensamientos». (Enrique Pérez Escrich, El frac azul, p. 117).

    • Ajenjo ∫ Bebida francesa a la que los bohemios españoles fueron muy aficionados. Es la bebida simbólica de los simbolistas, el brebaje modernista y el veneno de los decadentes y bohemios. Popularizada en Madrid por Alejandro Sawa y el francés Cornuty. «Carrillo me invita a un ajenjo y lo tomamos con las consiguientes evocaciones de París… y el inevitable Verlaine». (Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato, tomo 2, p. 168).

    Su presencia en las obras de los bohemios era inevitable. También en Manuel Machado que lo tomó por primera vez en París de la mano de Gómez Carrillo. En la acepción de planta existe en nuestro léxico desde la Edad Media, pero como licor no aparecerá hasta el siglo XIX. El poeta sevillano confiesa que se emborrachaba con cierta frecuencia y encontraba en el licor verde motivos de inspiración. Por él sabemos que el whisky se lo enseñó a beber Rubén Darío: «Los caballeros no se emborrachan, se encantan, solía repetir el autor de Prosas profanas a partir del quinto whisky en adelante». (Manuel Machado, «Luces de antaño»).

    En su inolvidable entrevista con Oscar Wilde, el ajenjo se recuerda con epítetos y metáforas diversas y brillantes. «Llegó la tarde, la hora verde, como llamáis en París a esta del aperitivo del ajenjo». «Di a la vida § que aullaba a tu paso, § y ponía el ajenjo en tu vaso, § que sea más cuerda, § que olvide y perdone… § Y, si no, dile el mot de Cambrone». («Cordura», dedicado a Verlaine).

    Quizá la primera cita literaria del ajenjo en nuestra poesía se deba a Manuel Reina, y nada menos que en 1885:

    «En el vaso tallado y luciente § fulgura el ajenjo, § como el ojo de un tigre o las ondas § de un lago sereno. § Bebe ansioso el licor de esmeralda § un pobre bohemio, § un vicioso poeta, y se abisma § en plácidos sueños. («La lira triste»).

    Después vinieron muchas:

    «Con reflejos verdes § en el vaso tiembla § el ajenjo, el gran licor de los tristes, § de los soñadores y de los poetas». (González Anaya, Cantos sin eco, 1899).

    «Licor venenoso y triste § que como un suave beleño, § un grato perfume diste § al cadáver de mi ensueño. § Licor que tiene el matiz § de unos ojos que yo amé, § y del tinto del tapiz § en que danzó Salomé. § Turbio ajenjo sibilino § que tienes el sabor fuerte; § que harás de mi desatino § vestíbulo de la Muerte. § Cómplice de la locura | mis hojas muertas no arranques, § licor que todo lo cura, § licor de estanques». (Mauricio Bacarisse, «Bebedor de ajenjo»).

    «Verted en mi copa § ajenjo. § Verted en mi copa las líquidas gemas § del verde veneno. § El néctar amargo, § de artistas bohemios, § da vida matando § a los seres que viven muriendo. § Morfina del alma § es el verde ajenjo. § Yo sé que me mata, § por eso lo bebo. § Verted en mi copa § ajenjo. § Verted en mi copa las líquidas gemas § del verde veneno». (Luis de Oteyza, «Ajenjo»).

    Eugenio Noel anota en su Diario que vio leer a Rubén Darío unas páginas de Azul en un café de camareras. «Ese hombre lee, y mientras lee, entre sorbo y sorbo de ajenjo, lo escuchan silenciosos y admirados…» (tomo I, p. 210).

    El mejicano Gutiérrez Nájera, es autor de un poema «El hada verde» (1887) subtitulado «Canción del bohemio» y copiamos su última estrofa:

    «Son ojos verdes los que buscamos, § verde el tapete donde jugué, § verdes absintios los que apuramos, § y verde el sauce que colocamos § en tu sepulcro, pobre Musset».

    Zamacois bebió su primer ajenjo en el Café Cardinal, con Catulle Mendès, la bebida que a su entender, era la perdición a la vez que el encanto de Francia. El ajenjo le rejuvenecía, le purgaba la mente de recuerdos torcedores y le devolvía su temible dicacidad. Por eso lo adoraba, y sentado ante la copa donde el delicioso veneno empezaba a cantar gota a gota como la eternidad en las clepsidras…

    Bonafoux, dedicó unas pocas páginas a denigrar la más famosa bebida francesa. «La muleta del ajenjo» las titula. «¡Cuántos crímenes evitaría la prohibición del ajenjo! Cierto. Pero… ¡cuántas grandezas también!… Son legión los hombres públicos para quienes una botella de ajenjo es una muleta imprescindible. Sin ella no irían a ninguna parte, y con ella van a todas partes, la cárcel inclusive…». (Gotas de sangre, París, s/f., pp. 154-156).

    «No sé si borrachos de amargura § o embriagados de ajenjo». (Villaespesa, «Bohemia») o Manuel Machado: «Me emborrachó el ajenjo de un verso modernista». («Breve historia de amor»).

    También lo cantó José Durbán Orozco (Salamanca, 1865-Almería, 1921):

    «Reíd, reíd, ¡quién piensa en el mañana! § ¡Servidme ajenjo!… Con traición sombría § mi pecho hirió la dulce amada mía § y aún sangre fresca de la herida mana. § (…) ¡Servidme ajenjo!… En el actual éxodo § lo más puro, lo más enaltecido, § solo es miseria y corrupción y lodo. § ¡Servidme ajenjo!… Triste y abatido § quiero, ¡oh amigos!, olvidarlo todo, § y en el fondo del vaso está el olvido». («En el fondo», 1900).

    Y, cómo no, Villaespesa:

    «Es tu hora sombría, ¡oh Baudelaire! Fumamos § opio, se bebe ajenjo, y, embriagados, soñamos § con tus artificiales paraísos perdidos» («La Musa verde», dedicado a Manuel Reina).

    Y también Carrere:

    «¡Oh bella y loca fortuna § con que endulza mi calvario § el ajenjo visionario § de la Luna!». (El caballero de la muerte. Madrid, 1921).

    Y terminamos con Lorca:

    «(…) porque por las azoteas, § agrupados en los bares, § saliendo en racimos de las alcantarillas, § temblando entre la piernas de los chauffeurs § o girando en las plataformas del ajenjo, § los maricas Walt Whitman, te señalan (…)». (Poeta en Nueva York. Madrid, 1986).

    También Borges, en El palabrista, cuenta que «cuando joven me gustaba el ajenjo» (…) «Me gustaba, como digo, el ajenjo que produce una alegría liviana» (pp. 242-243).

    Recomendamos para ampliar esta voz la lectura del siguiente artículo: Marta Palenque, «El hada verde en la poesía modernista. Algunos ejemplos españoles». Salina, Revista de Lletres, núm. 25, noviembre de 2011, pp. 121-132

    • Alcohol ∫ «El periodo romántico dignificó la embriaguez; la vida mostrábase triste y era prudente ahogarla en vino; Byron triunfaba y la silueta de Alfred de Musset sentado ante una copa de absenta, inspiró a la juventud el amor a las melenas largas y a las mejillas de marfil. Las existencias atormentadas de Hoffmann y de Poe afirmaron esta opinión, corroborada más tarde indirectamente por Lombroso para quien el genio es una enfermedad cerebral.

    »El imperio del alcohol fue largo; por snobismo todos los artistas bebían, hallando en la embriaguez una hiperestesia dulce que, si no les ayudaba precisamente al trabajo, les consolaba al menos en sus días de impotencia y desorientación. El buen público les disculpaba y hasta le parecía bien que sus literatos y sus actores fuesen así. Y, lo que era peor: no querían imaginárseles de otro modo. La musa bohemia de Murger lo llenaba todo; el vaso y la pipa de Rodolfo, fueron un símbolo».

    Rodin, el incomparable, el eterno rebelde, sanguíneo y retozón como un fauno, protesta contra estos «virtuosismos» de la moda, y declara «que el vino es una bebida excelente».

    Y Camilo Flammarión, el gran poeta y novelista de los espacios confiesa que nunca ha bebido agua:

    «Bebo borgoña, burdeos, champagne, vino blanco, vino tinto…». Y agrega, lleno de buen humor meridional:

    «Mi abuelo fue cosechero y murió y murió a los noventa años de edad; un año, creo, de mala cosecha…».

    Zamacois escribió: «Yo no bebo cuando trabajo, apenas sí soporto dos o tres copitas de coñac. Sin embargo, disculpo a los bebedores. ¿Qué valen, ante el cerebro, la salud del estómago o la del hígado? Para un artista, lo único sagrado es la producción. En último término, una gran obra de arte bien vale una vida». (E. Zamacois, Nuevo Mundo, 13 de febrero de 1908).

    Entre los bohemios la fama de bebedor se la lleva Pedro Luis de Gálvez. Contamos, entre muchos otros, con este testimonio:

    «Pedro Luis de Gálvez, el bohemio impenitente, el borracho, acaso por fuerzas, me ha estrechado las manos junto a uno de los muchos puestos de libros viejos que existen en Madrid (…). Pedro Luis, igual que Poe, bebe como un bruto. ¿Qué busca, si es que algo busca en el fondo, sin fondo, de una copa siempre llena? Esperemos a que nos lo diga él mismo, cuando una de sus borracheras le haya tumbado para siempre contra una acera en estas noches frías y tristes del viejo Madrid» (Salvador Cordón, De mi bohemia revolucionaria).

    Manuel Machado condenó el alcohol en El mal poema:

    «Claro nombre, mortal como el pecado § y la herida del corazón, § Agua de perdición. § Nombre de demonio. § Delicia insana. § Mal placer… § ¡Alcohol! § Mentira, química, muerte. § Falso, fuerte, § dicha fea… § ¡Maldito sea!».

    • Alejandro Sawa y la santa bohemia ∫ Libro de Juan Diego Fernández publicado en Cádiz en 2009. Está compuesto de tres partes: el manifiesto de Bark, La santa bohemia; lectura dramatizada sobre Sawa y su obra, con un narrador y el propio Sawa que lee trozos de sus obras y La mala estrella de Alejandro Sawa, de Carlos Álvarez Novoa.

    «(…) en Max Estrella, Valle está recreando la figura real de Alejandro Sawa. Pero lo hace de una forma particular seleccionando la teatralidad del personaje, sobre todo en su infortunio, en esa mala estrella que Max asume en la Escena V. Mi nombre es Máximo Estrella. Mi seudónimo, mala estrella».

    La narración termina con la infructuosa búsqueda de la tumba de Alejandro Sawa en el Cementerio del Este y también en el Cementerio Civil.

    • Alma bohemia ∫ Novelita sin interés y que insiste en los tópicos bohemios: Joven de provincias, contradictorio y luchador, que termina suicidándose convencido «del insólito e inexplicable disparate de la vida». Su autor fue un desconocido Álvaro Corrales Camacho, y la novelita apareció curiosamente en Lérida, en 1932, en una curiosa colección que se distribuía de manera gratuita y estaba modestamente editada en un solo cuadernillo de 16 páginas.

    • Almagro San Martín, Melchor ∫ (Granada, 1882-Madrid, 1947). «¿Existe una bohemia en Madrid? Yo creo que eso de la bohemia es un género propiamente parisién que no se adapta a nuestro temperamento.

    »Desde que apareció La bohéme sobre las tablas del real se encendió la fantasía de algunos muchachos que sueñan en ser Rodolfos y andan a la busca de Mimís.

    »Yo no confundo, naturalmente, a la pobretería dada al morapio y al Chinchón, que, a causa de haber escrito algunos poemas con mayor o menor talento, generalmente menor; de llevar melenas sucias y de vestirse en el Rastro, se llaman a sí mismos bohemios. Ni llamo bohemias a las tristes furcias de la calle de la Abada, quienes en la alta noche, tras de los trajines propios de su vil oficio, convidan a aquellos a un chocolate en cualquier churrería apestosa. Ni tampoco es bohemia la de unos amigos y compañeros míos, todos de familias más que acomodadas, a quienes siempre sobra un duro en el bolsillo, que han adquirido, a escote una guardilla limpia, donde cultivan en amateurs la bohemia». (Biografía de 1900. Madrid, 1944, 100).

    El aristócrata piensa que la bohemia es algo importado de París y que no cuadra con el temperamento español. En su citado libro, y para demostrar su aserto, incluye una falsa merienda bohemia, nada mísera con suculentos manjares, que comparten unos falsos bohemios, que juegan al culto de los Rodolfos y las Mimís.

    «Los bohemios bajan la escalera tarareando un conocido aire de Puccini, en su obra preferida».

    • Alonso, Eduardo ∫ (Fuenteálamo, Albacete, 1898-Madrid, 1956). Poeta que publicó su primer libro tardíamente, en 1945,

    Tickes de café, con prólogo de Mur Oti y epílogo de González Ruano; en 1949, Versos nuevos, con prólogo de Marañón; en 1950, Aire y ceniza, prologado por el profesor Gamallo Fierros y, por último, Solo ceniza, 1951, con palabras preliminares de Dámaso Alonso.

    «Cada época –escribe Fernando Dicenta– ha tenido su bohemio particular. En mi juventud –allá por los años cincuenta–, concurría yo al Café Varela, de Madrid, donde Eduardo Alonso había fundado el grupo poético Versos a Media Noche, del que –y a honra lo tengo– fui componente apasionado.

    »San Eduardo Alonso –porque santo fue Eduardo– vivió su primera cincuentena dentro de la más pura ortodoxia burguesa. Negociante en carbones y con buena fortuna, era en él rutina y costumbre concertar sus citas comerciales en los antiguos cafés que aún supervivían en el Madrid de la posguerra. Sin más ambición que entretener la espera, Eduardo escribía en el reverso de los tickes brevísimos poemas. Coplas, como él decía… Coplas como esta: Aquel cadáver tenía § en la muñeca un reló § que marchaba todavía.

    San Eduardo reunió, por consejo de alguien, todos los tickes del café que guardaba en los bolsillos de sus trajes. Y editó un libro titulado precisamente, así: Tickes de café. A nivel popular, aquel libro produjo un ¡oh! de admiración.

    San Eduardo Alonso tenía –ya lo hemos dicho– cincuenta años. (…) Todo lo abandonó. Todo. Negocios, familia, ganancia. Todo. Hizo de la poesía un rito. Y el Café Varela fue su templo. Desangelado palacio en el que refugiaba su suprema aristocracia espiritual… Nada me importan genealogías, § ni áureas panoplias de arena fina, § ni escudos nobles, ni ese camino § de los recuerdos, tan inocente… § Por los salones de mi palacio, § soy una sombra que va despacio § con sus tristeza, bebiendo vino § barato y negro constantemente…». (La santa bohemia, pp. 28-30).

    • Anarquía Literaria, La ∫ En 1905, en plena efervescencia literaria, modernista y bohemia, cuando Martínez Ruiz abandona sus rebeldías juveniles; cuando Maeztu rechaza su pasado radical y cuando Unamuno se refugia en su misticismo, la bohemia anarquista publica el primer número de una revista con el significativo título de La Anarquía Literaria.

    Según Iris Zavala sólo se conserva un único ejemplar y desconocemos si salieron algunos más. Respondía a la correspondencia entre los credos anarquistas que defendían la falta de todo gobierno y la desconfianza total a toda autoridad, así como a la actitud negativa de los bohemios hacia todo canon de arte. En las páginas de esta efímera publicación estos supuestos se dan muy claramente. En su significativo manifiesto fundacional, leemos:

    «Creemos necesario publicar en España un periódico como ha de ser La Anarquía Literaria, expresión de todas las verdades enunciadas en un lenguaje enérgico, valiente, sincero. Atacaremos duramente toda cobardía, y lanzaremos acusaciones contra la tontería y la vulgaridad, que todo lo llenan: desde los más elevados sitiales con bocina, a los más infinitos cargos de la política, el derecho, la literatura, la administración. (…) Aquí no hay ningún editor. Rechazamos a la plaga de bandidos que se ceba en la miseria del literato, bordeando siempre hábilmente los cantos dorados de ese libro sin coherencia y sin gramática que se llama el Código Penal…

    »(…) Crítico será nuestro trabajo como obra de arte de esta época crítica. Señalaremos preferencias y desdenes, y nosotros –los escritores que cooperamos material e intelectualmente a esta publicación– relataremos las impresiones lamentables que nos inspiren políticos, literatos, pintores, arquitectos. Se hablará aquí de museos y academias, de todos esos refugios de la mediocridad y la vulgaridad senil.

    »Triste y lamentable es nuestra época. No queremos erigir en dogma nuestras opiniones; sólo señalaremos la orientación de la juventud artística, culta e inteligente. Diremos que preferimos los versos de Rubén Darío a los versos del difunto señor Núñez de Arce, y las comedias de Benavente a los dramas altisonantes e impotentes del señor Echegaray.

    »He aquí, lector, por qué publicamos La Anarquía Literaria. En sus páginas se expondrán juicios e ideas y se intentarán destruir viejas creencias, antiguas reputaciones, injustas celebridades, adquiridas por las malas artes de la sugestión y del proselitismo.

    »Estos son, en fin, nuestros propósitos.

    »Junio, 1905».

    El grupo fundacional, exige un lenguaje fuerte y sincero; aspira a restaurar el arte, la naturalidad, acabar con tanta falsa retórica, con tanto dogmatismo. No habrá editor, ni jefes, y el número único nos aporta un artículo de Alejandro Sawa, «La historia que miente», muy acorde con los principios de la publicación; otro de Unamuno sobre Sarmiento y un ataque de Julio Camba a Joaquín Dicenta al que, aparte de calificarle como «calamidad nacional», ataca a su obra por insincera, falsa y mixtificadora; un ataque al discurso de entrada en la Academia de Emilio Ferrari, escrito por Bernardo G. de Candamo, defendiendo el modernismo.

    Sus proyectos eran muchos: un suplemento, «hoja revolucionaria», redactado por insignes pensadores; la primera a cargo de Joaquín Costa, «Dinastía legítima». Se anunciaba como mensual hasta octubre en que pasaría a semanal, y entre sus suscriptores contaba nada menos que con Galdós, Rubén Darío, Manuel Machado y un largo etcétera. Muerta Don Quijote, La Anarquía Literaria intentaba ocupar su puesto.

    Iris Zavala escribió que «La Anarquía Literaria es importante, a nuestro juicio, porque expresa con nitidez los esfuerzos estéticos y de renovación política y social de aquellos escritores. La sacudida vital de orden espiritual a la que aspiraban algunos de ellos toma ahora nombre. ¿Quién se lo dio? Darío ya lo había dicho, pero si preferimos el testimonio de Baroja, Enrique Cornuty, el francés que importó el decadentismo en España, fue de los primeros en equiparar anarquía y literatura, en un mitin en el Teatro Barbieri. Y, continúa Baroja, la analogía no es disparatada: «porque la anarquía de ese tiempo era cosa más de literatura que de política». (Fin de siglo. Modernismo, 98 y bohemia. Cuadernos para el Diálogo. «Los Suplementos». Madrid, 1974).

    • Anarquismo, bohemia y literatura ∫ Quizá fue Rubén Darío el primero que entre nosotros reseñó estas equivalencias. «El modernismo es un movimiento literario nacido en Hispanoamérica, caracterizado por la expansión individual, la libertad y el anarquismo en el arte» (España contemporánea. Madrid, 1901, pp. 280-287). Y añadió: «(…) digámoslo con la palabra consagrada, anarquismo en el arte, base de lo que constituye la evolución moderna o modernista» (Ibíd., p. 281).

    En 1907, la revista de Gómez Carrillo, Nuevo Mercurio, realizó una encuesta sobre el modernismo. Manuel Machado identifica allí modernismo y anarquía, así como el uruguayo José Enrique Rodó, que lo definió como «anárquico idealismo poético». Y poco después, Andrés González-Blanco recogía estas afirmaciones y describía a Salvador Rueda y a Darío como revolucionarios, «Anarquistas intelectuales, que no laboran con dinamita, sino con la pluma». (Salvador Rueda, Rubén Darío. Madrid, 1908, p. 295).

    Vendrían también a sumarse la equiparación de literatura y anarquía hecha por el francés Cornuty, y aseverada por Baroja, «porque la anarquía de ese tiempo era cosa más literaria que política».

    Igualmente la bohemia fue considerada como una auténtica anarquía literaria, con su revolucionaria rebeldía contra todos los dogmas instituidos; sus planteamientos anticonvencionales y antiburgueses, fueron calificados de anarquistas, y eso eran en realidad. Maeztu distingue entre los viejos y los jóvenes: Unos son puritanos, los otros, en cambio son amantes de la belleza en todas sus manifestaciones y apuraban la vida luchando contra todo y contra todos. Es decir, son bohemios y anarquistas.

    • Ancha calle de San Bernardo ∫ Según González Ruano: «Era la gran arteria de la bohemia en un barrio de prostíbulos, cafés, tabernas y librerías –todo lo que hacía falta y lo de librería menos–, (donde eran corrientes) el nombre de Verlaine y también el de Baudelaire, el de Nerval y el de Poe».

    Para el ilustre cronista «el gran café de la bohemia fue el de la Reina Victoria, de la calle Ancha de San Bernardo. Allí se pasaba el día entero Emilio Carrere, que era bohemio oficial y el único que en realidad publicaba. Carrere lleno de intuición, de gusto de la época, de evidente maestría para la crónica entre sentimental e irónica, escribía siempre en el velador del café.

    »Venían por este Café de la Reina Victoria gentes ciertamente descomunales, como aquel viejo Ernesto Bark, medio anarquista tierno; como Heliodoro Puche, murciano, que vestido de harapos llevaba un monóculo y era de una insolencia antiburguesa furibunda; como Lasso de la Vega, que hablaba de su antepasado D. Pedro el Cruel y que se pasaba el día traduciendo al español los versos que escribía en francés; como el terrible Pedro Luis de Gálvez, ex presidiario de Ocaña, soldado voluntario en Grecia, hombre que pasaba de lo lírico a lo criminal con una facilidad inesperada; como Fernando Villegas Estrada médico y poeta, a quien habían impedido el ejercicio de la primera profesión porque estando de titular en Cambronero el Mayor se declaró una epidemia y abandonó el puesto diciendo que temía el contagio; como Xavier de Bóveda, gallego, que decía que su padre era carpintero funerario y él jugaba de niño con unos ataúdes pequeñitos de juguete; como Juan José Llovet, que luego se fue a América y se casó con una negra, no por razones baudelerianas, sino porque la negra era dueña de una pensión; como Pérez Bojart, cartagenero, que escribía versos eróticos; como Martínez Corbalán, al que miraban mal porque se sabía que tenía algún dinero; etc. El benjamín de aquella bohemia bastante trágica era el entonces adolescente Armando Buscarini, que vendía sus libritos por los cafés y en la calle de Alcalá, en las verjas del Ministerio de la Guerra. Este infeliz poeta discípulo de Carrere, llevó una existencia infernal, de hospitales y auténtica hambre». («Adiós a la bohemia», La Estafeta Literaria, 30 de abril de 1944).

    «Y D’Halmar apareció un día en el Café Reina Victoria, sito entre Flor y San Bernardo, y abierto a la garrulería frondosa de la bohemia literaria». (Guillén Salaya, Los que nacimos con el siglo, p. 38).

    José Agustín Balseiro, escritor portorriqueño en España, contó que conoció a Carrere en el Café Reina Victoria «de la calle Ancha de San Bernardo (como se la llamaba)».

    • Anecdotario ∫ Bohemia y anécdota son una y la misma cosa, unidas hasta confundirse y quizá por ello «los personajes bohemios se perpetúan en la anécdota antes que en el libro». Aquí van unas cuantas como botón de muestra:

    «Joaquín Dicenta y Manuel Paso, estrenaron en el Teatro Parish, la noche del 10 de diciembre de 1898, Curro Vargas, zarzuela de ambiente andaluz con música del maestro Chapí. El éxito es estruendoso. El triunfo memorable. Para corresponder a una ensordecedora ovación salen al escenario los autores, reclamados por el entusiasmo del público. Paso se abraza convulso a Dicenta y le dice entre sollozos y baja la voz:

    »—¡Joaquín…! ¡Joaquín…! ¡Hemos asegurado el aguardiente de toda nuestra vida…!». (José Fernando Dicenta, La santa bohemia).

    «En mis días de estudiante, un librero ambulante vendía a la puerta de la Universidad Central las Nieblas, de Manuel Paso. Aquellos ejemplares se agotaron pronto; la musa del joven poeta granadino había despertado en nuestros corazones tempranos una emoción simpática. A veces nos recordaba a Heine; otras a Musset. Algo inconcluso, que era cansancio y desdén, flotaba en sus versos y atraía. A Paso le conocí en la Redacción de Germinal, semanario del que Ernesto Bark, Francisco Maceín y yo fuimos fundadores. Era un hombre pequeño, flaco, pálido y rostrilargo, metido en un gabán azul. Estaba tuberculoso. Un bigotillo rubio le cortaba la cara, y sus ojos claros, al fruncirse ligeramente para mirar, adquirían la expresión afectuosa de una pregunta. Hablaba callandito, tosía y sus labios amargados por los reveses de la mala suerte, sonrieron hasta un momento antes de quedarse fríos. No obstante, las caprichosas, que leen y solicitan la amistad de los artistas, solían buscarle. Su último éxito amoroso ofrece una triste originalidad.

    »Habíamos cenado en una taberna de la calle Felipe III, varios amigos de los que recuerdo a Manuel Carretero y Enrique García Álvarez. Ya en la calle, nos despedimos unos de otros levantando la voz y sin darnos las manos, como camaradas que andan siempre juntos. Amanecía. En el silencio nuestros nombres resonaron:

    »—Adiós, Enrique.

    »—Hasta mañana, Manolo.

    »—Adiós, Paso…

    »Dos mujeres se acercaban. Una de ellas, joven y bonita, volvió la cabeza para fijar los sorprendidos ojos en Manuel Carretero.

    »—¿Es usted Manuel Paso?

    »Carretero, venteando una aventura, contestó:

    »—Sí, señorita.

    »Se comprendieron, empero ser Carretero –grande, saludable y vulgar– la cabal contrafigura de Paso; y ella, la espiritual antojadiza, fue dichosa creyendo entregarse al poeta, pastor de ilusiones, que tantas veces la remontó, con sus rimas, a los jardines del Ensueño. Aquel enredo terminó y ella quedó en el dulce error de haber tenido amores con Manuel Paso. Meses después, Paso me escribía a la Redacción de Vida Galante:

    »Querido Zamacois: ahí tiene un artículo titulado ‘Turrón de Jijona’. Le mando a usted el recibo en blanco. Yo, como usted sabe, lo menos que cobro son ¡veinticinco pesetas!… Le suplico que lo mande con el ‘visto bueno’ para cobrarlo mañana, pues hace mucho frío.

    »Estas líneas, escritas bajo un cobertor, eran un sollozo. A poco Dicenta me enviaba una carta que empezaba así:

    Escribo a usted desde casa de Manolo Paso, donde me he metido hace cinco días y de la que no saldré hasta que él muera, lo que desgraciada e inevitablemente ocurrirá pronto.

    »Aquella noche, bajo el copioso aguacero que encharcaba las calles, fui a verle. Allí estaba su hermano Antonio, su hermana y su madre, García Álvarez y Dicenta, que distraía el tiempo escribiendo las primeras escenas de su drama Aurora. Dicenta me acompañó a la alcoba del enfermo; un dormitorio que ya olía a ataúd.

    »Paso me alargó una mano que daba frío, no obstante estar ardiendo, y sus dedos se agarraron a los míos como invitándome a retenerle entre nosotros, a no dejarle marchar aún, acaso a irme con él… Llamaron a la puerta de la escalera. Antonio salió a abrir y le oímos cuchichear. Volvió diciendo:

    »—Es la muchacha que, todas las noches, viene a saber cómo sigue Manolo.

    »Era aquella, la soñadora que se dio a Manuel Carretero creyendo darse a Manuel Paso. Y mientras ella preguntaba ansiosamente por un hombre que nunca fue suyo, este agonizaba sin conocer a la que tres días después –el martes 22 de enero de 1901– había de acompañarle al cementerio llevando una corona de encina y laurel.

    »Cuando oigo hablar de las incongruencias de la vida, de sus cabriolas, de sus ironías, me acuerdo del último éxito amoroso de Manuel Paso». (Zamacois, Un hombre que se va, pp. 159-161).

    Otra de las grandes anécdotas de la bohemia española es esta que cuenta Zamacois: «Dorio de Gádex, hijo natural de Valle-Inclán»:

    «De los más eximios galloferos, de aquel momento, fue Dorio de Gádex.

    »Convencido de que, para triunfar en cualquier profesión necesitamos de alguien que nos ayude con su dinero o con la autoridad de su nombre, Dorio de Gádex, migaja de escritor, padre de numerosa prole y buscavidas de caudalosos recursos, tuvo la insospechada ocurrencia de titularse hijo natural de Valle-Inclán. Era un terrible amargado, raquítico, picado de viruelas, con una boca de labios finos y tortuosos, como hechos para la blasfemia y la calumnia.

    »Escudándose en su mentira, don Dorio, siempre que Ortega Munilla, director de Heraldo de Madrid o Luca de Tena, director de los famosos Lunes del Imparcial, o Manolo Fondevila, director de Blanco y Negro, le devolvían un artículo, él, mientras se lo guardaba, balbucía, como hablando consigo mismo, aunque lo bastante alto para ser oído:

    »—Si usted supiera de quién soy hijo, las puertas de su periódico estarían abiertas para mí de par en par.

    »Así, como de incógnito, estuvo hasta que alguien le preguntó quién era su padre; y no bien nombró a don Ramón del Valle-Inclán, que ya era conocidísimo, todo Madrid lo supo.

    »Una tarde estaba el autor de Las sonatas hablando con Pío Baroja en una esquina de la Carrera de San Jerónimo, cuando Dorio de Gádex, al pasar, le saludó quitándose el sombrero con exagerada reverencia. A Valle-Inclán le chocó el empaque del saludador, feo, pequeño y mal vestido.

    »—¿Quién es ese tipo? –preguntó.

    »Pío Baroja, carácter apaisado, sencillo, casero, incapaz de acercarse al espíritu quimerista de don Ramón, se quedó callado. Después:

    »—Me extraña mucho –exclamó– que diga usted quién es ese tipo, cuando todo el mundo sabe que es hijo de usted.

    »Cualquiera, al oír tan inesperada noticia, habría hecho un gesto. Valle-Inclán, histrión perfecto, no se inmutó.

    »—En este caso –dijo–, si repasa he de llamarle, pues no me acuerdo de él.

    »Como era de suponer, don Dorio, ufano de haber atraído la atención del maestro, volvió sobre sus pasos. Valle lo detuvo:

    »—Ven acá, acércate… ¿Es cierto, como cuentan, que eres hijo mío?…

    »El requerido se descubrió y repentizó una expresión humilde:

    »—Sí, don Ramón, muy cierto; y en esto fundo mi orgullo.

    »Valle repuso, mirándole detalladamente, como si quisiese recordar una historia:

    »—Cuéntame, ¿cómo fue?

    »Y don Dorio:

    »—Sí usted, padre y maestro, me autoriza, contarlo es un placer para mí. Usted, al regresar de México, desembarcó en Cádiz. Venía usted lleno de juventud y cargado de laureles. Mi madre, alma de artista, era impresionable, había leído sus libros, le admiraba… y aquí me tiene usted.

    »Aunque seguro de no haber estado nunca en Cádiz, Valle-Inclán –segundo Bradomín– exclamó dirigiéndose a Baroja, mientras le palmeaba a Dorio la cabeza:

    »—Su madre fue una de las damas más distinguidas de su tiempo. (Zamacois, Un hombre que se va, pp. 188-189)

    Otra anécdota muy conocida fue el suicidio de Villaespesa:

    «Por aquellos días se habló en los mentideros literarios del suicidio de Francisco Villaespesa. El motivo de esta noticia fue el siguiente: Villaespesa –que aún no escribía para el teatro– surgió una noche, a hora muy avanzada, en el Café del Vapor. Regresaba de Portugal, venía sin recursos y no tenía dónde dormir.

    »—Lo mejor que puedes hacer –le aconsejó Ribera– es buscar alojamiento en una casa de huéspedes de la calle de Pozas, donde yo he vivido.

    »Y le señaló el número y el piso.

    »—No digas –añadió– que vas de parte mía, porque al dueño le debo dinero…

    »¡Ribera era tan magnánimo que adquiría deudas a trueque de pagar las de sus amigos!

    »Sin otras indicaciones, Francisco Villaespesa se personó en el domicilio indicado, donde reclamó, con su vehemencia habitual –entonces el hombre no cedía en exaltación al poeta–, la mejor habitación que hubiese.

    »—Tengo desalquilada una muy buena –aclaró el posadero–; pero vale un duro.

    »—¡Ahí va! –repuso Villaespesa, entregándole el duro de Ribera. Otro no tenía…

    »Aquel pagar anticipado, las despeinadas melenas del nuevo huésped, su falta de equipaje y, especialmente, el impaciente alboroto de sus ademanes, inquietaron al hotelero; mas como ya había cobrado, nada dijo.

    »Una vez en su habitación el futuro autor de El alcázar de las perlas pidió quince o veinte pliegos de papel de cartas, con sus correspondientes sobres; cerró después la puerta, aunque sin llave –como quien, por carecer de todo, no teme ser robado–, y pusose a escribir. Ya amanecía cuando, en lugar de acostarse, que habría sido lo lógico, quiso tejer un soneto, para lo cual comenzó a pasearse a largos trancos por el aposento; y, según los arbitrarios vaivenes de su inspiración, unas veces miraba a suelo, otras al techo, o bien agitaba los brazos o hundía ambas manos en su copiosa pelambrera, como quien está desesperado. Tenía Francisco Villaespesa la costumbre de componer sus poesías en alta voz –para mejor apreciar su música–, y como los poetas gustan de quejarse, seguramente los versos que iba hilvanando serían terribles. Algo por este estilo: Mi corazón quedó roto en pedazosHa llegado el momento de morir…, etcétera. Y como en aquel momento advirtiese que su revólver le molestaba, quiso sacárselo del bolsillo para dejarlo sobre la mesa…

    »Y ocurrió entonces algo digno de la más regocijada película, y fue que el posadero, al ver que su huésped –a quien había estado observando por el agujero de la cerradura–, tras de escribir muchas cartas, que presumió fuesen de despedida, empezaba a halarse el pelo y sacaba un revólver, irrumpió frenético en la habitación y arrojándose sobre el poeta le arrebató el arma.

    »—¡No, señor! –le gritaba–. ¡Aquí en mi casa, no consiento escándalos!… ¡Si quiere usted matarse, váyase a la calle!…

    »Este lance, aventado por los tertulianos de Leandro Ribera, a la noche siguiente recorría Madrid bajo el temeroso epígrafe de «El suicidio de Villaespesa» (Eduardo Zamacois, Tipos de café, pp. 53-55).

    Más anécdotas:

    «Cofrade dignísimo de Quintiliano Bueno fue aquel tipo ingenioso, picado de viruelas, que se hacía llamar Dorio de Gádex; espíritu indócil, convulso, mordaz y maldiciente, metido en un cuerpo de pesadilla. Para comer gratuitamente, Dorio y Quintiliano habían ideado una farsa, que llevaron felizmente a la práctica varias veces, y era la siguiente:

    »Cualquiera de ellos –supongamos que fuese Dorio– entraba en un café y pedía de cenar. No bien terminaba de comer, encendía un cigarrillo, lanzaba al espacio una larga bocanada de humo y se repantigaba en su asiento

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1