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La muerte es mi oficio
La muerte es mi oficio
La muerte es mi oficio
Libro electrónico382 páginas5 horas

La muerte es mi oficio

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La muerte es mi oficio narra la vida de Rudolf Lang, alter ego novelesco de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz y encargado de afinar la ominosa maquinaria de muerte que acabaría con la vida de millones de judíos. Robert Merle traza, paso a paso, el intrincado camino que llevará a Lang desde una infancia marcada por un padre católico y muy estricto que pretendía hacer de él un sacerdote, hasta los más altos cargos en el seno de las SS y la cúspide misma del horror, pasando por la Primera Guerra Mundial, los Freikorps, la prisión, los duros años de hambre, paro y penuria que el Tratado de Versalles deparó a Alemania, y su afiliación al Partido Nacionalsocialista. Cuando Himmler le encargue personalmente la concepción de una industria de muerte que haga desaparecer al que los nazis consideraban su «enemigo histórico», para Lang tan abominable misión se reducirá a una serie de problemas técnicos que hay que resolver de la manera más eficiente. Escrita con un estilo sobrio y tanto más perturbador por la frialdad y la contención con que rehúye toda estetización o exhibicionismo del Mal, y por preferir ahondar en los abismos psicológicos de sus protagonistas, La muerte es mi oficio, publicada en 1952, es todo un tour de force narrativo, una de las primeras novelas que tuvieron la audacia de meterse en la piel y la mente de los verdugos nazis. Estas páginas nos revelan las monstruosidades que puede llegar a cometer alguien que, lejos de ser un demente o un sádico, «se limita» a cumplir, fría y desapasionadamente, con su deber.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento15 feb 2022
ISBN9788418342783
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    La muerte es mi oficio - Robert Merle

    1913

    Giré en la esquina de la Kaiser-Allee, una bocanada de viento y de lluvia glacial fustigó mis piernas desnudas, y recordé con angustia que era sábado. Corrí los últimos metros, me adentré en el vestíbulo del inmueble, subí los cinco pisos a grandes zancadas y llamé con dos pequeños golpes.

    Reconocí con alivio el paso lento de la gruesa Maria. La puerta se abrió, Maria recogió su mechón gris, sus amables ojos azules me miraron, se inclinó y dijo en voz baja y furtivamente:

    –Llegas tarde.

    Y fue como si mi padre se alzara frente a mí, negro y delgado, y dijera con su voz entrecortada: «¡La puntualidad es una virtud alemana, mein Herr!».

    Dije en un suspiro:

    –¿Dónde está?

    Maria cerró delicadamente la puerta.

    –En su estudio. Hace las cuentas de la tienda.

    Y añadió:

    –Te he traído tus pantuflas. Así no tendrás que ir a tu habitación.

    Era necesario pasar frente al estudio de mi padre para llegar a mi habitación. Puse una rodilla en el suelo y comencé a deshacer los nudos de mis zapatos. Maria permaneció de pie, imponente, inmóvil. Alcé la cabeza y dije:

    –¿Y mi toalla?

    –Te la llevaré yo misma. Todavía debo encerar tu habitación.

    Me quité la chaqueta, la colgué junto al gran abrigo negro de mi padre y dije:

    –Gracias, Maria.

    Movió la cabeza, el mechón gris volvió a caerle sobre los ojos y me dio una palmada en la espalda.

    Fui a la cocina, abrí delicadamente la puerta y la cerré detrás de mí. Mamá estaba de pie delante del fregadero, lavando.

    –Buenas tardes, mamá.

    Se giró, sus ojos pálidos recorrieron los míos, miró el reloj del aparador y con un tono temeroso dijo:

    –Llegas tarde.

    –Había muchos alumnos que querían confesarse. Y después el padre Thaler me retuvo.

    Retomó su tarea y ya solo vi su espalda.

    Sin mirarme, dijo:

    –Tu balde y tus paños están sobre la mesa. Tus hermanas ya están trabajando. Apresúrate.

    –Sí, mamá.

    Tomé el balde y los paños y fui al pasillo. Caminé len­tamente para que el agua del balde no se desbordara.

    Pasé frente al comedor, la puerta estaba abierta, Gerda y Bertha estaban de pie sobre unas sillas delante de la ventana. Me daban la espalda. Después pasé frente al salón y entré en la habitación de mamá. Maria estaba ahí, colocando la escalera delante de la ventana. Había ido a buscarla al desván, en mi lugar. La miré y pensé: «Gracias, Maria», pero no abrí la boca; no teníamos derecho a hablar cuando limpiábamos los cristales.

    Después llevé la escalera a la habitación de mi padre, regresé para buscar el balde y los paños, me encaramé a la escalera y me puse a frotar de nuevo. Un tren silbó, las vías frente a mí se llenaron de humo y de alboroto, me sorprendí inclinándome por la ventana para mirar, y dije casi en silencio y con terror: «Dios mío, haz que no haya mirado hacia la calle». Luego, agregué: «Dios mío, haz que no cometa ninguna falta lavando los cristales».

    Luego recé, me puse a cantar un cántico a media voz y me sentí un poco mejor.

    Cuando terminé las ventanas de mi padre, fui al salón. Gerda y Bertha estaban al fondo del pasillo. Avanzaban una detrás de la otra, con el balde en la mano. Iban a limpiar las ventanas de su habitación. Puse la escalera contra el muro, me oculté, pasaron delante de mí y aparté la mirada. Era el mayor, pero ellas eran más grandes que yo.

    Coloqué la escalera frente a la ventana del salón, regresé a la habitación de mi padre para buscar el balde y los paños, los dejé en un rincón, me palpitaba el corazón, cerré la puerta y miré las fotografías. Los tres hermanos, el tío, el padre y el abuelo de mi padre estaban ahí: todos eran oficiales, todos lucían uniforme. Miré detenidamente el retrato de mi abuelo: era coronel y decían que yo me parecía a él.

    Abrí la ventana, trepé por la escalera; el viento y la lluvia entraron, era un centinela de pie en los puestos de avanzada, y vigilaba bajo la tempestad el avance del enemigo. La escena cambió. Estaba en el patio de un cuartel, castigado por un oficial; el oficial tenía los ojos brillantes y el rostro delgado de mi padre; me cuadré ante él y dije con respeto: «Jawohl, Herr Hauptmann!».¹ Un hormigueo me recorrió el espinazo, mi paño iba y venía sobre la ventana con un rigor mecánico, y sentía placenteramente sobre mis hombros y en mi espalda las miradas inflexibles de los oficiales de mi familia.

    Cuando hube terminado, llevé la escalera al desván, regresé para buscar el balde y los paños y fui a la cocina.

    Mamá dijo, sin mirarme:

    –Deja tus cosas en el suelo y ven a lavarte las manos.

    Me acerqué al fregadero, mamá se hizo a un lado y metí las manos en el agua. Estaba caliente –mi padre nos prohibía lavarnos con agua caliente– y dije en voz baja:

    –¡Pero si el agua está caliente!

    Mamá suspiró, cogió el cubo, lo vació en el fregadero sin decir nada y abrió el grifo. Agarré el jabón, ella se apartó, me dio la espalda. Apoyaba la mano derecha en el borde del fregadero y miraba fijamente el aparador. La mano derecha le temblaba ligeramente.

    Cuando terminé, me dio el peine y dijo sin mirarme:

    –Péinate tú mismo.

    Me dirigí hacia el pequeño espejo del aparador, escuché a mamá colocar el balde de ropa sucia en el fregadero, me miré en el espejo y me pregunté si me parecía o no a mi abuelo. Para mí era importante saberlo porque, en caso afirmativo, podía esperar convertirme, como él, en coronel.

    Mamá dijo detrás de mí:

    –Tu padre te espera.

    Dejé el peine en el aparador y me puse a temblar.

    –No dejes el peine en el aparador –dijo mamá.

    Dio dos pasos, tomó el peine, lo limpió en su delantal y lo guardó en el cajón del aparador. La miré desesperadamente, sus ojos se deslizaron sobre mí, me dio la espalda y volvió al fregadero.

    Salí, me dirigí lentamente hacia el estudio de mi padre. En el pasillo me crucé de nuevo con mis hermanas. Me lanzaron miradas maliciosas y comprendí que habían adivinado adónde me dirigía.

    Me detuve frente a la puerta del estudio, hice un violento esfuerzo para no temblar y llamé. Oí la atronadora voz de mi padre: «¡Entra!», abrí la puerta, la cerré y me coloqué en posición de firmes.

    De inmediato un frío glacial atravesó mi ropa y me penetró hasta los huesos. Mi padre estaba sentado en su escritorio frente a la ventana abierta. Me daba la espalda y no se movía. Yo permanecí inmóvil en posición de firmes. La lluvia entraba a ráfagas, en bruscas bocanadas de viento, y vi que había un pequeño charco frente a la ventana.

    Padre dijo con su voz entrecortada:

    –Ven a sentarte.

    Avancé y me senté en una pequeña silla baja que había a su izquierda. Mi padre giró su sillón y me miró. Sus órbitas esta­ban aún más hundidas que de costumbre, y su rostro estaba tan demacrado que era posible contar todos sus músculos uno a uno. La pequeña lámpara de su escritorio estaba encendida y me sentí feliz de estar en la sombra.

    –¿Tienes frío?

    –No, padre.

    –¿No estarás temblando?

    –No, padre.

    Y me di cuenta de que incluso a él le costaba no temblar: su rostro y sus manos estaban azules.

    –¿Terminaste de limpiar los cristales?

    –Sí, padre.

    –¿Hablaste?

    Inclinó la cabeza como ausentándose y, como no añadía nada más, dije:

    –Canté un cántico.

    Alzó la cabeza y dijo con su voz entrecortada:

    –Limítate a responder a mis preguntas.

    –Sí, padre.

    Retomó su interrogatorio, pero de forma distraída y rutinaria:

    –Tus hermanas. ¿Hablaron?

    –No, padre.

    –¿Tiraste el agua?

    –No, padre.

    –¿Miraste hacia la calle?

    Dudé medio segundo:

    –No, padre.

    Me miró fijamente.

    –Pon atención. ¿Miraste hacia la calle?

    –No, padre.

    Cerró los ojos. Debía estar realmente distraído: de lo contrario, no se habría dado tan pronto por vencido.

    Hubo un silencio. Movió en el sillón su enorme cuerpo rígido. La lluvia penetró como borrasca en la pieza y sentí que mi rodilla izquierda estaba empapada. El frío me atravesaba, pero no era el frío lo que me hacía sufrir, sino el miedo a que mi padre se diera cuenta de que yo estaba temblando de nuevo.

    –Rudolf, tengo que hablar contigo.

    –Sí, padre.

    Lo sacudió una tos lastimosa. Luego miró por la ventana y tuve la impresión de que iba a levantarse para cerrar los postigos. Pero cambió de opinión y dijo:

    –Rudolf, tengo que hablar contigo de tu porvenir.

    –Sí, padre.

    Permaneció un tiempo en silencio mirando por la ventana. Sus manos estaban azules de frío, pero no se permitía ningún movimiento.

    –Antes recemos.

    Se levantó y yo me levanté inmediatamente después. Se dirigió hacia el Cristo colgado en la pared, detrás de la sillita baja, y se arrodilló en el suelo. Yo también me arrodillé, no a su lado, sino detrás de él. Hizo el signo de la cruz y empezó a rezar un «Padre Nuestro» lentamente, vocalizando con nitidez y sin titubear. Su voz no se entrecortaba cuando rezaba.

    Yo tenía los ojos fijos en la gran forma rígida arrodillada delante de mí y, como siempre, tenía la impresión de que era a ella, mucho más que a Dios, a quien se dirigía mi oración.

    Mi padre dijo «Amén» con una voz fuerte y se levantó. Yo me levanté inmediatamente. Se volvió a sentar frente a su escritorio.

    –Siéntate.

    Volví a sentarme en la pequeña silla. Me palpitaban las sienes.

    Me miró en silencio un buen rato y tuve la extraña impresión de que le faltaba coraje para hablar. Mientras dudaba, la lluvia cesó bruscamente. Su rostro se iluminó y comprendí lo que iba a ocurrir. Mi padre se levantó y cerró la ventana: Dios mismo había puesto fin al castigo.

    Mi padre se volvió a sentar y me pareció que había vuelto a retomar valor.

    –Rudolf –dijo–, tienes trece años. Ya tienes edad para comprender. Gracias a Dios eres inteligente, y gracias a mí… o, más bien –continuó–, gracias a las luces que Dios quiso concederme para tu educación en la escuela, eres un buen estudiante. Porque te enseñé, Rudolf, te enseñé a hacer tus deberes de la misma forma que limpias los cristales, ¡a fondo!

    Guardó silencio medio segundo y prosiguió con una voz fuerte, casi gritando:

    –¡A fondo!

    Comprendí que debía hablar y dije: «Sí, padre», con una voz débil. Desde que mi padre había cerrado la ventana, tenía la impresión de que la habitación estaba mucho más fría.

    –Te voy a decir lo que decidí sobre tu futuro.

    –Pero quiero que sepas –retomó–, que comprendas las razones de mi decisión.

    Se detuvo, presionó sus manos una contra la otra y sus labios se pusieron a temblar.

    –Rudolf, en otro tiempo cometí una falta.

    Lo miré, estupefacto.

    –Y para que comprendas mi decisión es necesario que ahora, es necesario que te cuente mi falta. Una falta, Rudolf, un pecado tan grande, tan terrible, que no puedo, que no debo esperar a que Dios me perdone al menos en esta vida…

    Cerró los ojos, un temblor convulso agitó sus labios y adquirió un aspecto tan desesperado que se me hizo un nudo en la garganta y durante algunos segundos dejé de temblar.

    Mi padre separó sus manos con esfuerzo y las puso abiertas sobre sus rodillas.

    –Debes pensar bien cuánto de penoso es para mí rebajarme, humillarme así frente a ti. Pero mis sufrimientos no importan. No soy nada.

    Cerró los ojos y repitió:

    –No soy nada.

    Era su frase favorita y, como siempre que la pronunciaba, me sentí terriblemente incómodo y culpable, como si fuese culpa mía que la criatura casi divina que era mi padre «no fuera nada».

    Abrió los ojos y miró al vacío.

    –Rudolf, durante un tiempo, más exactamente unas semanas antes de tu nacimiento, tuve que ir por negocios…

    Articuló con disgusto:

    –… a Francia, a París…

    Se detuvo, cerró los ojos, y un rastro de vida abandonó su rostro.

    –París, Rudolf, ¡es la capital de todos los vicios!

    Se enderezó de golpe en la silla y me miró fijamente con unos ojos resplandecientes de odio.

    –¿Lo comprendes?

    Yo no comprendía nada, pero su mirada me aterrorizó y respondí débilmente «Sí, padre».

    –Dios –continuó en voz baja–, en su cólera, visitó mi cuerpo y mi alma.

    Miró al vacío.

    –Estuve enfermo –dijo lleno de asco–, me cuidé y me curé, pero el alma no se curó.

    Y de repente se puso a gritar:

    –¡No debía curarse!

    Hubo un largo silencio, después pareció percatarse de que yo seguía ahí.

    –¿Tiemblas? –preguntó, maquinalmente.

    –No, padre.

    Retomó:

    –Regresé a Alemania. Confesé mi falta a tu madre y decidí, a partir de ese punto, cargar sobre mis espaldas, además de con mis propias faltas, con las faltas de mis hijos y de mi mujer y pedir perdón a Dios tanto por ellas como por las mías.

    Después de una pausa, volvió a hablar, y fue como si rezara: su voz dejó de estar entrecortada.

    –Y, finalmente, prometí con solemnidad a la Santa Virgen que si era un niño el bebé que estaba por nacer, lo consagraría a su servicio.

    Me miró a los ojos:

    –La Santa Virgen quiso que fuese un niño.

    Hice un movimiento de una audacia inaudita: me levanté.

    –Siéntate –dijo, sin levantar la voz.

    –Padre…

    –Siéntate.

    Me volví a sentar.

    –Cuando haya terminado, hablarás.

    Dije «Sí, padre», pero sabía que cuando hubiese terminado yo ya no podría hablar.

    –Rudolf –continuó–, desde que tienes edad de cometer faltas, yo he cargado con todas ellas, una tras otra. Pedí perdón a Dios por ti como si fuese yo el culpable, y continuaré haciendo lo mismo mientras sigas siendo menor.

    Tosió.

    –Pero Rudolf, cuando seas ordenado sacerdote, si vivo hasta entonces, será necesario que cargues con mis pecados…

    Hice un movimiento y gritó:

    –¡No me interrumpas!

    Volvió a toser, pero esta vez de forma desgarradora, doblándose sobre su mesa y, de repente, me asaltó la idea de que estaba muriéndose y que no tendría que ser sacerdote.

    –Si muero –continuó, como si hubiera adivinado mis pensamientos, lo que me hizo sentir terriblemente avergonzado–, si muero antes de que seas ordenado, he dispuesto con tu futuro tutor que no cambie nada pese a mi muerte. Y aun después de mi muerte, Rudolf, aun después de mi muerte, tu deber, tu deber de sacerdote será el de interceder ante Dios por mí.

    Parecía esperar mi respuesta: yo no lograba hablar.

    –Tal vez, Rudolf –prosiguió–, hayas pensado alguna vez que era más severo contigo que con tus hermanas o con tu madre, pero comprenderás, Rudolf, comprenderás que tú, ¡tú!, no tienes el derecho, ¿entiendes? No tienes el derecho de cometer ninguna falta. Como si no bastara con mis propios pecados –continuó con vehemencia–, esta carga, esta terrible carga…, es necesario que todos en esta casa, todos, ¡todos –se puso a gritar bruscamente– la aumenten todos los días!

    Se levantó y caminó por la habitación. La voz le temblaba de rabia.

    –¡Eso es lo que hacen por mí! ¡Me hunden! ¡Todos! ¡Todos! ¡Me hunden! ¡Todos los días me hunden! ¡Cada vez más!

    Me pisó, fuera de sí. Lo miré, estupefacto. Hasta entonces nunca me había golpeado.

    Se detuvo a un paso de mí, respiró profundamente, rodeó mi silla y se arrojó a los pies del crucifijo. Me levanté de forma mecánica.

    –Quédate donde estás –dijo por encima de su hombro–, esto no te concierne.

    Se puso a rezar un padrenuestro con la dicción lenta y perfecta que tenía cuando rezaba.

    Rezó un buen rato, luego volvió a sentarse en su escritorio y me miró tan fijamente que me eché a temblar de nuevo.

    –¿Tienes algo que decir?

    –No, padre.

    –Creí que tenías algo que decir.

    –No, padre.

    –Está bien, puedes retirarte.

    Me levanté y me puse en posición de firmes. Hizo un pequeño gesto con la mano. Di media vuelta, salí y cerré la puerta.

    Fui a mi habitación, abrí la ventana y cerré los postigos. Encendí la lámpara, me senté frente a mi mesa y comencé a trabajar en un problema de aritmética. Pero no pude continuar. Tenía un nudo tan fuerte en la garganta que me dolía.

    Me levanté, cogí mis zapatos de debajo de la cama y me puse a limpiarlos. Había pasado el tiempo suficiente para que se secaran desde mi regreso de la escuela y, después de aplicar un poco de cera, comencé a frotarlos con un paño. Después de un rato comenzaron a brillar. Pero continué frotándolos cada vez más rápido, y cada vez más fuerte, hasta que me dolieron los brazos.

    A las siete y media, Maria hizo sonar la pequeña campana para la cena. Después de la cena tocaba la oración de cada noche, mi padre nos hizo las preguntas acostumbradas, nadie había cometido ninguna falta durante el día y este se retiró a su estudio.

    A las ocho y media fui a mi habitación, y a las nueve mamá vino a apagar la luz. Ya estaba en la cama. Cerró la puerta sin decir una palabra y sin mirarme, y me quedé solo en la oscuridad.

    Al rato me estiré por completo, las piernas inflexibles y unidas, la cabeza rígida, los ojos cerrados y las dos manos cruzadas sobre el pecho. Acababa de morir. Mi familia rezaba entorno a mi cama, arrodillada sobre el parqué de mi habitación. Maria lloraba. Todo esto duró un buen rato, después mi padre finalmente se levantó, negro y delgado, se fue con paso tenso, se encerró en su estudio glacial, se sentó frente a la ventana abierta por completo y esperó a que cesara la lluvia para poder cerrarla. Pero ahora eso ya no servía de nada. Ya no estaba ahí para ser sacerdote, ni para interceder por él frente a Dios.

    El lunes siguiente me levanté, como de costumbre, a las cinco. Hacía un frío glacial y, al abrir los postigos, pude ver que el techo de la estación de trenes estaba cubierto de nieve.

    A las cinco y media desayuné con mi padre en el comedor y luego volví a mi habitación. Maria me estaba esperando en el pasillo.

    Puso su gran mano rosada sobre mi hombro y dijo en voz baja:

    –No olvides ir.

    Aparté la mirada y dije:

    –Sí, Maria.

    No me moví, me agarró del hombro y susurró:

    –No debes decir «Sí, Maria». Hay que ir. De inmediato.

    –Sí, Maria.

    Me sujetó más fuerte.

    –Vamos, Rudolf.

    Me soltó, caminé hacia el baño, sentí su pesada mirada en la nuca. Abrí la puerta y la cerré detrás de mí. No había cerrojo y mi padre había quitado la bombilla. La luz gris de la madrugada penetraba por un tragaluz que siempre estaba abierto. La pieza estaba oscura y helada.

    Me senté tiritando y miré obstinadamente el suelo. Pero no servía de nada. Estaba ahí, con sus cuernos, sus grandes ojos prominentes, su nariz aguileña, sus labios carnosos. El papel estaba un poco amarillento, porque hacía ya un año que mi padre lo había fijado en la puerta, frente al retrete, a la altura de los ojos. Tenía la espalda empapada de sudor, y pensaba: «Es solo un grabado. No vas a tener miedo de un grabado». Alcé la cabeza. El diablo me miró de frente y sus viles labios sonrieron. Me levanté, me subí los pantalones cortos y me escapé por el pasillo.

    Maria me sujetó y me estrechó contra ella.

    –¿Hiciste?

    –No, Maria.

    Movió la cabeza y sus bondadosos ojos tristes me miraron.

    –¿Tuviste miedo?

    Dije en un suspiro:

    –Sí.

    –Simplemente no lo mires.

    Me estrujé contra ella, esperé con terror a que me diera la orden de regresar. Solo dijo:

    –¡Un niño tan grande como tú!

    Se escuchó un ruido de pasos en el estudio de mi padre y dijo rápidamente, en un murmullo:

    –Ya harás en la escuela. No lo olvides.

    –No, Maria.

    Me soltó y entré en mi habitación. Me abroché los pantalones cortos, me puse los zapatos, cogí la toalla que estaba sobre mi mesa y me senté en una silla, con la toalla sobre las rodillas, como en una sala de espera.

    Al momento oí la voz de mi padre gritando a través de la

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