Cosmopolitan España

VIDEOLLAMADAS Nos vemos donde siempre

«Deberíamos vivir la felicidad intensamente y tendríamos que poderla guardar para que en los momentos en que nos haga falta pudiéramos coger un poco»

imposible no pensar en nada. No lo digo yo, o no sólo. La neurocientífica Shelley Taylor contaba que, cuando creemos que nuestra mente descansa, nos ponemos a replantearnos nuestras relaciones con los demás. «Es lo más importante para sobrevivir», aseguraba. Me pareció una reflexión bonita: cuando dejas vagar tu mente, tu cabeza no se queda quieta ahí donde estás, sino que se extiende hasta tocar, de alguna manera, se instaló entre nosotros y, desacostumbrados, buscábamos nuevas maneras de comunicarnos, recordé, de forma inexplicable, como suceden algunas de las mejores cosas de la vida, una campaña publicitaria que estudié en la universidad. Era antigua, de los años setenta, y con la magia de la paleta de colores tan típica en aquella época, ensalzaba, de la mano de un eslogan facilón aunque carismático, «Reach out. Reach out and touch someone», el milagro de la llegada del teléfono a los hogares. La habíamos estudiado por alguna razón, pero uno no recuerda lo que quiere sino lo que puede, así que lo que había permanecido en mí a lo largo de los años era la magia y la ilusión de los protagonistas de aquel anuncio Desde el niño desdentado que, aparato en mano, desvela a su interlocutor lo que le ha traído el ratoncito Pérez, a una amiga que, asombrada, le dice a otra: «¿Y me llamas sólo para pedirme una receta?». Todos y cada uno de ellos eran el recordatorio de que en ocasiones estamos lejos, pero que existen otras maneras de estar cerca. Los tiempos cambian, pero las promesas se mantienen, y ahí, en aquel balconcito del barrio de Gràcia de Barcelona, en el que apenas cabían un taburete y una mesita de teca con el ordenador encima haciendo malabarismos, de videollamada en videollamada, llegaron los ecos de ese deseo esperanzado: que por unos instantes pudiéramos cerrar los ojos y olvidarnos de que estamos agarrados a un terminal telefónico, que pudiéramos estirar la mano y entrar dentro de la pantalla, ¿verdad? Si me hubieran preguntado hace apenas un año por las videoconferencias, hubiera jurado que jamás me verían a mí tomándome un vino en una llamada de este tipo. Que yo era más de coger el teléfono y decir: «Nos vemos donde siempre, avísame si llegas tarde». Y, sin embargo, a veces lo imprevisible se convierte en parte indisoluble del plan, y aparecen, entre otras cosas, como las interminables conversaciones con los vecinos que no conocías, las mascarillas o las distancias reglamentarias, las advenedizas reinas de los tiempos raros: las videollamadas. Pero me he prometido que no voy a ahondar en esto de los tiempos raros, sólo decir que, al hilo de todo lo ocurrido, me quedo con una teoría que me salió al paso en aquellas tardes en las que, progresivamente, el invierno fue quedando atrás. La bauticé provisionalmente como «la teoría del colador» y era la prueba de que la realidad a veces se convierte en un filtro meticuloso y exigente: lo que se queda es lo imprescindible, lo demás se diluye. Simplemente acaba desapareciendo.

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