La barbarie de la ignorancia
Por George Steiner
4.5/5
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vivo, apasionado, que nos lleva al límite de la paradoja y la provocación. Desde aspectos de su propia biografía a los asuntos más espinosos abordados en la obra de este gigante de la cultura europea, sus pensamientos tocan la música, la filosofía, la poesía y la literatura, el lugar que corresponde a un hombre culto enfrentado a la barbarie, así como la relación a menudo trágica y ambigua entre la filosofía y el despotismo, entre el judaísmo y Auschwitz como símbolo del mal absoluto. Y todo ello sin perder de vista la crítica lúcida de otros filósofos contemporáneos, como Sartre y Derrida, una crítica en que el punto de vista de Steiner se hace más nítido y afilado.
La barbarie de la ignorancia —que publicamos ahora con una nueva traducción, un apartado final, "Stacca to", no recogido en la edición castellana anterior, y un epílogo en el que Antoine Spire rememora un encuentro no del todo fácil con el filósofo— seguirá sorprendiendo al lector por la lucidez y la combatividad de un autor cuya libertad de pensamiento y exigencia intelectual y moral constituyen hoy como ayer un aldabonazo para nuestras conciencias.
George Steiner
George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
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Comentarios para La barbarie de la ignorancia
4 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La claridad y fluidez del libro. La sinceridad y el no miedo a las contradicciones que aparecen me pareció interesante. La posibilidad sin tanto temor a ese que decir. Es un libro en momentos motivantes, capaz de entregar puntos en los cuales reflexionar y poder debatir incluso internamente. Me parece un buen libro para movilizar la inhibición mental.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las conversaciones honestas de steiner son un regalo precioso, tal conversacion es digna de altos estantes, y si se cuenta con el tiempo necesario volver a reelerla como un acto de verdadero interes, claro es que no se puede desaprovechar la conversacion con un erudito como george steiner con una conversacion monotona y Antoine Spire cumple su proposito teniendo como recurso el estado lijero y relajado de una buena charla, en donde las palabras del propio filosofo demuestran lucidamente que al menos en los propositos de la razon existe la parte obscura que puede llevar a transformar el pensamiento del hombre en una total desgracia inhumana.
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La barbarie de la ignorancia - George Steiner
1999
A VOZ DESNUDA1
enero de 1997
PRESCIENCIA DEL PADRE
Antoine Spire: George Steiner, usted nació en 1929, vivió sus primeros años en París, en el XVI distrito si no me equivoco.
George Steiner: Primero en la avenida Paul-Doumer, muy cerca, como usted sabe, de la calle de la Pompe. Era un barrio muy liberal, con mucha cultura y también con una gran presencia judía. Mis comienzos fueron totalmente los de una infancia privilegiada, protegida, en una casa llena de libros, llena de música; una madre maravillosa de origen vienés, políglota; un padre de origen checo, de una minúscula aldea a ocho kilómetros del pueblo de Lídice, tristemente célebre por una de esas venganzas totales nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y una educación llena de esperanza, de un humanismo muy característico de ese mundo, a la vez francés y de Europa central.
A. S.: Cuando dice Europa central, por supuesto ha pronunciado los nombres de Viena y Praga, las ciudades de sus padres. De hecho, usted viene de esa Viena de Benjamin, de Adorno, de Ernst Bloch, de Lukács, de Freud. Cabe decir que la Viena mítica de las personas cultas, ese es su nido familiar.
G. S.: Era ya una Viena trágica. No hay que olvidar la paradoja: matriz —me atrevo a decir— de nuestra cultura moderna, de nuestro modernismo e incluso posmodernismo, pero ya a la sombra de un antisemitismo cada vez más feroz, y especialmente gracias a la catástrofe de 1914-1918, la parte de un imperio que buscaba ya un futuro con Alemania. Había allí —es muy difícil de explicar; la física nos brinda un término, si lo entiendo bien— explosiones, y más potentes todavía eran las implosiones, concentraciones de fuerzas cuando estas se multiplican por la intimidad del medio. Era muy pequeña. Todo el mundo conocía a todo el mundo. De repente, Viena, antigua capital imperial, se había convertido en un pueblo. Pero, como usted ha dicho, yo nací en París y solo conocí ese mundo a través de mis padres.
A. S.: Entonces, antes de que usted naciera, sus padres se habían marchado de Viena: una presciencia absolutamente extraordinaria de su padre, por la que cabe preguntarse. En 1924, él, que tenía responsabilidades (era secretario jurídico del banco de Austria a los veinticuatro años), deja Viena, al sentir que las cosas se complican cada vez más, dificultando la vida de los judíos.
G. S.: Piense que es un alcalde de Viena, Karl Lueger, un hombre muy importante, quien lanza en realidad el programa, que será el de su discípulo Hitler, para la eliminación de los judíos en Europa. Un pequeño detalle me atormenta: la palabra terriblemente fea en alemán, Judenrein, es decir, «limpieza étnica»; regiones, ciudades, organizaciones en las que ya no habrá judíos. Es el club ciclista de la ciudad de Linz el que inventa ese término en 1906.
UN CLUB «LIMPIO DE JUDÍOS»
G. S.: Estará limpio: ya no habrá más judíos. Un club ciclista de Linz. Así pues, mi padre lo vio venir; no en detalle, por supuesto, pero él buscaba otro futuro para sí mismo y para sus hijos.
A. S.: Su padre va a rehacer, a reconstruir su vida en París emigrando allí en 1924. Escribirá para el Manchester Guardian. De hecho, esa presciencia y luego la extraordinaria capacidad lingüística de su padre, que proviene por supuesto de un mundo germanófono y que habla inglés para un periódico inglés; todo ello explica que usted reciba una educación trilingüe.
G. S.: Mi madre comenzaba una frase en una lengua y la terminaba en otra sin reparar en ello. Ella también tenía un oído soberbio y un francés exquisito. Porque, en la cultura vienesa, uno de los ascensos hacia la dicha de otra civilización era el francés… No hay que olvidar jamás el enorme prestigio de la lengua y de la literatura francesas a través de esa Europa central. Hoy en día, en el angloamericano cuasiuniversal (volveremos sobre ello), olvidamos que era el francés el que daba acceso a la sensibilidad clásica europea. Era hablando francés como se llegaba a ser (el término se ha vuelto muy feo con Hitler, pero es una palabra muy hermosa) cosmopolita. Esta es una palabra muy bella en su sentido griego: «ciudadano del planeta». ¡No hay nada más hermoso! Son Hitler y Stalin quienes han conferido a este término todo su sentido peyorativo.
A. S.: Puede decirse que esta palabra ha vuelto a encontrar todo su valor, toda su belleza, y que hoy ser cosmopolita es, por fin, ser verdaderamente ciudadano del mundo.
G. S.: Ese era el ideal de la Ilustración y de una cierta emancipación judía: la gran salida histórica del gueto, el movimiento hacia Occidente y hacia la libertad francesa, el ideal de la Revolución francesa y los grandes pensadores ilustrados. A mi juicio, bajo el poder angloamericano hemos perdido en cierta medida nuestro sentido de lo que significaba ser europeo en esa época.
A. S.: Fue entonces cuando se percató de que una lengua que se aprende supone una nueva libertad. Así pues, usted era trilingüe y, en un libro titulado Después de Babel, quiso, en el fondo, dar cuenta de la necesidad de ese plurilingüismo y, al mismo tiempo, de la manera en la que este permitía penetrar en las psicologías de pueblos diferentes.
G. S.: ¡No hay mayor fortuna para mí! Cada lengua es una ventana a otro mundo, a otro paisaje, a otra estructura de valores humanos. Es preciso insistir de nuevo en este punto; una cierta pedagogía psicológica, en gran medida estadounidense, querría decirnos: «El niño multilingüe corre el riesgo de sufrir esquizofrenia, corre el riesgo de padecer trastornos mentales». ¡A mi parecer, esto es totalmente absurdo! Darle a un niño una serie de lenguas supone dotar a su personalidad, de entrada, de un sentido humano muy general. Es decir, que no existe ningún monopolio chovinista ni nacional de una sola fórmula humana. Las literaturas a su alcance y la historia de otra tradición son cosas esenciales. Si los árboles tienen raíces —¡y yo adoro los árboles!—, los hombres tenemos piernas; esto supone un progreso inmenso: las lenguas nos dotan de estas piernas. Podemos ser los invitados de los otros hombres, comprender lo que nos dicen y responderles a nuestra vez… Yo he tenido esta enorme fortuna y he añadido después otra lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi docencia, tengo todavía el privilegio de dar lecciones y conferencias en cuatro lenguas. Se trata en cada ocasión de las vacaciones de verano del alma. No sé expresarme de otro modo; ¡es una libertad maravillosa!
A. S.: Estudió en el colegio americano de París, en la calle Théophile-Gautier, donde recibió formación en inglés. Luego estuvo en Janson de Sailly, donde se impartían las enseñanzas en francés. Siempre con ese fondo de cultura alemana vienesa, que era en todo caso el terreno cultural en el que había crecido. Después aprendió griego con su padre. Cuando le contó su infancia a uno de sus entrevistadores iraníes, me llamó la atención el hecho de que su padre le pidiera que tomase notas de lectura de cada uno de los libros que leía y que se las