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La única realidad: Trilogía de la única verdad, #2
La única realidad: Trilogía de la única verdad, #2
La única realidad: Trilogía de la única verdad, #2
Libro electrónico513 páginas10 horas

La única realidad: Trilogía de la única verdad, #2

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Tras los acontecimientos de La Única Verdad y esperar más de una década, Martina por fin puede retomar todo aquello que dejó a medias. Contar con el espacio suficiente para trazar un meticuloso plan, teniendo en cuenta todos los caminos y posibilidades, parece sinónimo de éxito. ¿Lo es? ¿Podrá rescatar a todos aquellos que quedaron atrapados? ¿Entenderá por fin de dónde provienen esas extrañas habilidades que obtuvo y que la convirtieron en alguien único dentro del bucle?

Resolver todas las incógnitas no será fácil, porque el tiempo, caprichoso, tiene otros planes para ella.

IdiomaEspañol
EditorialRay García
Fecha de lanzamiento17 nov 2022
ISBN9798215369494
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    La única realidad - Ray García

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    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    Copyright © 2022 Raimundo García León.

    ray@rayoplateado.com

    launicaverdad.com

    Todos los derechos reservados.

    A Martina.

    La hija más maravillosa, fascinante y brillante.

    Es increíble que con nueve años seas tan inteligente, además de tremendamente guapa y muy crack.

    Firmado: Martina Ray.

    PRÓLOGO

    Siempre fue el tiempo. Esa magnitud que ordena los sucesos de forma secuencial, aquello que se suponía rígido pero que resultó moldeable, pudiendo conectar el final con el principio, provocando que una fracción de esas secuencias se repitiera una y otra vez.

    Algo que parece que comencé a dominar, curiosamente, aunque tan solo fuera dentro del bucle donde quedé atrapada, siendo capaz de alargar unos segundos su duración o consiguiendo viajar hacia atrás, a pesar de tener que inmolarme a mí misma para conseguirlo.

    Pero, por desgracia, perdí toda aquella capacidad que me hacía especial tras volver o, mejor dicho, tras ser devuelta a mi presente. Sin duda parecía estar relacionado con la peculiaridad de haber quedado atrapada en el bucle siendo una viajera en el tiempo. Una intrusa temporal que no estaba ni en el momento ni en el lugar equivocados.

    Y no, no lo he escrito mal. Fui parte activa en la creación del bucle. Clave, diría. Estaba donde tenía que estar haciendo lo que tenía que hacer. Tras el asesinato de Dot a manos de Comma, no quedaban alternativas. Agitar el tiempo era la única opción posible si pretendía cambiar su fatal destino. Solo por él ya merecía la pena, pese al enorme sacrificio.

    Pero haber permitido la creación del bucle dejaba una gran variable pendiente de ser resuelta. Porque si Dot se lo merecía, Ken, Oliver, África y el resto no eran menos. Ellos necesitaban salir del bucle tanto como Dot merecía vivir.

    No me olvidé de ellos, te lo prometo. Tras mi vuelta al presente, catorce meses después de haber desaparecido, la creación del bucle quedaba lejos. Exactamente a once años y siete meses de distancia. Sabiendo que se iba a crear, tan solo tendría que esperar y organizarme a conciencia para atajar el problema, tan preparada como me fuera posible.

    Sé que puede parecer mucho tiempo; es más, lo es, pero no me supuso ningún trauma. De hecho, esta espera no solo me hizo cumplir más de una década, crecer y convertirme en una persona mucho más madura de lo que pensaba que ya era. Me hizo prepararme concienzudamente. Me dio tiempo de sobra para trazar un plan minucioso, donde las fisuras fueran mínimas. Donde hasta el más pequeño detalle estuviera contemplado. Porque si su creación era culpa mía, también tenía que ser la responsable de su destrucción. Es lo que vengo a contarte, aunque te anticipo: ni por asomo salió como había planeado.

    Barcelona, España.

    Noviembre de 2032.

    Tres meses antes de la creación del bucle.

    LA PROMESA

    —¿Seguro que es lo único que me debes? No te estarás olvidando de nada, ¿verdad? —me preguntó Nagore nada más bajar del taxi.

    —Te dije que te llevaría a Japón, no a la luna.

    —Pues ya que cogemos un Starship, qué más da, ¿no? —Se frotó las manos con sorna.

    —A veces no sé por qué te cuento estas cosas.

    —Porque soy la única que no saldrá corriendo.

    Nago tenía razón. Sabía que hasta ella sería un público difícil para mis locuras. Pero si logré que terminara creyendo en mí dentro del bucle, ¿qué me iba a impedir conseguirlo en mi presente? Además, aunque llegase a pensar que estoy loca, ella siempre estaría a mi lado. O quizá estoy pecando de exceso de confianza. Qué más da. Sea como fuere, pasado un tiempo prudencial tras mi vuelta pude contárselo todo. A ella y solo a ella. Nadie más supo nada acerca del dónde o el cuándo. Llegué a preferir que sospecharan que estoy loca a tener que contar algo y provocar que terminaran afirmándolo incluso aquellos con la mente muy abierta.

    Pasamos el control y montamos en el shuttle, que nos llevó veinte kilómetros mar adentro. Estaba nerviosa. Aunque ya había vivido varias veces la misma experiencia, era la primera vez que lo hacía en mi presente. Esta vez sin el temor de sentirme perseguida. Además, Nagore estaba conmigo, y llevaba tiempo deseando con fuerza que viviera la misma única e inenarrable experiencia. Porque no siempre se tiene la suerte de poder salir al espacio —aunque sea por un corto periodo de tiempo— y vivir esa ingravidez que durante unos minutos nos libera de nuestros asientos y nos permite acercarnos a los grandes ventanales de la nave y contemplar el planeta donde vivimos con perspectiva, haciéndonos sentir diminutos.

    Después de vestirnos en el shuttle, llegar a la plataforma flotante y subir al ascensor que nos elevó por encima del cohete propulsor hasta la altura de la nave, cruzamos el pasillo que conectaba con la puerta de entrada. En ese momento tuve las mismas sensaciones que experimenté la primera vez. A pesar de este lío temporal y de que para mí habían transcurrido más de once años desde la última vez que monté, el cambio de iluminación tras cruzar el umbral de la puerta de la nave —‍de un blanco impoluto que impedía proyectar sombra alguna a una oscuridad semejante a la de un cine antes de comenzar la función— me trasladó instantáneamente a ese momento, como si de una regresión se tratase. Son esas pequeñas cosas de las que quizá de manera consciente no te percatas, pero algo dentro de ti graba a fuego y, cada vez que se repiten, te desplazan a un momento o un lugar concreto, cristalizando en ti una sensación que perdurará para siempre.

    Necesitaba que Nagore grabara a fuego ese momento. Sería necesario para más adelante, ya entenderás por qué. Le pedí que se pusiera unos auriculares, y cuando comenzamos a flotar pulsé play y sonó Across The Universe, de The Beatles.

    Llegado el momento, escuchó la canción en silencio, contemplativa, mientras se asomaba al vasto espacio, y miraba a uno y otro lado, con lentitud, para asimilar la importancia de un momento así. La primera vez nunca se olvida. Luego me miró y me abrazó, agradecida, justo antes de que la canción terminase, lo que convirtió ese momento en uno compartido. Uno nuestro y solo nuestro.

    Disfruté del viaje, pero disfruté aún más de ver cómo a Nagore no se le borraba la sonrisa de la cara. De alguna manera sentí cierta envidia de que, a pesar de todo lo que le había adelantado, todavía no fuera consciente de lo que estaba por venir. De la dureza de las mil y una situaciones a las que nos tendríamos que enfrentar. Desconocía el destino de Dot, a pesar de haber recibido ese mensaje en mi brazalete, justo antes de salir, pero sabía que conocía de primera mano la realidad de la gente atrapada dentro del bucle. Conocí a otro Comma, el que existirá desde el momento en el que el bucle se cree y el tiempo sea agitado, aunque fuera a través del cuerpo de Félix. Sabía del poder que atesoraba y, sobre todo, de sus intenciones. Era consciente de que los despiertos dentro del bucle iban a ser perseguidos, y eso, si mi plan culminaba con éxito, implicaría que yo también lo sería. Porque, a pesar de que yo ya había estado allí, esa no era más que una versión once años más joven de mí misma. Una Martina que tuvo la mala fortuna de que, a pesar de no pertenecer al tiempo en el que el bucle había sido creado, resultó atrapada. Y si ella resultó atrapada, ¿por qué yo no iba a serlo? Suponía que me pasaría lo mismo y, en ese caso, el bucle contendría dos Martinas. La joven que se endureció, que aprendió y luchó al lado de gente talentosa, pero que, de manera inevitable, terminó encerrada en su presente, y una Martina más adulta, preparada, consciente y ansiosa por terminar aquello que había dejado a medias. Costase lo que costase.

    Del mismo modo entendí mucho mejor lo que me había pasado dentro del bucle. A pesar de ser una viajera en el tiempo, a pesar de estar fuera de mi presente en el momento de su creación, el tiempo, que no permite incongruencias, construyó a mi alrededor una realidad coherente. El viaje a Granada que viví una y otra vez, atrapada en un día que se repetía sin cesar, no era más que el plan que estábamos organizando en mi presente cuando, de una manera que todavía no soy capaz de explicar, viajé al futuro y desperté en aquel parque. Me convertí en La Primera del Tiempo. Y una vez en el bucle, en esta realidad congruente, la Nagore que el tiempo había construido a mi alrededor, al igual que aquella persona que trató de protegerme en la Torre de Tokio, era una rutinaria. Si no, ¿por qué no desapareció de aquella discoteca en Granada cuando pude prolongar el tiempo del bucle unos pocos segundos? Exacto. Los rutinarios existen en el bucle solo para dar sentido a nuestro universo. A todo lo que está a nuestro alrededor. Son el atrezo necesario. Por lo tanto, supuse que Nagore no sería atrapada llegado el momento de crear el bucle. Y esto significaba una cosa: seríamos dos, una fuera y otra dentro. Solo tenía una duda: cómo lograr que la memoria de Nagore permaneciera intacta cuando el tiempo fuera agitado. Cuando la modificada realidad olvidase a aquellos que, inevitablemente, quedarían atrapados.

    —Cuando vine la primera vez me fui directa a pegarme un festival —le dije—. No tenía muchas horas antes de que el bucle se reiniciase y tuve que aprovechar el tiempo.

    —¿También llegaste de noche?

    —Exactamente a la misma hora. En cuanto bajemos del shuttle, cogeremos un tren que nos llevará hasta la estación central de Tokio.

    —¿Y de ahí de festival? —dijo Nagore con una pícara mirada.

    —Nagore Rodríguez. Tienes más de treinta años.

    —Fes…

    —¿No crees que va siendo hora de cambiar?

    —…ti…

    —¿Por qué tanta prisa? ¡Tenemos todo el tiempo del mundo!

    —…val.

    —Y de ahí de festivaaaaaal —confirmé con un tono cansado, alargando la última sílaba.

    —¡Yuju! —exclamó como si de una niña pequeña se tratase.

    Tras salir del shuttle, llegamos al lugar donde nos esperaba el tren que nos llevaría a la estación de Tokio. Los mismos cuatro vagones que había conocido durante mi estancia en el bucle. Los recordaba perfectamente. Y, al fondo, atendiendo a los viajeros que se habían puesto a la cola en el primero de ellos, estaba Hayato. Cuando lo vi me dio un vuelco el corazón. A pesar de no haber compartido mucho tiempo con él —‍debido al perfil bajo que trataba de mantener—, era la primera persona que veía en mi tiempo que también había sido un despierto dentro del bucle. Y eso hizo, por si quedaban dudas, más real mi mal llamada locura.

    Porque en una situación como la mía, tachada de pirada al poco de volver, las dudas terminan apareciendo, y, a pesar de la seguridad que pudiera tener, los altibajos estaban ahí. Y aunque fueran pequeños, aunque fueran tímidos baches que podía superar sin reducir la velocidad, nunca habían desaparecido. Hasta ese momento. Ver a Hayato fue, en cierto modo, liberador. Por primera vez veía a una persona, de carne y hueso, que había conocido dentro del bucle.

    —Vamos al primer vagón —le dije a Nagore, que acababa de ponerse en la cola del cuarto.

    —A sus órdenes, viajera —me dijo.

    Tras ponernos en la cola y recorrerla, volví a oír la inconfundible bienvenida de Hayato.

    —¡Youkoso! —dijo el maquinista.

    —¡Hola! —le dije, sabiendo que me entendería.

    —¡Bienvenidas! —me respondió con una sonrisa.

    —Anda, ¿hablas español? —intervino Nagore.

    —¡Vivir ocho años en España parece que ha servido para algo! —‍respondió risueño—. ¿Nos conocemos? —me preguntó.

    —Diría que no —mentí. Era imposible que me conociera.

    —Por un momento he tenido la sensación de que nos habíamos visto antes. Quizá sea el español. Hacía mucho que no lo practicaba. Sea como sea, bienvenidas a Tokio. Espero que disfrutéis de vuestra estancia aquí.

    —Muchas gracias —concluí, no sin cierta intriga. ¿Sería el idioma, o podría ser verdad que yo le resultase familiar?

    Nos sentamos en el primer hueco que encontramos y unos minutos después el tren se puso en marcha. Una pantalla holográfica proyectaba un mapa con nuestra posición y marcaba la duración del viaje. Cada poco, la pantalla cambiaba mostrando anuncios e información relevante para turistas como nosotros que acababan de llegar al país. Festivales, lugares que visitar, eventos, actos deportivos… Todo en perfecto inglés, un idioma más accesible que el japonés para muchos de los que nos encontrábamos en el interior del vagón. Miré con interés lo que nos mostraba, hasta que un anuncio me hizo saltar sobresaltada del asiento.

    El vídeo anunciaba un evento deportivo llamado Rumble Wheel. La imagen que acompañaba el anuncio era la de una moto exactamente igual a la de Ken. Por un momento pensé que mi reacción había sido excesiva. Quizá, aunque no fueran muy comunes en España, ese tipo de motos eran la tónica en Japón. ¿Qué podía saber?

    El evento parecía consistir en una especie de carrera en un intrincado circuito. Aunaba rapidez y obstáculos que ocasionalmente cambiaban de forma y de lugar en un juego aleatorio donde la pericia se mezclaba con la velocidad. Parecía emocionante y peligroso. Tras el pequeño resumen con dinámicas imágenes de otras carreras, una fecha escrita en tipografía dorada apareció tras un fundido a negro: Domingo, 21 de noviembre de 2032.

    Por detrás de la fecha fueron apareciendo en una formación en uve los diferentes pilotos, fotografiados de cintura para arriba, con semblante serio, el mono puesto y su casco bajo el brazo derecho. No pude creer lo que estaba viendo. El tercero por la derecha era él: Ken.

    —¡Es él! —le dije emocionada a Nagore mientras señalaba la pantalla.

    —¿Quién?

    —¡Ken!

    —¿Tu Ken? ¿El del bucle? Vaya, sí que es mono.

    ¿Cómo era posible? Aunque estaba impactada, lo cierto es que eso podía explicar muchas cosas. Su pericia con la moto, su afición por saltar de edificios, bajar escaleras, chocar con paredes… ¡Era un piloto! Fui consciente de que sabía muy poco de Ken o de Oliver antes del bucle.

    El viaje duró lo esperado, y tras llegar a la estación nos montamos en un autotaxi que nos llevó a nuestro hotel. Un edificio moderno, bien decorado, pero sobre todo muy bien ubicado en el centro de Shibuya.

    Nada más llegar nos dimos una ducha y nos arreglamos, aprovechando el jet lag, para pasar una noche de chicas en 1OAK, aquella discoteca donde vi por primera vez a Ken, observándome. En aquel momento no tenía ni idea de todo lo que iba a vivir. Qué poco quedaba de aquella inocente Martina.

    A pesar de que pasamos una noche verdaderamente divertida, por mi cabeza no paraba de circular el anuncio que había visto en el tren.

    —Quiero ir —le dije con algún exceso en el cuerpo a Nagore nada más montar en el autotaxi que nos llevaba de vuelta al hotel a altas horas de la madrugada.

    —Oye, que la que quería salir de fiesta era yo. Ya está bien por hoy, ¿no te parece?

    —Digo a la carrera. La de Ken.

    —Qué tierna. No puede vivir sin ver a su amado —respondió Nagore con tono burlón.

    —¡Pero bueno! —contesté un poco avergonzada debido a los efectos del alcohol en mi cuerpo.

    —¿Es mentira?

    —Yo nunca he…

    —¿Y qué? Es evidente que sientes algo por él. O lo sentiste. Me sorprende que después de tanto tiempo no lo hayas olvidado. Eso ya es una señal.

    —No dejo de pensar ni un segundo en la gente atrapada. Si tengo claro algo en mi vida es que tengo que sacarlos de ahí. Tengo que salvarlos. A todos. No solo a él.

    —¿Y qué piensas hacer en la carrera? ¿Vas a ir a darle un abrazo y decirle que lo has echado mucho de menos? Él no te conocerá. Además, seguro que le sacas sesenta años.

    —Tengo treinta años, Nagore. Estoy en la flor de la vida.

    —Lo estoy viendo. Te dirá: «Apártese, señora. No la conozco de nada».

    —¿Señora? ¿Pero te estás escuchando? ¡Si tenemos la misma edad!

    —Es más que evidente quién de las dos es la joven y guapa. Y esa no eres tú —rio.

    —¡Será posible!

    Acabamos el día entre risas, mucho después de llegar a la habitación del hotel. No recuerdo el momento en que me dormí, pero sí recuerdo que era de día. Y soñé.

    En mi sueño me encontraba sentada bajo la sombra de un árbol, apoyada en su grueso tronco y protegida de la luz del sol, que brillaba con intensidad a mis espaldas, dada la dirección de la sombra que proyectaba. Levanté la mirada, analizando el entorno. Una tímida humedad gobernaba el ambiente. Suficiente para que la trayectoria de la luz, que se colaba con dificultad a través de la tupida copa del árbol, se perfilase con claridad en el aire que me rodeaba, cortada por el filo de las verdes hojas, permitiéndome distinguir multitud de pequeños patrones antes de que fueran pintados sobre la superficie de la húmeda tierra marrón que tenía a un par de metros de distancia.

    A pesar del intenso brillo, el clima era perfecto. Vestía un short vaquero y una camiseta de manga corta, blanca, con amplio cuello, lo suficientemente grande para que mi hombro derecho quedara al descubierto. No necesitaba más. Parecía uno de esos días de primavera que tanto agradecía. Esos pocos días en los que la variable del clima no cuenta, vale cero. La calma que precede a la tormenta que supone el verano en el sur de España: largo y asfixiante.

    Me levanté con lentitud y miré a mi alrededor. Sentía una infinitesimal presión en cada una de las zonas de mi piel donde la luz incidía, aumentando la temperatura en su justa medida, sin agobiar, sin excederse.

    Caminé en dirección a lo que supuse que era un lago, aunque no podía saberlo. Su otra orilla, si existía, quedaba más allá del horizonte. El agua era cristalina y su superficie oscilaba al ritmo de la suave brisa que soplaba tras mi espalda, tan frágil que era casi incapaz de mecer mi cabello, pero tan constante que se hacía presente cada segundo que pasaba. De nuevo, perfecta en intensidad. Parecía que su misión era únicamente hacerme sentir bien, convertir ese momento y ese lugar en una postal idílica, soñada.

    Me quité los zapatos y caminé bordeando la orilla con lentitud mientras sentía el agua en los pies, sin un rumbo fijo ni una meta concreta. Sin nada en qué pensar. Tan solo quería sentir. Poner el foco en cada poro de mi piel. Ser consciente del registro de cada terminación nerviosa.

    No tenía ni idea del tiempo transcurrido mientras caminaba obnubilada, pero sí supe lo que hizo salir del letargo. Un muelle de madera que se adentraba unos metros dentro del lago se interpuso en mi camino. Estaba bien construido y, pese a ser evidente que no había sido instalado hace mucho, no parecía actual. Me recordaba más a la obra de bricolaje en la que un recién jubilado hubiera trabajado durante meses, tratando de encontrar una rutina que lo mantuviera entretenido e ilusionado. No era, en definitiva, una obra civil de hormigón y ferralla. Estaba fabricado única y exclusivamente de madera, pero, a la vez, no parecía frágil. Se veía sólido y firme.

    Caminé sobre el muelle, cuyo ancho no superaba los dos metros y medio. El pasamanos, también de madera, era imperfecto al tacto y dejaba claro que, a pesar del intento, el lijado había sido poco eficaz. Los tablones del suelo estaban separados unos centímetros entre sí, lo que me permitía ver el agua bajo mis pies, y se unían a las vigas longitudinales sobre las que estaban apoyados a través de gruesos clavos a ras que parecían haber sido forjados a mano, sin un molde, similares en tamaño pero diferentes en forma, con lo que no cumplían con ningún estándar conocido.

    Al final del muelle pude ver atado un pequeño bote que flotaba casi inmóvil sobre la cristalina superficie del lago. Sin el cambio de color de la húmeda madera al contacto con el agua habría sido realmente difícil no pensar que estaba suspendido en el aire. Parecía manufacturado del mismo modo: sencillamente funcional. Tan solo madera y clavos. Sin ornamentos ni florituras. Únicamente un nombre escrito en negro, a mano, sobre la parte delantera del costado: Terra Ignota I.

    Tras darme la vuelta pude ver como se dibujaba un improvisado camino que atravesaba la arboleda que rodeaba el lago. No parecía gran cosa. El suelo de la vereda no había sido pisado tanto como para eliminar toda su vegetación, lo que dejaba claro que, a pesar de su evidente función, no había sido suficientemente transitado.

    Con la serenidad que reinaba dentro de mí, me adentré en el camino, sin saber dónde me llevaría.

    Desperté pasadas las cuatro de la tarde. No sabía cuánto había dormido, pero me encontraba fantásticamente. La sensación de bienestar de mi onírico paseo sin duda había impactado en mi estado. Lo primero que hice fue coger el móvil y buscar el evento del anuncio: Rumble Wheel. Así es cómo descubrí que Ken estaba bastante bien valorado como piloto. Este era su segundo año y, al parecer, su equipo comenzaba a destacar. Iba tercero en la competición, a doce puntos del primero y a falta de siete carreras por disputar. Lo poco que pude entender mediante el traductor del móvil es que no lo tenía fácil, pues el líder del campeonato, un tal Hideo Toriyama, luchaba por su cuarta corona.

    La carrera se celebraba el domingo en Nagoya. El viernes no había hecho más que comenzar, con lo cual tenía cuarenta y ocho horas para organizarme. Sin dudarlo, compré dos billetes de tren y dos entradas, las Rumble Experience, con asientos preferentes en grada y visita al paddock unas horas antes del comienzo de la carrera. No fueron baratas, lo reconozco, pero pensé que merecería la pena. Aunque sabía que era imposible, en lo más profundo de mi ser deseaba que me reconociera.

    En cuanto Nagore despertó le di la noticia.

    —Neni, ¿en serio? ¿Con la de cosas que podemos ver y me vas a llevar a una carrera de motos?

    —Es en Nagoya. Podrás decir «Nagore en Nagoya» tantas veces como quieras.

    —Cómo me conoces, picaruela.

    Bajamos a comer y a pasear por las decenas de tiendas del barrio de Shibuya. Allí aproveché para comprar dos traductores; había muchos modelos, pero elegí exactamente el mismo que Ken había compartido conmigo la primera vez que nos vimos, pese a la insistencia del dependiente de la tienda, que nos ofrecía otro mejor y más barato según su experiencia. Me dio igual. Yo quería ese.

    Antes de las diez de la mañana del domingo llegamos a Nagoya. No me hacía falta mirar el reloj para saberlo, tenía a Nagore justo al lado para recordármelo cada cinco minutos. Me arrepentí de haberle dicho que podía decir «Nagore en Nagoya» tantas veces como quisiera. Se lo tomó al pie de la letra.

    El circuito ya había abierto las puertas cuando el autotaxi nos dejó allí. La Rumble Experience daba acceso directo al paddock, donde los boxes de los diferentes equipos ya se encontraban abiertos y los mecánicos trabajaban a destajo preparando las motos para la carrera, acompañados del ruido de llaves de impacto neumáticas y el olor a aceite y caucho. Ni una gota de olor a gasolina, ya que las motos eran eléctricas. Tampoco pudimos ver a ningún piloto. Según nos dijeron, era normal que el día de la competición asistieran a diversos actos promocionales y bajaran al paddock cuando ya se encontraba cerrado al público, un par de horas antes de la carrera, que comenzaba a las dos de la tarde. Menuda decepción.

    Después del corto paseo mirando cosas que realmente no nos interesaban, accedimos al museo del circuito, donde conocimos un poco más de su historia y aprendimos en qué consistía exactamente este —para nosotras desconocido— deporte.

    En esencia, el Rumble Wheel era un deporte de velocidad donde los pilotos conducían sus wheelers —y no motos, como las habíamos llamado nosotras— a lo largo de un circuito. El circuito en sí no difería mucho de lo que ya conocía. Largas rectas, zonas de curvas rápidas, alguna chicane y una entrada a boxes. Lo típico. La diferencia radicaba en que, durante la carrera, se definían de manera aleatoria algunas zonas donde el circuito era aderezado con obstáculos. Estas zonas aparecían y desaparecían, cambiando de lugar a lo largo de la carrera y los obstáculos siempre eran distintos y desconocidos para los pilotos. En ocasiones aparecían simplemente con el objetivo de esquivarlos en el menor tiempo posible zigzagueando, pero en otras ocasiones se convertían en auténticas murallas que debían ser escaladas, o en intrincados y complejos laberintos donde primaba el equilibrio y la pericia para saltar de un lugar a otro y conseguir cruzarlo para continuar la carrera. Este último tipo de obstáculos me recordó al trial, pero mucho más tosco y con todos los participantes tratando de cruzar a la vez.

    No había un solo camino para llegar al otro lado del laberinto. Cada uno podía usar su ingenio y confiar en su instinto a la hora de elegir la mejor ruta. A pesar de que se pudieran encontrar diferentes salidas, estos laberintos eran el principal foco de accidentes dentro de las carreras. De todas maneras, parecía —por lo que decían— un deporte bastante seguro.

    Lo más probable era que el ganador fuera, evidentemente, el que primero llegara a la meta, pero en la clasificación final también sumaba puntos el más rápido en sortear cada una de las zonas de obstáculos, por lo que no era raro que el segundo o tercer piloto, al acumularse el resto de los puntos, se convirtiera en el ganador y subiera al cajón más alto del podio.

    —Nagore en Nagoya quiere comer algo —dijo mientras salíamos del museo.

    —¿Nagore en Nagoya no se cansa?

    —Nagore en Nagoya no se cansa. Pero tiene hambre. Y sed.

    Subimos a la parte superior de la grada donde teníamos asignados nuestros asientos. Allí pudimos pedir algo en un selecto club donde nos sirvieron con la elegancia que simulamos merecer. Nos sentamos en una de las mesas de la terraza, que ofrecía unas fantásticas vistas del circuito. Allí picamos unas deliciosas gyozas de verduras junto a un par de harumaki —unos rollitos de carne muy sabrosos— y bebimos una Sapporo bien fresca mientras hacíamos tiempo para que comenzase la carrera.

    Quince minutos antes del comienzo, bajamos a nuestros asientos. Los pilotos ya se encontraban en pista, preparándose. Unos se hallaban montados en sus wheelers, otros hacían estiramientos y la mayoría hablaba con los ingenieros de pista, probablemente comentando las posibles estrategias que seguir según el devenir de la carrera. Pude localizar a Ken en la segunda fila del grid. Salía quinto. No parecía una mala posición teniendo en cuenta que veintidós pilotos iban a tomar la salida. Se le veía calmado, al contrario que yo. Tenerlo tan cerca pero a la vez tan lejos. ¿De qué serviría poder entablar conversación con él? No me iba a reconocer. Para él, yo todavía no era ni un recuerdo.

    El semáforo cambió y los pilotos comenzaron su vuelta de formación mientras los ingenieros y mecánicos volvían a boxes. Tras la vuelta, el semáforo encendió sus cinco luces de color rojo. En ese momento el silencio del circuito era sepulcral. Ni las wheelers, por su condición eléctrica, ni el público, atento a la salida, emitían sonido alguno.

    Tras apagarse la última de las luces del semáforo, comenzó la carrera. Ken salió bien y pudo ganar dos posiciones al final de la primera recta. Mantuvo ese puesto prácticamente durante toda la primera vuelta. Tan solo perdió uno al final, en la larga recta de meta. En términos de potencia, parecía estar algo por detrás de algunos de sus competidores.

    Tras unos minutos de lucha por mantener su cuarta posición, una bandera de color naranja notificaba a los pilotos que daba comienzo la primera de las vueltas con obstáculos. Las zonas emergían del suelo, y los que ocupaban las primeras posiciones tenían más posibilidades de sufrir un encontronazo con ellas, lo que de alguna manera igualaba la carrera. Los que iban últimos contaban con más tiempo para analizar los obstáculos mientras se acercaban y preparar una estrategia de cara a afrontarlos.

    La primera de las zonas fue un intrincado zigzag. Varias barreras aparecieron no demasiado separadas entre sí. Nada complejo de evitar porque prácticamente todos los pilotos consiguieron superarla casi sin frenar. La segunda apareció antes del final de la vuelta, y, esta vez sí, fue necesario escalar los diferentes elementos que la formaban para cruzar al otro lado y continuar la carrera. Ahí pude ver la pericia de Ken. Recordé los locos saltos y virguerías que había vivido en primera persona dentro del bucle. Se acercó a una de las amplias barreras con velocidad, por el extremo interior de la pista, y en el último momento dio un giro brusco y comenzó a subir. Aprovechó su velocidad y el agarre de la rueda esférica para poder cruzar mientras ganaba altura. Al final de la pared le esperaba un muro. Se apoyó con brusquedad, pero consiguió aprovechar la inercia con la que contaba gracias a la velocidad de entrada para ganar un par de metros de altura. No lo suficiente para alcanzar la cima, pero no quedaba lejos. Cuando notó que perdía velocidad, pudo despegarse de la pared y girar 180 grados para caer en un pequeño pilar que quedaba justo a su espalda. Con un apoyo mucho más pequeño que el tamaño de su rueda, mantuvo el equilibrio y fue saltando, como si de un piloto de trial se tratase, de un pilar a otro, hasta llegar a la parte más alta. En ese momento aceleró al máximo y se lanzó al otro lado del muro, donde continuó la carrera en primera posición. No había consumido más de cuatro o cinco segundos en cruzar la muralla, mientras que su inmediato perseguidor tardó casi el triple.

    A pesar del tiempo ganado tras los primeros obstáculos, su ventaja se redujo rápidamente vuelta tras vuelta hasta que, de nuevo, perdió dos posiciones. A falta de una única vuelta para el final de la carrera, una segunda bandera naranja avisaba a los pilotos de que ese último giro contaría con dos zonas de obstáculos.

    La naturaleza de la zona inicial era laberíntica. Mucho más estrecha, sinuosa y compleja de superar que el primero de los obstáculos anteriores, con caminos falsos que no llevaban a ningún sitio y no dejaban otra opción que dar la vuelta, deshaciendo lo recorrido. El factor suerte quizá jugaba un papel mucho más importante que la pericia en esta compleja construcción. Aun así, Ken no salió mal parado y adelantó una posición. Tan solo quedaba un obstáculo y la recta de meta para acabar la carrera. Estaba sorprendida por lo increíblemente bien que lo estaba haciendo. También nerviosa. Tenía posibilidades de ganar y yo quería que quedase primero a toda costa, tanto, que me costaba mantenerme quieta en el asiento.

    El segundo y último obstáculo llegó. Un muro más alto e intrincado que aquel que había superado con tanta pericia en la ocasión anterior. Se acercó de frente a él, levantó su wheeler y chocó con un pequeño pilar de no más de medio metro de altura. Debido al golpe, el vehículo se elevó, lo que le permitió apoyarse en una pared por la que circuló un par de metros en sentido vertical hasta ganar algo más de altura. La pared acababa en una estrecha viga inclinada que cruzaba parte de la construcción y cuyo extremo no estaba fijado en ninguna parte de la estructura, quedaba libre. Ken aceleró al máximo sobre la viga ganando velocidad mientras ascendía y saltó en el último momento para alcanzar la parte más alta de la muralla, que daba directamente al otro lado, lo que le permitiría atravesar la última zona de obstáculos.

    A la vez, el primer clasificado también estaba llegando al mismo punto por una ruta diferente, aunque parecía contar con cierta ventaja. No sabría decir si fue un infortunio fruto del azar o si por el contrario fue absolutamente intencionado, pero, instantes antes de aterrizar sobre la superficie más alta, Ken fue golpeado por la wheeler del primer clasificado. Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, primero agarrado al vehículo para, después, cuando vio que la caída era inevitable, soltarse, con la intención de evitar males mayores. Posiblemente el gesto le salvó de un daño mucho más grave, pero a pesar de ello fue un accidente aparatoso. Rebotó sobre la viga y cayó al suelo desde una altura de más de seis metros. Quedó inconsciente. Me temí lo peor, y los gestos de Nagore me hacían entender que ella también. El murmullo del público no ayudaba a pensar en otra cosa.

    El primer clasificado acabó la carrera tan solo unos segundos después, y el resto de los vehículos atravesaron el obstáculo mientras Ken seguía en el suelo, inmóvil, y unas banderas amarillas ondeaban con fuerza avisando del accidente. Me levanté del asiento de manera instantánea.

    —Tenemos que bajar —dije a Nagore.

    —¿Bajar? ¿Qué pretendes hacer allí abajo?

    —¡Saber que está bien!

    —¿Para qué? ¡No podemos entrar! —dijo—. Deja a los profesionales hacer su trabajo y quédate aquí. No seas infantil.

    Me dio igual. Bajé hasta la primera fila de la grada, que estaba justo debajo de los boxes. Un coche médico se había acercado hasta la zona del accidente y estaba atendiendo a Ken. Él seguía tumbado, inmóvil. Las sirenas de una ambulancia sonaron a lo lejos.

    Di media vuelta y busqué la salida de la grada, que quedaba en la parte alta de la misma. Tras atravesarla, entré en el edificio y traté de llegar hasta la entrada de boxes, que estaba vigilada. Me acerqué lentamente y, cuando estaba a un par de metros del guardia, corrí y lo empujé con el hombro con la intención de derribarlo. El hombre cayó al suelo y me dejó el camino libre. Aproveché para cruzar la puerta y, aunque me siguió tras levantarse, terminó avisando a seguridad y volvió a su puesto. En treinta segundos estaba a la altura del coche médico, con la ambulancia aparcada. Ken ya se encontraba tumbado en la camilla.

    —Ken, ¿estás bien?

    Ken abrió ligeramente los ojos y me miró mientras lo llevaban a la ambulancia.

    —¿Martina? —preguntó.

    —¡Sí! ¡Soy yo! ¿Me recuerdas? —pregunté sorprendida, extrañada y preocupada a la vez.

    De repente sentí un empujón por detrás que me arrojó al suelo. Dos guardias de seguridad, con poco tacto y muy malas formas, se habían abalanzado sobre mí haciéndome perder el equilibrio. Lo último que vi fue cómo metían a Ken en la ambulancia. Fui invitada a acompañar a tan amables agentes al interior del edificio, supuse que a algún área destinada específicamente a la seguridad del recinto.

    ¿Cómo era posible? ¿Cómo me había conocido? «Nuestro primer contacto había tenido lugar dentro del bucle, mucho después de que este se iniciara, para lo que todavía faltaban tres meses», pensé. No conseguía entenderlo. Tuve la misma sensación con Hayato antes de entrar en el tren. A él le resulté familiar. ¿Podía tener algo que ver?

    Después de una agradable charla y de alguna amenaza en la que se mencionaron las palabras «policía» y «detención» salí del recinto sin que se tomara ninguna medida contra mí. Nagore estaba en la puerta del circuito, esperándome. Por su aspecto pude adivinar que no estaba precisamente de buen humor.

    —Eres tontísima —me dijo a modo de bienvenida.

    —Siento haberte hecho esperar —le dije avergonzada.

    —Nagore en Nagoya está hasta la p…

    —Mujer, no seas soez.

    —¿Podemos volver ya a Tokio, o tu aventura todavía no ha terminado?

    —Nago, me reconoció cuando me vio.

    —¿Ken?

    —Sí.

    —Pero no dijiste que…

    —Todavía no ha pasado —continué su frase—. Y no pasará hasta dentro de mucho. Yo desperté mucho después de que el bucle se iniciara. Décadas. Quizá siglos. Ya te conté lo tecnológicamente adelantados que estaban los que nos perseguían.

    —Pero tampoco se puede viajar al pasado, ¿no?

    —Por eso no tiene sentido que me haya reconocido. Necesito averiguar cómo es posible.

    —Está en el Hospital Universitario —dijo resignada—. Al parecer no ha sido nada grave, según he podido leer en Internet.

    —Te recompensaré, Nagorita.

    —Esto no está pagao, cariño.

    Cogimos un autotaxi que nos llevó al Hospital Universitario de Nagoya. Entramos en la sala de espera de urgencias donde no había más de seis o siete personas. Nagore se acercó a la ventanilla de atención al paciente para preguntar por Ken mientras yo tomaba asiento. Al poco llegó ella.

    —Está aquí —dijo, confirmando que estábamos en el sitio adecuado.

    —¿De qué lo conoces? —oí.

    —¿Perdona?

    —A Kenji. Te vi saltando al circuito. ¿De qué lo conoces?

    La voz era de una chica joven, no tendría más de veintidós o veintitrés años. Su apariencia

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