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Intimidades
Intimidades
Intimidades
Libro electrónico180 páginas2 horas

Intimidades

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Información de este libro electrónico

Una joven se muda de Nueva York a La Haya para empezar a trabajar como intérprete en el Tribunal Penal Internacional. La plenitud que le procura su nueva vida –una estimulante red de conocidos y amigos, un buen empleo, una incipiente historia de amor– le hace sentir que tal vez ha encontrado, como anhelaba, un lugar al que llamar hogar. Sin embargo, ese bienestar pronto comienza a resquebrajarse. Adriaan, su amante, abandona unos días la ciudad para reunirse con su esposa y concluir los trámites del divorcio, y repentinamente deja de contestar sus llamadas. A la vez, la protagonista recibe el encargo de traducir durante un juicio a un exjefe de Estado de un país africano acusado de crímenes de guerra, lo que la obliga a hacer suya la voz del criminal y a establecer con él una suerte de complicidad que nunca hubiera deseado. Mujer introvertida y observadora, se esfuerza por descifrar lo que está ocurriendo a su alrededor, pero no encuentra más que incertidumbres. Lo que parecía ser un camino recto se ha convertido de pronto en un laberinto.



Hipnótica y de una rara intensidad emocional, Intimidades, cuarta novela de Katie Kitamura, muestra el indiscutible talento de la escritora estadounidense para desnudar lo familiar y revelar sus aspectos más desconcertantes. Una lectura adictiva que se cuestiona hasta qué punto llegamos a conocer y comprender verdaderamente las motivaciones de aquellos que nos rodean y que reflexiona sobre el modo en que las intimidades, escogidas o impuestas, condicionan el curso de nuestras vidas.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento6 mar 2023
ISBN9788419261410
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    Intimidades - Kitamura Katie

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    Intimidades

    KATIE KITAMURA

    TRADUCCIÓN DE AURORA ECHEVARRÍA

    logo_sexto_piso

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Título original

    Intimacies

    Copyright © KATIE KITAMURA, 2021

    Primera edición: 2023

    Traducción

    © AURORA ECHEVARRÍA

    Imagen de portada

    © ELISABETH MAYVILLE

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A. DE C.V., 2021

    América, 109,

    Parque San Andrés, Coyoacán

    04040, Ciudad de México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    Formación

    GRAFIME

    ISBN: 978-84-19261-41-0

    Para mi familia

    UNO

    Nunca es fácil irse a vivir a otro país, pero lo cierto era que yo estaba encantada de estar lejos de Nueva York. Esa ciudad había llegado a desorientarme después de la muerte de mi padre y de la repentina decisión de mi madre de refugiarse en Singapur. Por primera vez comprendí hasta qué punto mis padres me habían anclado a ese lugar del que ninguno éramos originarios. La larga enfermedad de mi padre me había retenido allí, y tras el infeliz desenlace de pronto me vi libre para marcharme. Impulsivamente solicité una plaza de intérprete en el tribunal de La Haya, y en cuanto me la concedieron y me trasladé a esa ciudad me di cuenta de que no tenía intención de volver a Nueva York, donde ya no sabía cómo sentirme en casa.

    Llegué a La Haya con un contrato de un año en el tribunal y poco más. En esos primeros días en los que la ciudad todavía era un misterio para mí, daba vueltas en tranvía y caminaba durante horas sin rumbo, por lo que a veces me perdía y necesitaba consultar el mapa en el teléfono. La Haya tenía algo que me recordaba a las ciudades europeas en las que había pasado largos períodos de mi vida, y tal vez por eso me sorprendió la facilidad y la frecuencia con que me desorientaba. En los momentos en que la sensación de familiaridad daba paso a la confusión, me preguntaba si podría llegar a ser más que una visitante allí.

    Aun así, recorrí las calles y los barrios con una renovada certeza de que todo era posible. Llevaba tanto tiempo viviendo con el dolor que había dejado de notarlo o de reco­nocer que me embotaba los sentidos. Pero poco a poco empezaba a remitir. Se abría un espacio. Con el paso de los días me convencí de que había hecho bien en marcharme de Nueva York, aunque tenía dudas acerca de haberme ido a La Haya. Veía los detalles del paisaje como un altorrelieve que a veces me desconcertaba; el lugar aún no estaba desgastado por la familiaridad ni distorsionado por el recuerdo, y había empezado a buscar algo, aunque no sabía exactamente qué.

    Fue alrededor de esa época cuando conocí a Jana, por un amigo común de Londres. Jana se había instalado en los Países Bajos dos años antes que yo para trabajar como conservadora en el Mauritshuis; el ama de llaves de una galería nacional, así era como ella describía su cargo, restándole importancia con un gesto burlón. Tenía un carácter opuesto al mío, ella era compulsivamente abierta mientras que yo me había vuelto más reservada en los últimos años; la enfermedad de mi padre había servido de silenciosa advertencia contra el exceso de esperanza. Ella entró en mi vida en un momento en que yo estaba más abierta de lo normal a la promesa de intimidad. Sentía un alivio refrescante en compañía de una persona tan locuaz, y creía que en nuestras diferencias alcanzábamos una especie de equilibrio.

    Jana y yo salíamos a menudo a cenar, pero esa noche ella se había ofrecido a cocinar, dijo que estaba demasiado cansada para ir a un restaurante y que eso nos permitiría a las dos ahorrar dinero, pues estaba el asunto de su nueva y nada despreciable hipoteca. Se había comprado un piso cerca de la vieja estación de trenes y me había animado mucho a que me trasladara a ese vecindario cuando se me acabó el contrato de alquiler temporal. Empezó a enviarme anuncios, asegurándome que el barrio tenía mucho que ofrecer, entre otras cosas estaba bien comunicado por transporte público, de hecho sus desplazamientos de casa al trabajo eran ahora mucho más llevaderos, un solo trayecto en tranvía sin necesidad de transbordo.

    Caminé de la parada del tranvía hasta su casa pisando cristales rotos. El edificio de Jana, una estructura modesta con balcones en hilera, estaba encajado entre un complejo de viviendas de protección social y un nuevo bloque de pisos de acero y cristal, dos facetas de un barrio que cambiaba a marchas forzadas. Llamé al interfono y ella me dejó entrar sin decir nada. Me abrió la puerta antes de que yo pudiera tocar el timbre, el trabajo era una pesadilla, anunció sin preámbulos, no se había mudado de Londres a La Haya para pasar sus días enfrascada en hojas de cálcu­lo de Excel. Y, sin embargo, así era exactamente como transcurrían todos los días, agobiada por presupuestos y comunicados de prensa, pues el arte en sí apenas lo veía, por alguna razón había dejado de ser responsabilidad suya. Me hizo un gesto para que entrara y cogió la botella de vino que le tendí. Ven a hacerme compañía mientras acabo de preparar la cena, me dijo por encima del hombro mientras desaparecía en la cocina.

    Colgué mi abrigo. Ella me ofreció una copa de vino en cuanto entré y se volvió hacia los fogones. La comida estará lista dentro de nada, dijo. ¿Qué tal el trabajo? ¿Te han dicho algo de tu contrato? Negué con la cabeza. Todavía no sabía si me prolongarían o no el contrato en el tribunal. Era algo que me preguntaba cada vez más a menudo, había empezado a creer que me gustaría quedarme en La Haya. Me sorprendía examinando las tareas que me encomendaban y la actitud de mi supervisora, buscando alguna señal. Jana asintió comprensiva y me preguntó si había echado un vistazo a los anuncios que me había enviado, en el edificio de enfrente había un piso disponible.

    Le dije que sí y bebí un sorbo de vino. Aunque hacía poco que se había mudado, ya estaba completamente instalada, había tomado posesión del espacio con su entusiasmo característico. Yo sabía que la compra del piso le proporcionaba una seguridad que hasta entonces no había conocido; se había casado y divorciado siendo aún veinteañera, y había pasado la última década trabajando duro hasta alcanzar su puesto actual en el Mauritshuis. Observé cómo abría el armario y sacaba una botella de aceite de oliva y un molinillo de pimienta, y me di cuenta de que todo tenía ya su sitio. Sentí una punzada, no de envidia sino más bien de admiración, aunque ambas están en cierto modo ligadas.

    ¿Comemos aquí mismo?, me preguntó. Asentí y me senté, y ella dejó delante de mí un bol de pasta. Siempre he querido tener una cocina con barra americana, me comentó. Debe de ser algo que vi de niña. Se sentó en el taburete que había a mi lado. Hija de madre serbia y padre etíope, había crecido en Belgrado antes de que la mandaran a un internado en Francia durante la guerra. Nunca volvió a Yugoslavia, o lo que ahora se llamaba la antigua Yugoslavia. Me pregunté dónde había visto la primera barra americana, la que por fin había conseguido reproducir en su propia cocina.

    La felicité por la aspiración cumplida y ella sonrió. Es una sensación agradable, dijo. No ha sido nada fácil encontrar el piso y obtener la financiación. Sacudió la cabeza y me miró con sorna. Cuesta lo suyo conseguir una hipoteca siendo una mujer negra de cuarenta y tantos años. Cogió la copa de vino. Está claro que esto es un barrio bajo en proceso de rehabilitación. Pero en alguna parte tengo que vivir…

    En ese momento una sirena irrumpió en la calle. Levanté la vista, sobresaltada. El estruendo aumentó dentro del piso a medida que se acercaba el vehículo. Una luz roja y naranja recorrió la cocina en una espiral. Jana frunció el entrecejo. Fuera, el ruido de portezuelas al cerrarse de golpe y el débil rumor de un motor. Aquí hay policía a todas horas, comentó con la copa en la mano. Ha habido un par de atracos, y el año pasado hubo un tiroteo. No es que me sienta insegura, se apresuró en añadir. Mientras hablaba pasaron otras dos sirenas. Cogió el tenedor y continuó comiendo. Observé cómo masticaba despacio mientras el sonido coral de fondo cobraba intensidad. No existe ninguna diferencia con los barrios de Londres en los que yo vivía, dijo. Levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido. Pero en La Haya te habitúas. Aquí es fácil olvidar que estás viviendo en una ciudad de verdad.

    Dejaron de oírse las sirenas y nos envolvió el silencio. Una sirena puede significar cualquier cosa, dije por fin. Un resbalón en la ducha, un infarto en la cocina. Ella asintió, y me di cuenta de que su aprensión no se debía –o al menos no enteramente– a la amenaza de peligro o violencia, sino a la transformación que había sufrido su percepción del piso, que en ese momento ya no era la fuente de seguridad que llevaba tanto tiempo buscando, sino algo más cambiante e incierto.

    El resto de la velada transcurrió en una bruma de preo­cupación, y no pasó mucho tiempo antes de que le dijera que tenía que irme. Fui a la sala de estar para recoger mis cosas y, mientras me ponía el abrigo, miré a través de las cortinas hacia la calle, tenuemente iluminada por las farolas. Estaba tranquila y solo se veía el resplandor de un cigarrillo, un hombre que paseaba a su perro. Mientras lo observaba, lanzó el cigarrillo al suelo y tiró de la correa del perro antes de desaparecer por la esquina.

    Jana se apoyó en la pared, tenía una taza de té en la mano y se la veía más cansada que de costumbre. Le sonreí. Descansa un poco, dije, y ella asintió. Abrió la puerta principal y me disponía a cruzarla cuando me cogió bruscamente del brazo. Ten cuidado al ir al tranvía. Me sorprendió el apremio de su voz y la fuerza con que me agarraba. Luego me soltó y retrocedió un paso. Nunca se es lo bastante precavida, añadió. Asentí y me volví para marcharme, ella ya había cerrado la puerta detrás de mí. Oí el chasquido de la llave al girar no una sino dos veces en la cerradura y después el silencio.

    DOS

    Yo vivía en el centro de la ciudad, en un barrio muy distinto al de Jana. Había encontrado mi piso amueblado por internet antes de llegar. La Haya no era una ciudad barata para vivir, pero lo era más que Nueva York. Como consecuencia, vivía en un piso que era demasiado grande para una sola persona, con dos dormitorios y una sala de estar separada del comedor.

    Tardé un poco en acostumbrarme a su tamaño, que el mobiliario tal vez demasiado anodino no hacía sino subra­yar. Con un futón plegable en la sala de estar y un juego de mesa y sillas en el comedor, estaba diseñado para ser temporal e impersonal. Cuando firmé el contrato, el espacio vacío me había parecido un lujo, recuerdo ha­berme paseado por el piso acompañada del sonido hueco de mis pasos, señalando una habitación como dormitorio y la otra como un posible estudio. Con el tiempo esa sensación se desvaneció y las dimensiones del piso ya me parecieron normales. También el aire provisional del alojamiento, aunque cuando volví del piso de Jana esa noche, recordé la naturalidad con que ella parecía haberse instala­do en el suyo y sentí cierta nostalgia.

    Cuando me desperté a la mañana siguiente todavía estaba oscuro fuera. Me preparé café, me puse un abrigo y salí al balcón, otro atractivo del piso que solía disfrutar incluso en esos gélidos meses de invierno. Había puesto una mesa pequeña y una silla plegable contra la pared, junto a unas pocas plantas en macetas, ya marchitas. Me senté. Era lo bastante temprano para que las calles estuvieran vacías. La Haya era una ciudad tranquila y casi esforzadamente civilizada. Pero cuanto más tiempo pasaba en ella, más inquietud me producían su aire de cortesía, los edificios bien conservados y los parques bien cuidados. Recordé lo que Jana había dicho sobre La Haya, lo fácil que era olvidar que estabas viviendo en una ciudad de verdad. Tal vez era cierto, había empezado a pensar que su apariencia dócil ocultaba una realidad más compleja y contradictoria.

    Apenas una semana atrás estaba de compras por el casco antiguo cuando vi a tres hombres uniformados avanzar por la concurrida calle peatonal junto a una gran máquina. Dos de ellos tenían en las manos unas pinzas alargadas mientras que el tercero sostenía una boquilla enorme que sobresalía de la máquina, era como si condujera a un elefante por la trompa. Me detuve a observarlos sin saber muy bien por qué, tal vez porque me intrigaba la clase de actividad que los tenía ocupados.

    Al final los hombres se acercaron y vi en qué consistía exactamente su cometido, los dos de las pinzas extraían colillas de entre las grietas del pavimento, una a una, labor concienzuda que explicaba la lentitud de su avance. Bajé la vista y me fijé en la cantidad de colillas que había esparcidas por la calle, a pesar de que solo en ese tramo había varios ceniceros públicos bien situados. Los dos hombres iban sacándolas de las grietas mientras el tercero los seguía con su aspiradora elefantiásica, succionándolas diligentemente. En el tambor del aparato debía de haber varios miles o incluso cientos de miles de colillas, que gracias al trabajo de esos hombres habían desaparecido de la calle.

    Los tres hombres eran casi con toda seguridad inmigrantes, probablemente turcos o surinameses. Su labor era necesaria para la estética patrimonial de la ciudad, así como por la desidia de una población adinerada que tiraba las colillas al suelo sin pensar cuando a apenas unos pasos había receptáculos destinados para ello. De pronto vi que había montones de colillas en el suelo justo debajo de los ceniceros. Solo es una anécdota, pero ejemplifica cómo el barniz de civismo que recubría la ciudad se resquebrajaba sin cesar, en algunas partes había desaparecido por completo.

    A mi alrededor empezaba a clarear, el horizonte se difuminaba con los colores del amanecer. Entré y me vestí para ir a trabajar. Cuando salí del piso poco después, se me había hecho tarde. Fui corriendo hasta la parada de tranvía más cercana. Jana me llamó mientras lo esperaba, todavía estaba en casa y la oía andar por el piso cogiendo las llaves y reuniendo

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