El pájaro de leche y sangre
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La existencia de la bailarina se verá trastocada primero por la llegada de un amigo de su hermano, y luego por una herida que le provocará el jefe de los oficiales del Partido, poniendo en juego su rol en una versión única de El lago de los cisnes.
Por miedo a perder el papel protagónico, la joven forzará a su cuerpo a soportar dolores extremos, pero al hacerlo, la herida de su carne cobrará forma en su interior hasta transformarse en un segundo cuerpo indomable.
Mientras lucha contra la criatura salvaje que la habita, en el pueblo se gesta una rebelión para terminar con el poderío de la iglesia, que ha puesto el discurso del miedo al servicio de erradicar los últimos vestigios de las antiguas leyendas.
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El pájaro de leche y sangre - Martina Antognini
EL PÁJARO DE LECHE Y SANGRE
ODELIA EDITORA
facebook.com/odeliaeditora
odeliaeditora@gmail.com
www.odeliaeditora.com
Copyright © 2023 Odelia editora
© 2023, Martina Antognini
Corrección: María Eugenia Krauss
Ilustración de tapa: José Ballarati
Diseño de tapa e interiores: instagram @che.ca.dg
Fotografía de solapa: Ph Jazmín Teijeiro.
Tipografías: ©Traffic Personal Use ©Lemon Milk ©Futura Lt BT
Digitalización: Proyecto451
No se permite la reproducción parcial o total de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del editor.
Su infracción está penada por la Ley 11.723 y 25.446.
EL PÁJARO DE LECHE Y SANGRE
MARTINA ANTOGNINI
Ganadora del segundo premio en la categoría Novela
del Concurso de Letras 2021 del Fondo Nacional de las Artes
COLECCIÓN
AvalanchaÍndice de contenidos
Portada
NIEVE
Una casa en el páramo
SANGRE
Un accidente en la nieve
NIEVE
Una misa en el barro
SANGRE
Una gallina muerta
CISNE
Un traje de plumas
SANGRE
Una chica en la puerta
NIEVE
Un paisaje blanco
SANGRE
Un papel en el carbón
CISNE
Una corona de espinas
SANGRE
Un rastro de sudor
NIEVE
Una pira en el telar
CISNE
Un cuerpo sobre la mesa
SANGRE
Un muro rojo
NIEVE
Una bañera llena de ceniza
SANGRE
Un reloj en la tormenta
NIEVE
Un cuarto sin ventanas
CISNE
Un hombre sin sombra
NIEVE
Una chica perdida
SANGRE
Un cuerpo en el hielo
NIEVE
Un grito en el telar
SANGRE
Un rastro en la nieve
CISNE
Un vientre hinchado
NIEVE
Una bandera roja
SANGRE
Una brasa de cigarrillo
CISNE
Un pájaro negro
NIEVE
Un tobillo roto
SANGRE
Un pájaro blanco
NIEVE
Una calle llena de gente
LECHE
Un llanto debajo de la mesa
SANGRE
Una hoguera en el barro
NIEVE
Un hombre ungido
SANGRE
Un llano rojo
PÁJARO
Una casa en llamas
Epílogo
NOTA
Para Marga y Cuero, con amor
Quemábamos todo para calentarnos: yo quemé las repisas, el caballete de escultura y libros sin número ni medida.
Boris Eichenbaum consiguió una estufa de trinchera, se sentaba delante de ella hojeando las revistas. Sacaba de ellas lo más necesario, lo demás lo quemaba. Él no podía quemar un libro sin haberlo leído antes.
Yo quemaba todo. Si hubiese tenido piernas o brazos de madera, aquel año los habría quemado.
Érase una vez, Víktor Shklovski
Yo vide una garza mora dándole combate a un río,
así es como se enamora tu corazón con el mío.
Tonada de la luna llena, Simón Díaz
NIEVE
Una casa en el páramo
No podemos hablar de los muertos que nos han abandonado. No podemos pronunciar sus nombres. Daniel perteneció a aquellos que, una vez, condenaron el silencio, pero ahora el invierno se nos ha metido dentro de la boca a los dos, y nada huele como la lluvia o el verano.
Vivíamos en el páramo donde habitaba el frío viejo. Un paisaje yermo dormía allá afuera, en el brezal, y otro adentro, debajo de nuestro techo, junto al papel floreado de la pared. Mi hermano había luchado contra él inútilmente. Había cegado las ventanas con cartones y tapado las rendijas con trapos y papeles. Pero el cuerpo del frío estaba hecho de una materia blanda y flexible y, a través de los cristales y por debajo de las puertas, había invadido. Derrotado, mi hermano retrocedió y entregó al frío que avanzaba nuestro espacio, a cambio de su cordura. Abandonó todas las habitaciones, cerró todas las puertas, y nunca más volvió la vista atrás para mirar al otro lado de la escalera que subía al primer piso.
El fuego amaneció, un día, pobre y frío, y no tuvimos con qué alimentarlo. Y del mismo modo en el que resignamos el espacio, renunciamos también a los objetos. Nos deshicimos de los manteles y de las cortinas, entregamos, en el pueblo, los jarrones, las tazas de café y las lámparas del techo a cambio de pan y carbón. Elegimos conservar el piano viejo, dos o tres sillas de paja, la máquina de escribir, la mesa redonda en la cocina y una cama en el desván.
En este estado de cosas nos halló Daniel, la noche en la que la tormenta se desató sobre el páramo. El frío había helado las tuberías y tuvimos que lavarnos con la nieve que mi hermano había recogido con un cubo y puesto a calentar encima del horno. Hacía esto cada día, porque prefería buscar la nieve limpia del otro lado del cerco a caminar hasta el lago y romper con un palo el hielo que cubría la superficie. Salía de casa muy temprano, cuando todavía no era el alba, y abandonaba el camino, se internaba en el pinar. Regresaba, después de mucho tiempo, con el cubo bajo el brazo, rojo de amanecer, pálido de frío.
Mi hermano siempre decía que el invierno había durado tanto como dura la vida de un cuervo. Decía que nadie en el pueblo podía recordar el último día del estío, cuando el viento sopló sobre las espaldas de los hombres, pero que todos juraron que el daño lo había hecho una mujer, por haber chupado la pulpa de un membrillo y echado a perder el carbón. La llamaban la Doncella, y de ella decían que andaba desnuda por el páramo, porque en su ombligo ardía el fuego de un lagarto. Decían que había tomado al invierno por esposo y que había hecho de nuestro suelo su morada. Primero heló los cerrojos y los picaportes y luego mató a los perros de dolor. Heló la miel, heló los fuegos. Y conquistó.
Yo no recuerdo la tierra cuando era blanda. No recuerdo el agua del lago cuando estaba en movimiento. Nunca escuché cantar al zorzal, nunca vi correr a algún zorro. Fui una hija del invierno. Hubo muchos como yo: gente fría del pueblo blanco. Pero hubo otros que no pudieron olvidar la humedad del monte ni los gritos de la garza. Daniel fue uno de ellos y mi hermano lo quiso como si fuese su sangre. Y cualquier cosa que para él tuviese algún valor la habría puesto en sus manos, incluyéndome a mí.
Mi madre lo había llamado Domnhall. Decía que lo había visto en sueños, cuando todavía dormía en el interior de su vientre y tenía la forma de una semilla. Decía que me había visto a mí, años más tarde, hecha del mismo barro y de la misma sal, una semilla caliente, un bulto pálido.
Llevábamos una vida silenciosa. Hacía mucho tiempo que nos habíamos quedado solos y mi hermano charlaba conmigo pocas veces. El frío no lo dejaba descansar, el terror a lo que amparaba la noche lo angustiaba. Temía que el invierno me matara mientras dormía en el desván, temía que alguien destrozara mi cuerpo en el sendero, cuando volvía sola a casa, porque el camino era muy largo y el crepúsculo en el páramo muy oscuro. También lo era en el pueblo, húmedo como un pantano, en la calle, sucia de la arcilla que se cocía en los hornos de la fábrica, sucia de la sal que los monaguillos tiraban en el suelo para que el cura no se rompiera el cuello. Gris era el humo que salía de las chimeneas, gris era el vapor que humeaba en los telares. Negra era la cruz, negras eran las banderas. Negros eran los ojos del que gobernaba en los carteles que decían: SEA SENSATO Y OBEDEZCA.
Íbamos al pueblo en bicicleta. Mi hermano pedaleaba a lo largo del camino y yo iba sentada encima del manubrio, protegiendo, con la lengua, mi aliento del viento que doblaba los pinos, el manto de mamá sobre los hombros.
El sendero era solitario, porque no había perros ni pájaros, excepto los cuervos que, en los alambres del cerco, se posaban a graznar. Una milla y media de barro y de ceniza. Dos, nos parecía, si teníamos que ir a pie.
El camino terminaba junto al camposanto de la iglesia, donde crecían la menta y el escaramujo. Mi hermano se detenía bajo la cruz torcida en el techo, donde nacía la calle ancha del pueblo, y, con un gesto de la mano, me decía adiós. Esa era la primera y única palabra que pronunciaba todas las mañanas, cada día del invierno de nuestro descontento. Luego se alejaba calle arriba y nunca volvía la vista atrás, para no tener que ver de nuevo el cuerpo de su hermana tras su espalda, el manto que había sido de mamá encima de otros hombros.
Las mujeres del pueblo también llevaban mantos. Mientras esperaban de pie frente a la puerta del almacén, bajo el agua que se había congelado en el alero del techo, rogaban que no llegara la tormenta. Llevaban canastas de mimbre o bolsas de trapo, niños y niñas helados tomados de las manos. Yo llevaba un abrigo rojo, única cosa que me pertenecía y no había sido una herencia, la falda sobre las medias de lana, el suéter de pelo gris.
El frío nos había destrozado a todas los dedos de las manos, nos había partido las uñas. Nos dolía en los huesos, nos dolía en la espina de la espalda.
El hombre que atendía el almacén salía a quitar la nieve de la puerta y mandaba a su hijo a echar un puñado de sal sobre los escalones. Escupía la tierra, maldiciendo el nombre que escondía debajo de la lengua, antes de darnos el pescado envuelto en papel, un pedazo de jabón cortado con un cuchillo, el queso blanco de las cabras que dormían debajo de la mesa para que el frío no las matara. Abríamos nuestros pañuelos y él nos entregaba un puñado de carbón. Llenaba nuestras manos con cosas inútiles, para que tuviéramos consuelo: un pedazo de lija, noventa centímetros de cordel, un frasco de cera para lustrar los muebles, la fruta blanda, a punto de pudrirse.
La calle por la que me marchaba olía a leche y a maíz. Era una calle de barro y, sobre esta, Katenka abría, todas las mañanas, su bar oscuro y polvoriento. Yo había atravesado el umbral de esa puerta por primera vez la mañana en la que nuestro fuego había amanecido helado, y ella me había recibido con la boca embarrada de carmín y un cigarrillo debajo de la lengua. Me había separado los dientes con sus dedos, había examinado la carne debajo de mis uñas. Y, como me halló joven y limpia, me aceptó. Me dio un uniforme de color negro, con el cuello y lo puños blancos, y un pedazo de jabón para que lavara sus manteles.
En el pueblo, los días eran cortos. Clareaba cuando ya era la hora del almuerzo y Katenka me mandaba sacarle las espinas al pescado. Oscurecía muy temprano, cuando los obreros aún no habían salido de la fábrica. La noche, en cambio, era muy larga, pero, sobre todo, era oscura cuando regresaba a casa por el sendero de ceniza, con la falda manchada de aceite y espuma de cerveza.
Mi hermano siempre esperaba mi regreso sentado cerca de la lumbre. Encendía una luz junto a la ventana mientras el café se calentaba dentro de un jarro, para que fuese mi guía en la oscuridad terrible. La encendió la noche en la que llegó Daniel y, aunque hallaba cierto consuelo en su compañía, temió de todas formas, como temía cada noche, que yo no regresara a casa y que, a la luz del nuevo día, un cuervo hallara mi rostro destrozado en el camino.
—No tenían más café —le dije cuando apareció, temeroso, bajo el umbral de la puerta de la cocina.
Él se detuvo a contemplarme.
—No importa —contestó.
Me había visto y estaba viva, y mi sangre, que también era la suya, no había salpicado la nieve, ni mi carne se había convertido en alimento para las aves.
—La venciste otra vez —dijo.
—¿A quién? —pregunté, y limpié, sobre un trapo viejo, el barro de mis zapatos.
Tenía mojado el dobladillo de la falda. La piel me olía a humo y a sal. Alguien me había quemado el interior de un muslo con la brasa de su cigarrillo.
—A la tormenta.
Se metió un cigarrillo dentro de la boca y no volvió a mirarme mientras me dejaba, sola y fría, en el medio del pasillo.
—Esta es mi hermana —lo oí decir.
Del otro lado del umbral, la cocina de mi casa estaba tibia.
—Lo sé.
Daniel intentó sonreír. Estaba sentado del otro lado de la mesa, frente a un plato lleno de ceniza y cáscara de fruta. Era alto, igual que Domnhall, y esbelto. La ventisca le había mojado el pelo y llevaba en las mejillas la marca del sol cuando ardía sobre la nieve de los campos. Me observaba, lleno de prudencia, ocultando, tras el humo de su cigarrillo, la sorpresa.
—Daniel se va a quedar —dijo Domnhall.
Daniel no lo miró. Había apartado sus ojos de mí y apagado el cigarrillo.
—Hoy no —contestó—. Tengo el coche.
—El motor debe estar helado. Ni hablar de los caminos.
Pero no teníamos otra cama y casi no nos alcanzaban las mantas. Mi hermano dormía en el sofá de la sala vacía, junto a un fuego encendido dentro de un balde de latón.
—Si duerme en el suelo, amanecerá muerto —dije.
Y dejé las bolsas encima de la mesa. Rompí los envoltorios de papel, corté el cordón que ataba el pescado, me saqué las cebollas y los berros de los bolsillos.
Domnhall suspiró.
—Ya lo sé.
—No voy a cortarle yo los dedos de las manos cuando el frío se los quite —repliqué.
—Ya lo sé —repitió él.
Tomó la caja de cerillas y encendió el cigarrillo.
—¿Así de duro es aquí? —preguntó Daniel.
En ese suelo yermo que habitábamos, ese pedregal frío, esa estepa inmóvil, lejos de la civilización de las chimeneas y el cemento.
—Domnhall —lo llamé.
Mi hermano cerró los ojos. Estaba cansado y conocía las palabras que saldrían de mi boca. Pero yo también estaba exhausta y el cuerpo me olía a polvo y a vinagre. En la piel de mi entrepierna ardía, todavía, la brasa que un hombre había extinguido sobre mi carne.
—La gente del pueblo no debería venir aquí —dije.
—Nadie nos va a hacer preguntas —contestó—. A nadie le importa lo que hagamos si seguimos trabajando y vamos a la iglesia.
Nosotros no íbamos a la iglesia. Nadie nos había mojado la frente con los óleos. Nadie nos había dado de probar el cuerpo de Cristo. Vivíamos en un paisaje agreste, apartado de la cruz y de las banderas. Mi hermano trabajaba en las oficinas del Partido, mecanografiando, sobre un escritorio cojo, los guiones para los programas oficiales de radio. Había sido instruido en lo que debía escribir, había sido, muchas veces, advertido. Le habían dado a cambio un sueldo pobre y una taza de café. Yo fregaba el suelo de Katenka y guardaba un par de zapatillas de baile en el bolsillo. Éramos gente pobre. No creíamos en la reminiscencia, no creíamos en las hogueras que purgaban, no contábamos con el perdón de Cristo.
—A la gente del pueblo no le gusta que habitemos este páramo —le dije—. Creen que hay demonios que viven debajo de esta tierra. Son supersticiosos, Domnhall. Van a venir. Nos van a hacer preguntas.
Daniel me miró y sus ojos fueron mansos.
—Tu hermana es más inteligente que nosotros —dijo, y yo vi el esbozo de su risa, invisible para Domnhall, esbozada para mí—. Te pido perdón. No quiero que pases la noche muerta de miedo.
—No tengo ningún miedo que no tenga cualquiera en ese pueblo —repliqué.
—Basta —me suplicó Domnhall.
Se había levantado de la silla y echado dentro del cubo la ceniza que había caído sobre la mesa. Había deseado volver a verme desde el momento en el que me había dejado, para asegurarse de que mis heridas estaban en su pensamiento y no en mi carne, no obstante, ahora que podía oírme, huía de mi voz y de mi sombra, regresando, en su memoria, a ese momento en el que yo todavía no existía y la piel de mamá aún estaba tibia.
—Por favor —dijo, despacio—. Ya lo sabe.
Pero si todos sabíamos, entonces, ¿éramos cómplices?
Me quité el abrigo rojo. Me quité los zapatos. Dejé sobre la mesa el manto que abrigaba mi frente y ocultaba, a ojos de los otros, la marca invisible de Caín.
—Dámelo —dije, y le quité el cubo de las manos—. Que meta dentro el carbón y lo prenda fuego. Si enciende uno bueno, quizás no se muera.
SANGRE
Un accidente en la nieve
Daniel durmió hasta que la nieve cayó sobre la leche y el pan. Durmió toda la noche y toda la mañana, y el frío nunca derrotó su espíritu. Mi hermano alimentó para él el fuego en el cubo. Antes del alba, yo oí su cuerpo rondar en el pasillo.
La luz del día no alumbraba todavía. En el desván, el frío había encontrado una rendija y debajo de su peso se dobló mi vientre, se encorvaron mis hombros. Cuando me levanté de la cama, él se alzó conmigo y en su compañía me desnudé. Sin embargo, no venció mi empeño. No destruyó mi voluntad ni tampoco mi cordura, al menos en parte, porque yo había aprendido, hacía mucho tiempo, que nuestra existencia estaba unida a la suya, y despertaba cada día sabiendo que estaba junto a mí.
Me vestí a toda prisa. Me peiné el cabello con los dedos. Bajé por una escalera muy estrecha y me detuve junto al calor del fuego que ardía en la salamandra de la cocina.
—Un pájaro pequeño se enfrentó anoche a la tormenta —dijo Domnhall.
Miraba, desde el otro lado de la mesa, el cuerpo