El poder de las palabras
Por Simone Weil
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Simone Weil
Nacida en París en 1909, en el seno de una familia agnóstica de procedencia judía, asiste al liceo Henri IV donde tiene como profesor de filosofía a Alain. Tras pasar por la Escuela Normal Superior, enseñará filosofía en liceos femeninos de provincias, hasta que sus dolores de cabeza crónicos la obliguen a abandonar las tareas docentes. Vinculada a grupos pacifistas y al sindicalismo revolucionario, a finales de 1934 deja por un tiempo la enseñanza para trabajar en distintas fábricas. Llevada por esta necesidad interior de exponerse a la realidad, asumirá a lo largo de su vida distintos trabajos manuales y participará brevemente en la guerra civil española, en la columna Durruti. Entre 1935 y 1938 tienen lugar sus sucesivos encuentros con el cristianismo, que la hacen cruzar un umbral, aunque sin cambiar el sentido de su vocación. Con la ocupación alemana, abandona París acompañando a sus padres, primero con destino a Marsella y luego a Nueva York. En contra de su deseo de volver a Francia para participar en la Resistencia, es destinada a labores burocráticas por los servicios de la Francia Libre. Consumida por la pena y por una anorexia voluntaria, muere en 1943 en el sanatorio de Ashford, cerca de Londres. De Simone Weil han sido publicados en esta misma Editorial: «Pensamientos desordenados» (1995), «Escritos de Londres y últimas cartas» (2000), «Cuadernos» (2001), «El conocimiento sobrenatural» (2003), «Intuiciones precristianas» (2004), «La fuente griega» (2005), «Poemas seguido de Venecia salvada» (2006), «La gravedad y la gracia» (4.ª ed., 2007), «Escritos históricos y políticos» (2007), «A la espera de Dios» (5.ª ed., 2009), «Carta a un religioso» (2.ª ed., 2011), «Echar raíces» (2.ª ed., 2014), «La condición obrera» (2014), «Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social» (2.ª ed., 2018) , «Primeros escritos filosóficos» (2018) y «La agonía de una civilización y otros escritos de Marsella» (2022).
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El poder de las palabras - Simone Weil
No empecemos otra vez la guerra de Troya
[Écrits historiques et politiques, París, Gallimard, 1960. Escrito en 1937]
VIVIMOS EN UNA ÉPOCA en la cual la seguridad relativa que aporta a los hombres cierto dominio técnico sobre la naturaleza queda ampliamente compensada por el peligro de las ruinas y las masacres que provocan los conflictos entre grupos humanos. Si el peligro es tan grave, no cabe duda de que se debe en parte a la potencia que tienen los instrumentos de destrucción que la técnica ha puesto en nuestras manos. Pero esos instrumentos no funcionan solos y no sería honrado hacer recaer sobre la materia inerte una situación de la que nosotros somos enteramente responsables. Los conflictos más amenazadores comparten un rasgo común, que bastaría para calmar a los espíritus superficiales: contra toda apariencia, su verdadera gravedad reside en que carecen de un fin determinado. A lo largo de la historia humana se puede verificar que los conflictos más encarnizados son, sin comparación, aquellos que no tienen objetivo. Cuando esta paradoja se percibe claramente, constituye, tal vez, una de las claves de la historia y, ciertamente, de nuestra época.
Cuando se lucha por conseguir algo bien definido, cada cual puede calcular el valor global del desafío y los gastos estimados que conllevará la lucha, decidir hasta dónde valdrá la pena llevar el esfuerzo; no es extraño, por lo general, que cada uno de los bandos enfrentados encuentre un compromiso que sea más conveniente aún que ganar una batalla. Pero cuando una lucha ya no tiene objetivo, entonces carece de medida común, de balance, de proporción; no hay comparación posible; ya todo acuerdo es inconcebible. Entonces la importancia de la batalla se mide únicamente por los sacrificios que exige. Por este mismo hecho, los sacrificios ya cumplidos reclaman siempre nuevos sacrificios. Si las fuerzas humanas no encontraran por sí mismas felizmente su propio límite, no habría razón alguna para dejar de matar y de morir. Esta paradoja es tan violenta que escapa a todo análisis. Sin embargo, todos los hombres cultos conocen el ejemplo más perfecto; mas una suerte de fatalidad nos lleva a leer sin comprender.
En la Antigüedad, griegos y troyanos se masacraron entre sí durante diez años a causa de Helena. A ninguno le importaba demasiado —salvo a Paris, un soldado amateur—, que fuera por Helena: todos convenían en maldecir su nacimiento. Su persona era tan evidentemente desproporcionada con esa guerra monumental, que, a los ojos de todos, era solamente un símbolo del reto verdadero. Pero nadie podía definir entonces nunca el verdadero motivo de la guerra, pues no existía. Por eso no era mensurable. La envergadura del desafío solo se podía presumir por las muertes que había causado y las masacres previsibles. Por lo demás, sus dimensiones eran ilimitadas. Héctor presentía que la ciudad sería destruida, su padre y sus hermanos masacrados, su mujer degradada por una esclavitud peor que la muerte. Aquiles sabía que libraba a su padre a las miserias y humillaciones de una vejez en desamparo. La masa de la gente sabía que una ausencia tan larga destruiría sus hogares; nadie pensaba que estaba pagando un precio demasiado alto porque todos perseguían una nada cuyo valor únicamente se medía por el precio que había que pagar. Minerva y Ulises, para avergonzar a los griegos que querían que cada cual volviera a su casa, creían encontrar un argumento suficiente en la evocación de los sufrimientos de sus camaradas muertos. Tres mil años después, para desestimar las propuestas de paz blanca, encontramos en boca de Poincaré exactamente el mismo argumento que ellos sostenían. En nuestros días, para explicar este deplorable encarnizamiento de acumular ruinas inútiles, la imaginación popular recurre a veces a las supuestas intrigas de las congregaciones económicas. Pero no tiene sentido buscar tan lejos. En la época de Homero los griegos no tenían una organización para los comerciantes del bronce, ni comités de herreros. A decir verdad, en el espíritu de los contemporáneos de Homero, los dioses de la mitología griega desempeñaban el rol que nosotros atribuimos a las misteriosas oligarquías económicas. Para empujar a los hombres a las catástrofes más absurdas basta la naturaleza humana, no se precisan ni dioses ni conjuraciones secretas.
Para quien sabe mirar, el