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El hechizo del verano
El hechizo del verano
El hechizo del verano
Libro electrónico125 páginas2 horas

El hechizo del verano

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La felicidad puede encontrarse en una pista de patinaje sobre hielo, no importa las veces que caigas ni lo estrepitosas que sean las caídas. En hacer un muñeco de nieve, o en revisitar argumentos para convencer a una amiga rusa de lo apasionantes que son las novelas de Jane Austen, o en descubrir el erotismo de los Juegos Olímpicos mientras se intenta aprender a tirar con arco y flecha. «Qué maravilla estar entre humanos y no entender nada», afirma Virginia Higa en el primer párrafo, regalándonos casi sin proponérselo una contraseña de lectura para este libro repleto de asombros e impresiones.
Unos meses antes de publicar Los sorrentinos, su aclamada primera novela, Virginia Higa se fue a vivir a Estocolmo, en donde formó una familia y comenzó a escribir estos textos que combinan de manera personalísima el ensayo y la crónica como una forma de dar cuenta de cómo es vivir en un país de noches largas y abundancia de vocales. Un recuento de los amigos y amigas que recibe en su casa sueca la lleva a una hermosa reflexión sobre el sentido de la hospitalidad. La crianza de un niño pequeño, a descubrir los límites de una sociedad así como alianzas inesperadas. En la senda de sus admiradas Hebe Uhart, Natalia Ginzburg y Wisława Szymborska, Virginia Higa puede posarse tanto en las pequeñas como en las grandes cosas y no hace distinción entre la curiosidad intelectual y la experiencia sensible.
El hechizo del verano es una invitación a abrir la mirada y a dejarse encantar por el humor, la inteligencia y la enigmática belleza de las palabras, como en las buenas conversaciones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2023
ISBN9786319019537
El hechizo del verano
Autor

Virginia Higa

Virginia Higa es escritora y traductora. Descendiente de japoneses e italianos, nació en Bahía Blanca en 1983 y vivió en Mar del Plata, Río Tercero y Buenos Aires, donde estudió Letras. Ha publicado relatos y reseñas en antologías y medios digitales. En la actualidad vive en Estocolmo, trabaja como traductora literaria y da clases de español. Los sorrentinos es su primera novela.

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  • Calificación: 2 de 5 estrellas
    2/5
    Los primeros capitulos me cautivaron. Pero habiendo leido el 50% del libro ya no le encontre sentido y lo deje.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Un libro maravilloso, te atrapa y no te suelta más

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El hechizo del verano - Virginia Higa

Nota de la autora

En 2017 me mudé a Estocolmo con mi pareja, Federico, a partir de una oferta laboral que recibió como investigador científico. En el otoño de 2019 nació nuestro hijo. Las crónicas que siguen fueron escritas durante estos años y, si bien hablan de temas diversos, tienen como telón de fondo la experiencia de la vida en Suecia.

Sobre la lengua sueca

La primera vez que escuché hablar en sueco estaba en Estocolmo de visita. En una plaza grande del centro, un hombre parado sobre un banquito daba un discurso con un megáfono. No pude reconocer ninguna palabra: los sonidos y las curvas tonales de la voz me resultaban completamente extraños. Me pareció que era una lengua que sonaba rítmica y cantarina, como italiano pero hablado al revés. Era verano, la luz subía en columnas oblicuas y la gente en la calle sonreía. Qué maravilla, pensé, estar entre humanos y no entender nada.

En esa visita breve memoricé los mensajes de los altoparlantes del subte que anunciaban las estaciones: «Nästa: Mariatorget. Nästa: Slussen. Nästa: Gamla Stan». Durante mucho tiempo tuve esa voz en la cabeza y cuando me acordaba de Suecia las repetía para mí: Nästa: Mariatorget. Nästa: Slussen. Nästa: Gamla Stan.

Seis años después, vine a vivir a Estocolmo. La primera vez que subí al subte, esperé a que llegáramos a Mariatorget, a Slussen y a Gamla Stan para comprobar con satisfacción que yo recordaba la cadencia, la música de la voz en los parlantes del vagón. Lo que escuché me sorprendió: era más o menos lo mismo pero algo había cambiado. O mejor dicho, la voz era la misma, pero no eran esos los sonidos que yo había guardado en la memoria. Es algo que suele pasarnos con las fotos, que transforman los recuerdos que tenemos del pasado. Pero hasta ese momento yo no me había percatado de que los sonidos también se pueden distorsionar en el archivo orgánico de la mente.

Cuando empecé a aprender sueco y a escucharlo todos los días, descubrí que mis oídos de hispanohablante eran sordos a ciertas cosas. Con el paso de los días y los meses, de a poco, mi escucha empezó a despertar y a percibir un espectro impensable de sutilezas sonoras que mi propio instrumento vocal no sabía reproducir. Yo recordaba otras vocales en la voz del subte porque en ese entonces era insensible a las vocales suecas. Si uno nunca hubiese visto el color violeta y lo viera de golpe por única vez, ¿lo recordaría después como azul?

Antes de aprender el sueco solía pensar que la dificultad más grande de esta lengua (o de cualquier otra) estaba en las consonantes. ¡Qué equivocada estaba! Las consonantes son una gimnasia que se despliega en la boca y que está hecha de golpecitos y deslizamientos de la lengua, los labios y los dientes. Construir esos sonidos es ir poniendo uno sobre otro los ladrillos de la sonoridad de una lengua, y con práctica y paciencia se logra algo bastante aceptable. Pero las vocales... ¡ah, las vocales! Ellas sí que son esquivas. Cuando copiamos el sonido de una consonante extranjera, lo hacemos con la intuición que tenemos del funcionamiento de nuestras propias herramientas orgánicas: la lengua, el paladar, los dientes, los labios. La lengua, como obrero laborioso, va corriendo y martillando de un lado al otro de la boca, con el mundo físico de su lado. Las vocales, en cambio, son de otra naturaleza. Si las consonantes son los ladrillos de una casa, las vocales son los espacios vacíos, el aire que circula, que entra por las ventanas. ¿Cómo se moldea el aire? Para copiar una vocal no basta con el conocimiento previo de nuestra propia boca ni con la observación de un rostro ajeno. La única información visual que tenemos de la producción de una vocal es el aspecto externo de unos labios y unos músculos faciales. También tenemos la información auditiva, que nos ayuda a imaginar cómo será lo que sucede ahí dentro, donde no podemos ver. Es información valiosa, aunque incompleta. Como adivinar las habitaciones de una casa mirándola desde afuera. Los suecos son ricos y abundantes en vocales, quizás porque son un país rico y abundante en espacios abiertos, un país de aire puro. Hay sonidos que no existen en ninguna otra lengua, como la ɧ, que suena como un viento que pasa pegado a los costados de un túnel. También hay una vocal exótica y apretada, la ʉ̟, que pide que la lengua forme un cuenco, como dos manos que recogen agua. Y esos dos sonidos se combinan en la palabra más bella y extraña del sueco, la palabra para el número siete: sju, una palabra cortísima que anula el tiempo, porque está animada por un aire que sale y llega a la vez. El último trazo de la palabra sju entre los labios es un tajo minúsculo en el aire.

Es misteriosa la conexión entre la garganta del que habla y el oído del que oye. Cuando escucho hablar a las mujeres suecas e intento hablar como ellas, son mis cuerdas vocales, mis labios y mi lengua los que tienen que hacer un ejercicio de imaginación e imitación. Las suecas tienen voces de otro mundo, graves y sensuales, y abren y cierran la glotis a voluntad para emitir vocales finitas y pesadas, o grandes y holgadas. Escuché que muchas mujeres jóvenes copian el acento de clase alta de la isla de Lidingö, al norte de Estocolmo, donde las vocales son oscuras, y todas hablan como si tuvieran lenguas gigantes que no dejan pasar el aire. Al parecer es un fenómeno reciente. Estando en Estocolmo vi algunas películas de Ingmar Bergman y en ellas nadie hablaba con esas voces cavernosas que se escuchan en los negocios del centro. Voces que van envueltas en abrigos caros y sin forma, debajo de gorritos de cashmere.

Para mostrar que están prestando atención a lo que decimos o para dar señales de asentimiento, los suecos hacen una aspiración corta que se parece al sonido que hacemos nosotros cuando algo nos asombra. Hacen esas aspiraciones a cada rato, y son señal de cortesía. La primera vez que hablé un rato largo con una sueca pensé que sufría de asma. En el norte del país, una región despoblada donde hay muchísimo espacio entre las personas, se lleva esto al extremo: para asentir no dicen «sí» ni mueven la cabeza sino que hacen un sonido parecido al de una boca que chupa la bombilla del mate.

El espacio entre los cuerpos tiene su correlato en el lenguaje, y los suecos respetan mucho más que nosotros los turnos de habla. La gente espera a que el otro termine de hablar antes de intervenir. A veces la única respuesta es un lento «ja-ha!». Una cena familiar perfectamente normal puede incluir largos minutos de silencio. En las playas en verano se oyen los ruidos del agua, los pájaros, el viento entre los árboles y los chicos que juegan, a nadie se le ocurre llevar un parlante y prenderlo en público. Es evidente que no los incomoda estar callados, que están a gusto con el aire vacío a su alrededor. Quizás por eso a nosotros nos parecen fríos. Porque están acostumbrados a la distancia entre los cuerpos y no intentan llenar todos los espacios con voces o gestos o música o comida. Más que fríos diría que son cool, que son la definición perfecta de lo cool, tanto que parece una palabra inventada para ellos. Cool, al igual que frío, cálido, ardiente, expresa una cualidad del mundo físico: la temperatura, y también una cualidad del mundo espiritual: el temperamento. Nadie discutirá que los suecos son lo opuesto de lo apasionado, de lo fogoso. Pero la frialdad que vemos en quienes no son como nosotros es una cuestión de temperamento y nada más. No tiene ninguna relación con los sentimientos (ni con la temperatura real de su cuerpo, claro está).

Hay algunas palabras que tienen un primer sentido, ligado a la espacialidad, y otro, ligado a la metáfora. Me di cuenta de eso hace mucho tiempo, cuando empecé a enseñar mi lengua a extranjeros. Pero en los últimos años, inmersa en una lengua desconocida, me empecé a chocar con esta realidad cada vez más seguido y ya no pude dejar de verla. Veía muy clara esa doble naturaleza del lenguaje en las palabras más pequeñas: las preposiciones. Bajo, por ejemplo. Bajo la mesa, bajo el puente, bajo la lluvia, expresan la idea espacial de estar debajo de algo, en un lugar inferior. Bajo presión, bajo un hechizo, bajo el dominio de algo o alguien, por otro lado, expresan la idea metafórica de estar en una posición de menor importancia, voluntad o poder. O contra: contra la pared, contra el viento, contra las cuerdas, son todos sentidos espaciales. Pero también decimos contra su voluntad, contra el cáncer o contra el enemigo, donde la espacialidad es más bien una ilusión. La lengua está llena de esos pasajes. ¿Cuál de los dos sentidos habrá surgido primero? Todo parece indicar que el sentido espacial siempre es anterior a los demás. Que incluso el tiempo no es más que una manera de entender el espacio. Quizás se trate de un pasaje tan antiguo en nuestras lenguas humanas que se pierde en la oscuridad del pasado.

La música de la frase y la pronunciación son muy importantes para el sueco. Si oyen la música, creerán que hablamos bien, aunque nuestra

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