Año/Cero

EXPEDIENTES DEXLA BIBLIA

Caminar por Jerusalén es como hacer un viaje en el tiempo, no hay otro lugar en el mundo que se le pueda comparar. Si paseamos lentamente por la plaza donde se ubica el Muro Occidental, también llamado «de los Lamentos», veremos cómo cientos de personas, vestidas con ropajes de otras épocas, hablando incluso idiomas que creíamos extintos–como el djudezmo o ladino–, transitan de acá para allá con las filacterias atadas en sus cabezas buscando un rinconcito apartado y tranquilo entre los bloques de piedra donde poder volcar sus almas al Dios que hace miles de años liberó a sus antepasados del yugo egipcio. Sin embargo, esa sensación de que el tiempo puede doblarse en cada esquina de la ciudad tres veces santa no es nueva. De hecho, si nos remitimos al libro IV de Baruc, también conocido como Paralipómenos de Jeremías según la iglesia ortodoxa etíope, nos toparemos con la increíble historia de Abimelec.

Allá por el año 587 a. C., antes de que Jerusalén cayese en manos paganas y la población judía fuese deportada a Babilonia, Yahvé llamó al profeta Jeremías, le ordenó que buscase a Baruc y que juntos guardasen el Arca de la Alianza, la Menorah y los objetos rituales más importantes del Templo de Salomón debajo de la tierra–más concretamente en el Pozo de Almas–, para que no cayesen en manos de Nabucodonosor II. Sobre este asunto me explayo ampliamente en mi libro El Grial de la Alianza. (Almuzara, 2018).

AVENTURA EN EL FUTURO

Preocupado por la suerte que correría uno de sus mejores amigos, Jeremías le rogó a Dios que salvase a Abimelec el etíope, por lo que Yahvé le ordenó que enviase al joven a la viña de Agripa, a la sombra de un monte que se levantaba cerca del lugar, donde su Gloria lo resguardaría hasta que los israelitas regresasen a Tierra Santa ¡sesenta y seis años más tarde!

Abimelec, siguiendo las indicaciones de Jeremías, acudió al lugar indicado para buscar unos higos y un odre de leche fresca, cuando de repente sintió un entumecimiento soporífero que lo hizo entrar en una especie de letargo. Al despertar de su improvisada siesta, el muchacho tomó apresuradamente la cesta con los higos, el odre de leche y decidió regresar a Jerusalén para encontrarse con Jeremías, quien a buen seguro le estaría esperando en su casa para disfrutar juntos de las viandas. No obstante, al entrar en la ciudad, Abimelec no reconoció ni su hogar, ni su calle, ni encontró rastro alguno de su familia. Nada de lo que divisaba le era conocido. Aunque todo estaba en el mismo lugar, nada parecía ser lo mismo. Pensando que tal vez se

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