Gozo
Por Azahara Alonso
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«Gozo es una hermosura de libro, ligero en su forma y hondo en su contenido, con ecos de una filosofía de Simone Weil, que entendió perfectamente que el trabajo extenuante es una cárcel».Elvira Lindo
«¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones?», se pregunta la narradora, quien reconstruye su experiencia en una pequeña isla del archipiélago de Malta. Una abarcable geografía mediterránea, propicia para sentir y pensar también desde el cuerpo; el clima exacto para reflexionar sobre los dilemas planteados por el trabajo (o su falta), la política del tiempo, los envites del turismo, el deseo de autenticidad y tantos otros ambiguos imperios contemporáneos.
Gozo nos habla de la posibilidad de un placer casi sagrado, el de no hacer nada (o no hacer tanto, o no por necesidad). Y la prosa fragmentada que le da forma despliega, a la vez, una constelación de voces y pensamientos afines —de Georges Perec a Susan Sontag, de Roland Barthes a Maggie Nelson— dispuesta para la revelación de aquello que surge cuando, ante nosotros mismos, frente al espejo del mar, nos damos por fin tregua y nos detenemos.
«La escritura reflexiva, pausada y radiante de Azahara Alonso es, al igual que este libro, una cura contra la rueda de hiperproductividad que nos está devorando. No se puede hacer turismo por estas páginas; es preciso quedarse a vivir en ellas por un tiempo».Aixa de la Cruz
«Esta novela nos enseña a respirar. Ya sabemos hacerlo, pero no nos damos cuenta. Me ha enseñado a vivir aposta, dándome cuenta, con más gozo y con más conciencia».Rafael Reig
«Nunca —casi nunca– el título de un libro es exactamente el libro. Sí en este caso. Gozo es pensamiento, peripecia y diario narrado con ojos que ven más, ojos de poeta».Agustín Fernández Mallo
«A medio camino entre el ensayo, la crónica y el diario, Gozo es una apuesta por la distancia como condición para la lucidez, y por la espera y la indefinición frente a la alienante productividad del mundo actual. La realización personal y el trabajo son puestos contra la pared a través de reflexiones certeras que conforman un patchwork bellísimo y delicado. Un debut espléndido, lleno de sensibilidad, gracia y sutileza».Elvira Navarro
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
Azahara Alonso
Azahara Alonso (Oviedo, 1988), licenciada en Filosofía, es autora del libro de aforismos Bajas presiones (2016) y del poemario Gestar un tópico (2020). Ha sido coordinadora de la escuela de escritura Hotel Kafka y gestora cultural en la Fundación Centro de Poesía José Hierro. Actualmente imparte talleres literarios y publica crítica especializada.
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Gozo - Azahara Alonso
Edición en formato digital: febrero de 2023
Esta obra ha tenido el apoyo para su creación
del Ministerio de Cultura y Deporte a través de la convocatoria
de la ayudas a la creación literaria correspondientes al año 2021.
En cubierta: Melocotones (Prunus permica), Elsie E. Lower,
Colección de acuareleas pomológicas del Departamento de Agricultura
de Estados Unidos. Colecciones raras y especiales,
Biblioteca Nacional de Agricultura / Rawpixel Public Domain
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Azahara Alonso, 2023
© Ediciones Siruela, S. A., 2023
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19553-65-2
Conversión a formato digital: María Belloso
Las islas son el regalo hecho al mundo
en días de paz para su gozo.
MARÍA ZAMBRANO
¡Trabajar! ¡Trabajar! Como si tuviera tiempo.
GEORGES PERROS
¿EN QUÉ MOMENTO mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones? Padezco el síndrome de la isla en plena meseta, y eso a pesar de haber vivido en una isla de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas y fiestas, era el silencio. SHHH, IT’S THE ISLAND, decían los carteles del ferri indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo. No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no me despertara sin razón y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina, abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.
*
De pequeña, cuando tenía cinco o seis años, mi madre me enseñó a respirar. Ya sabía, claro: debía dejar que el aire entrase y saliese de mi cuerpo sin darme cuenta, como al quitar los ruedines de la bicicleta, aquel rito de paso. Lo diré mejor: mi madre me enseñó a pensar que respiraba. Porque cuando entra la consciencia, las cosas que parecían transparentes se vuelven complicadísimas. En la cama de mi habitación, a oscuras, me guiaba: «Toma aire por la nariz, lentamente, y deja que llegue hasta la tripa. Retenlo. Ahora, espira». Resultaba divertido porque parecía un juego. Entonces, con cada respiración, contaba del uno al diez y del diez al cero, del uno al veinte y del veinte al cero, del uno al treinta… y el cuerpo empezaba a pesarme, a hacérseme evidente. De la misma forma cada noche. «Mamá, me gusta respirar, pero de día se me olvida». «No te preocupes, si te gusta te acordarás de hacerlo». Recuerdo esto a menudo, cada vez que me cuesta conciliar el sueño porque en la cama, con J. a mi lado ya dormido, empiezo a pensar en todos los vecinos, en aquellos a los que pongo cara y a los que no, en esa masa que de día hace cola en el mercado, comparte espacio en el cine, me entrega las cartas, sube el volumen de la música con las ventanas abiertas y se oprime contra mí en el metro de vuelta al barrio. Se recogen todos ellos en las casas mínimas de nuestra diminuta calle compartida. Son muchos, muchísimas, y quizá alguien se ha dejado abierto el gas y mañana en los periódicos dirán que esta ciudad esto o esta ciudad aquello. Dependemos mutuamente, nos suponemos fiables, pero somos demasiados y la estadística habla, y mientras cuento del cero al diez, del diez al cero, el silencio me parece sospechoso, porque sé que están ahí, no todos duermen al mismo tiempo. ¿Qué hacen? Del cero al treinta, me digo que lo extraño es un lugar en el que el silencio no es buena señal. Del cincuenta al cero y caigo.
*
Pero ¿cómo era aquello? Primum vivere deinde philosophari. Tantas veces he tenido que explicar por qué me fui allí aquel tiempo que ya no sé si las razones que repito de memoria son las ciertas o se han convertido en una ficción que me divierte. Las preguntas me dan una oportunidad para ordenarme, y entonces digo: fui a la isla porque había terminado de estudiar y solo sabía lo que no quería hacer. Recibí una beca para practicar un idioma que no es el mío. Esto último hace asentir a mis interlocutores con satisfacción. Deducen que la estancia tenía un propósito, no como mis estudios, a raíz de cuya inutilidad aparente escuché de las mismas bocas el tópico en un torpe latín.
Había más destinos, ¿por qué precisamente ese, no el mejor, para hablar inglés?
Un par de años antes habíamos viajado a otra isla. Con el fin de distraerme en el avión, J. me hacía preguntas o desvelaba cosas que yo quería saber desde hacía tiempo. El siguiente año viajamos a una más y otra vez las escalas multiplicaban mi angustia. En el último despegue, él me preguntó por escrito en la primera página de un libro: «¿A qué isla me llevarás el año que viene?». Aún no sospechaba que abandonaríamos el propósito de viajar, pero estaba dispuesta a mudarme a una roca en medio del Mediterráneo.
*
El silencioso terruño y el archipiélago al que pertenece se sitúan con mucha dificultad en el mapa. Casi invisible, no se suele apreciar en él. Tampoco aparecía en ninguna de mis lecturas, y las primeras aproximaciones siempre se daban por comparación: está al sur de Sicilia y al este de Túnez, su tamaño es similar al de una de las provincias más pequeñas de España, su población es un tercio de la que tiene la ciudad grande y sus habitantes hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano.
Después de intentar aprender lo inabarcable y del amor por el saber, etcétera, no parecía mala idea ir a un lugar del que no sabía nada, excepto que su nombre era fascinante en mi propia lengua: Gozo. Debo confesarlo cuanto antes: tengo una inevitable tendencia a prendarme de los sitios y de los nombres. Y a veces, por la noche, me cuesta respirar.
*
Me gusta imaginar el perímetro de la isla como un círculo perfecto que se ha rebelado contra la armonía, que ha perdido la tensión. Una línea de puntos desinflada que abraza la autosuficiencia. No hay alternativa, ¿qué haría si no se bastara a sí misma? En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme.
*
«Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse», escribió Georges Perec. Por entonces yo había tropezado demasiadas veces, me había mudado de habitación, de piso, de ciudad, por estudios, por enfados, por volver a ciertos lugares, pero nunca hasta entonces dependí de un avión para hacerlo. Como el dinero que me habían concedido estaba destinado a cubrir un mes, pero yo quería que durase al menos un año, empecé por elegir una compañía de bajo coste y me llevé una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto. Casi toda la ropa era de verano y a estrenar, porque mi abuela insistió en ayudarme a renovar el armario como si en vez de irme a vivir a otro país fuese a empezar un nuevo curso en el colegio. «Que te vean bien vestida, ya que vas a ser forastera», dijo, como si a aquella isla de la que solo sabíamos que era diminuta no llegasen las cosas que pueden hacer falta. Además, ella ignoraba que mi intención era mimetizarme estéticamente en la isla no-desierta.
*
Escribió Perec también que «el mundo es grande. Los aviones lo surcan en todas direcciones todo el tiempo». En la ciudad, cada vez que salgo de casa y miro los que marcan este cielo, me doy cuenta de que pasear es una manera contradictoria e impecable de no hacer nada. Por eso quiero saber a dónde puede llevarme un paseo, porque sabré con ello hasta dónde se extiende el albedrío que depende solo de mi cuerpo. Nada abstracto: quiero nombres de espacios, quiero tiempos, distancias en kilómetros.
En la ciudad, también, un avión puede llevarme casi directamente a cualquier parte del mundo. Pero desde donde escribo, dentro de su apretado laberinto, el pie al salir de casa suele iniciar un recorrido habitual no por rutina, sino por acceso: me muevo en una lógica muy básica, me imagino en un videojuego en el que un joystick gigante determina mis paseos, siempre iguales. Estiro una finísima e invisible cuerda que me ata a casa. Voy y vuelvo. Nadie sabe qué sumará puntos en ese tablero de regularidad. Los ocho o diez kilómetros que puedo caminar en una tarde me llevan, a lo sumo, a otro barrio similar o en construcción, a una lejanía descampada a la que me es difícil llegar debido a las arterias que la atraviesan y en la que, una vez allí, no sé qué hacer.
Sin embargo, la isla contiene el horizonte por completo. En esa hipotética tarde, podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste. Limitada, abarcable y de camino fácil, algo que hace tiempo se me antojaba una especie de encierro, ese lugar es ahora mi idea de opulencia.
En 1866, la Asociación Internacional de los Trabajadores reivindicó la jornada de ocho horas. Las condiciones anteriores eran insostenibles, y así se impuso lo que podríamos llamar la «teoría de los tres ochos» que ahora conocemos bien: un tercio del día dedicado a trabajar, otro tercio dedicado a dormir y un último al resto de la vida, si es que queda. Es decir, a la familia, a hacer la compra, a ver una película, a tomar un café con amigos, a limpiar, distraerse y salir de fiesta, a desear algo que no se necesita o doblar la ropa seca. Yo nunca trabajé ocho horas al día. Quiero decir oficialmente. He sido becaria de sueldo y horario en casi todos mis empleos, pero dicen que no puedo quejarme porque siempre fue en lo mío. Todavía como estudiante, di clases de refuerzo en una academia y fui bibliotecaria en la Facultad de Medicina, en lucha contra mis —literalmente— fantásticos temores. Más tarde me rendí al pluriempleo porque la cultura es así, aunque no para todos. Cuatro horas de trabajo presencial, dos horas de desplazamientos, seis en casa —artículos, correcciones, preparación de clases, aulas online, emails, lectura— y un par más de compras, cocina y prisas de cualquier tipo antes de dormir, sin olvidar la meditación que, además de relajarme, me haría ser más productiva al día siguiente.
*
Siempre he sido yo la que ha abandonado los empleos, porque no me libero de esta idea: algo no va bien cuando tengo que solicitar días libres a mis jefes, cuando tengo que pedir permiso para hacer lo que quiero con parte de mi