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Cosas que vienen y van
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Libro electrónico172 páginas2 horas

Cosas que vienen y van

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A veces, cuando me habían acostado en una montaña de ásperos sobretodos, al escuchar esas voces alrededor de la mesa –seguían discutiendo (solo que yo no podía entender el porqué del griterío, si el volumen era porque estaban enojados o si se reían)– me despertaba en la habitación de Honey. ¡Qué maravilla las cosas que podían pasar! Me habían llevado en brazos mientras dormía y yo ni me había dado cuenta.

La joven Esti recuerda en Dios los cría momentos inolvidables de su infancia y va armando una genealogía amorosa llena de escenas ruidosas, confusiones, peleas, pero también mucho humor. Y se detiene en la figura de su abuelo, un inmigrante de Odessa que cruzó el Atlántico en búsqueda del sueño americano.
En El viejo bromista, una joven madre soltera regresa a su casa luego de una salida al ballet con un nuevo amigo. Mrs. Cheatham, la niñera de su pequeño hijo, la espera con la casa ordenada y tranquila. Es una noche fría, no para de nevar, y cada uno de estos cuatro personajes va a formar una suerte de caleidoscopio en el que se desplegarán, lentamente, los sueños, las opiniones y los sentimientos de cada uno.
En La vida que me diste, una mujer de mediana edad recibe una llamada: su padre se cayó de una escalera y está gravemente herido. En medio del shock por la noticia empiezan a surgir, irrefrenables, viejos recuerdos, peleas, esas cosas que no nos animamos a decir y ya puede ser tarde, esas cosas que nos arrepentimos de haber dicho pero ya no hay tiempo para pedir perdón.
En estas nouvelles que componen Cosas que vienen y van, Bette Howland, escritora largamente olvidada, explora la intimidad de tres mujeres tan diferentes como cercanas, y construye un libro potente y entrañable que nos recuerda la importancia de los vínculos y el ineludible paso del tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2023
ISBN9789877123180
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    Cosas que vienen y van - Bette Howland

    DIOS LOS CRÍA

    En la familia de mi padre todos se parecían; todos eran idénticos a la rama de su madre. Abarbanel era su apellido de soltera, y así les dice mi madre hasta el día de hoy: Los Abarbanel, esa banda de cotorras escandalosas. Tienen el parecido de los de la misma especie. Hombres enormes, morenos, virilmente marcados de viruela, mejillas azuladas por la barba inminente, mucho pelo, narices notorias. (Eso es válido para la tía Honey también; supongo que por eso nunca se casó). Mi abuelo se debe de haber preguntado qué hacía metido ahí. Yo me lo preguntaba. No tan claramente; pero hasta un niño podía darse cuenta de que el viejo no estaba hecho de la misma madera; y en las ruidosas cenas familiares –todos hablaban al mismo tiempo, subiendo el volumen cada vez más, como si estuvieran hablando idiomas distintos– él se quedaba dormido en la mesa; con la cabeza apoyada sobre las manos juntas en el mantel con manchas de vino.

    No se le movía ni un pelo del bigote.

    Mentiría si dijera que lo recuerdo bien, pero de eso estoy segura; tenía bigotes. Un manojo de paja por arriba del labio. Un fardo; una escoba. Hacían cosquillas y picaban, me mordisqueaban el cachete. Qué berrinche armaba yo cuando tenía que darle un beso, daba vuelta la cara para un lado y para el otro. Sus cejas eran de la misma cosa áspera, pero blancas, y tan abundantes que apenas se le veían los ojos.

    En cuanto al resto, me parece recordar a alguien flaco y encorvado, la pelada con el kipá de satén. Nunca tuvo mucho que decir sobre sí mismo. Excepto cuando estornudaba. Entonces se ponía violento:

    ¡Got-choo! ¡Got you!

    Era una sorpresa. Estornudaba en inglés. Me quedaba esperando que dijera algo más; alguna cosa más que yo pudiera entender. Pero nunca lo hizo.

    El apellido de mi abuelo –el apellido familiar– era uno de esos apellidos rusos como un trabalenguas; aunque se los dijera, sería difícil de pronunciar. En el viejo país (eso era Odessa, en el mar Negro; yo lo imaginaba realmente negro, de un negro ondulante, como los ojos de Honey) él llevaba adelante el negocio familiar: la fabricación de pintura, masilla, barniz. Lo que fuera que les ponían a esos materiales en esos días debe de haber sido muy fuerte; las puntas de sus dedos eran rosadas y brillantes. Nadie lo sabía y a nadie le importaba, hasta que un día tuvo que hacer los trámites para la licencia de conducir. Entonces, se descubrió que mi abuelo no tenía huellas dactilares.

    Era en Chicago, como ya debería haber mencionado a esta altura; y lo que es más, durante la ley seca. Así que ya saben lo que significa. Mafiosos. Ametralladoras. Rat-a-tat-tat. Los policías (me imagino que fue así; pasó mucho antes de que yo naciera) decidieron entretenerse con él; se burlaron de él, amenazaron con encerrarlo en el calabozo y tirar la llave. ¡La osadía de estos novatos! Venir a este país sin huellas dactilares. Le hicieron creer que había hecho algo mal, que había violado una ley: un matón, un gánster, peor que Al Capone. Culpable del crimen de Ausencia de Huellas Dactilares.

    Él tenía miedo de que lo mandaran de vuelta a su lugar de origen.

    Mi abuelo había tenido otra familia allá. Esa primera mujer perdió la cabeza durante un pogromo, asfixió a sus hijos y después se asfixió ella. Un hijo sobrevivió. El viejo lo abandonó cuando se vino a América –porque ¿qué podía hacer un viudo con un niño a su cargo?– con la intención de mandarlo a buscar cuando se estableciera. Pero pasaron otras cosas; perdieron contacto. Nadie más en la familia se dignó ni siquiera a mirar al hijo mayor, al propio medio hermano, hasta un par de años después de la guerra. El marido de la tía Flor (el segundo, el que decían que se hizo rico en el mercado negro) movió ciertos hilos y lo trajo. Y para entonces el viejo se había muerto.

    A veces, cuando me habían acostado en una montaña de ásperos sobretodos, al escuchar esas voces alrededor de la mesa –seguían discutiendo (solo que yo no podía entender el porqué del griterío, si el volumen era porque estaban enojados o si se reían)– me despertaba en la habitación de Honey. ¡Qué maravilla las cosas que podían pasar! Me habían llevado en brazos mientras dormía y yo ni me había dado cuenta.

    Había un empapelado de grandes rosas; la cama blanca y alta; la ondulación de las cortinas transparentes, la luz luchando por entrar; y la ropa interior enorme de Honey colgando de los postes de la cabecera y la piecera y desparramada sobre el cubrecama. Enaguas, medias, bombachones, sostenes; inflados y con arrugas como si estuvieran rellenos de su cuerpo.

    Y ahí, justo a mi lado, en un montón de almohadas, estaba la cabeza de Honey, el pelo negro como una mancha. La nariz grande, de perfil; los párpados pintados; un rulo suelto pegado a la mejilla.

    Yo tenía que parpadear; tan sorprendida estaba que podía oír como abría mis propios ojos.

    Y con eso, más rápida que una saeta, Honey giraba hacia mí su ojo como un globo brillante, me sonreía de costado y soltaba un chasquido que hacía con la mejilla.

    Todos los Abarbanel hacían ese sonido con la mejilla y pellizcaban las mejillas ajenas. Pero Honey más que nada hacía el chasquido. Yo podía verle los empastes de oro en los dientes.

    Hola, nena. (Así hablaba). ¿Cómo estás, ojitos preciosos de mi corazón? ¿Esti, mi pequeña bestia? (Esti era mi nombre). Otro hermoso día. Gracias a D. (Honey nunca nombraba a Dios, usaba iniciales).

    Como si hubiera sido ella la que se había despertado primera; como si todo el tiempo hubiera estado muriéndose de ganas de que yo me despertara también, acostada esperando, solo fingiendo que dormía –yo pensaba que los adultos solo fingían dormir– con el único objetivo de mostrarme su sorpresa. Bajaba las piernas por el costado de la cama y los resortes se movían con ella.

    Yo debo de haber sido una amargada. Eso es lo que pienso. Todos me hacían bromas, hacían muecas, abrían muy grandes los ojos y empujaban la pera hacia adelante. Pasó mucho tiempo hasta que me diera cuenta, estaban imitándome a mirándolos a ellos.

    En el tocador con el espejo vaivén yo olía las polveras de Honey y sus potes de cremas y sus botellitas azules de Evening in Paris; todo comprado en tiendas de baratijas. Es lo que le regalaban, del mismo modo en que a mí me regalaban rompecabezas y juegos.

    Cuando tuve edad de ahorrar, es lo que le regalaba yo también. Me mostró un prendedor con forma de acorazado, hecho con cuentas blancas, y lo alzó a la luz para que la luz brillara a través. Decía (ella me lo leyó): recuerdo de Pearl Harbor.

    Un piano vertical estaba instalado en el comedor y un banco tan lleno de partituras que había que sentarse encima para cerrarlo. Cuando las hermanas, Honey y Flor, se sentaban furtivamente una al lado de la otra, se cerraba. Claro que sí. Flor tocaba, Honey daba vuelta las páginas. Cantaban canciones en yiddish con las voces temblorosas y cantaban los últimos éxitos, bailando con los hombros, Flor castigaba los pedales.

    Flor era grande, como todos los Abarbanel, pero su piel era suave y muy blanca –el cuero cabelludo blanco–, blanca como esa parte que subía por el medio de su pelo negro y áspero. Las cejas se le juntaban en el entrecejo; la nariz se zambullía entre ellas, recta de punta a punta, los ojos a cada lado muy separados y divididos.

    Las uñas duras y rojas repiqueteaban en las teclas.

    O the stars at night

    Are big and bright

    (clap clap clap clap)

    Deep in the heaaart of Texxx-asss

    O the prai-ree moon

    Is like per-fume

    (clap clap clap clap)

    Deep in the heart of Tex-as.¹

    Honey masticaba su chicle; sus empastes soltaban destellos. Los ojos también brillaban. Y algo en la manera en que sacudía la cabeza, dándoles manotazos a las hojas de las partituras –algo profundo en su garganta y apasionado en su mirada–, me hacía pensar que estaba peleando contra las lágrimas.

    Mi padre tuvo una pelea con el resto de su familia, y no fuimos más a esa casa. El marido de Flor –el primero, el dentista; que se había ido a la guerra– había instalado una oficina al frente del departamento. La silla acolchada, el lavabo que perdía, el nombre en letras de calcomanía al revés en el vidrio; todo sumido en la oscuridad para preservarlo. Y la sala de estar también; las persianas venecianas bajas para que no se destiñeran las alfombras; sábanas para proteger los sofás y las sillas; los adornos en estantes a salvo detrás de los vidrios. Un par de muñecas sentadas bien derechas en almohadones, con vestidos de terciopelo y pelucas como nidos quebradizos: las pestañas de muñeca rígidas, las miradas de muñeca imperturbables.

    Una vez, cuando mi madre me llevaba a la rastra de compras por Twelfth Street, le dio un tirón a mi brazo; nos detuvimos en seco. Las había visto venir hacia nosotras. La madre, las dos hijas, las carteras al hombro. La vieja –mi abuela– tenía todas las características de los Abarbanel con sus rasgos más arquetípicos, orgullosos y contundentes. La nariz poderosa y tosca con esos costados amenazadores; los pechos enormes le colgaban hasta el cinturón. Esa bajada era formidable. Toda su autoridad parecía establecida por ellos.

    Su pelo se había vuelto de un gris metálico, pero sus cejas y sus lunares seguían teniendo pelos negros.

    Nos miraron y las miramos y después mi abuela le pegó un codazo a Flor de un lado y a Honey del otro y las tres se dieron la vuelta –con los brazos enlazados y balanceando las carteras–. Si alguien pensaba que de frente se parecían, me habría gustado que las hubiera visto de atrás en ese preciso momento. No se distinguían una de otra. Las tres caderas apuntalaban las faldas como las sábanas que protegen los sofás. Me pregunto si estaban haciendo fuerza para proyectar sus traseros hacia nosotras.

    ¿Qué te hace pensar que no lo estaban haciendo?, dijo mi madre. No me atrevería a decir que están por encima de algo así. ¿Qué pretendías de una banda de Abarbanel?

    En todo ese tiempo, mi abuelo nunca dejó de venir a nuestra casa. Era un pintor de casas; mi padre lo ayudaba con frecuencia. A mí me gustaba verlos cortar las tiras enruladas de empapelado, alisar el pegamento dulce. (El sabor era suave también). No necesito decirles a qué me hacían acordar los pinceles. El abuelo no me había hablado antes y no empezó a hacerlo ahora; pero ahí estaba, en nuestra cocina, los codos en la mesa, revolviendo su té con una cuchara larga y tintineante. El limón en un remolino dentro del vaso; motas amarillas; sedimentos de sol. Fumaba los cigarrillos que enrollaba él mismo con un rápido movimiento y un lengüetazo –era el tabaco lo que le daba ese tono amarillo a su bigote–, las hebras retorcidas se encendían en una fugaz llamarada.

    Yo estaba segura de que su bigote se iba a incendiar. Quizás no lo hiciera, pero sus cejas sí.

    Un día levanté la vista y vi al tío Reuben en nuestro porche de entrada, metiendo algo en el buzón. Era verano, el mosquitero estaba enganchado. Fui a espiar.

    Reuben era el bebé de la familia; lo acababan de llamar del Ejército. Estaba en uniforme. Debajo de los bolsillos con botón de su camisa caqui tenía algo parecido a unos pechos, y su cara todavía estaba púrpura y grumosa por el acné.

    La acercó y habló a través del mosquitero.

    Dile a mi hermano Sammy que su padre se murió, dijo Reuben; y se dio la vuelta y bajó los escalones corriendo. Sonaron como si los estuviera aplastando.

    Cuando llegó abajo se giró y me miró.

    ¿Esti? Eh, ¿Esti?

    Esperó. Lo seguí mirando.

    Uf, olvídalo, dijo Reuben.

    El cajón tenía la tapa levantada, estaba forrada con un satén acolchado y brillante, como las tapas de las cajas de bombones de San Valentín, y un cordón rojo aterciopelado iba de lado a lado del frente. La gente pasaba por delante, mirando. Mi madre me alzó para que yo viera lo que miraban. Inmediatamente –antes de darme cuenta–, de la misma manera en que apartas con brusquedad la mano del agua hirviendo antes de saber que te quemaste–, me cayeron lágrimas.

    A través de su brillo de lentejuelas vi las cejas blancas, el bigote amarillento, la nariz ganchuda. Los dos conductos oscuros. Todo parecía endurecido, seco, hecho de paja, como su bigote. Y peor aún –sabía que nadie me creería si trataba de decirlo–, sus mejillas arrugadas parecían pintadas con labial. Empolvadas también. Hasta los pelos de la nariz. ¡Empolvados!

    Cuántas veces me habían alzado de esa misma manera para el beso del viejo; y yo lloraba y daba vuelta la cara y veía, a través del brillo, que seguramente lo estuviera lastimando. Ahora él me daba vuelta la cara. De una vez por todas: un desprecio helado.

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