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Los libros que nunca he escrito
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Los libros que nunca he escrito

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«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos.»George Steiner
En esta obra, extremadamente audaz y original, George Steiner habla de siete libros que no escribió. Porque las intimidades y las indiscreciones eran demasiadas. Porque el tema acarreaba excesivo sufrimiento. Porque el desafío intelectual o emocional que suponía parecía estar más allá de sus capacidades. Los temas concretos versan sobre cuestiones muy variadas y desafían tabúes convencionales: el tormento que padecen las personas de talento que viven entre los grandes cuando se comparan con ellos; la experiencia del sexo en diferentes idiomas; el amor por los animales que supera al amor por los seres humanos; el costoso privilegio del exilio; una teología del vacío… Sin embargo, en esta diversidad subyace una percepción unificadora. Lo mejor que tenemos o que podemos producir no es más que la punta del iceberg. Detrás de todo gran libro, como una sombra, está el libro que se ha quedado sin escribir.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento15 dic 2016
ISBN9788416964185
Los libros que nunca he escrito
Autor

George Steiner

George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humani­dades.

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    In Alberto Manguel's wonderful compendium of libraries, The Library at Night, he writes:"We can imagine the books we'd like to read, even if they have not yet been written, and we can imagine libraries full of books we would like to possess, even if the are well beyond our reach, because we enjoy dreaming up a library that reflects every one of our interests and every one of our foibles--a library that, in its variety and complexity, fully reflects the reader we are."This idea, and I share his feelings along with the distress of finding books that I would love to have in my library but are too dear for my pocketbook, as expressed in the line "even if they have not yet been written" leads me to a wonderful book that is in my library, My Unwritten Books by George Steiner; described as a "grand master of erudition", he is a both polymath and eclectic as a thinker and writer of prose, both fictional and non-fictional.In My Unwritten Books he imagines seven books that he did not write, but would have written if only he had not met some insurmountable physical, intellectual or psychological obstacle that prevented him from doing so. The essays describing these books are mini-books in themselves with excursions into such disparate worlds as the multiple languages of sex, the claims of Zionism, the natures of exile and a theology of emptiness.My favorite among the essays is his personal excursion into the nature of education, "School Terms". Beginning with his own anarchic education that saw the onset of his school life with three languages while studying in Manhattan and France. All this before spending his university years at the University of Chicago and Harvard and completing his graduate work at Oxford. He contrasts the differences between education in France (orderly) and America (anarchic) and moves on to a brief commentary on some of the changes that these systems, especially in Great Britain are currently undergoing. With a flick of his pen, he highlights educational philosophies and movements from Locke and Rousseau through the battle between humanities and science of C. P. Snow whose polemics he decries. But this is used as a catalyst for his own thoughts on education. We must first consider what literacy means in our technological age with the immanent rise of "artificial intelligence" and the ubiquity of the Internet.Steiner concludes that "the hope of preserving or resuscitating humanistic literacy in any traditional mode" is illusory. Yet, he goes on to suggest a "Utopian" plan or outline of a core curriculum that will provide to arouse the "awareness interactive with the demands and fascination of the world". (p 151)He calls this plan a new "quadrivium" of mathematics, music, architecture, and the life sciences. Aimed at challenging the senses to "embody an incommensurable potential for fun, play, and aesthetic delight. Homo ludens is enlisted to the turbulent heart of his being." (p 159) This is heady stuff as Utopian plans often are. But it is exciting and challenging as George Steiner engages with the reader in sharing ideas in these notes for his "unwritten books". For even greater stimulation I would encourage readers to engage in his written books. His works are part of my own partially realized ideal library. By this I mean the sort of ideal that is characterized best by Alberto Manguel in another of his fascinating books, A Reader on Reading, where he writes:"The ideal library is meant for one particular reader. Every reader must feel that he or she is the chosen one." "The ideal library (like every library) holds at least one line that has been written exclusively for you."
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    I have rather enjoyed reading these essays of George Steiner. They are, for the most part, witty and engrossing. They are somewhat lengthy, but none are book-length, even though Steiner infers that he has thought of extended writing on these subjects. Steiner is what one calls a polyglot and thi comes though his inventiveness in style and erudite insights into the thinking many different people have.

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Los libros que nunca he escrito - George Steiner

Índice

Cubierta

Portadilla

Nota del autor

Los libros que nunca he escrito

Chinoiserie

Invidia

Los idiomas de Eros

Sión

Cuestiones educativas

Del hombre y la bestia

Petición de principio

Notas

Créditos

Para Aminadav Dykman, para Nuccio Ordine, más que amigos

Nota del autor

Cada uno de estos siete capítulos habla de un libro que yo tenía la esperanza de escribir pero nunca he escrito. Trata de explicar por qué.

Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos. La filosofía enseña que la negación puede ser determinante. Es más que una negación de posibilidad. La privación tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar adecuadamente. Es el libro que nunca hemos escrito el que podría haber establecido esa diferencia. El que podría habernos permitido fracasar mejor. O tal vez no.

George Steiner

Cambridge, septiembre de 2006

Los libros que nunca he escrito

Chinoiserie

Cuando, a finales de los años setenta, el profesor Frank Kermode, estudioso y crítico, me pidió que colaborara con un artículo en su serie Modern Masters, le sugerí el nombre de Joseph Needham. Como no soy biólogo ni sinólogo, ni tengo formación en química ni en estudios orientales, mi falta de cualificación y lo inoportuno de mi propuesta eran patentes. Pero yo llevaba mucho tiempo hechizado por la titánica empresa de Needham y por su caleidoscópica personalidad. ¿Había existido un espíritu y un propósito más eruditos y completos desde Leibniz? Lo que yo pretendía llevar a cabo era una aproximación –posiblemente irresponsable– al hombre y a sus obras.

Como miembro reciente del equipo editorial de The Economist en Londres, se me había encargado cubrir un encuentro público en el cavernoso ayuntamiento de St. Pancras. El encuentro era en protesta contra la intervención angloamericana en la guerra de Corea. El lugar estaba atestado. El presidente, un famoso publicista de izquierdas y compañero de viaje, presentó a Joseph Needham. La figura canosa y un tanto leonina se puso en pie. Se identificó como titular de la cátedra William Dunn de Bioquímica de la Universidad de Cambridge y como un observador directo de la situación en China y en Corea del Norte. Insistió en su compromiso, virtualmente sacrosanto, con la evidencia empírica y experimental, en su calidad de científico de alto rango internacional. Después pasó a presentar al público un proyectil vacío. Aseguró que aquel siniestro objeto ofrecía una prueba irrecusable de que la artillería americana estaba recurriendo a la guerra química. Needham y los epidemiólogos chinos habían comprobado y vuelto a comprobar los hechos. A continuación, el presidente de la asamblea propuso que se autorizara el envío de un telegrama de ardiente repulsa al presidente Truman. Pero también pidió a cualquiera de los presentes que no diera crédito a los hallazgos del doctor Needham que tomara la palabra y expresara su desacuerdo. El mensaje a la Casa Blanca, en ese caso, no sería unánime.

No había amenaza física alguna, como la habría habido, por ejemplo, en una reunión fascista. La oferta del presidente era juego limpio británico del bueno. Yo estaba convencido de que Needham se engañaba o mentía con fines propagandísticos. Pero permanecí sentado, mudo e inmóvil. No por miedo, sino a causa de la presión física que me producía el sentirme cohibido, paralizado por la idea de hacer el ridículo. Así, la protesta «unánime» fue enviada y comunicada a la prensa. Abandoné la asamblea extremadamente indignado y deprimido. Por mi falta de valor y coraje (la palabra alemana es Zivilcourage). Este episodio, acontecido hace más de medio siglo, no sólo ha continuado abrumándome, sino que ha orientado la totalidad de mi actitud hacia quienes se achican bajo el chantaje totalitario, ya sea nacionalsocialista, estalinista o maccarthista. Ya sea el del vándalo anarquista, el del maoísta o el del fascista. A partir de aquella tarde supe de mi gran inclinación hacia la abyección.

Kermode sondeó a Needham en relación con mi (desvergonzado) proyecto. Para mi sorpresa, Needham respondió con una convocatoria inmediata. Fui a verlo a su despacho de director del Caius College. La estancia se hallaba imponentemente abarrotada de libros, separatas, galeradas esperando corrección y una serie de bibelots chinos. Si la memoria no me traiciona, en un rincón estaban colgadas su toga académica de director y la sobrepelliz que se ponía para oficiar y predicar en una congregación no conformista fuera de Cambridge (misión que sólo su círculo más íntimo conocía y que estaba impulsada por un ecumenismo enormemente complejo y personal). Lo que me chocó al momento fue la visible excitación de Needham ante la perspectiva de figurar en la selección de Modern Masters. Sus «viejos ojos chispeantes» eran en efecto «jubilosos» como los de los sabios orientales celebrados por Yeats. Su regocijo iluminaba la habitación. Intenté detallar mi incompetencia, disculparme por mi intrusión de aficionado en su órbita, concisa pero también arcana. Needham hizo caso omiso. Me ayudaría a hacer mi retrato y le daría forma. Se prestaría a largas entrevistas. Empezaríamos con el proyecto casi de inmediato.

Luego le pregunté por su testimonio sobre la guerra química, sobre las armas bacteriológicas norteamericanas y su uso en Corea. Pensaba que no podría acometer una introducción a sus obras, por deficiente que fuera, sin saber si él creía haber dicho la verdad cuando hizo esta acusación, si persistía en su pretensión de objetividad científica. La temperatura de la habitación cayó en picado. La irritación y el enojo de Joseph Needham fueron manifiestos. Aún más lo fue la mendacidad que había en aquel enojo. No contestó con franqueza. Se dice que quienes tienen el oído entrenado pueden detectar una grieta diminuta en una copa de cristal cuando pasan los dedos por el borde. Yo oí esa grieta, inequívocamente, en la voz de Needham. La percibí en su postura. A partir de aquel momento no podía haber ninguna perspectiva realista de confianza recíproca. No volvimos a vernos.

Nunca escribí aquel librito. Pero el deseo de hacerlo no me ha abandonado.

Hasta donde yo sé, no existe ninguna bibliografía definitiva de la opera omnia de Needham. El catálogo de conferencias, artículos, monografías y libros sobrepasa con mucho los trescientos. Su variedad es pasmosa. Comprende publicaciones técnicas sobre bioquímica, sobre biología y morfología comparativa, sobre cristalografía; es uno de los miembros más destacados de la Royal Society. Hay estudios voluminosos, tanto monográficos como resumidos, sobre la historia de las ciencias naturales, teóricas y aplicadas, sobre instrumentos y tecnología desde la Antigüedad hasta hoy. Como Bernal, cuyo ámbito de actuación era en algunos aspectos comparable, Needham escribió de forma apremiante sobre el lugar de las ciencias en la sociedad, sobre los peligros que plantean el progreso científico incontrolado y su explotación para fines ideológicos y financieros. La voz del vigilante, del predicador, se ha dejado oír con fuerza.

En especial, Needham argumentó a favor de fomentar las relaciones intelectuales y políticas entre el Este y el Oeste. Recalcó la imperativa necesidad de una «comunidad mundial de cooperación que incluya a todos los pueblos como las aguas llenan el mar». En numerosos textos expuso la historia y la esencia de la filosofía de la ciencia, y dedicó especial atención a los modelos darwinianos de la evolución, por una parte, y hacia las escuelas del «vitalismo», por otra. Le fascinaban las posibles analogías entre la termodinámica y la química de los organismos vivos. No menos que Coleridge, una sensibilidad afín a la suya, Needham desafió toda disociación dogmática entre lo orgánico y lo inorgánico. Daba la impresión de percibir la realidad como un todo animado que entreteje materia y espíritu. (¿Qué tiene Cambridge, un asentamiento frecuentemente gris y anegado de agua en las planicies de East Anglia, para haber inspirado visiones panópticas siglo tras siglo?) Una y otra vez, Needham vuelve a los conflictos, polémicos pero profundamente creativos, entre ciencia y religión. Examina esta dialéctica a la luz de los ideales socialistas y comunitarios. El islam, todas las ramas del budismo, el cristianismo y la historia de la duda, del secularismo positivo, salen a relucir en el debate. Se reimprime un artículo rigurosamente argumentado sobre «Las limitaciones de las lentes ópticas» junto con una meditación sobre «Aspectos del espíritu mundial en el tiempo y en el espacio» y sobre «El hombre y su situación» (de nuevo la influencia coleridgiana). Con pseudónimo y sin ser identificado por la mayoría de sus colegas, Needham ha publicado novelas históricas que ponen en escena la suerte y las doctrinas de diversas sectas radicales en la época de Cromwell. Pero incluso este inventario, este omnium gatherum, por usar la expresión macarrónica de Coleridge, palidece cuando se compara con la tarea monumental sobre Science and Civilization in China, una empresa cuyos orígenes se remontan a 1937 y que ha tenido continuación tras la muerte de Joseph Needham en marzo de 1995.

Sin embargo, ninguna bibliografía puede dar idea de la densidad de las percepciones de Needham. La poesía, ya sea la de Tessimond o la de Blake, la de Day Lewis o la de Goethe, la de los himnos latinos o la de Auden, junto con la de los cantores o los sabios de Oriente, está presente por doquier. La psicología de la experiencia religiosa es ilustrada por santa Teresa y por Julián de Norwich, pero también por Bunyan y por William James. Needham es un virtuoso de la cita. Una cita del «destello de intuición» de Thomas Browne corona un análisis de Schrödinger y Max Planck sobre el metabolismo y la irreversibilidad. Hay en Needham una poética del tecnicismo difícil de definir. Said Husain Nadr, historiador de la ciencia islámica, es emparejado con Santillana en referencia a esa «desacralización de la Naturaleza» que caracteriza la modernidad, que ha dominado en Occidente desde Galileo. C. S. Lewis –que escribió sobre «la abolición del hombre»–, «un habitante cristiano de lo que queda de cristianismo», aparece al lado del humanismo pedagógico del maestro Kung.

La presencia de Marx, de los análisis marxistas y de la dialéctica de la naturaleza de Engels, es omnipresente. Junto con Haldane, Blackett y Bernal, Needham perteneció a una constelación de eminentes científicos británicos de convicciones marxistas, incluso en ocasiones estalinistas. La depresión económica en el orden capitalista, la flagrante injusticia social, el empuje del fascismo y el nazismo en Europa, la victoria de Franco en España generaron entusiasmo por la Unión Soviética. Estaba en juego, además, una cuestión fundamental. Las ciencias teóricas y aplicadas estaban en una fase de esplendor que crecía exponencialmente; su desarrollo pronto modificaría todos los aspectos de la vida individual y social. Sin embargo, el abismo entre ciencia y entendimiento común, entre una clase dominante científica y la conciencia política estaba aumentando de forma alarmante. Para Bernal o Needham resultaba evidente que solamente un sistema comunista como el que estaba desarrollando el leninismo y el estalinismo podía situar a las ciencias en una interrelación dinámica con las fuerzas intelectuales, económicas y políticas en general. Hasta las locuras asesinas de la biología vegetal de Lysenko habrían quizá de ser toleradas en el camino hacia la utopía. El marxismo parecía ser la esperada culminación de la triple emancipación y del racionalismo generados por la filosofía idealista alemana, la economía política inglesa y la revolución francesa.

Lo que era privativo de Needham era su sincretismo. El materialismo dialéctico «se basaba en esa misma progresión revolucionaria que Spencer describió tan minuciosamente». Se puede demostrar –afirmaba Needham– que «el marxismo tiene raíces chinas y cristianas (del organicismo neoconfuciano por medio de Leibniz y Hegel)». Aquí resulta llamativa la omisión de Needham de la palpitación, mucho más evidente, del judaísmo mesiánico, fundamental en el genio airado de Marx y en su retórica apocalíptica. ¿Sugiere un (infrecuente) punto ciego en la omnívora sensibilidad de Needham? Sea como fuere, es la interpretación marxista de la historia humana lo que subyace tras el credo inflexible de Needham: «Por poderosas que sean las fuerzas de la reacción armada, al final la humanidad progresista ha hallado invariablemente energías para obtener la victoria y para preservar y desarrollar los logros de la mente humana». Esta convicción prestó a las ciencias su lógica, que se hace evidente. Pero no se inspiró menos en el pensamiento político radical y en las «futuridades» visionarias que se expresan en la poesía. Blake y Shelley son tan vitales para Needham como Copérnico, Kepler y Darwin. Las voces de los muertos revividos, ya sean de poetas, filósofos, teólogos, teóricos económicos y sociales, científicos puros y aplicados, arquitectos e ingenieros, pueblan las páginas de Needham. Sus notas a pie de página son una summa de la historia de la mente. En relación con Joseph Needham podemos preguntar, como nos preguntábamos en relación con Leibniz o con Humboldt, «¿hubo algo que no hubiera leído y retenido?».

Por inverosímil que sea el contexto –la metalurgia de los cañones de armas de fuego, la invención de los tallarines, el diseño de indicadores de presión diferencial para ventilación de minas–, el criterio de Needham es el de la belleza, de la gracia eficaz. Lo que busca es la simetría, la proporcionalidad armónica, la interacción entre prioridades lógicas y variaciones estructurales. Es esta búsqueda la que empujó a su sensibilidad de la manera más apremiante hacia los ideales chinos y la armoniosa dinámica del Tao. Examinemos su artículo sobre «Las primeras observaciones de cristales de nieve», publicado en 1961 en colaboración con Lu Gwei-Djen.

Como en tantos otros ejemplos, asevera Needham, la prioridad en la observación no corresponde a la Antigüedad clásica occidental sino que se origina claramente en Extremo Oriente. Guarda relación con los estudios chinos de los halos solares y el parhelio. Así, el conocimiento chino de la configuración hexagonal y sistemática de los cristales de los copos de nieve es más de un milenio anterior a las erróneas conjeturas de Alberto Magno. En Occidente no se entienden de verdad hasta la publicación en 1611 de un breve tratado latino de Johannes Kepler. Además, las cruciales indicaciones de Kepler sobre las relaciones armónicas en las órbitas planetarias están emparentadas, a su propia manera neopitagórica, con el sentir chino.

En los textos clásicos chinos, el número seis es la correlación simbólica del elemento «agua». La arquitectura hexagonal del copo de nieve fue observada por Hang Ying ya en el año 135 a. C. Como es típico en él, Needham se pregunta qué clase de lente, qué grado de aumento tuvo a su alcance el observador chino. Fue el filósofo sabio Chu Hsi, «tal vez el más grande de toda la historia de China», quien relacionó las flores de nieve de seis puntas con las facetas de ciertos minerales. El mineral referido aquí es la selenita, cristales hexagonales translúcidos de yeso (sulfato de calcio). Como siempre en Needham, irradia la «santidad de la partícula diminuta» que decía Blake. La asociación de la selenita con los copos de nieve es «enormemente interesante porque prefigura el posterior desarrollo del proceso del bombardeo de nubes».

Surge de inmediato la cuestión que habría de dominar, incluso obsesionar, la obra y la vida de Joseph Needham. Tras haber llegado a estas brillantes percepciones empíricas e identificaciones interdisciplinarias, mucho antes que Occidente, ¿por qué los chinos no siguieron avanzando? En lugar de hacerlo, estos observadores sin parangón y creadores de pautas entrelazadas se contentaron con aceptar los fenómenos «como un hecho de la Naturaleza» y explicarlos «de acuerdo con la numerología de las correlaciones simbólicas». En Europa, después de Descartes y de las notaciones microscópicas publicadas en la Micrographia de Robert Hooke en 1665, el progreso fue rápido. Condujo, inevitablemente si podemos decirlo así, a la ordenada clasificación de William Scoresby de las formas de los cristales de nieve, a la que llegó después de sus viajes por el Ártico justo antes de 1820. ¿A qué se debe esa diferencia? El esfuerzo de Needham por responder a esta pregunta será monumental y heroico. Los chinos poseían los medios necesarios para la visión ampliada. Pero optaron por no avanzar más. Sin embargo, el tempranísimo y pionero conocimiento chino de la simetría hexagonal de todos los cristales de nieve «debiera recibir el galardón del elogio». Esta alocución un tanto arcaica, casi litúrgica, es característica del lenguaje de Needham.

Ahora bien, considérese la Hobhouse Lecture que pronunció en Londres en 1951. El tema fue «La ley humana y las leyes de la naturaleza». El argumento crítico empieza con la lex legale y el ius gentium tal como se exponen en el Derecho romano. Recoge el tropo de la legislación celestial en la epopeya babilónica de la creación y examina la «afirmación más clara de la existencia de leyes en el mundo no humano» que se puede encontrar en el homenaje de Ovidio a las enseñanzas de Pitágoras. Como es propio de él, Needham cita la inspirada versión de Dryden. La filosofía del Derecho expuesta por Ulpiano y Justiniano conduce a su vez a la comparación con las doctrinas de Confucio tal como las expone Mencio. La categoría de unas leyes de la naturaleza decretadas, en última instancia, por una divinidad suprapersonal y suprarracional está implícita en los logros de Kepler, Descartes y Boyle. Alcanza su punto máximo en la cosmología, regulada por la divinidad, de los Principia de Newton. El pensamiento chino, por otra parte, concibe las «leyes» en «un sentido organísmico whiteheadiano». Las jerarquías normativas y las pautas legislativas sí invaden la totalidad de la naturaleza, pero siguen siendo en lo esencial inescrutables y no poseen «contenido jurídico». Esto, reconoce Needham, tiene claros inconvenientes en lo que concierne a la evolución de la ciencia moderna. Pero evitó unas inhumanidades y una histeria como las que se manifestaron en los juicios europeos por brujería y las sentencias dictadas contra animales. El estudio de Needham pasa a Mach y Eddington y a las actuales teorías sobre el rango, experimental y ontológico, de las leyes científicas. La pregunta final es puro Needham: «El estado de ánimo en el que se podía perseguir judicialmente a una gallina ponedora ¿era quizá necesario en una cultura que posteriormente tendría la decencia de producir un Kepler?».

No hay un précis semejante que comunique el arte de la presentación de Needham. Alternan cáusticos tecnicismos y panoramas horizontales. Chispean las ironías. El basso profundo, sin embargo, contiene una exasperada tristeza. En la perenne crueldad y sinrazón humanas, en las miopías que han impedido a diferentes credos y culturas una colaboración tolerante. He aludido ya al gran archipiélago de notas a pie de página de Needham. Éstas constituyen un contrapunto al relato principal. Poseen un continuum propio que devana el argumento hacia atrás y hacia delante, que en ocasiones lo debilita con nuevas matizaciones y un desafío implícito. Needham combina una cierta concisión barroca, modelada sobre Burton, sobre Browne, sobre los teólogos del siglo XVII en cuya majestuosa retórica está muy versado, con el «canto llano» y la inmediatez de los artículos científicos modernos. Su estilo tiene quizá solamente un rival. Es el del clásico estudio de D’Arcy Wentworth Thompson titulado Sobre el crecimiento y la forma (la aportación de Needham a la embriología química se cita más de una vez). Consideremos a Thompson como un botón de muestra cuando habla de las pautas de crecimiento de ballenas y tortugas: «Más curiosa y aún menos conocida es la influencia de la luna en el crecimiento, como en el crecimiento y maduración de los huevos de ostra, erizo de mar y cangrejo. La creencia en esta influencia lunar es tan antigua como Egipto; se confirma y justifica, en ciertos casos, hoy, pero se desconoce por completo la manera en que se ejerce esta influencia». La voz podría desde luego ser la de Needham.

La semilla de la que brotaron los treinta tomos de Science and Civilization in China se sembró en 1937. En aquella época, Joseph Needham era un investigador en bioquímica que se estaba especializando en el estudio del desarrollo del embrión. Se sabía que sus simpatías políticas estaban con la izquierda militante que a la sazón luchaba en España. Llegó a Cambridge Lu Gwei-Djen. Needham se casaría con ella en 1939, dos años después de la muerte de su primera esposa, Dorothy Needham, a su vez una distinguida investigadora en bioquímica muscular. Con Lu Gwei-Djen vinieron otros dos bioquímicos chinos. «Vi que la mente de ellos tres era exactamente igual que la mía.» Esta coincidencia planeó la cuestión de por qué la ciencia moderna no había «despegado» en China. Needham, que no dominó un solo carácter de la escritura china

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