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Necesidad de música: Artículos, reseñas, conferencias
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Necesidad de música: Artículos, reseñas, conferencias
Libro electrónico367 páginas4 horas

Necesidad de música: Artículos, reseñas, conferencias

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Melómano tanto o más que hombre de letras, George Steiner ha escrito a lo largo de medio siglo una gran variedad de textos sobre compositores, géneros musicales y algunas piezas en particular, siempre con una sensibilidad que le permite ir más allá del fenómeno sonoro. Nunca antes reunidos en un volumen, estos artículos, reseñas, notas de programa y conferencias —e incluso un original ensayo a tres voces que puede escenificarse ante un público— son un testimonio de su devoción por el arte al que accedemos por el oído pero que involucra al cuerpo entero, las emociones, la mente. La experiencia de escuchar grabaciones y no a los artistas en vivo, las dolorosas cartas de Beethoven, la ambigua vida de Shostakóvich, el estrellato de Liszt, la excentricidad y la finura de Gould, la puesta en escena de algunas óperas insólitas, la ambición de Schönberg y los mitos griegos asociados a la composición son algunos de los temas que le permiten al autor urdir sus armoniosas disquisiciones sobre música y política, literatura, psicología, historia… Decía Steiner ya en 1974: "En mi vida privada, en mi vida personal, cada vez tengo mayor necesidad de música"; qué mejor modo de haber enfrentado esa necesidad que escribiendo las piezas que aquí ofrecemos al lector.
IdiomaEspañol
EditorialGrano de Sal
Fecha de lanzamiento27 mar 2019
ISBN9786079805975
Necesidad de música: Artículos, reseñas, conferencias
Autor

George Steiner

George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humani­dades.

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    Necesidad de música - George Steiner

    Tolstói.

    Artículos, notas de programa y conferencias

    Una sala de conciertos imaginaria

    En Las voces del silencio, André Malraux postula una idea que ha influido profundamente en el pensamiento contemporáneo sobre el arte. Malraux señaló que el museo moderno coloca las obras de arte en una relación entre sí y consigo mismas que no existía en tiempos anteriores y para la cual no fueron concebidas. El relieve griego que admiramos en la galería del museo se concibió como parte de un templo. La estatua gótica se erguía entre muchas otras figuras en la fachada esculpida de una catedral. Ninguno de los dos fue concebido con la intención de exponerse como una pieza aislada y, sobre todo, ninguno fue realizado con la intención de exhibirse en contraste o en yuxtaposición con el otro. Una Madonna de Fra Angelico o un Cristo de Mantegna fueron concebidos como parte de un altar o como elementos integrales de una capilla, con la intención de dirigir la veneración de los fieles hacia esas imágenes. La idea de colocarlas en museos habría parecido a sus creadores una absurda blasfemia. Para Bellini, Frans Hals o Reynolds, un retrato era el retrato de alguien. Su mérito residía en el parecido con la persona que posaba y en su capacidad de evocar su verdadera naturaleza. Con Rembrandt y Goya, comenzamos a tener la impresión de que los retratos son siempre, en última instancia, retratos del artista más que del modelo. Pero incluso estos grandes románticos se habrían sorprendido ante la idea de un museo moderno en el que los espectadores miran hileras de retratos sin saber o sin importarles a quiénes ven representados. El museo moderno ha convertido el retrato no en narración sino en arte puro.

    Malraux señala que esta gran revolución en nuestro vínculo con las obras de arte tiene buenas y malas consecuencias. Arranca la pintura, la estatua o el tapiz individual de su auténtico entorno arquitectónico y social. Despoja de su carácter y propósito sacro a muchas imágenes y esculturas. Nos hace olvidar que gran parte del significado y la grandeza de una obra de arte deriva de su relación con un contexto específico. Pero, al mismo tiempo, el hecho de poner juntas obras de arte de todas edades y lugares revela cualidades que de otra manera no podríamos haber visto. Al colocar un torso griego al lado de un dibujo de Miguel Ángel, podemos evidenciar a simple vista el inmenso alcance del redescubrimiento de la Antigüedad en el arte del Renacimiento. Observamos cómo las elongaciones en una pintura de El Greco se convierten en las dramáticas distorsiones de Modigliani. La difuminada luz de Turner nos lleva al Monet colgado en el muro aledaño. Malraux muestra cómo la fotografía y las técnicas modernas de reproducción han colocado todo el arte en un campo de comparación y confrontación. La cámara ha creado un inmenso museo imaginario en el que podemos pasar instantáneamente de los dibujos rupestres de Lascaux a un toro muy parecido en una cerámica de Picasso.

    ¿Acaso no produjeron una revolución similar el disco de larga duración y el tocadiscos de alta fidelidad? Por primera vez en la historia, el escucha tiene a su alcance la música de todas las épocas y modalidades. Puede reproducir en su tornamesa un canto gregoriano y una pieza de musique concrète. Puede escuchar, en cualquier momento, óperas que en realidad sólo se representan una vez cada década, si acaso. Puede escuchar tantas veces como desee, de manera sucesiva, música cuya dificultad de ejecución hace prácticamente imposible que sea interpretada más de una ocasión, y esporádicamente (ni siquiera un Heifetz† puede tocar dos veces seguidas las sonatas y suites para violín solo de Bach). Puede levantar la aguja del disco o interrumpir la cinta para escuchar nuevamente el mismo pasaje o para contrastarlo de inmediato con una pieza de música similar o antitética extraída de otro contexto. Hoy en día, en su sala de conciertos imaginaria, el coleccionista de discos puede organizar programas que ningún empresario podría ofrecer y ninguna orquesta podría ejecutar. Puede seguir el ritmo de un tema triunfante y de sus análogos, desde el último movimiento de la Novena de Beethoven hasta la Primera de Brahms, pasando por la Sinfonía en do mayor de Schubert. Tiene la posibilidad de seguir, en una sola tarde, la evolución del cuarteto de cuerdas desde Haydn hasta Bartók.

    Al igual que el museo imaginario, la sala de conciertos imaginaria en la casa moderna posibilita nuevas ideas y placeres. Ha puesto a nuestro alcance la rica y compleja música de finales de la Edad Media y del Barroco. Mantiene viva para el oído la música antigua, excéntrica o radical, que la industria de la música no puede permitirse presentar en una auténtica sala de conciertos o de ópera. Una buena colección de discos instruye de manera incesante acerca del sentido de la tradición musical o su redescubrimiento (¿a qué se debe, uno se pregunta, que uno perciba en un madrigal de Gesualdo disonancias que no volverá a escuchar sino hasta que aparezca Schönberg?).

    Hay una evidente ganancia en todo ello. Pero los placeres del concierto imaginario también implican un costo. Considérese primero el asunto del entorno. Una misa de Bach, un réquiem de Mozart, un oratorio de Haydn no fueron concebidos para escucharse de manera cotidiana o distraída. Una parte importante del significado de esa música radica en su pertinencia para ciertos momentos excepcionales y específicos de elevada y solemne celebración. La Misa de coronación de Mozart se interpretaba una vez al año en la Austria imperial, en la capilla de la corte. La música debía su maravillosa calidad festiva a la larga espera que precedía su rara ejecución. Hoy, podemos oír una Pasión de Bach a cualquier hora del día. Suena el teléfono o alguien llama a la puerta. Atendemos a quien suscita la interrupción y luego continuamos escuchando. El hecho de que las óperas se presenten por la noche y que uno se vista con elegancia para asistir a ellas no es un accidente trivial. La formalidad de la ocasión está directamente vinculada con la formalidad y la irrealidad de la ópera como una forma de arte. El adiós de Lohengrin no se creó para ser escuchado a las nueve de la mañana mientras se recogen los platos del desayuno. La misma carencia de condiciones adecuadas afecta la audición de la música de cámara. Las partitas para violín o violonchelo solo de Bach, El clave bien temperado, los últimos cuartetos de Beethoven o el Quinteto en do mayor de Schubert son composiciones de absoluta excelencia e inmensa complejidad. Antes del disco y del fonógrafo modernos, la ejecución pública de uno de estos trabajos era un acontecimiento dramático largamente madurado. Hoy, tiene lugar con el simple giro de un botón.

    Ya están a la vista algunas turbias consecuencias de esta nueva e infinita disponibilidad. Cada vez más, la música se convierte en acompañamiento. Ya no destaca por sus propias cualidades especiales, sino que se ha vuelto ambientación de otras actividades (comidas, conversación, lectura, tareas domésticas). Incluso la música más grandiosa y más difícil ha adquirido una pátina de muzak.† El disco de larga duración y la estación de fm la vierten en nuestro oído en un flujo constante y sin esfuerzo alguno. Recientemente, en una velada bastante típica, una de las mejores estaciones de fm del este de Inglaterra transmitió la Tercera sinfonía de Brahms, la Missa solemnis de Beethoven y un programa de música medieval, todas en fila, sin mayor pausa. Naturalmente, uno puede levantarse y apagar el aparato, pero muy a menudo no lo hace. Como resultado, los diferentes tipos de música se entremezclan y cada obra se ve sutilmente distorsionada.

    Además, los tipos de música que más se benefician de tal profusión son aquellos que cumplen más cómodamente el papel de mero telón de fondo. Ello explica en gran medida la moda que en su momento gozaron las sonatas de Scarlatti, los concerti grossi italianos del siglo XVIII y las obras de Vivaldi. Si uno no se molesta en observarlo de cerca, este tipo de música parece desarrollarse con una energía fascinante pero ligeramente uniforme. Llena una gran cantidad de espacio auditivo, pero no conquista la atención de la mente. Utilizada de esta manera, se convierte en una versión aristocrática del pianista de café que toca sus agradables acordes en el fondo del local. Ahora bien, es indudable que ciertas modalidades de música (en particular de los periodos barroco y rococó) estaban destinadas a ser mero acompañamiento de los placeres de la vida. Pero la gran mayoría de la música clásica, romántica y moderna ciertamente

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