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Menos que uno: Ensayos escogidos
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Menos que uno: Ensayos escogidos
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Menos que uno: Ensayos escogidos

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Premio Nobel de Literatura 1987Menos que uno, primera recopilación de ensayos de Joseph Brodsky, muestra sus intereses poéticos, literarios, políticos e históricos.
Menos que uno es, en el sentido más amplio de la expresión, una magnífica autobiografía intelectual. Al lado de textos que son homenajes a su ciudad natal o a la memoria de sus padres, aparecen ensayos sobre poesía y poética. Sus análisis de la obra de escritores rusos como Ajmátova, Tsvietáieva y Mandelstam y de autores como Auden, Montale, Cavafis y Derek Walcott son explicaciones luminosas y absorbentes de la poesía del siglo XX. «Catástrofes en el aire», que aborda la historia y el futuro de la prosa rusa, es una exposición original y emocionante de la vida y la muerte de una tradición literaria. Inevitablemente, Menos que uno trata también de política. Ensayos como «Sobre la tiranía» y «Huida de Bizancio» constituyen profundas meditaciones sobre la historia y la edad moderna.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento15 ene 2017
ISBN9788416964574
Menos que uno: Ensayos escogidos
Autor

Joseph Brodsky

Joseph Brodsky(San Petersburgo, 1940 - Nueva York, 1996), poeta y ensayista exiliado de la antigua Unión Soviética en 1972, recibió en 1987 el Premio Nobel de Literatura. Está enterrado en el cementerio de San Michele de Venecia. Ediciones Siruela ha publicado Menos que uno (2006) y Del dolor y la razón (2015).

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    Menos que uno - Joseph Brodsky

    Índice

    Cubierta

    Portadilla

    Menos que uno

    Menos que uno

    La musa quejumbrosa

    El canto del péndulo

    Guía para una ciudad rebautizada

    A la sombra de Dante

    Sobre la tiranía

    El hijo de la civilización

    Nadiezhda Mandelstam (1899-1980): Necrología

    La fuerza de los elementos

    El rumor de la marea

    Una poetisa y la prosa

    Nota al pie de un poema

    Catástrofes en el aire

    Sobre «1 de septiembre de 1939» de W. H. Auden

    Para agradar a una sombra

    Discurso con motivo de una entrega de diplomas

    Huida de Bizancio

    En una habitación y media

    Notas

    Créditos

    Menos que uno

    En memoria de mis padres

    En memoria de Carl Ray Proffer

    Y el corazón no muere cuando pensamos que así debería ser.

    Czes/law Mi/losz, «Elegía por N. N.»

    Menos que uno

    1

    Puestos a hablar de fracasos, intentar recordar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas nos hacen sentir como un niño pequeño que se esfuerza por agarrar una pelota de baloncesto: las palmas de las manos no cesan de resbalar.

    Recuerdo bastante poco de mi vida y lo que recuerdo reviste poca importancia. La mayoría de los pensamientos que ahora recuerdo como interesantes para mí deben su importancia a la época en que se produjeron. Si en algún caso no es así, seguro que fue expresado mucho mejor por algún otro. La biografía de un autor estriba en sus giros lingüísticos. Recuerdo, por ejemplo, que, cuando tenía unos diez o doce años, se me ocurrió que la máxima de Marx de que «la existencia condiciona la conciencia» sólo era cierta durante el tiempo que esta última necesita para adquirir el arte del distanciamiento; en adelante, es independiente y puede a un tiempo condicionar y pasar por alto la existencia. A aquella edad, seguro que fue un descubrimiento... pero no precisamente digno de ser recogido por escrito y seguro que otros lo habían formulado mejor. ¿Y acaso importa en realidad quién fuera el primero en descifrar el cuneiforme mental del que «la existencia condiciona la conciencia» constituye un ejemplo perfecto?

    Así, pues, no escribo todo esto para que quede clara una ejecutoria (no hay tal cosa y, aunque la haya, es insignificante y, por tanto, aún no deformada), sino sobre todo por el motivo habitual por el que escribe un escritor: para dar o recibir un estímulo del lenguaje, en este caso de una lengua extranjera. Lo poco que recuerdo queda aún más empequeñecido al formularlo en inglés.

    Para el comienzo, más vale que me fíe de mi certificado de nacimiento, según el cual nací el 24 de mayo de 1940 en Leningrado (Rusia), pese a lo que aborrezco este nombre de la ciudad que hace mucho la gente común y corriente apodaba simplemente «Peter»... de Petersburgo. Hay un antiguo pareado que dice así:

    El viejo Peter restriega

    los costados de sus gentes.

    En la experiencia nacional, la ciudad es claramente Leningrado; con la vulgaridad en aumento de lo que entraña, se vuelve cada vez más Leningrado. Además, como palabra, «Leningrado» suena ya tan neutro a un oído ruso como «construcción» o «salchicha». Y, sin embargo, prefiero llamarla «Peter», pues recuerdo esa ciudad en una época en que no parecía «Leningrado»: justo después de la guerra. Fachadas grises o de un verde pálido con las marcas de balas o metralla; calles vacías e interminables con pocos transeúntes y escaso tráfico: un aspecto casi de hambriento y a consecuencia de ello unas facciones más marcadas y, si se quiere, más nobles, una cara delgada y dura con el abstracto brillo de su río reflejado en los ojos de sus hundidas ventanas. No se puede dar el nombre de Lenin a un superviviente.

    Aquellas magníficas fachadas picadas de viruela tras las cuales –entre pianos viejos, alfombras desgastadas, pinturas polvorientas con pesados marcos de bronce, restos de muebles (las que menos, sillas) consumidos por las estufas de hierro durante el asedio– estaba empezando a brillar, trémula, una tenue vida. Y recuerdo haber estado –al pasar por delante de aquellas fachadas camino de la escuela– completamente absorto imaginando lo que sucedía en aquellas habitaciones con el viejo y ondulado papel pintado en las paredes. He de decir que, gracias a aquellas fachadas y pórticos –clásicos, modernos, eclécticos, con sus columnas, pilastras y cabezas de animales o personas míticos de escayola–, a sus adornos y cariátides que sostenían los balcones, a los torsos en las hornacinas de sus entradas, aprendí más sobre la historia de nuestro mundo que más adelante en libro alguno. Grecia, Roma, Egipto: todos ellos estaban allí y desportillados por los proyectiles de la artillería durante los bombardeos. Y, gracias al gris río que discurría hacia el Báltico, contra cuya corriente lucha a veces un remolcador, y a sus reflejos, aprendí más sobre el infinito y el estoicismo que con las matemáticas y Zenón.

    Todo aquello tenía muy poco que ver con Lenin, a quien empecé a despreciar –supongo– incluso cuando estaba en primero de primaria... no tanto por su filosofía o práctica políticas, sobre las que a la edad de siete años sabía muy poco, cuanto por sus omnipresentes imágenes, con las que rebosaban casi todos los libros de texto, todas las paredes de aulas, los sellos de correos, el dinero y tantas cosas más, en las que figuraba la cara de un hombre en diversas edades y etapas de su vida. Había un Lenin niño, que parecía un querubín con sus rubios rizos. Además, Lenin con veintitantos y treinta y tantos años, calvo y tenso, con aquella expresión vacía en la cara que se podía confundir con cualquier cosa, sobre todo determinación. Esa cara obsesiona en cierto modo a todos los rusos y sugiere algún tipo de modelo para la apariencia humana, porque carece totalmente de carácter. (Tal vez por carecer de rasgos específicos, esa cara sugiere muchas posibilidades.) Además, había un Lenin viejo, más calvo, con su barba en forma de cuña y su traje con chaleco, a veces sonriente, pero con más frecuencia dirigiéndose a las «masas» –desde el techo de un vehículo blindado o desde el podio en algún congreso del Partido– con una mano extendida en el aire.

    También había variantes: Lenin con su gorra de obrero y con un clavel prendido en la solapa; con chaleco y sentado en su estudio, escribiendo o leyendo; sentado en un tocón a orillas de un lago y garabateando sus Tesis de Abril o cualquier otro disparate, al fresco. Al final, Lenin con una chaqueta paramilitar en un banco de parque junto a Stalin, el único que superaba a Lenin por la ubicuidad de sus imágenes impresas, pero entonces Stalin estaba vivo, mientras que Lenin estaba muerto y, aunque sólo fuera por eso, era «bueno», porque pertenecía al pasado, es decir, que contaba con el respaldo de la Historia y la naturaleza, mientras que Stalin contaba sólo con el de la naturaleza o al revés.

    Creo que el de llegar a hacer caso omiso de aquellas imágenes fue mi primer aprendizaje de la desconexión, mi primer intento de distanciamiento. Otros seguirían más adelante; en realidad, se puede ver el resto de mi vida como una ininterrumpida elusión de sus aspectos más importunos. He de decir que llegué muy lejos en esa dirección: tal vez demasiado. Cualquier cosa que sugiriera reiteración pasó a estar comprometida y expuesta a su eliminación, incluidos árboles, frases, ciertos tipos de personas, a veces el dolor físico incluso, y afectó a muchas de mis relaciones. En cierto modo, estoy agradecido a Lenin. Consideraba al instante alguna clase de propaganda cualquier cosa que hubiera en abundancia. Esa actitud contribuyó –creo yo– a una espantosa aceleración por entre el matorral de los acontecimientos, acompañada de superficialidad.

    No creo ni por un instante que haya que buscar todas las claves del carácter en la infancia. Durante tres generaciones, más o menos, los rusos han vivido en pisos comunes y habitaciones atestadas y nuestros padres hacían el amor, mientras nosotros fingíamos dormir. Además, hubo una guerra, el hambre, padres ausentes o mutilados, madres sexualmente hambrientas, mentiras oficiales en la escuela y extraoficiales en casa. Inviernos duros, ropa fea, exhibición de nuestras sábanas mojadas en los campamentos de verano y menciones de esos asuntos delante de otros. Además, la bandera roja ondeaba en el mástil del campamento. ¿Y qué? Toda aquella militarización de la infancia, toda la imbecilidad amenazadora, la tensión erótica (a los diez años, todos deseábamos a nuestras maestras) no habían afectado demasiado a nuestra ética ni a nuestra estética... ni a nuestra capacidad para amar y sufrir. No recuerdo estas cosas porque me parezcan claves para el inconsciente y, desde luego, no por nostalgia de mi infancia. Las recuerdo porque nunca lo he hecho, porque quiero que algunas de ellas permanezcan... al menos en papel; también porque mirar atrás es más satisfactorio que su opuesto. El mañana es menos atractivo que el ayer. No sé por qué, pero el pasado no irradia una monotonía tan inmensa como el futuro. Por su plenitud, el futuro es propaganda, como también lo es la hierba.

    La verdadera historia de la conciencia comienza con nuestra primera mentira. Mira por dónde, yo recuerdo la mía. Fue en una biblioteca de la escuela, cuando tuve que rellenar un impreso para hacerme socio. La quinta casilla se refería, naturalmente, a la «nacionalidad». Yo tenía siete años y sabía perfectamente que era judío, pero dije a la encargada que no lo sabía. Con equívoco tono alegre, me dijo que fuera a casa a preguntárselo a mis padres. Nunca volví a aquella biblioteca, aunque me hice socio de muchas otras que tenían el mismo formulario de solicitud. No me avergonzaba de ser judío ni temía reconocerlo. En el registro de la clase figuraban con todo detalle nuestros nombres, los de nuestros padres, nuestras direcciones y nacionalidades y, de vez en cuando, un maestro lo «olvidaba» en el escritorio de la clase durante los descansos. Entonces, como buitres, nos lanzábamos sobre aquellas páginas; todos mis compañeros de clase sabían que yo era judío, pero los niños de siete años no son antisemitas rigurosos. Además, era bastante fuerte para mi edad y lo que más importaba entonces eran los puños. Me avergonzaba de la propia palabra «judío» –en ruso, yevrei–, independientemente de sus connotaciones.

    El destino de una palabra depende de la variedad de sus contextos, de la frecuencia de su uso. En el ruso escrito, yevrei aparece casi tan poco como en el inglés americano mediastinum [mediastino] o gennel [caz]. De hecho, tiene también algo así como la categoría de palabra malsonante o de nombre de una enfermedad venérea. A los siete años, el vocabulario de un niño resulta suficiente para reconocer la rareza de esa palabra y resulta de lo más desagradable verse identificado con ella; en cierto modo, resulta opuesta a nuestro sentido de la prosodia. Recuerdo que siempre me sentí mucho más cómodo con un equivalente ruso de «judaca»: zhyd (pronunciado como el apellido de André Gide); era claramente ofensivo y, por tanto, carente de sentido y sin carga de alusiones. Un monosílabo carece de fuerza en ruso, pero, cuando se le aplican sufijos o desinencias o prefijos, entonces saltan chispas. Con todo esto no quiero decir que sufriese por ser judío en aquella tierna edad, sino sólo que mi primera mentira tuvo que ver con mi identidad.

    No fue un mal comienzo. En cuanto al antisemitismo en sí, no me importaba demasiado, porque lo ejercían sobre todo los profesores: parecía inherente a su negativa intervención en nuestras vidas; había que afrontarlo igual que las malas notas. Si yo hubiera sido católico romano, habría deseado que la mayoría de ellos acabaran en el Infierno. Desde luego, algunos profesores eran mejores que otros, pero, como todos ellos tenían poder sobre nuestra vida inmediata, no nos molestábamos en distinguirlos. Tampoco ellos intentaban distinguir entre sus esclavitos e incluso los comentarios más antisemitas tenían un aire de inercia impersonal. No sé por qué, pero nunca pude tomarme en serio ataque verbal alguno contra mí: en particular, los procedentes de un grupo de edad tan heterogéneo. Supongo que las diatribas que me lanzaban mis padres me templaban perfectamente. Además, algunos profesores eran judíos, a su vez, y no los temía menos que a los rusos de pura cepa.

    Se trata de un simple ejemplo de la doma del yo –junto con la propia lengua, en la que los verbos y los nombres cambian de colocación con toda la libertad con la que nos atrevamos a hacerlo–, que nos infundía una sensación tan intensa de ambivalencia, que, al cabo de diez años, acabábamos con una fuerza de voluntad no superior a la de un alga. Cuatro años en el ejército (a cuyas filas eran llamados los jóvenes a la edad de diecinueve años) completaban el proceso de sometimiento total al Estado. La obediencia pasaba a ser nuestra primera y segunda naturaleza.

    Si eras inteligente, intentabas, desde luego, burlarte del sistema ideando toda clase de rodeos, concertando tratos turbios con tus superiores, acumulando mentiras y recurriendo a los enchufes de relaciones seminepóticas. Llegaba a ser una tarea permanente. Y, sin embargo, sabías constantemente que la red tejida era una red de mentiras y, pese al grado de éxito o a tu sentido del humor, te despreciabas a ti mismo. Ése es el triunfo definitivo del sistema: tanto si lo vences como si lo secundas, te sientes igualmente culpable. La creencia nacional es la de que –como dice el proverbio– no hay mal que por –al menos una pizca de– bien no venga y –es de suponer– viceversa.

    La ambivalencia es –creo yo– la característica principal de mi nación. No hay verdugo ruso que no tema ser víctima algún día, como tampoco hay víctima, por lamentable que sea, que no reconozca (al menos para sí misma) una capacidad mental para llegar a ser un verdugo. Nuestra historia inmediata nos ha provisto bien para ambos casos. No deja de haber cierta sabiduría en ello. Podríamos pensar incluso que esa ambivalencia es sabiduría, que la vida misma no es ni buena ni mala, sino arbitraria. Tal vez nuestra literatura insista tan notablemente en las buenas causas porque la suya se ve tan gravemente amenazada. Si esa insistencia fuera simplemente hipocresía, no importaría, pero afecta a los instintos. Esa clase de ambivalencia es –creo yo– precisamente esa «buena nueva» que el Este, por tener tan poca cosa más que ofrecer, está a punto de imponer al resto del mundo y éste parece preparado para recibirla.

    Dejando de lado el destino del mundo, la única forma como un muchacho habría podido resistirse a su suerte habría sido la de descarriarse, cosa que resultaba difícil, porque nuestros padres –y uno mismo también– tenían temor a lo desconocido: sobre todo, porque te hacía diferente de la mayoría y, junto con la leche materna, recibías la enseñanza de que la mayoría tenía razón. Hace falta cierta despreocupación, cosa de la que yo no carecía. Al recordar mi abandono de la escuela a los quince años, me doy cuenta de que, más que consciente, fue una reacción visceral. Sencillamente, no podía soportar ciertas caras de mi clase –de algunos de mis compañeros, pero sobre todo de profesores–, conque una mañana de invierno, sin razón aparente, me levanté en plena clase e hice mi melodramática salida por la puerta de la escuela, sabiendo perfectamente que nunca volvería. De las emociones que me dominaban en aquel momento, recuerdo sólo la indignación conmigo mismo por ser demasiado joven y dejar que tantas cosas me mangonearan. Además, tenía esa sensación vaga, pero satisfactoria, de escape, de una calle soleada y sin fin.

    Lo principal era –supongo– el cambio de paisaje. En un Estado centralizado, todas las habitaciones tienen el mismo aspecto: el despacho del director de mi escuela era una réplica exacta de las cámaras de interrogatorios que unos cinco años después empecé a frecuentar. Los mismos paneles, mesas y sillas de madera: un paraíso para carpinteros. Los mismos retratos de nuestros fundadores: Lenin, Stalin, miembros del Politburó y Máximo Gorki (el fundador de la literatura soviética), si era una escuela, o Felix Dzerzhinsky (el fundador de la policía secreta soviética), si se trataba de un despacho para interrogatorios.

    Sin embargo, muchas veces Dzerzhinsky –el «Félix de Hierro» o el «Caballero de la Revolución», como dice la propaganda– decoraba también la pared del director, porque éste había bajado al sistema educativo desde las alturas del KGB. Y aquellas paredes estucadas de mis aulas, con su azul raya horizontal a la altura de los ojos, que recorría sin falta todo el país, como la línea de un común denominador infinito: en vestíbulos, hospitales, fábricas, cárceles, corredores de pisos comunes. En el único lugar en que no me encontraba con ella era en las cabañas de madera de los campesinos.

    Aquel decorado era tan enloquecedor como omnipresente y cuántas veces en mi vida me sorprendía a mí mismo mirando maquinalmente aquella raya azul de diez centímetros de ancho y confundiéndola unas veces con un horizonte marino y otras con la encarnación misma de la nada. Era demasiado abstracta para significar cosa alguna. Desde el suelo hasta la altura de los ojos, una pared cubierta con pintura verdosa o grisácea como una rata y aquella raya azul que la remataba; por encima de ella, se encontraba el estuco, virginalmente blanco. Nadie preguntaba nunca por qué estaba ahí. Nadie habría podido responder. Sencillamente, estaba ahí: una línea fronteriza, una divisora ente el gris y el blanco, abajo y arriba. No eran colores propiamente, sino insinuaciones de colores, que sólo podían interrumpir tramos altivos de marrón: las puertas, cerradas, entornadas. Y por la puerta entornada se podía ver otro cuarto con la misma distribución de gris y blanco marcado por la raya azul, además de un retrato de Lenin y un mapa del mundo.

    Fue agradable abandonar aquel cosmos kafkiano, aunque incluso entonces –o al menos eso parece– sabía vagamente que cambiaba el hambre por las ganas de comer. Sabía que cualquier otro edificio en el que entrara tendría el mismo aspecto, pues estamos condenados, de todos modos, a continuar moviéndonos en edificios. Aun así, sentí que debía marcharme. La situación financiera de nuestra familia era sombría: vivíamos principalmente con el salario de mi madre, porque a mi padre, tras ser despedido de la Marina conforme a la seráfica resolución de que los judíos no debían ocupar cargos militares importantes, le costó mucho encontrar un empleo. Naturalmente, mis padres habrían salido adelante sin mi contribución; habrían preferido que acabara los estudios. Yo lo sabía y, sin embargo, me dije que debía ayudar a mi familia. Era casi una mentira, pero así parecía mejor y en aquel entonces ya había aprendido a gustar de las mentiras precisamente por el «casi», que agudiza los contornos de la verdad: al fin y al cabo, la verdad acaba allí donde empiezan las mentiras. Eso es lo que un muchacho aprendía en la escuela y resultaba más útil que el álgebra.

    2

    Fuera lo que fuese –una mentira, la verdad o, lo más probable, una combinación de las dos– lo que me movió a tomar aquella decisión, le estoy inmensamente agradecido por haber sido, al parecer, mi primer acto libre. Fue un acto instintivo, una retirada. La razón tuvo muy poco que ver con él. Lo sé, porque desde entonces no he hecho otra cosa que retirarme y cada vez con mayor frecuencia y no necesariamente por aburrimiento ni porque sintiera que una trampa se abría ante mí; me he retirado tan a menudo de las situaciones perfectas como de las espantosas. Por modesta que sea la posición que ocupemos, si entraña cierto decoro, por poco que sea, podemos estar seguros de que algún día alguien se presentará a reclamarla para sí o –lo que es peor– a proponernos que la compartamos. Entonces o luchamos por ella o la abandonamos. Ha dado la casualidad de que yo siempre he preferido hacer esto último, no –en modo alguno– porque no pudiera luchar, sino por pura y simple indignación conmigo mismo: lograr algo que atraiga a otros denota cierta vulgaridad en la elección. En modo alguno importa que fuéramos los primeros en encontrar esa posición. Peor aún es llegar a algún sitio el primero, pues quienes vienen detrás tendrán un apetito mayor que el nuestro, parcialmente satisfecho.

    Más adelante lamenté con frecuencia aquella iniciativa, en particular cuando vi lo bien que les iba a mis antiguos compañeros de clase dentro del sistema y, sin embargo, yo sabía algo que ellos ignoraban. En realidad, a mí también me iba bien, pero en la dirección opuesta y algo más lejos. Una cosa de la que estoy particularmente satisfecho es la de haber conseguido conocer a la «clase obrera» en su fase verdaderamente proletaria, antes de que empezara a experimentar su conversión en clase media a finales del decenio de 1950. Aquel con el que traté en la fábrica en la que, a la edad de quince años, empecé a trabajar, encargado del manejo de una fresadora, era un «proletariado» auténtico. Marx lo habría reconocido al instante. Vivían –o, mejor dicho, «vivíamos»– todos en pisos comunitarios, cuatro o más personas en una habitación, en muchos casos con tres generaciones juntas todas ellas, durmiendo por turnos, bebiendo como tiburones, peleándose entre sí o con los vecinos en la cocina común o en una cola matutina ante el retrete común, pegando a las mujeres con determinación moribunda, llorando sin disimulo cuando Stalin cayó muerto o en el cine y soltando tacos con tal frecuencia, que una palabra normal, como «aeroplano», habría parecido a quien la oyera al pasar algo elaboradamente obsceno: en una palabra, convirtiéndonos en un océano gris e indiferente de cabezas o en un bosque de manos alzadas en las reuniones públicas en nombre de algún Egipto u otro.

    La fábrica era toda de ladrillo, enorme, procedente directamente de la revolución industrial. Había sido construida al final del siglo XIX y la población de «Peter» la llamaba «el Arsenal». Producía cañones. En la época en que empecé a trabajar en ella, producía también maquinaria agrícola y compresores de aire. Aun así, conforme a los siete velos de secreto que cubren todo lo relacionado con la industria pesada en Rusia, la fábrica tenía su nombre cifrado: «Apartado de Correos 671». Ahora bien, yo creo que se imponía el secreto no tanto para confundir a algún servicio de inteligencia extranjero cuanto para mantener un tipo de disciplina paramilitar, único recurso para garantizar alguna estabilidad en la producción. En cualquier caso, el fracaso resultaba evidente.

    La maquinaria estaba anticuada: el 90 por ciento de ella procedía de Alemania como reparación por la segunda guerra mundial. Recuerdo todo aquel zoo de hierro fundido, lleno de seres exóticos que llevaban los nombres de Cincinnati, Karlton, Fritz Werner, Siemens & Schuckert. La planificación era horrorosa; de vez en cuando la orden urgente de producir determinado artículo desbarataba cualquier intento de establecer algún ritmo de trabajo, un procedimiento. Al final de un trimestre (es decir, cada tres meses), cuando se esfumaba el plan, la administración lanzaba el grito de guerra con vistas a movilizar todas las manos para una tarea y se sometía el plan a un asalto. Siempre que algo se rompía, no había piezas de recambio y se llamaba a un grupo de caldereros, por lo general medio borrachos, para que practicaran su brujería. El metal llegaba lleno de cráteres. Los lunes casi todo el mundo tenía resaca, por no hablar de las mañanas siguientes al día de cobro del salario.

    El día siguiente a la derrota del equipo de fútbol de la ciudad o del nacional, la producción se reducía bruscamente. Nadie trabajaba y todo el mundo comentaba los detalles y la actuación de los jugadores, pues, junto con todos los complejos de una nación de primera, Rusia tiene el gran complejo de inferioridad de un país pequeño. Se debe sobre todo a la centralización de la vida nacional. Eso explica las estupideces positivas, «constructivas», de los periódicos y la radio oficiales, incluso cuando se refieren a un terremoto; nunca dan información alguna sobre las víctimas, sino que se limitan a cantar las alabanzas de la fraternal ayuda de otras ciudades y repúblicas, que suministran tiendas y sacos de dormir, o, si hay una epidemia de cólera, puede que sólo nos enteremos al leer una noticia sobre el más reciente éxito de nuestra maravillosa medicina, consistente en la invención de una nueva vacuna.

    Todo ello habría parecido absurdo, de no haber sido por aquellas mañanas muy temprano en que, tras haber acompañado mi desayuno con un té pálido, corría a coger el tranvía y, tras añadir mi granito al grupo gris obscuro de racimos humanos que colgaban del estribo, recorría la ciudad rosáceo-azulina, como una acuarela, hasta la entrada, en forma de caseta de madera, de mi fábrica. Había en ella dos guardas que comprobaban nuestras chapas y su fachada estaba decorada con pilastras clásicas de imitación. He notado que las entradas a cárceles, manicomios y campos de concentración están hechas con el mismo estilo: todas ellas recuerdan a los pórticos clásicos o barrocos. Menuda resonancia. Dentro de mi taller, bajo el techo había tonos de gris entretejidos y las mangueras neumáticas silbaban quedas en el suelo entre los charcos de fuelóleo que brillaban con los colores de un arco iris. A las diez de la mañana, aquella jungla de metal estaba en pleno ajetreo, chirriando y rugiendo, y el cañón de acero de un futuro mortero antiaéreo planeaba por el aire como el cuello descoyuntado de una jirafa.

    Siempre he envidiado a esos personajes del siglo XIX que podían mirar al pasado y distinguir los hitos de sus vidas, de su desarrollo. Determinado suceso indicaba un punto de transición, una fase diferente. Me refiero a escritores, pero en lo que pienso en realidad es en la capacidad de ciertos tipos de personas para racionalizar sus vidas, para ver las cosas por separado, si no con claridad, y comprendo que no se debe limitar ese fenómeno al siglo XIX. Sin embargo, en mi vida lo ha representado sobre todo la literatura. Ya sea por algún defecto básico de mi inteligencia o por la naturaleza fluida y amorfa de la vida misma, nunca he podido distinguir hito alguno y menos aún una boya. Si existe algo parecido a un hito, es el que no podré reconocer yo mismo, es decir, la muerte. En cierto modo, nunca existió algo que se pudiera llamar infancia. Esas categorías –infancia, vida adulta, madurez– me parecen muy extrañas y, si bien las utilizo a veces en la conversación, siempre las considero –en silencio, para mis adentros– prestadas.

    Supongo que siempre hubo un «yo» dentro de esa pequeña –y, más adelante, algo mayor– concha en torno a la cual «todo» sucedía. Dentro de aquella concha, la entidad que llamamos «yo» nunca cambiaba y nunca dejaba de contemplar lo que sucedía fuera. No estoy intentando insinuar la existencia de perlas dentro. Lo que digo es que el paso del tiempo no afecta en gran medida a esa entidad. Obtener una mala nota, manejar una fresadora, recibir una paliza en un interrogatorio o dar una clase sobre Calímaco en un aula son esencialmente la misma cosa. Eso es lo que nos hace sentirnos un poco asombrados cuando crecemos y nos vemos afrontando las tareas correspondientes a las personas mayores. La insatisfacción de un niño por la autoridad de sus padres y el pánico de un adulto que afronta una responsabilidad son de la misma naturaleza. No somos ninguna de esas figuras; tal vez seamos menos que «uno».

    Desde luego, se trata en parte de una consecuencia de la profesión. Si trabajas en la banca o si pilotas una aeronave, sabes que, después de haber adquirido un grado substancial de pericia, tienes más o menos garantizado un beneficio o un aterrizaje seguro, mientras que en el ámbito de la escritura lo que acumulas no es pericia, sino incertidumbres, que constituyen pura y simplemente otra forma de llamar el oficio. En esa esfera, en la que la pericia es una forma de granjearse la fatalidad, los conceptos de adolescencia y madurez se confunden y el estado de ánimo más frecuente es el pánico. Por eso, si recurriese a la cronología o a cualquier cosa que sugiera un proceso lineal, mentiría. Una escuela es una fábrica es un poema es una cárcel es la academia es el aburrimiento, con ráfagas de pánico.

    Salvo que la fábrica estaba junto a un hospital y el hospital junto a la cárcel más famosa de toda Rusia, llamada las Cruces¹. Y al depósito de cadáveres de aquel hospital fui a trabajar, tras abandonar el Arsenal, pues tenía el propósito de hacerme médico. Las Cruces me abrió las puertas de sus celdas poco después de que cambiara de idea y empezase a escribir poemas. Cuando trabajaba en la fábrica, podía ver el hospital por encima del muro. Cuando cortaba y cosía cadáveres en el hospital, veía a presos que caminaban por el patio de las Cruces; a veces lograban tirarme sus cartas por encima del muro y yo las recogía y las echaba al correo. En razón de esa ajustada topografía y de la encerrada concha, todos aquellos lugares, empleos, convictos, obreros, guardias y médicos se han fundido unos con otros y ya no sé si recuerdo a alguien que iba y venía por el patio –en forma de plancha de la ropa– de las Cruces o si soy yo quien caminaba por él. Además, tanto la fábrica como la cárcel habían sido construidas por la misma época aproximadamente y por fuera eran indistinguibles: una parecía un ala de la otra.

    Así, pues, carece de sentido para mí intentar seguir aquí un hilo consecutivo. La vida nunca me ha parecido una serie de transiciones claramente señaladas; más bien funciona como una bola de nieve y cuanto más avanza, más se parece un lugar (o una época) a otro. Recuerdo, por ejemplo, que en 1945 mi madre y yo estábamos esperando un tren en una estación ferroviaria cerca de Leningrado. Acababa de terminar la guerra, veinte millones de rusos estaban descomponiéndose en tumbas provisionales repartidas por todo el continente y el resto, dispersados por la guerra, estaban regresando a sus hogares o lo que quedara de ellos. La estación ferroviaria era una representación del caos primigenio. Las gentes asediaban los vagones para ganado como insectos locos; se subían a los techos de los vagones, se apretaban unos contra otros y demás. No sé por qué, mi mirada recayó en un hombre viejo, calvo e inválido, con una pierna de palo, que estaba intentando montar en un vagón tras otro, pero todas las veces se lo impedían a empujones quienes ya estaban colgados de los estribos. El tren arrancó y el viejo avanzó cojeando. En determinado momento logró agarrarse a un picaporte de uno de los vagones y entonces vi a una mujer, que estaba en la puerta, alzar una tetera y derramar agua hirviendo en plena coronilla del viejo calvo. El hombre cayó... y el movimiento browniano de millares de piernas se lo tragó y lo perdí de vista.

    Fue cruel, sí, pero ese ejemplo de crueldad se confunde, a su vez, en mi cabeza con una historia que se produjo veinte años después, cuando fue apresado un grupo de antiguos colaboradores de las fuerzas alemanas de ocupación, la llamada Polizei. Salió en los periódicos. Había seis o siete ancianos. Naturalmente, el nombre de su dirigente era Gurewicz o Ginzburg, es decir, que era un judío, por inconcebible que resulte imaginar a un judío colaborando con los nazis. Todos ellos fueron condenados a diversas penas. Naturalmente, el judío fue condenado a la pena capital. Según me contaron, la mañana de la ejecución fue sacado de su celda y, mientras era conducido al patio de la cárcel, en el que estaba esperando el pelotón de fusilamiento, el oficial encargado de la guardia de la cárcel le preguntó: «Ah, por cierto, Gurewicz [o Ginzburg], ¿cuál es tu último deseo?». «¿Mi último deseo?», dijo el hombre. «No sé... me gustaría cambiar el agua al canario...» A lo que el oficial respondió: «Pues ya se la cambiarás después». Ahora bien, para mí las dos historias son la misma; sin embargo, resulta aún peor, si la segunda historia es una pura leyenda popular, si bien no creo que lo sea. Conozco centenares de relatos similares, tal vez más y, sin embargo, se confunden.

    Lo que diferenciaba mi fábrica de mi escuela no era lo que había estado haciendo dentro ni lo que pensaba en los períodos respectivos, sino el aspecto que tenían sus fachadas, lo que veía camino de la escuela o del taller. En última instancia, las apariencias son lo único que existe. La misma suerte idiota correspondió a millones y millones de personas. El Estado centralizado ha reducido la existencia en sí –ya de por sí monótona– a una rigidez uniforme. Lo que quedaba para ver eran caras, el tiempo, edificios; también, el lenguaje que usaba la gente.

    Yo tenía un tío que era miembro del Partido y –ahora me doy cuenta– un ingeniero extraordinario. Durante la guerra, construyó refugios contra los bombardeos para los Genossen del Partido: antes y después construyó puentes. Unos y otros siguen en pie. Mi padre siempre lo ridiculizaba cuando discutía por dinero con mi madre, quien citaba a su hermano ingeniero como ejemplo de persona con una vida sólida y segura y, de forma más o menos automática, yo lo desdeñaba. Aun así, tenía una biblioteca magnífica. No leía demasiado, creo, pero una de las características de la clase media soviética era –y sigue siendo– la de subscribirse a las nuevas ediciones de enciclopedias, clásicos y demás. Yo lo envidiaba con locura. Recuerdo que, en cierta ocasión en que me encontraba detrás de su sillón y le miraba fijamente la nuca, pensé que, si lo mataba, todos sus libros pasarían a ser míos, pues entonces estaba soltero y no tenía hijos. Solía tomar libros de sus anaqueles e incluso me fabriqué una llave para abrir una alta estantería tras cuyos cristales se encontraban cuatro volúmenes enormes de una edición prerrevolucionaria de Hombre y mujer.

    Se trataba de una enciclopedia profusamente ilustrada, de la que sigo considerándome deudor por mis conocimientos básicos sobre el sabor de los frutos prohibidos. Si en general la pornografía consiste en un objeto inanimado que provoca una erección, vale la pena observar que, en la puritana atmósfera de la Rusia de Stalin, podías excitarte sexualmente con el cuadro –ciento por ciento inocente– de pintura realista titulado Admisión en el Komsomol, del que existían innumerables reproducciones y que decoraba casi todas las aulas. Entre los personajes representados en aquel cuadro había una joven rubia sentada en una silla con las piernas cruzadas de tal modo, que quedaban visibles seis o siete centímetros de uno de sus muslos. No era tanto esa pizquita de su muslo cuanto su contraste con el vestido marrón obscuro que llevaba lo que me volvía loco y me perseguía en mis sueños.

    Entonces fue cuando aprendí a descreer de toda la cháchara sobre el inconsciente. Creo que nunca soñé con símbolos, siempre vi la cosa real: pechos, caderas, ropa interior femenina. Esta última tenía una curiosa importancia para nosotros, los niños, en aquella época. Recuerdo que durante una clase alguien avanzaba a gatas bajo una fila de pupitres hasta llegar al escritorio de la maestra con un único propósito: mirarle bajo el vestido para ver de qué color eran las bragas que llevaba aquel día. Tras acabar la expedición, anunciaba con un dramático susurro al resto de la clase: «Lila».

    En una palabra, nuestras fantasías no nos molestaban demasiado: teníamos demasiada realidad de la que ocuparnos. En otro escrito he dicho que los rusos –al menos los de mi generación– nunca recurren a los psiquiatras. En primer lugar, no abundan precisamente. Además, la psiquiatría es propiedad del Estado. Se sabe que tener un historial psiquiátrico no es estupendo precisamente. Podría tener malas consecuencias en cualquier momento, pero, en cualquier caso, solíamos encargarnos nosotros mismos de nuestros problemas, seguir la pista de lo que pasaba dentro de nuestra cabeza sin ayuda exterior. Cierta ventaja del totalitarismo es la de que sugiere a una persona algo así como una jerarquía vertical propia, con la conciencia en la cima. Así supervisamos lo que ocurre en nuestro interior; casi informamos a nuestra conciencia sobre nuestros instintos y después nos castigamos. Cuando comprendemos que ese castigo no es acorde con el cerdo que hemos descubierto dentro, recurrimos al alcohol y nos emborrachamos hasta perder el sentido.

    Creo que ese sistema es eficiente y requiere menos dinero. No es que yo crea que la represión es mejor que la libertad; simplemente creo que el mecanismo de represión es tan innato en la psique humana como el de liberación. Además, pensar que eres un cerdo es más humilde y, en definitiva, más exacto que verte como un ángel caído. Tengo todas las razones del mundo para pensarlo, porque en el país en el que pasé treinta y dos años el adulterio y la asistencia al cine son las únicas formas de libre empresa, además del Arte.

    Aun así, me sentía patriota. Se trataba del patriotismo normal de un niño, con un fuerte regusto militarista. Admiraba los aviones y los buques de guerra y nada era más bello para mí que la bandera amarilla y azul del Ejército del Aire, que parecía un casquete de paracaídas abierto y con una hélice en el centro. Me encantaban los aviones y hasta hace muy poco seguía atentamente las novedades de la aviación. Con la llegada de los cohetes, abandoné y mi amor se volvió nostalgia de los aviones de turbohélice. (Sé que no soy el único: mi hijo, de nueve años de edad, dijo en cierta ocasión que, cuando se hiciera mayor, destruiría todos los turborreactores y reintroduciría los biplanos.) En cuanto a la Marina, a la edad de catorce años presenté, como buen hijo de mi padre, una solicitud de ingreso en la Escuela de Submarinismo. Aprobé todos los exámenes, pero el párrafo quinto –la nacionalidad– me impidió el ingreso y siguió sin verse correspondido mi irracional gusto por los abrigos de marino con su doble fila de botones dorados, semejantes a una calle nocturna con luces que se pierden de vista.

    Me temo que los aspectos visuales de la vida siempre me importaron más que su contenido. Por ejemplo, me enamoré de una fotografía de Samuel Beckett mucho antes de haber leído una sola línea suya. En cuanto al ejército, las cárceles me libraron del servicio militar, por lo que mi idilio con el uniforme siguió siendo platónico para siempre. En mi opinión, la cárcel es mucho mejor que el ejército. En primer lugar, en la cárcel nadie te enseña a odiar a ese «posible» enemigo distante. En la cárcel, tu enemigo no es una abstracción; es concreto y palpable, es decir, que siempre eres palpable para tu enemigo. Tal vez «enemigo» sea una palabra demasiado fuerte. En la cárcel, afrontas una idea extraordinariamente domesticada de enemigo, por lo que todo el asunto resulta enteramente terrenal, mortal. Al fin y al cabo, mis guardas o mis vecinos en nada eran diferentes de mis profesores o de aquellos obreros que me humillaban durante mi aprendizaje en la fábrica.

    Dicho de otro modo, el centro de gravedad de mi odio no estaba disperso en una ignota región capitalista extranjera; ni siquiera era odio. El maldito rasgo de la comprensión –y, por tanto, del perdón de todo el mundo– que apareció cuando estaba en la escuela alcanzó su plenitud en la cárcel. No creo que odiara siquiera a los interrogadores del KGB; propendía a absolverlos incluso a ellos (un inútil, tiene una familia que alimentar, etcétera). A quienes no podía justificar en modo alguno era a los que dirigían el país, tal vez porque nunca estuve cerca de ninguno de ellos. Hablando de enemigos, en una celda tienes uno de lo más inmediato: la falta de espacio. La fórmula correspondiente a la cárcel es una falta de espacio contrapesada por un exceso de tiempo. Eso es lo que de verdad te molesta: que no puedes vencer. La cárcel es una falta de opciones y la telescópica previsibilidad del futuro es lo que te vuelve loco. Aun así, es mucho –pero que mucho– mejor que la solemnidad con la que el ejército te azuza contra las personas del otro lado del planeta o casi.

    El servicio en el ejército soviético dura de tres a cuatro años y nunca conocí a nadie cuya psique no quedara mutilada por su camisa de fuerza –mental– de la obediencia, con la excepción tal vez de los músicos que tocan en las bandas militares y dos conocidos míos lejanos que se mataron de un tiro en 1956, en Hungría, cuando eran comandantes de tanques. El ejército es el que, al final, hace de ti un ciudadano; sin él, aún tienes una posibilidad, por mínima que sea, de seguir siendo un ser humano. Si alguna razón hay en mi pasado para sentir orgullo, es la de que llegué a ser un convicto y no un soldado. Incluso por haberme perdido la jerga militar –lo que más me preocupaba–, fui generosamente compensado con la de los delincuentes.

    Aun así, los barcos de guerra y los aeroplanos eran hermosos y todos los años había más. En 1945, las calles estaban llenas de camiones y jeeps «Studebekker», con una estrella blanca en sus puertas y capós: el material americano que habíamos recibido en préstamo y arriendo. En 1972, estábamos vendiendo, a nuestra vez, urbi et orbi esa clase de cosas. Si bien el nivel de vida durante aquel período mejoró entre un 15 y un 20 por ciento, podríamos expresar la mejora de la producción de armas en decenas de miles por ciento. Seguirá aumentando, porque es más o menos la única cosa que tenemos en ese país, el único ámbito tangible para el avance. También porque el chantaje militar, es decir, un aumento constante de la producción de armamentos que resulta perfectamente tolerable en el sistema totalitario, puede dañar gravemente la economía de cualquier adversario democrático que intente mantener un equilibrio. El aumento del armamento no es ninguna locura: es el mejor instrumento disponible para condicionar la economía de tu bando contrario y en el Kremlin lo han comprendido perfectamente. Cualquiera que aspirara al dominio mundial haría lo mismo. Las demás opciones o no son viables (competencia económica) o son demasiado aterradoras (utilizar de verdad los artefactos militares).

    Además, el ejército es una idea del orden propia de campesinos. Nada hay más tranquilizador para el hombre medio que la vista de sus cohortes desfilando ante los miembros del Politburó situados en la cima del Mausoleo. Supongo que nunca se les ocurriría a ninguno de ellos que estar de pie en la cima de la tumba de una reliquia sagrada es en cierto modo blasfemo. Supongo que la idea es la del continuum y lo triste de esas figuras en la cima del Mausoleo es que se suman en verdad a la momia en su desafío al tiempo. O lo ves en directo en la televisión o en forma de fotografía de mala calidad multiplicada en millones de ejemplares de los periódicos oficiales. Así como los antiguos romanos se relacionaban con el centro del Imperio haciendo que la calle principal de sus asentamientos siempre discurriera de Norte a Sur, así también los rusos comprueban la estabilidad y previsibilidad de su existencia mediante esas fotografías.

    Cuando yo trabajaba en la fábrica, salíamos al patio para los descansos del almuerzo; unos se sentaban y abrían los paquetes con sus bocadillos, otros fumaban o jugaban al voleibol. Había un pequeño arriate de flores rodeado por la habitual valla de madera. Ésta era una hilera de tablas de casi un metro de altura con espacios de diez centímetros entre ellas, sostenidas por un listón transversal hecho del mismo material, y pintada de verde. Estaba cubierta de polvo y hollín, exactamente igual que las canijas y marchitas flores del arriate cuadrado. Dondequiera que fueses en aquel imperio, siempre encontrarías aquella valla. Se expende prefabricada, pero, incluso cuando la gente la hace con sus propias manos, siempre sigue el trazado prescrito. En cierta ocasión fui a Asia central, a Samarcanda; me

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