El don de la siesta: Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo
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Asociada con la pereza y la ociosidad, la siesta contraviene uno de los principios fundamentales del mundo moderno: la pulsión productiva. En los últimos años, sin embargo, este hábito se ha transformado en una herramienta central de la productividad, una rutina saludable, un imperativo del bienestar, e incluso una práctica cool, vendible y consumible. Frente a esa capitalización del sueño, este libro, a medio camino entre el ensayo y la memoria, defiende la siesta como un arte de la interrupción. Un evento excesivo capaz de frenar y transformar el ritmo desbocado del presente.
Miguel Ángel Hernández
Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ha sido director del CENDEAC, Research Fellow del Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts) y Society Fellow de la Society for the Humanities (Cornell University). Entre sus ensayos destacan El arte a contratiempo, Materializar el pasado, La so(m)bra de lo real y la edición, con Mieke Bal, de Art and Visibility in Migratory Culture. Es autor de los libros de cuentos Infraleve: lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte, Demasiado tarde para volver y Cuaderno [...] duelo y de los dietarios Presente continuo, Diario de Ithaca y Aquí y ahora. En Anagrama ha publicado las novelas Intento de escapada (Premio Ciudad Alcalá de Narrativa, traducida a cinco idiomas): «Logradísima» (J. E. Ayala-Dip, El País); «Por fin una novela española de ideas cuyas ideas son realmente buenas» (Patricio Pron, El Boomeran(g)); El instante de peligro (finalista del XXXIII Premio Herralde de Novela): «Inteligente obra» (Jesús Ferrer, La Razón); «Una novela cautivadora» (Pilar Castro, El Cultural); El dolor de los demás (Premio Libro Murciano del Año): «Una estupenda novela» (Fernando Aramburu); «Una magnífica novela sin ficción» (Javier Cercas) y Anoxia «Una apasionante historia sobre la fotografía, sobre los límites entre la vida y la muerte, sobre el misterio de capturar la muerte en una imagen, en un retrato, en un daguerrotipo» (Manuel Vilas). También el breve ensayo El don de la siesta: «Me ha hecho pensar en esos grandes libros laterales y breves que proponía Italo Calvino para nuestro milenio» (Enrique Vila-Matas, El País); «Original, delicioso y ameno» (Mariola Riera, La Nueva España).
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El don de la siesta - Miguel Ángel Hernández
Índice
Portada
Prólogo. Una siesta entre dos mundos
1. #siesta
2. Mala costumbre
3. Siesta®: el sueño capitalizado
4. Las siestas de los demás
5. La hora sexta
6. Día de difuntos
7. El tiempo (y el arte) de la siesta
8. Siestas célebres
9. La casa del cuerpo
10. El don de la memoria
Notas
Créditos
Nació con el don de la siesta y con la única intuición de que el mundo estaba loco. Ese era todo su patrimonio.
RAFAEL SABATINI, Scaramouche
(levemente modificado)
¡Cuántas veces se aleja la tristeza de nuestro lado mientras se duerme la siesta!
ROSARIO DE ACUÑA Y VILLANUEVA,
La siesta
Prólogo
Una siesta entre
dos mundos
El 9 de marzo de 1999 la pareja formada por William y Camille Anthony instituyó en Estados Unidos la celebración del National Napping Day. Con esta festividad oficiosa, los autores del popular libro sobre el arte de dormir en el trabajo trataban de eliminar los múltiples prejuicios de los norteamericanos ante la siesta y resaltar los beneficios para la salud de esos pequeños periodos de sueño.¹
El 9 de marzo de 2020, como no podía ser de otro modo, celebré ese día por todo lo alto con una siesta de dos horas. El mundo había comenzado a resquebrajarse, pero yo aún no me había dado cuenta de ello. Las noticias sobre la incidencia de la covid-19 en China y en Italia eran constantes desde hacía algún tiempo, pero la pandemia me parecía aún un asunto lejano, un desastre que jamás podría suceder en España. Vivía en una especie de burbuja de ingenuidad. Apenas cinco días después, las cifras de muertos y contagiados se habían disparado, y el viernes 13 el presidente del Gobierno anunció en rueda de prensa el estado de alarma, que entró en vigor el domingo 15, a las 00.00 horas.
Durante las primeras semanas de la cuarentena me costó horrores concentrarme. Para cualquier cosa, pero especialmente para leer y escribir. El presente era tan desbordante y urgente que el más mínimo horizonte que se desviara de la actualidad era incapaz de captar mi atención. Después lo he hablado con muchos amigos; a todos nos sucedió lo mismo. La realidad y lo inmediato nos bloquearon, como si el mundo se hubiera vuelto turbio y brumoso.
En esos días sin concentración, yo intentaba poner orden a unas notas que había comenzado a escribir sobre la siesta. Había terminado un ensayo sobre el tiempo en el arte contemporáneo y, antes de meterme de lleno en una nueva novela, me había propuesto escribir un pequeño texto sobre esa costumbre que suelo cultivar con placer. Estaba prácticamente esbozado y en unas pocas semanas podría haberlo finalizado. Sin embargo, esos días lo frenaron todo. No me centraba. Pero sobre todo sentía que lo que había escrito ya no tenía sentido. Al menos no lo tendría publicarlo. ¿Un ensayo sobre la siesta, en medio de la catástrofe? Demasiado trivial para lo que sucedía a nuestro alrededor.
Creí que ese encierro nos serviría también para reformular nuestras prioridades, para atender lo que realmente valiese la pena, para escribir sobre lo verdaderamente importante. ¿La siesta? Lo que había escrito podía ir a la papelera sin problema.
Aun así, durante días traté de rescatarlo. Pero escribir me resultaba artificial y confuso. Los párrafos parecían montañas y no encontraba el modo de llegar a las palabras.
Las que sí venían eran las siestas. Siestas de varias horas de las que me levantaba sin saber muy bien cuándo y dónde estaba. Siestas en pijama –a veces no me lo quitaba en todo el día– que me recordaban las siestas largas de mi adolescencia. En ese sueño del mediodía encontraba refugio, una especie de oasis en medio de la catástrofe.
Durante esas semanas, el tiempo se aceleró y, a la vez, se espesó. Para aquellos que tuvimos que quedarnos en casa, todos los días eran iguales. Nadie sabía cuándo iba a terminar la pesadilla. No veíamos el fin –tampoco es que ahora lo tengamos demasiado claro–. Y, en parte, yo me acostaba con la secreta intención de acelerar el tiempo, para que todo pasara más rápido y, al despertar, el mundo hubiera regresado a la normalidad. Pero también dormía para frenar el tiempo. La siesta interrumpía la nueva cotidianidad acelerada que había acabado introduciéndose en las casas. El tiempo de la sobreinformación, del teletrabajo, de la conexión continua con el exterior, el ritmo frenético de la fábrica y la ciudad, que había penetrado ya del todo en el espacio doméstico.
Un tiempo enloquecido en el que no había espacio para el aburrimiento. Esa fue una de las obsesiones desde el primer momento. Hacer cosas. No parar un instante. Y a la cascada de noticias cambiantes que desbordaban nuestra capacidad de entendimiento y asimilación se sumó una cantidad delirante de actividades de ocio digital que desquició nuestra rutina. Las redes sociales se llenaron de vídeos en directo, recomendaciones, conciertos, recetas, ejercicios, visitas virtuales a museos... Era imposible llegar a todo. Especialmente si añadimos el teletrabajo y la escalada creciente de la comunicación afectiva –llamadas, videoconferencias y mensajes con familiares y amigos con los que hacía años que no conversábamos–. Había que estar activo constantemente. Comunicar. Crear. Producir. Mover el sistema hacia delante. «Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando solo siento desconcierto», escribió Mariana Enríquez en su participación en el «Diario de la pandemia» de la Revista de la Universidad de México.¹ Ponía así palabras a esa sensación de ansiedad que nos había poseído también como un virus.
La casa –en realidad, la pantalla– se convirtió en fábrica, en bar, en plató de televisión, en sala de conciertos, en librería, en gimnasio... La nuestra y la de los demás. Las esferas de lo público y lo privado se entrelazaron aún más de lo que ya estaban. El interior se desveló y las últimas sombras que nos quedaban para resguardarnos en la