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S-3: Una memoria
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Libro electrónico263 páginas3 horas

S-3: Una memoria

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No tenía muchas ganas de contarle a ese grupo de desconocidos la ansiedad con que me había deglutido una botella entera de píldoras para dormir; o los lapsos considerables de tiempo que me había pasado entregada a fantasías furibundas con la mejilla apoyada en las puertas grasientas de hornos de gas apagados. No tenía ganas de contarles nada. Podía explicárselos, está bien, pero me llevaría mucho tiempo. Mi vida entera. Podía sentirla detrás de mí, sumergida, como un iceberg.
Una mañana de 1968, Bette Howland se despierta y no sabe dónde está. Días atrás intentó quitarse la vida ingiriendo un frasco de pastillas para dormir. Estaba en el departamento de Saul Bellow, con quien tuvo un breve romance que terminaría convirtiéndose en una entrañable amistad durante más de cuarenta años.
Como tantas mujeres a lo largo de la historia, Howland se sintió abrumada frente a la crianza, prácticamente sola, de dos niños pequeños, una serie de trabajos precarios, un catálogo de mudanzas y la imposibilidad de tener un cuarto propio en donde poder dedicarse a la escritura.
S-3 es una radiografía contundente de la sala psiquiátrica en la que la escritora pasó una temporada. Allí aprendió a convivir con médicos residentes que pocas veces la escuchaban, muchas menos la comprendían, y con otros pacientes con los que rápidamente se sintió unida por una suerte de eslabón común, todos querían terminar con todo: con la mirada acusatoria de los demás, con los secretos familiares, con el peso de un mundo que por momentos se volvía un lugar injusto e inhabitable.
Con una sensibilidad pocas veces vista, Howland indaga en los alcances y los límites de la locura y nos muestra que las fronteras son, por lo general, mucho menos nítidas de lo que pensábamos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2022
ISBN9789877122824
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    S-3 - Better Howland

    PRÓLOGO

    Hace algunos años, antes de dejar un hospital psiquiátrico en Nueva York, el doctor que me firmó el alta me dijo: Puedes escribir sobre tu estadía aquí siempre y cuando no menciones el hospital. Qué loca tendría que estar para escribir sobre esto, pensé. No quería expresar lo que esto era. Me había decidido de todo corazón a no recordar, lo cual, para mí, era diferente a olvidar. Olvidar sería una deslealtad a mi profesión. No recordar me parecía una necesidad para escribir y para vivir.

    Al leer S-3, las memorias de Bette Howland sobre su estadía en una sala psiquiátrica de Chicago, tuve la sensación de revivir un recuerdo. Los escenarios temporales y geográficos importan poco en la lucha eterna entre la lucidez y la locura. Los personajes en S-3 podrían ser los mismos que conocí en S-6, la sala donde estuve internada: los locuaces y los sin palabras; los violentos y los helados; los que creían que estaban siendo injustamente encerrados y los que celebraban su readmisión con fanfarria. Las divisiones inconfundibles: entre razas y clases. De dónde venía un paciente y adónde volvería –Nueva York o los suburbios, Manhattan u otros vecindarios, un barrio afroamericano o uno haitiano-americano en Brooklyn, un refugio para indigentes o un hogar transitorio o un techo propio seguro y privado–.

    Otra paciente me dijo que cada uno de nosotros tenía un libro para escribir después de irse del hospital. Llámalo Mujer, Interrumpida, dijo. Nadie sería lo suficientemente omnisciente, lo suficientemente lúcido, lo suficientemente altruista como para escribir ese libro, pensé. Lo que poseemos contiene nuestro punto ciego: la suerte, el sufrimiento, el deseo, el recelo; el deseo de reescribir, revisar, empezar una vida nueva; el deseo de retirarse y partir. Y, por supuesto, nuestros egos, vulnerables y recalcitrantes. Preocupados por nuestros problemas individuales, nos olvidamos de que no somos tan diferentes unos de otros. Ese era el problema. No había novedades. Un gesto era tan viciado, impotente y poco original como el próximo. Nada era original en S-3, dice Howland. Esa era su verdad y su belleza.

    Bette Howland escribió un libro que yo pensé que era imposible de escribir. Menos personal que una memoria convencional –Howland misma ocupa un espacio mínimo–, puede ser leído como una enciclopedia de la vida en un psiquiátrico, escrita desde la agitación mental y sin embargo con omnisciencia sobrenatural. ¿Es posible que una única entrada, una vida sola, contenga la enciclopedia entera? Es una pregunta absurda, pero un libro excepcional justifica cuestionar lo improbable y lo imposible.

    La mejor escritura con frecuencia garantiza al lector una manera nueva de entender una narrativa, una situación, un momento, hasta algunas palabras individuales. No soy tan ingenua como para olvidar la política del lenguaje, pero cuando leí S-3, me descubrí pensando en dos palabras en un lugar diferente a sus lugares habituales.

    Refugiado/refugio: la raíz latina es fugere, huir; re- señala una intención de retroceso; huir de regreso.

    Disidente: la raíz latina es dis- + sedēre, sentarse apartado, estar en desacuerdo.

    Cualquier persona en un psiquiátrico sería llamada un refugiado. Las razones de una persona para huir del mundo no son tan diferentes a las de otra. El límite entre lo irresoluble y lo invivible no está claramente marcado; con frecuencia uno lo cruza antes de darse cuenta. S-3 empieza cuando Bette Howland ya ha cruzado el límite y se vuelve una refugiada reticente. Huir de regreso es instinto, aunque de regreso a qué, uno no tiene manera de articular. ¿Qué era yo?, escribe Howland al inicio de su estadía. En esas situaciones, sentía que estaba en el umbral entre dos mundos y ninguno era especialmente atractivo.

    Cuando yo estuve en el hospital varios pacientes tuvieron la idea de organizar un concurso de talentos un sábado –un cambio con respecto a jugar al bingo y mirar Jeopardy! y estar eternamente esperando–. Una huérfana de diecinueve años, que había sido vagabunda durante meses, tocó el piano ininterrumpidamente: era una buena pianista. Una veterana que apenas podía salir de su cuarto cantó Amazing Grace durante todo el día, con diferentes pacientes que se unían para ensayar con ella. Comunidad –como la retrata Howland– es una palabra ubicua que insiste en cómo todos deberían vivir en S-3 o en S-6, fuera de la vida cotidiana, pero imitando fielmente la vida exterior. La comunidad es lo que es la vida, a menos que, claro, uno se resista: disienta, elija sentarse apartado.

    Personas diferentes intentaron hacerme participar del concurso de talentos. La joven pianista apoyó las manos en mis costillas y me pidió que dijera Ahhh, y me explicó cómo proyectar la voz desde el diafragma. ¡Qué pena!, no tengo talentos para ofrecer, dije, salvo el de miembro del público que aprecia. No estaba siendo totalmente genuina. Era una disidente acérrima y sin embargo desganada, lo cual, creo, marca la diferencia entre Howland y yo. Ella también era una disidente, se sentaba aparte, pero a su vez estaba sentada muy cerca, la distancia entre ella y la comunidad de S-3 era casi imperceptible. En este libro muestra poco desacuerdo con ella misma o con su comunidad. ¿Había algún desacuerdo? Su posición me parece ambigua: ahí está, una residente y una disidente a la misma vez. Ninguna posición es enteramente deseable, sin embargo, ella se mueve de una a otra con facilidad camaleónica. Tal vez por eso pudo escribir este libro imposible. Una disidente pura es reactiva, una residente pura pierde perspectiva.

    S-3 fue el primer libro de Bette Howland, publicado en 1974. Publicó dos libros más, ganó la beca MacArthur, después desapareció de la atención pública. En 2015, cuando Brigid Hughes de A Public Space se encontró con una copia a un dólar en una caja de saldos en una librería de usados, su obra hacía mucho que estaba descatalogada y olvidada. Muchas veces pienso en esos años y me pregunto si este libro ofrece alguna pista. Howland es una disidente en S-3. ¿Era Howland la escritora una disidente en la vida también, no como opositora a ningún régimen o política, sino para desafiar las expectativas que ella hubiera sabido cómo manejar (si eso hubiera sido lo que quería para su carrera)? Su principio rector parece haber sido simplemente el de observar. Muchas veces he equiparado la terquedad con un deseo de negar o de impulsar, aunque la terquedad de Howland parece neutral: mirar el mundo con tanta atención que, a través de la observación, la escritora pueda casi liberarse de su punto ciego. Casi, nunca del todo, sin embargo –esto último sería el punto ciego más grande de todos–.

    Pero el mundo con frecuencia premia las narrativas digeribles y las posiciones reclamables, y los puntos ciegos a veces reciben privilegios por encima de las percepciones. Traer el trabajo de Bette Howland de vuelta al público nos recuerda que observar y recordar no son actitudes pasivas, sino intensa e íntimamente activas.

    YIYUN LI

    Febrero de 2020

    I

    En la unidad de terapia intensiva había una mujer a la que le habían hecho una cirugía a corazón abierto. Le habían implantado un monitor en el corazón; el monitor soltaba un pitido por segundo, día y noche, un compás persistente que no se apuraba ni se demoraba jamás, tal como parece que hace un corazón humano, incontables veces durante el día más común y corriente de nuestras vidas. Si se hubiese demorado, las enfermeras se habrían acercado a toda velocidad, con sus tacones rápidos y enérgicos, y habrían desaparecido detrás de las cortinas. La mujer estaba inconsciente, nunca se había despertado; su vida era un mecanismo; el compás regular se oía por toda la sala.

    Yo debo de haber estado escuchando ese pitido por mucho tiempo antes de reconocerlo.

    Me golpearon después las palabras de apertura de un ensayo que escribió una chica ciega sobre la ceguera. Debe de estar oscuro. Eso es lo que la gente siempre te dice. Pero no está oscuro. No está nada. Tal vez me equivoque, pero antes de todo eso no estaba oscuro: no estaba nada. Y podría haber tomado cualquier cantidad de tiempo subir a la superficie, llegar al umbral de la confusión. Había una especie de dolor difuso, un dolor que se debatía, y un sabor salado: el sabor del agua de mar. (Era el vapor de un respirador). Mi conciencia parecía fija, alineada con un anuncio particularmente penetrante:

    BIP… BIP… BIP…

    –Está todo bien ahora. Vas a estar bien –alguien me susurró al oído–. Ya pasó todo, ya pasó. Vas a empezar de nuevo. –Renovada, decía la voz–. Vas a renacer.

    Yo no podía ver absolutamente nada.

    De todo esto, nada me parecía raro; no tenía la energía para reflexiones de ese tipo. En ese momento no tenía pensamientos propios, no tenía emociones. El único estímulo real era el dolor y no podía descifrar de dónde provenía. Estaba agotada, absolutamente fuera de servicio. Tenía las manos aplastadas, pegadas con cinta adhesiva a unas tablas y sujetas a unos tubos (las sentía como remos); los tobillos también. Sentía en carne viva las áreas alrededor del ano y la uretra –más tubos, imaginé sobre la base de experiencias previas–. Me había arrancado los tubos que salían de la boca y de la nariz en un brote de semiinconsciencia. Estos tubos eran ahora mi mayor preocupación; me parecía que me tenían atada, me desconectaban, enredaban mi vida: quería liberarme. Luchaba todo el tiempo por levantar la cabeza y pegarles un tarascón; golpeaba los dientes tratando de partirlos en dos de un mordisco.

    –¡Renaciste! –susurraba mi madre. Había estado esperando tres días, acampando en los pasillos del hospital y acechando las habitaciones a la espera de que yo me despertara. ¿Había planeado lo que iba a decir? ¿O se le ocurrió en ese momento? Nunca pregunté, aunque sé lo que estaba tratando de hacer. A su manera me estaba reviviendo, resucitando –como todas esas máquinas, máscaras, agujas, tubos que veía saliendo de mí por todas partes–. Pero ella quería alimentar ese otro sistema, la función más vital de la vida. Era una madre después de todo, yo era su hija; ella pertenecía a ese sistema. Y yo lo había repudiado; así que ahora ella estaba tratando de ponerlo en funcionamiento otra vez.

    Renacida. Renovada. BIP… BIP… BIP…

    No había sabido que palabras como esas estaban tan cerca de la superficie, en la punta de la lengua. Por mucho tiempo habían sido mi secreto más profundo, mis protectoras, mis compañeras más íntimas. Y me sorprendía ahora escucharlas repetidas en voz alta de ese modo. Así que no eran secretas después de todo. Ni siquiera me pertenecían –evidentemente eran de propiedad común–. El primer sentimiento confuso que tuve, por lo tanto, en esos primeros momentos de esa, mi nueva vida, fue de desengaño. Mis deseos parecían defectuosos, deteriorados, impotentes, apáticos.

    Pero las deficiencias de una existencia previa no se apoderaban de mí ahora, no podían competir con la única cosa que me preocupaba inequívocamente: los tubos. Me escuchaba a mí misma rogando para que me los sacaran.

    En esos días no tenía voz, solo podía hablar en un susurro vehemente e inaudible. Las cuerdas vocales estaban estiradas por los tubos que habían pasado por la nariz, bajado por la tráquea; la voz era una especie de vapor ronco. Ponía voluntad para hablar, pero no salía nada. Esa era una de las cosas que pasan. Había otras. La máquina de la tos, por ejemplo, un aparato ruidoso; una actividad violenta, el equivalente a nadar en un canal agitado. Lo había tenido veinte minutos de cada hora del día y de la noche, fue lo primero de lo que tomé conciencia y era ahora una de las realidades extrañas pero primordiales de mi vida. Yo había vomitado, tal como suele sucederles a las personas que toman una gran sobredosis de píldoras, y había succionado mi propio vómito; me lo estaban drenando de los pulmones. Estos eran los –imprevistos– hechos fisiológicos.

    La unidad de terapia intensiva no estaba nunca oscura; estaba iluminada a toda hora, de día y de noche, un resplandor constante, implacable, que parecía corresponder a la misma categoría de cosas que el pitido. Mi cama parecía una amarra en la mitad de una gran habitación resplandeciente. Una de las enfermeras tenía la contextura de una matrona policía con grandes antebrazos entrometidos y un pecho acorde; puro músculo –mal diseñada para la ternura–. Para llaves de lucha libre, quizás; para tablas de cortar pan. Una tarde, mientras esa pechera almidonada iba de un lado a otro del cuarto, la llamé varias veces. Estaba con mucho dolor. Mi voz era inaudible y no pareció escucharme. Traté de capturar su mirada. ¿No veía que mi boca estaba abierta?

    Al final desapareció detrás de las cortinas.

    Dos mujeres de la limpieza –las inevitables figuras negras y delgadas de uniforme azul oscuro que se volverían tan familiares cuando llegara a S-3– estaban trapeando el piso. Vieron que yo estaba en un aprieto y se miraron; una dejó la mopa y se acercó a las cortinas. A esa altura, yo estaba mirando las cortinas con todas mis fuerzas. La mujer volvió, recogió su mopa:

    –Le dije que la llamabas –dijo, arremetiendo contra el piso, sin levantar la vista para mirarme a los ojos–. Pero dijo que no podía oírte.

    –Perra –les susurré a las cortinas.

    Instantáneamente se separaron; brazos musculosos las separó con un tañido:

    –¿Qué dijiste?

    En defensa de la enfermera debo admitir que gritos como ese se escuchaban a toda hora y no me parecían especialmente expresivos o conmovedores tampoco a mí. Porque los enfermos en las camas eran invisibles. Estaban ahí solo implícitamente. Deben haber existido, si más no fuera en beneficio de esa otra vida, llena de importancia: los brazos ajetreados, los uniformes almidonados; los carros, mopas, pitidos, timbrazos; las idas y venidas apuradas de las enfermeras de medias blancas.

    El hospital era un hospital escuela; los pasillos se atestaban de catervas de animados estudiantes de medicina. Varias veces por día, clases enteras entraban en tropel –los bordes de sus guardapolvos blancos aleteando con energía– y se paraban por rango detrás de su profesor, alrededor de los pies de mi cama.

    –¿Sabes tu nombre? ¿Sabes dónde estás? –preguntaba el profesor, apoyándose en el barral del costado de la cama. ¿Qué pretendían de mí? Dudo que realmente quisieran las respuestas a esas preguntas.

    –¿Sabes qué hora es?

    Esa fue muy difícil. Un cuarto sin oscuridad ni luz del día, las mismas luces encendidas día y noche. No me daban comidas; la máquina de toser aparecía durante las veinticuatro horas. El monitor de la paciente del corazón pitaba a cada segundo, sin marcar la hora. Un hombre quemado gritaba bajo el efecto de los sedantes: no había nada en sus gritos y quejidos que sugiriera el paso del tiempo.

    El profesor notó mi vacilación y su mirada se deslizó a sus estudiantes. Sus guardapolvos estaban tan almidonados y derechos, sus bigotes y barbas tenían una intensidad tan oscura y sedosa, que me asombraba el aburrimiento que se veía en sus caras. Ojos vidriosos, mejillas como ladrillos, reprimían los bostezos. ¿Te diste cuenta? No sabe qué hora es.

    Me incitó a adivinar. A esa altura, por supuesto, estaba susurrando íntimamente. Era a causa de mi voz; las personas no podían evitar susurrar.

    Nunca vi a la mujer que estaba detrás de las cortinas, y eso era raro para mí; los pitidos de su corazón impregnaban mi vida. También parecían generar bastante tráfico. Las hermanas de la mujer, vestidas de negro, con grandes bolsos colgándoles del hombro, iban de aquí para allá en puntas de pie. Hay toda una subcultura asociada a estas unidades de terapia intensiva, los parientes que se instalan afuera en las salas de espera asumen roles. Es una vida periférica extraña, una vida entre bambalinas. Pero los pacientes no saben nada, no saben lo que pasa ahí afuera; no son conscientes de toda esa espera. Raramente son conscientes de los demás.

    De hecho, la terapia intensiva estaba llena a toda hora de ruidos, los gritos y agonías de los pacientes –aunque nada era tan implacable como el pitido–. El hombre quemado gritaba. Había estado en un accidente industrial, un fuego químico repentino; sus gritos eran como contracciones musculares. Detrás de otra cortina divisoria una chica rotaba; eso estaba relacionado con una herida en su estómago. No, ella estaba fija; era la cama la que se movía a su alrededor, cambiándole la posición y todo el tiempo una lámpara de arco corto, como un reflector, irradiaba la herida. Yo imaginaba esa disposición como una rueda de feria, con luces humeantes de gran alcance. No la vi nunca, tampoco. Nunca vi a nadie. Sabía todos estos detalles, conocía la existencia misma de esos otros, solo por mi madre, que se había pasado todo ese tiempo en la sala de espera del otro lado de las puertas vaivén.

    Cada vez que se abría la puerta, mi madre alzaba su espléndida y conspicua cabeza blanca –elegante, llamativa, como un armiño; terriblemente alerta– lista para pegar un salto y empezar a hacer preguntas. Sabía perfectamente que esas preguntas no servían para nada, pero no podía dejar de hacerlas, de reclamar. Adaptable, hábil, tenaz (las maldiciones eternas de la naturaleza humana, pero sobre todo tenaz), había dormitado en la sala de espera, debajo de su abrigo, había buscado sus comidas en la cafetería, se había lavado los dientes en el baño. En otras palabras, había establecido una forma de vida, una rutina propia, con sus propios hábitos y reglas y hasta su propio grupo de conocidos –personas en las mismas circunstancias–. Como las verdaderas ocupaciones de la vida, las visitas ocupaban solo cinco minutos por hora, había tiempo de sobra para hacerse nuevos conocidos. Y mi madre, de un tipo notablemente sociable, no podía bajar a la recepción en el ascensor sin empezar una conversación con algún extraño.

    Así que estaba en términos amistosos con las hermanas de la paciente del corazón y especialmente con los padres de la chica de pelo dorado sometida al potro (ella describía la hermosura del pelo). Y antes que eso –siendo la tasa de mortalidad lo que era en ese lugar– con el padre de un niño chino que tenía una rara enfermedad cardíaca. En medio de la sala de espera, las puertas vaivén de cantina se abrieron de golpe y el niño pasó en camilla frente a los ojos de todos, camino a la operación. Su corazón debajo de la sábana blanca parecía violentamente poseído –activo, saltaba como un sapo, me dijo mi madre–. Y los ojos del padre se llenaron de lágrimas. El niño se había muerto antes de que yo recobrara la conciencia.

    Yo no habría ni siquiera sabido lo que era el pitido del monitor del corazón (parecía lo suficientemente natural, el pulso de la habitación –los aleteos del respirador eran la respiración–) si mi madre no me lo hubiera explicado todo. Naturalmente, como estaba prohibido, ella había espiado entre las cortinas y había visto a la mujer: un cuerpo maltrecho, todo negro y azul como la mujer tatuada. Había algo raro en sus descripciones; bizarras, apuradas, extravagantes, como un carnaval callejero, un espectáculo aparte, un circo. Tuvieron en mí un impacto vívido y peculiar; tal vez fue mi estado de debilidad. La vitalidad de esos detalles individuales es una medicina poderosa; y esas eran dosis muy fuertes.

    No me sorprendió estar en una cama de hospital, había pasado mucho tiempo en hospitales últimamente; había estado enferma a cada rato durante años –varias dolencias físicas misteriosas, finalmente diagnosticadas como infección renal–. (Esto se volvería una historia conocida más tarde cuando llegué a S-3; no solo la mayoría de los pacientes tenían una historia de agotamiento físico, una enfermedad desgastante de mucha duración, sino que infección renal resultó ser una de las quejas más habituales. Después de oír eso varias veces, empecé a entender).

    La primera vez, muchos meses antes, había estado en un hospital del otro lado de la ciudad; un lugar muy distinto, muy pequeño y sórdido. Un agujero en la pared. Tan deprimente como el barrio que lo rodeaba, un distrito pobre puertorriqueño –ladrillos mugrientos, luces de neón, vidrios rotos–. Y la sala de emergencias de ese hospital tenía mucha reputación; ahí era donde te arrastraba la policía si te arrestaban, borracho y desaforado y con necesidad de atención médica. Mi tío era policía en esa ronda y me contó cómo víctimas apaleadas, con

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