Vivir peor que nuestros padres
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Milennials frente a boomers: cómo la precariedad ha pasado a formar parte de nuestras vidas.
Una generación sobradamente preparada se enfrenta a la persistente realidad de trabajos precarios, sueldos bajos y condiciones de vida peores que las de sus padres. Millennials frente a boomers. Además en el lapso temporal que separa a unos de otros no solo se ha perdido cualquier atisbo de estabilidad laboral, sino que se ha recrudecido una crisis climática que amenaza la idea de progreso sostenido.
¿Por dónde tirar ante la falta de certezas económicas y medioambientales? ¿Cuál es la solución? Este conciso ensayo propone repensar el presente e imaginar otro futuro.
Azahara Palomeque
Azahara Palomeque (El Sur, 1986) es escritora, periodista y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Es autora de los poemarios American Poems (2015), En la ceniza blanca de las encías (2017), RIP (Rest in Plastic) (2019) y Currículum (2022), así como de las memorias Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (2020). Es también colaboradora habitual de La Marea y El País. En Anagrama ha publicado Vivir peor que nuestros padres (2023).
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Vivir peor que nuestros padres - Azahara Palomeque
Índice
Portada
Pulgarcitos
Fin de fiesta
Los buitres
Nuevos lenguajes
Agradecimientos
Notas
Créditos
Azahara Palomeque (El Sur, 1986) es escritora, periodista y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Es autora de los poemarios American Poems (2015), En la ceniza blanca de las encías (2017), RIP (Rest in Plastic) (2019) y Currículum (2022), así como de las memorias Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (2020). Es también colaboradora habitual de La Marea y El País.
Vivir peor que nuestros padres Una generación sobradamente preparada se enfrenta a la persistente realidad de trabajos precarios, sueldos bajos y condiciones de vida peores que las de sus padres. Millennials frente a boomers. Además, en el lapso temporal que separa a unos de otros no solo se ha perdido cualquier atisbo de estabilidad laboral, sino que también se ha recrudecido una crisis climática que amenaza la idea de progreso sostenido. ¿Por dónde tirar ante la falta de certezas económicas y medioambientales? ¿Cuál es la solución? Este conciso ensayo propone repensar el presente e imaginar otro futuro.
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I saw the best minds of my generation destroyed by…
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Hace muchísimo frío. En apenas una semana hemos pasado del veroño en pleno noviembre a unas temperaturas casi gélidas arrastradas por el vórtice polar, esos vientos del Ártico que ya no corren en círculos porque les hemos estropeado su equilibrio, así que se desvían, juegan al oleaje desbocado y, de repente, descienden bruscamente hacia latitudes insospechadas, y nos congelan las manos. «Pero en casa no se fuma, que lo estoy dejando, y luego huele muy mal», me dice Jorge. Él, que se lo fumó y se lo bebió todo cuando aún éramos miembros legítimos de esa cultura del botellón que se resiste a morir, ahora finge hacerse el adulto respetando los interiores, pero con una litrona y un porro en la mano: en el fondo, no hemos cambiado tanto, el único problema es que ya rozamos los cuarenta. En la terraza antiquísima del piso de sus abuelos –muertos hace poco– cae la helada como si viviésemos en Suecia, aunque estamos en Badajoz. Pero dentro no se fuma, ok; las manos refugiadas en guantes que no abrigan asen cigarros a la espera de que rule la bestia, y ha llegado la hora que todos esperábamos, el momento de hacer balance y rememorar nuestras trayectorias con motivo de mi regreso definitivo de Estados Unidos, o con motivo de que es fin de semana, qué más da, no hemos perdido tanta capacidad pulmonar, nuestros hígados aún siguen funcionando y, entre calada y calada («es maría buena, al menos eso me lo puedo permitir»), el reloj se enfrasca en una espesa marcha atrás y van surgiendo biografías fantasmagóricas que se reflejan en las baldosas pulcramente instaladas hace sesenta años, antes de la obsolescencia programada: por eso todavía resisten. Jorge vive allí con Adela, su pareja, felices por ahorrarse el alquiler. En realidad, es una casa que dividieron en dos apartamentos y el de abajo lo ocupa su prima; comparten la terraza, para regocijo de las mascotas. No piensan tener hijos porque no le encuentran sentido y, además, Flecha, la gata que Adela rescató de la calle, se pondría bastante celosa.
«Teresa, ¿te acuerdas de ella?» Hizo Turismo y Humanidades, y después un máster; se largó de au pair a Inglaterra para aprender inglés y, cuando regresó, la contrataron en uno de los mejores hoteles de Castellón, donde le sacaban el zumillo doce horas al día por unos 1.600 euros brutos. «No ganaba mal», dicen, pero el día en que giró la llave de su apartamento a las once de la noche y se encontró con que el único alimento que le quedaba en la nevera era una cebolla podrida porque su horario era incompatible con el de cualquier supermercado presentó su dimisión, empezó de cero, se marchó a casa de sus padres a estudiar oposiciones y ahora da clases como profesora interina en un