Presencias reales
Por George Steiner
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«Steiner es el heredero, lúcido y exigente, de la tradición europea que otorga a la literatura y a las artes un espacio céntrico en nuestra civilización y en nuestra conciencia de ella».Del prólogo de CLAUDIO GUILLÉN
En esta obra ambiciosa a la vez que transgresora, Steiner plantea la tesis de que todas las expresiones de arte genuino y la comunicación humana a través del uso del lenguaje están enraizadas en una realidad trascendente que está, a su vez, relacionada de forma íntima e inextricable con la presencia real de lo divino, independientemente del credo que se profese.El autor ahonda en las correlaciones intelectuales e históricas de la cultura occidental, explora los límites del lenguaje profundizando en los sentidos y significados que entrañan sus términos más relevantes, y afronta todos aquellos temas insoslayables para un pensador de su talla, tales como la existencia de Dios o nuestro recurrente y fallido intento para justificar la experiencia estética, entre otros. Se trata, sin duda, de uno de los trabajos más reveladores y deslumbrantes de George Steiner.
George Steiner
George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
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Presencias reales - George Steiner
Edición en formato digital: febrero de 2017
Título original: Real Presences: Is There Anything in What We Say?
En cubierta: Franz Marc, Deer in a Monastery Garden, 1912.
Fotografía de © Painting / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© George Steiner, 1989
Published by arrangement with Georges Borchardt, Inc.
and Agencia Literaria Carmen Balcells
© Del prefacio, Claudio Guillén, 2007
© De la traducción, Juan Gabriel López Guix
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17041-03-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Prefacio
Claudio Guillén
PRESENCIAS REALES
I. Una ciudad secundaria
II. El contrato roto
III. Presencias
Prefacio
CLAUDIO GUILLÉN
¹
Prefiero que estés prevenido, lector. Introducir a George Steiner, o siquiera prologar uno de sus libros, adolece de imposibilidad. Leyéndole ya verás por qué. La experiencia directa e interiorizada de una obra del espíritu no puede supeditarse al uso de instrumentos secundarios. No caben glosas ni apostillas al texto de un testigo total y un escritor excepcional como Steiner. A las revelaciones de una visión tan vasta como la suya solo puede responder, a fondo y por extenso, una segunda voz profética. Cierto que los lectores y admiradores de Steiner somos muchos, no solo en el mundillo de las universidades y el de la crítica literaria, sino en zonas más amplias de la sociedad. En la actualidad creo, como tú también crees, lector, que es el más prestigioso de los historiadores y críticos literarios de Europa.
Confieso que me es muy difícil hablar de él con distancia y completa serenidad. Nos conocimos hace más de medio siglo en los lugares —Nueva York, Princeton— donde compartíamos el exilio y hemos tenido en común a lo largo de los años no pocas circunstancias vitales determinantes, como por ejemplo el trilingüismo, que mencionaré luego. Veníamos de la Europa totalitaria de poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Desde niños experimentamos la inmediatez de una Historia tan predominante que nos calaba hasta las entrañas. Steiner ha sido consecuente de verdad y siempre ha tenido presente la angustia de haber conocido desde cerca el sangriento siglo XX. Ningún miradero mejor para ello que aquella Mitteleuropa que se centró en Viena y en la creatividad del judaísmo secular.
Hoy quisiera acentuar su extraordinaria ejemplaridad. Debo hacerlo con tanta modestia como brevedad. Conviene señalar tres rasgos característicos de su obra.
Primero, la audacia. Steiner hace frente a todas o casi todas las grandes interrogaciones, sin temblor ni ambigüedad. Ello no debería sorprendernos, si somos conscientes de la osadía de los grandes artistas y pensadores. No hay grandes artistas tímidos —en sus creaciones, no hablo de su vida cotidiana— ni filósofos apocados. Por desgracia el ámbito académico favorece y hasta requiere parsimonia y cautela. La universidad española está llena de sabios pusilánimes. Steiner ha asumido siempre los riesgos de la osadía, desde su primer libro; y ha admitido siempre el carácter personal de nuestro trabajo, el esfuerzo íntimo que exige en el crítico o el historiador el intento de mantenerse distante y objetivo frente al texto o al problema que tiene delante, a fin de dar vida a los valores, las correlaciones intelectuales e históricas, los sentidos que quedan implicados en las obras de los grandes creadores y que acaban conduciéndonos más allá de los límites de cualquiera de nosotros. El pensamiento es memoria, fruto de la propia persona, siempre y cuando se puedan escribir páginas tan valiosas sobre las artes y su transcendencia como las que nos ofrecerá Steiner en su primorosa autobiografía del año 1997, Errata, sin salir ni un instante del discurso de su existencia. En todos los libros de Steiner, aun cuando se entrega a las especulaciones más abstractas, late el vivir mismo, el suyo y el nuestro; y bajo el análisis de la experiencia, por ejemplo de la recepción de la obra artística, se halla siempre una Erlebnis, lo que Ortega llamaba una vivencia.
En segundo lugar, la amplitud. Aludo tanto a los espacios y tiempos que Steiner abarca como a la variedad de disciplinas que él siente y piensa como indivisibles. Milton y Leibniz, Hegel y Balzac, Mallarmé y Tolstói, Wallace Stevens y Wittgenstein, con tantísimos más, concurren en sus páginas. El pintor excelso y el músico genial no están nunca lejos. Steiner en efecto es el heredero, lúcido y exigente, de la tradición europea que otorga a la literatura y a las artes un espacio céntrico en nuestra civilización y en nuestra consciencia de ella. ¿Nació hace unos años una sociedad en que, al contrario, las artes y el pensamiento han perdido el lugar que antes ocuparon? ¿Y de qué índole de crisis es esta carencia el signo? La obra del propio Steiner desmiente por ahora esta hipótesis. Pero su preocupación al respecto es honda y constante. De ahí sus muchas manifestaciones y ramificaciones. Desde Tolstói o Dostoievski, del año 1959, o La muerte de la tragedia, de 1961, o Extraterritorial, de 1971, hasta Presencias reales, de 1989, o Gramáticas de la creación, del 2001, no ha dejado Steiner de interrogar el destino de la cultura occidental en su conjunto.
Continua ha sido también, y céntrica en el presente libro, la reflexión en torno al lenguaje, que culminó en una gran obra, Después de Babel (1975), sobre el arte y el sentido de la traducción. Sin las traducciones no hubiera sido posible el destino común de numerosísimas lenguas, que son ventanas distintas sobre el mundo. La traducción, que se ejerce incesantemente sin salir de un mismo idioma, pone de manifiesto el poder del logos, de la palabra como fuerza y medio de creación. El individuo humano se nos aparecerá como un ser precario, vulnerable, abocado a la extinción, pero el uso del lenguaje le abre siempre un horizonte de eventualidades, por medio de modalidades condicionales, subjuntivas o futuras. Esta llamada a la creación mediante la palabra es sin duda el reto que acepta Presencias reales.
De ahí, en tercer lugar, la calidad de la escritura. Tienes entre manos un libro, lector, en que el autor pesa y sopesa una palabra clave tras otra, profundiza en los sentidos de cada término significativo, a lo largo de un ejercicio consciente, siempre consciente, del lenguaje. El texto pasa muchas veces a ser su propio metatexto, como si la escritura se fuera realizando ante nuestros ojos y no escondiera el progreso de sus afanes, sus opciones y sus esperanzas. En ningún momento desfallece la energía estilística. La banalidad es inconcebible. Tampoco lo es la inerte admisión de los usos verbales más socorridos y con ellos de las idées reçues. El autor busca no el vocablo acostumbrado, sino el que sorprende. No el que cierra, sino el que abre. No el que detiene, sino el que sugiere, relaciona, asocia, proyectando conceptos ulteriores. En el dinamismo del escribir se fragua el dinamismo del pensar.
Y no sigo; pero habría mucho más que observar y decir acerca del talento verbal de Steiner, de la libertad y alegría de su incansable búsqueda y transfiguración de la palabra, de la gracia y el ingenio con que tras una larga deliberación, elaborada con extrema densidad de razonamiento, propone el resumen fulgurante de un aforismo. Y de su capacidad para afrontar problemas de elevado nivel técnico, propios de reducidos círculos universitarios, con una claridad de composición y de exposición que implica y convence a los públicos más variados.
Verás, lector, que ya en la sección primera de este libro el autor formula la interrogación esencial: ¿cuál es el «estatus ontológico» de las artes, de la música, del poema, en nuestro tiempo? Sobre ella volverá su pensamiento al final del libro, solo que con toda la audacia, la amplitud y la fuerza verbal de las que dispone.
Con anterioridad le será necesario desbrozar el camino, desembarazándose de disciplinas que, aliado de la tradición de la Estética, en que se sitúa —diría yo— dicha pregunta, se le aparecen como secundarias. Descubrirás, lector, un enjuiciamiento severo de lo que denomina precisamente «cultura secundaria». Quedan implicados el trabajo filológico, el fárrago de la crítica académica, la petulancia conceptual de la teoría literaria, el maremágnum de los comentarios interminables e intercambiables. Es céntrica al respecto la demolición, éreintement, o stroncatura, del desconstruccionismo y el posestructuralismo, que durante los años setenta y ochenta predominaron en Estados Unidos y Francia. No se desprecia a nadie, pero todos han de ser valorados.
Sí interesa mucho el uso crítico que un gran autor hace de otro anterior, como el de Middlemarch de George Eliot por Henry James, o diríamos nosotros, de Madame Bovary por Clarín. En efecto la escritura literaria ejerce una crítica doble, la del mundo llamado real, al que ofrece respuestas o alternativas, y la de las escrituras previas. Es lo que muestra la historia literaria, por mucho que se apoye en la endeblez de la crítica.
Verás que Steiner cultiva así, al practicar la historia literaria, lo que se llama la Literatura Comparada, o sea el conocimiento de la literatura desde la misma «extra-territorialidad» con que consideramos la música o la filosofía. Pero tendrás claro también que en Presencias reales él va mucho más lejos. Lo que está en cuestión es el rumbo de la cultura contemporánea. Como Ortega, como Valéry, nuestro autor es un espectador, reflexivo y crítico, de nuestro tiempo.
En este tiempo no solo triunfan la fugacidad y la trivialización, el barbarismo político y la servidumbre tecnocrática. Vivimos una crisis de la que es reveladora toda respuesta a la pregunta sobre el «estatus ontológico» de las artes en la actualidad. El destino del humanismo es también el de lo humano. En todo caso parece que solo venimos después, que somos los sucesores pero no los continuadores de una riquísima tradición multisecular.
Es lo que Steiner llama el «epílogo», cuyo comienzo asigna al último tercio del siglo XIX. Con los grandes Simbolistas franceses se manifiesta ya lúcidamente la ruptura que luego, en el primer tercio del XX, señalarán sobre todo los escritores centroeuropeos que Steiner había glosado en Extraterritorial (Mauthner, Hofmannsthal, Kraus, Kafka).
En ningún libro se presentan con tanta fuerza como en Presencias reales las dos cualidades que señalé más arriba: la capacidad de formular las grandes interrogaciones y la visión de la trascendencia de las artes.
1 Claudio Guillén trabajó en este prefacio —que se reproduce sin modificación alguna— hasta las siete y media de la tarde del 27 de enero de 2007; consideraba que lo escrito era poco más de un tercio de lo que pretendía decir. Juzgue el lector por lo que tiene cuánto debemos, deberemos, lamentar la pérdida de lo que no llegó a escribir. Se ha querido rendir, con la publicación de este texto, un sincero homenaje a Claudio Guillén, y agradecer la colaboración generosa y emocionada de Margarita Ramírez, sin cuyo auxilio estas páginas no habrían llegado a imprimirse.
PRESENCIAS REALES
Para Jacqueline Werly,
fuente de música.
Las pruebas cansan la verdad.
GEORGES BRAQUE
Para filosofar, hay que descender hasta el caos primitivo
y sentirse en él como en casa.
LUDWIG WITTGENSTEIN
I
Una ciudad secundaria
I
Seguimos hablando todavía de la «salida» y la «puesta» del sol. Y lo hacemos como si el modelo ptolomeico del sistema solar no hubiese sido sustituido, de forma irreversible, por el copernicano. En nuestro vocabulario y nuestra gramática habitan metáforas vacías y gastadas figuras retóricas que están firmemente atrapadas en los andamiajes y recovecos del habla de cada día, por donde erran como vagabundos o como fantasmas de desván.
Por esta razón, los hombres y las mujeres racionales —en especial en las realidades científicas y tecnológicas de Occidente— se siguen refiriendo a «Dios». Por esto el postulado de la existencia de Dios persiste en tantos giros irreflexivos de expresión y alusión. No hay reflexión o creencia plausible que garantice Su presencia. Ni tampoco prueba inteligible alguna. Allá donde Dios se aferra a nuestra cultura, a nuestras rutinas del discurso, es un fantasma de la gramática, un fósil fijado en la infancia del habla racional. Hasta aquí Nietzsche (y muchos tras él).
Este ensayo argumenta lo contrario.
Plantea que cualquier comprensión coherente de lo que es el lenguaje y de cómo actúa, que cualquier explicación coherente de la capacidad del habla humana para comunicar significado y sentimiento está, en última instancia, garantizada por el supuesto de la presencia de Dios. Mi hipótesis es que la experiencia del significado estético —en particular el de la literatura, las artes y la forma musical— infiere la posibilidad necesaria de esta «presencia real». La aparente paradoja de una «posibilidad necesaria» es, precisamente, la que el poema, la pintura o la composición musical tienen derecho a explorar y poner en acto.
Este estudio se propone sostener que la apuesta a favor del significado del significado, en favor del potencial de percepción y respuesta cuando una voz humana se dirige a otra, cuando nos enfrentamos al texto, la obra de arte o la pieza musical, es decir, cuando encontramos al otro en su condición de libertad, es una apuesta en favor de la trascendencia.
Esta apuesta —es la de Descartes, la de Kant y la de cualquier poeta, artista, compositor de quien tengamos constancia explícita— afirma la presencia de una realidad, de una «sustanciación» (es patente la resonancia teológica de esta palabra) en el lenguaje y la forma. Supone un paso, más allá de lo ficticio o lo puramente pragmático, desde el significado a la significatividad. Según esta conjetura, «Dios» es, pero no porque nuestra gramática esté gastada; sino que, por el contrario, esta gramática vive y genera mundos porque existe la apuesta en favor de Dios.
Semejante conjetura, dondequiera que haya sido o sea emitida, quizá resulte completamente errónea. Y, de ser incómoda, lo será en grado sumo.
II
Uno de los espíritus radicales del pensamiento actual ha definido la tarea de esta edad oscura como la de «aprender de nuevo a ser humano». En una escala más restringida, debemos, a mi entender, aprender de nuevo lo que está comprendido en una plena experiencia del sentido creado, del enigma de la creación tal como se hace sensible en el poema, la pintura y la exposición musical.
Para ello, quiero empezar con una parábola o ficción racional.
Imaginemos una sociedad en la que esté prohibida toda conversación acerca de arte, música y literatura. En dicha sociedad, todo discurso, oral o escrito, sobre libros, pinturas o piezas musicales serios será considerado palabrería ilícita.
En esta comunidad imaginaria, las únicas críticas de libros serían las que encontramos en las gacetas filosóficas del siglo XVIII y en las publicaciones trimestrales del siglo XIX: resúmenes desapasionados de las nuevas publicaciones, junto con extractos y citas representativos. No habría revistas de crítica literaria; ni seminarios académicos, conferencias o coloquios sobre este o aquel poeta, dramaturgo o novelista; ni revistas especializadas en Joyce o en Faulkner; ni interpretaciones ni ensayos sobre la sensibilidad en Keats o la fuerza en Fielding.
Los textos, donde fuesen necesarios, continuarían siendo establecidos y recopilados en la forma más rigurosa y lúcida. Esta forma es filológica, un término y un concepto cruciales que deseo articular en este ensayo. Lo prohibido sería el milésimo artículo o libro sobre los verdaderos significados de Hamlet y el inmediato artículo posterior que lo refuta, lo restringe o lo aumenta. Estoy imaginando una república contraplatónica en la que críticos y reseñadores han sido prohibidos; una república para escritores y lectores.
Así, habría catálogos, razonados y escrupulosos, de la obra de un artista, de exposiciones de arte, museos y colecciones públicas y privadas. Estarían fácilmente disponibles reproducciones de la mejor calidad; en cambio, estarían prohibidas la crítica de arte, las reseñas periodísticas de pintores, escultores o arquitectos. Se acabarían los tomos sobre el simbolismo en Giorgione, los ensayos sobre la psique de Goya o los ensayos sobre esos ensayos. De nuevo, el orden de comentario permitido sería «filológico», es decir, de un tipo explicativo e históricamente contextual. Y aquí constituye sin duda un reto el problema que surge del hecho de que toda explicación es, en alguna medida, valorativa y crítica.
La prohibición principal haría referencia a las reseñas, las críticas y las interpretaciones discursivas (en tanto opuestas a los análisis) de las composiciones musicales. Creo que la cuestión de la música es central para la de los significados del hombre, de su acceso o no a la experiencia metafísica. Nuestras aptitudes para componer y responder a la forma y el sentido musicales implican de modo directo el misterio de la condición humana. Preguntar «¿Qué es la música?» puede perfectamente ser un modo de preguntar «¿Qué es el hombre?». No debemos acobardarnos ante tales términos y ante las impropiedades semánticas fundamentales que puedan traer consigo. Las escurridizas —pero también inmediatas— categorías del habla, de la interrogación, tienen un imperativo y una claridad propios. La cuestión es que estas categorías necesitan ser vividas antes de poder ser dichas.
De este modo, en nuestra ficción, habría una prodigalidad de partituras musicales, de pautas para la ejecución y la audición; por el contrario, no habrá, cada noche o cada semana, veredictos sobre nuevas obras, ni descripciones verbales de lo daimónico en Beethoven o de los deseos de muerte en Schubert. Allí donde haga falta el análisis, este será pragmático y anónimo. Una vez más, el formato permitido será el que intentaré definir y caracterizar como «filológico».
En resumen, estoy construyendo una sociedad, una política de lo primario; de inmediateces con respecto a los textos, las obras de arte y las composiciones musicales. El objetivo es un modo de educación, una definición de valores desprovista, en la mayor medida posible, de «metatextos»: textos sobre textos (pinturas o música), conversación académica, periodística y académico-periodística (el formato hoy día dominante) sobre estética. Una ciudad para pintores, poetas, compositores y coreógrafos, no para críticos de arte, literatura, música o ballet, estén en la plaza pública o en la Academia.
Liberadas de las energías de la interpretación y las disciplinas de la comprensión, ¿existirán y evolucionarán en esta comunidad imaginaria, la literatura, la música y las artes sin ser examinadas ni valoradas? El ostracismo del chismorreo de altura (la palabra alemana Gerede transmite el tenor exacto de la frenética vacuidad) ¿dará lugar a un silencio profundo y pasivo —el silencio puede ser también de una cualidad muy receptiva y activa y fiel— en torno a la vida de la imaginación creativa?
En absoluto.
III
La pregunta por sí misma refleja ya nuestra misère actual. Habla del predominio de lo secundario y lo parasitario. Revela una idea radicalmente falsa de las funciones de la interpretación y la hermenéutica. En esta última palabra habita el dios Hermes, patrón de la lectura y, en virtud de su papel de mensajero entre los dioses y los humanos, los vivos y los muertos, patrón también de la resistencia del significado a la mortalidad. La hermenéutica se define, por lo general, como el conjunto de métodos y prácticas sistemáticos de explicación y exposición interpretativa de textos y, en particular, de las Escrituras y los clásicos. Por extensión, tales métodos y prácticas se aplican a las lecturas de una pintura, una escultura o una sonata. En este ensayo intentaré analizar la hermenéutica como puesta en acto de un entendimiento responsable, de una aprehensión activa.
Los tres sentidos principales de la palabra «interpretación» nos proporcionan una orientación vital.
Un intérprete es un descifrador y un comunicador de significados. Es un traductor entre lenguajes, entre culturas y entre convenciones performativas. Es, en esencia, un ejecutante, alguien que «actúa» (acts out) el material ante él con el fin de darle vida inteligible. De ahí, el tercer sentido importante de «interpretación». Un actor o una actriz interpretan a Agamenón o a Ofelia. Un bailarín interpreta la coreografía de Balanchine. Un violinista, una partita de Bach. En cada uno de estos ejemplos, la interpretación es comprensión en acción, es la inmediatez de la traducción.
Esta comprensión es analítica y crítica al mismo tiempo. Cada ejecución de un texto dramático o una pieza musical es una crítica en el sentido más vital del término: es un acto de aguda respuesta que hace sensible el sentido. El «crítico teatral» por excelencia es el actor y el director que, con el actor y por medio de él, prueba y realiza las potencialidades de significado en una obra. La verdadera hermenéutica del teatro es la representación (incluso la lectura en voz alta de una obra suele penetrar mucho más hondo que cualquier reseña teatral). De modo similar, ni la musicología ni la crítica literaria pueden decirnos tanto como la acción del significado que es la ejecución. Cuando experimentamos y comparamos diferentes interpretaciones —es decir, ejecuciones— del mismo ballet, la misma sinfonía o el mismo cuarteto, entramos en la vida de la comprensión.
Analicemos el aspecto moral del caso —que será fundamental para mi propósito—. A diferencia del reseñador, el crítico literario, el vivisector y juez académico, el ejecutante invierte su propio ser en el proceso de interpretación. Sus lecturas, sus puestas en acto de significados y valores elegidos, no son los de un examen externo. Son un compromiso con el riesgo, una respuesta que es, en su sentido radical, responsable. ¿Ante qué, con la salvedad del orgullo del intelecto o el prestigio profesional, responde el reseñador, el crítico o experto académico?
Llamaré responsabilidad a la respuesta interpretativa bajo la presión de la puesta en acto. La auténtica experiencia de comprensión, cuando nos habla otro ser humano o un poema, es de una responsabilidad que responde. Somos responsables ante el texto, ante la obra de arte o ante la ofrenda musical en un sentido muy específico: moral, espiritual y psicológico al mismo tiempo. El objeto de este trabajo es desentrañar las implicaciones de esta triple responsabilidad. La cuestión inmediata es: cuando se trata del significado y la valoración en las artes, nuestros mejores informadores son los artistas.
Esto es manifiesto en la música, el teatro o el ballet. Lo es menos en lo referente a la literatura no teatral. Sin embargo, también aquí la comprensión puede hacerse acción e inmediatez. Mucha gran poesía, no solo las Odas de Píndaro o la épica homérica, sino también la de Milton, Tennyson o Gerard Manley Hopkins, exige el recitado. Los significados de la poesía y la música de esos significados, que llamamos métrica, son también del cuerpo humano. Los ecos de la sensibilidad que provocan son viscerales y