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La distancia entre nosotros
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La distancia entre nosotros
Libro electrónico483 páginas8 horas

La distancia entre nosotros

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From the award-winning author of Across a Hundred Mountains.

Cuando el padre de Reyna Grande deja a su esposa y sus tres hijos atrás en un pueblo de México para hacer el peligroso viaje a través de la frontera a los Estados Unidos, promete que pronto regresará con el dinero suficiente para construir la casa de sus sueños. Sus promesas se vuelven más difíciles de creer cuando los meses de espera se convierten en años. Cuando se lleva a su esposa para reunirse con él, Reyna y sus hermanos son depositados en el hogar ya sobrecargado de su abuela paterna, Evila, una mujer endurecida por la vida.

Los tres hermanos se ven obligados a cuidar de sí mismos. En los juegos infantiles encuentran una manera de olvidar el dolor del abandono y a resolver problemas de adultos. Cuando su madre regresa, la reunión sienta las bases para un capítulo nuevo y dramático en la vida de Reyna: su propio viaje a El otro lado para vivir con el hombre que ha poseído su imaginación durante años— su padre ausente.

En esta memoria extraordinaria, la galardonada escritora Reyna Grande le da vida a sus años tumultuosos, capturando la confusión y las contradicciones de una infancia divida entre dos padres y dos países. Sólo en los libros, en la música y en su rica imaginación ella encontrará consuelo, un refugio momentáneo de un mundo en el que cada lugar se siente como El otro lado. La distancia entre nosotros capta el paso de una niña de la infancia a la adolescencia y más allá. Una divertida, lírica, pero desgarradora historia, nos recuerda que las alegrías y las tristezas de la infancia están siempre con nosotros, impresas en el corazón, recordándonos de ese lugar que fue nuestro primer hogar.
IdiomaEspañol
EditorialAtria Books
Fecha de lanzamiento16 abr 2013
ISBN9781476710419
La distancia entre nosotros
Autor

Reyna Grande

Born in Mexico, Reyna Grande is the author of the bestselling memoirs The Distance Between Us and its sequel, A Dream Called Home, as well as the novels Across a Hundred Mountains, Dancing with Butterflies, and A Ballad of Love and Glory. Reyna has received an American Book Award, the El Premio Aztlán Literary Award, and a Latino Spirit Award. The young reader’s version of The Distance Between Us received an International Literacy Association Children’s Book Award. Her work has appeared in the New York Times and the Washington Post’s The Lily, on CNN, and more. She has appeared on Oprah's Book Club and has taught at the Macondo Writers Workshop, VONA, Bread Loaf, and other conferences for writers. 

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    La distancia entre nosotros - Reyna Grande

    Primer libro

    MI MAMÁ ME AMA

    Prólogo

    Reyna a los dos años

    A LA ABUELA EVILA, la madre de mi padre, le gustaba asustarnos con historias de la Llorona, la mujer que vaga por el canal y se roba a los niños. Mi abuela nos decía que si nos portábamos mal, la Llorona nos llevaría muy lejos y nunca más veríamos a nuestros padres.

    Mi otra abuela, la abuelita Chinta, nos decía que no le tuviéramos miedo a la Llorona, que si rezábamos, Dios, la Virgen y los santos nos protegerían de ella.

    Ninguna de mis abuelas jamás nos dijo que había algo más poderoso que la Llorona —un poder que se lleva a los padres, no a los hijos—.

    Ese poder se llama los Estados Unidos.

    En 1980, cuando tenía cuatro años, yo todavía no sabía dónde estaban los Estados Unidos ni por qué la gente de mi ciudad natal en el estado de Guerrero lo llamaba el otro lado.

    Lo que yo sí sabía en ese entonces era que el otro lado ya se había llevado a mi padre y que las oraciones no servían de nada. Si sirvieran, el otro lado no se estaría llevando a mi madre también.

    1

    Carlos, Reyna y Mago con Mami

    ERA ENERO. EL siguiente mes mi madre cumpliría los treinta años. Pero no celebraría su cumpleaños con nosotros.

    —¿Por cuánto tiempo se va, Mami? —le pregunté aferrándome a su vestido.

    —No por mucho tiempo —fue su respuesta.

    Cerró la pequeña maleta de segunda mano que compró para viajar a el otro lado, y comprendí que había llegado la hora de su partida.

    A veces, cuando prometía portarme bien, mi madre me llevaba con ella cuando salía a la colonia para vender productos de Avon. Otras veces me dejaba en la casa de la abuelita Chinta.

    —No me tardaré —me prometía, mientras soltaba mi mano.

    Esta vez, sin embargo, cuando dijo que no se iría por mucho tiempo, yo supe que sería diferente. En realidad, ese no por mucho tiempo se convirtió en un nunca porque, a decir verdad, mi madre jamás regresó.

    —Es hora de irnos —dijo Mami al levantar su maleta.

    Mi hermana Mago, mi hermano Carlos y yo tomamos las bolsas de plástico llenas de nuestra ropa. Nos paramos en la entrada de la pequeña casa que le rentábamos a don Rubén y miramos a nuestro alrededor por última vez. Los hermanos de Mami estaban empacando nuestras pertenencias para guardarlas en la casa de la abuelita Chinta: nuestro refrigerador descompuesto, que Mami esperaba poder arreglar algún día, la cama que Mago y yo habíamos compartido con Mami desde que Papi se había ido, el ropero que habíamos decorado con calcomanías de El Chavo del Ocho para ocultar los lugares en donde la pintura se había descarapelado. La casa estaba casi vacía. Más tarde, Mami le entregaría la llave a don Rubén y éste ya no sería nuestro hogar, sino el de alguien más. Cuando estábamos a punto de salir a la luz del sol, alcancé a ver el retrato de Papi. El tío Gary lo estaba poniendo en una caja. Corrí a quitárselo de las manos.

    —¿Por qué te lo llevas? —dijo Mami, mientras caminábamos sobre la terracería hacia la casa de la abuela Evila, donde viviríamos de ahora en adelante.

    —Él es mi papi —le dije, y apreté el retrato contra mi pecho.

    —Ya lo sé —dijo Mami—. Tu abuela tiene fotos de él en su casa. No necesitas llevarte ésta.

    —Pero éste es mi papi —volví a decirle. Ella no entendía que esa cara de papel, detrás de un vidrio, era el único padre que yo conocía.

    Yo tenía dos años cuando mi padre se fue. Un año antes de su partida, el peso se devaluó 45% frente al dólar. Fue el principio de la peor recesión en México desde hacía cincuenta años. Mi padre se fue buscando un sueño: construirnos una casa. A pesar de que era albañil y había hecho muchas casas, con la inestabilidad económica de México nunca ganaría dinero suficiente para hacer realidad su sueño.

    Como la mayoría de los migrantes, mi padre se había marchado de su país natal con grandes expectativas de lo que sería la vida en el otro lado. Una vez que la realidad se impuso y se dio cuenta de que los dólares no eran tan fáciles de ganar como le contaba la gente, tuvo que enfrentar dos opciones: regresar a México con las manos vacías y con la cabeza baja o enviar por mi madre. Se decidió por lo último, con la esperanza de que entre los dos ganaran el dinero necesario para construir la casa de la que soñaba. Luego, podrían finalmente regresar a su país con la cabeza en alto, orgullosos de lo que habían logrado.

    Por lo pronto, nos estaba dejando sin madre.

    Mago, cuyo verdadero nombre es Magloria, aunque nadie la llama así, cogió mi bolsa para que yo pudiera sostener el retrato de Papi con las dos manos. Era difícil mantener el equilibrio en un camino lleno de piedras, con las cuales me podría tropezar y caer. Esa mañana de enero yo me movía con mucho más cuidado porque llevaba a mi papi en mis brazos y podría romperse con facilidad, como la botella de Coca-Cola que Mago llevaba el día en que se tropezó. Se rompió en pedazos, y el dulce líquido oscuro se volcó para mezclarse con la sangre que emanaba de la herida de Mago, que necesitó de tres puntos de sutura. Ésa no sería su primera ni su última cicatriz.

    —Juana, ¿ya te vas? —le preguntó a Mami doña María, una de sus clientas de Avon. Iba corriendo por el camino de la terracería rumbo al mercado, llevando una bolsa vacía para hacer las compras. Sus labios estaban pintados de color rosa con el lápiz labial de Avon que le había comprado a crédito a Mami.

    —Ya me voy, amiga —dijo Mami—. Mi esposo me necesita a su lado.

    Yo había perdido la cuenta de las veces que Mami había dicho eso desde que mi padre llamó por teléfono tres semanas atrás. En poco tiempo, toda la colonia de La Guadalupe se enteró de que Mami se iba para el otro lado. Me enfurecía oírle decir esas palabras: Mi esposo me necesita, como si mi padre no fuera un hombre hecho y derecho, como si sus hijos no la necesitaran también.

    —Mi madre se encargará de cobrarte lo que me debes —le dijo Mami a doña María—. Espero que estés de acuerdo.

    Doña María no la miró. Asintió con la cabeza y le deseó un buen viaje.

    —Voy a rezar para que te vaya bien al cruzar, Juana —le dijo.

    —No te preocupes, no voy a cruzar la frontera corriendo. Mi marido pagó para que me crucen con papeles prestados. Costó mucho, pero no quiere ponerme en peligro.

    —Claro, eso se entiende —murmuró doña María mientras se alejaba.

    En aquel entonces, yo era muy pequeña para darme cuenta de que Mami no caminaba mirando al suelo porque tuviera temor a tropezarse con las piedras, como lo hacía yo. Era demasiado joven para entender por qué los hombres que se iban a el otro lado jamás regresaban. Algunos de ellos encontraban nuevas esposas y formaban una nueva familia. Otros desaparecían por completo, reinventándose a sí mismos tan pronto llegaban a los Estados Unidos, olvidándose de los que habían dejado atrás.

    Era una preocupación que le quitaba el sueño a mi madre, aunque en aquel entonces yo no lo sabía. Pero en las semanas que siguieron a la llamada de mi padre, su caminar cambió, y no volvió a mirar más hacia el suelo. Mi esposo mandó por mí. Él me necesita, le dijo a todo el mundo, y las mujeres como doña María, cuyo marido la había dejado hacía mucho tiempo, sólo bajaban la mirada.

    No vivíamos lejos de la abuela Evila y, al doblar la esquina, su casa de adobe ya estaba a la vista, justo al pie de una colina. La casa tenía la forma de una caja y la habían pintado de blanco, pero cuando llegamos a vivir allí el adobe se asomaba por donde el yeso se había agrietado como la cáscara de un huevo hervido. El techo era de tejas de terracota y una buganvilla trepaba por uno de los costados. Estaba tupida de flores tan rojas que daba la ilusión de ser una enorme herida sangrando sobre la blanca pared de la casa.

    El terreno de mi abuela medía como cuatro casas y estaba rodeado por un corral. Al este había una calle sin pavimentar que llegaba hasta la iglesia, la escuela y el molino de tortillas. Al oeste había un camino de tierra que cruzaba frente a la casa de don Rubén y doblaba hacia la lechería, el canal, la carretera, el cementerio, la estación de tren y el centro de la ciudad. Su casa estaba en el lado norte del terreno, la casa de mi tía en el lado sur, y el resto de la propiedad era un gran patio con varios árboles frutales.

    Además de ser uno de los estados más pobres de México, Guerrero es también uno de los más montañosos. Mi ciudad natal, Iguala de la Independencia, se encuentra en un valle. Mi abuela vivía en las afueras de la ciudad, y esa mañana en que caminamos a su casa no dejé de ver la montaña más cercana. Era grande y lisa, como si estuviera cubierta con un terciopelo verde. Durante la temporada de lluvias, un círculo de niebla envolvía su cima, como el pañuelo blanco que la gente se ata sobre la frente cuando le duele la cabeza. Por esto los lugareños la describían como la montaña con dolor de cabeza. En aquel entonces, no sabía lo que existía del otro lado de esa montaña, y cuando le pregunté a Mami me dijo que ella tampoco lo sabía, pero suponía que debía ser otra ciudad. Luego señaló hacia un punto a lo lejos y dijo que Acapulco estaba en esa dirección, a tres horas de distancia en autobús. Después apuntó en sentido opuesto y dijo que la Ciudad de México estaba por allá, también a tres horas en autobús.

    Pero cuando uno es pobre, no importa qué tan cerca estén las cosas; todo queda muy lejos. Mi madre, hasta ese día y a sus veintinueve años, no conocía el otro lado de las montañas. Para mí, Acapulco y la Ciudad de México bien podían estar en el otro lado. Los tres me parecían igual de lejanos y extraños.

    —Háganle caso a la abuela —dijo Mami, sorprendiéndome. No me había dado cuenta de que nos habíamos quedado callados mientras caminábamos. Dejé de mirar a la montaña con dolor de cabeza y miré a Mami, quien se había detenido ante nosotros, diciendo—: Pórtense bien. No le den ningún motivo para enojarse.

    —Ella nació enojada —dijo Mago en voz baja.

    Carlos y yo nos reímos calladamente. Mami también lo hizo, pero se detuvo de inmediato.

    —¡Ay, Mago! No hables así. Tu abuela nos está haciendo un gran favor al cuidarlos. Escúchenla y hagan siempre lo que les pida.

    —Pero, ¿por qué tenemos que quedarnos con ella? —preguntó Carlos, quien cumpliría siete años el mes siguiente. Mago, con ocho años y medio, era cuatro mayor que yo. Ambos faltaron a la escuela ese día, pero no les importó. ¿Cómo iban a pensar en números y letras si nuestra madre nos estaba dejando para irse a un lugar del cual la mayoría de los padres nunca volvían?

    —¿Por qué no nos quedamos con la abuelita Chinta? —preguntó Mago.

    Pensé en la mamá de Mami. Me encantaban su sonrisa desdentada y su olor a aceite de almendras. Su voz era suave como el arrullo de las palomas que tenía en jaulas alrededor de su casa. Pero, por mucho que quisiera a mi abuelita, yo no quería estar con ella ni con nadie más. Yo quería estar con mi madre.

    —Su padre quiere que se queden con su abuela Evila. Él piensa que allí estarán mejor —Mami suspiró.

    —¿Por qué se tiene que ir, Mami? —le pregunté de nuevo.

    —Ya te lo dije, mija. Esto lo hago por ti, por tus hermanos. Lo hago por todos ustedes.

    —Pero, ¿por qué no puedo ir con usted? —insistí, con lágrimas que me hacían arder los ojos—. Me voy a portar bien. Lo prometo.

    —No puedo llevarte conmigo, Reyna. Ahora no.

    —Pero...

    —¡Basta! Tu padre ha tomado una decisión y hay que obedecerlo.

    Mago, Carlos y yo aminoramos el paso y pronto Mami se vio caminando sola mientras nosotros la seguíamos detrás. Me quedé viendo el retrato que llevaba en mis manos, el cabello negro y ondulado de Papi, sus labios gruesos, su nariz chata y sus ojos rasgados que miraban un poco hacia la izquierda. Yo deseaba, como siempre lo deseé entonces —como todavía lo deseo ahora— que sus ojos estuvieran mirándome a mí, y no hacia un lado. Pero sus ojos estaban congelados en esa posición y no había nada que pudiera hacer al respecto. ¿Por qué se la está llevando? le pregunté a el señor del retrato. Como siempre, no hubo respuesta.

    —¡Señora, ya llegamos! —gritó Mami desde el portón. Al otro lado de la calle, el perro del vecino nos ladraba. Yo sabía que la abuela estaba en casa porque los ojos me ardían por el olor penetrante de los chiles guajillos que estaba asando en la cocina.

    —¡Señora, ya llegamos! —llamó de nuevo Mami. Acercó una mano al cerrojo del portón, pero no lo abrió. Desde un principio, mi abuela rechazó a mi madre, y diez años con tres nietos después, todavía reprobaba que mi padre hubiera elegido como esposa a una mujer que venía de una familia más pobre que la suya. Por eso, Mami no se sentía cómoda entrando en la casa de mi abuela sin permiso y tuvimos que esperar afuera del portón bajo el calor abrasador del sol del mediodía.

    —¡Señora, soy yo, Juana! —gritó Mami, mucho más fuerte que antes. Mi abuela nació en 1911, durante la Revolución Mexicana. Cuando llegamos a vivir a su casa, estaba por cumplir los sesenta y nueve años. Su cabello era largo y plateado, y a menudo lo llevaba recogido en un chongo. Tenía una pequeña joroba en su espalda, que la hacía encorvarse hacia el suelo. De niña padeció un caso severo de sarampión que le dejó deforme el brazo izquierdo y una cojera que la hacía caminar como si estuviera borracha.

    Finalmente, la abuela Evila salió de la casa por la puerta de la cocina. Mientras se dirigía al portón, se secó las manos en el delantal, que estaba manchado con salsa roja fresca.

    —Ya llegamos —dijo Mami.

    —Eso veo —contestó mi abuela. No abrió la puerta, ni nos pidió que entráramos para refrescarnos bajo la sombra del limonero en el patio. El sol intenso me quemaba la cabeza. Me acerqué a Mami para esconderme en la sombra de su vestido.

    —Gracias por permitirme dejar a mis hijos bajo su cuidado, señora —dijo Mami—. Cada semana mi marido y yo le mandaremos dinero para los gastos.

    Mi abuela nos miró a los tres. Yo no podía adivinar si estaba enojada. Era difícil leer su rostro; siempre tenía el mismo gesto sin importar en qué estado de ánimo se hallara.

    —¿Y por cuánto tiempo se van a quedar aquí? —preguntó.

    Esperé la respuesta de Mami, con la esperanza de oír algo más concreto que no por mucho tiempo.

    —No sé, señora —dijo Mami.

    Apreté el retrato de Papi contra mi pecho porque esa respuesta era peor.

    —El tiempo que sea necesario —siguió diciendo Mami—. Sólo Dios sabe cuánto tiempo nos llevará a Natalio y a mí para construir la casa que él quiere.

    —¿Que él quiere?—le preguntó la abuela Evila, apoyándose contra el portón—. ¿Qué no la quieres tú también?

    Mami nos abrazó. Nos recargamos en ella. Lágrimas frescas brotaban de mis ojos, y sentí como si me hubiera tragado una de las canicas de Carlos. Me aferré al vestido floreado de Mami y deseé poder quedarme allí para siempre, escondida en los pliegues, envuelta en la seguridad de su sombra.

    —Por supuesto, señora. ¿Qué mujer no quisiera tener una casa de ladrillo? Pero nos va a costar mucho —dijo Mami.

    —Los dólares alcanzan para bastante aquí —dijo la abuela Evila, apuntando a la casa de ladrillos construida en el lado opuesto de su propiedad—. Mira a mi hija María Félix. Ella se ha construido una casa muy bonita con el dinero que ganó en el otro lado.

    La casa de mi tía era una de las más grandes en la cuadra. Pero ella no vivía allí. No había vuelto de el otro lado a pesar de haberse ido mucho antes que Papi. Había dejado a mi prima Élida, su hija de seis años, también con la abuela Evila. Élida ya estaba por cumplir los catorce y había vivido con mi abuela desde que el otro lado se llevó a su madre.

    —Yo no me refería al dinero —dijo Mami. Se le salieron las lágrimas y secó la humedad de sus ojos. La abuela Evila desvió la mirada, como si la avergonzaran las lágrimas de Mami. Tal vez porque vivió durante la Revolución, cuando más de un millón de personas murieron y los que vivieron tuvieron que endurecerse para sobrevivir, mi abuela no era propensa a conmoverse.

    Mami volteó hacia nosotros y se agachó para quedar a nuestra altura. Nos dijo:

    —Voy a trabajar tan duro como pueda. Cada dólar que ganemos será para ustedes y la casa. Su padre y yo regresaremos muy pronto.

    —¿Por qué Papi sólo mandó por usted y no por mí? —le preguntó de nuevo Mago a Mami—. Yo quiero ver a Papi, también.

    Al ser la mayor, Mago era la que recordaba a mi padre con más claridad. Cuando Mami nos dio la noticia de que se iba a reunir con él en el otro lado, Mago había llorado porque Papi no había mandado por ella también.

    —Su papá no puede llevarnos a todos. Además, yo sólo voy allá para trabajar. Para ayudarlo con la casa.

    —No necesitamos una casa. Necesitamos a Papi —dijo Mago.

    —La necesitamos a usted también —dijo Carlos.

    Mami pasó los dedos por el cabello de Mago.

    —Tu padre dice que un hombre debe tener su propia casa y su propia tierra para dejárselas a sus hijos —dijo—. Yo me iré por un año. Prometo que volveré y traeré a su papá conmigo en un año, tengamos o no el dinero suficiente para una casa. ¿Me prometes cuidar a tus hermanos por mí, ser su madrecita?

    Mago miró a Carlos, y luego a mí. No sé lo que mi hermana vio en mis ojos pero hizo que su rostro se ablandara. ¿Habría sabido en ese entonces lo mucho que la iba a necesitar? ¿Sabría en ese momento que sin su fuerza y su inquebrantable amor, yo no hubiese sobrevivido lo que estaba por venir? Su rostro estaba lleno de determinación cuando miró a Mami y le dijo:

    —Sí, Mami, se lo prometo. Pero usted va a cumplir su promesa también, ¿verdad? Va a regresar.

    —Por supuesto —dijo Mami. Extendió sus manos y nos abrazó.

    —No se vaya, Mami. Quédese con nosotros, quédese conmigo —le dije mientras me aferraba a ella.

    Me besó en la frente y me empujó hacia el portón cerrado.

    —Tienes que alejarte del sol antes de que te dé un dolor de cabeza —dijo.

    La abuela Evila por fin abrió el portón para dejarnos entrar, pero no nos movimos. Permanecimos allí cargando nuestras bolsas, y a mí de repente me dieron ganas de tirar al suelo el retrato de Papi para que se rompiera en pedazos. Lo odiaba por llevarse a mi madre y separarla de mí, sólo por querer ser dueño de una casa y de un pedazo de tierra.

    —No me deje, Mami. ¡Por favor! —supliqué.

    Mami nos abrazó de nuevo y nos dio un beso de despedida. Presioné mi mejilla contra sus labios pintados de rojo.

    Mago me sujetó con todas sus fuerzas mientras mirábamos a Mami marcharse, las piedritas bailando dentro y fuera de sus sandalias, su pelo negro ardiendo bajo el sol. Cuando desapareció al doblar el camino, me solté de Mago y me eché a correr, llamándola a gritos.

    A través de las lágrimas, vi cómo un taxi se la llevaba lejos, dejando una nube de polvo a su paso. Sentí una mano en mi hombro y vi a Mago detrás de mí.

    —Vamos, Nena —dijo.

    No tenía lágrimas en los ojos, y mientras caminábamos de regreso a casa de mi abuela, me pregunté si cuando Mami le pidió a Mago que fuera nuestra madrecita, significaba también que no se le permitiría llorar.

    Carlos seguía de pie junto al portón, esperándonos para que juntos entráramos a la casa. Miré hacia el camino vacío una vez más y me di cuenta de que ya no quedaba nada de mi madre. Al entrar a la casa de mi abuela, me toqué la mejilla y comprendí que había algo que todavía me quedaba: la sensación del beso de sus labios rojos en mi piel.

    2

    El abuelo Augurio y la abuela Evila

    A MAGO, A CARLOS y a mi nos dieron un rincón en el cuarto de mi abuelo. Mis abuelos no dormían juntos porque cuando mi prima Élida se fue a vivir a aquella casa la abuela echó de la cama al abuelo para hacerle espacio a su nieta favorita. El cuarto de mi abuelo olía a sudor, cerveza y humo de cigarrillo. Su cama estaba en el rincón más alejado, junto a unas cajas, un viejo ropero y sus herramientas de jardinería. La luz que entraba por la ventana era demasiado débil para hacer menos sombrío el cuarto.

    Cerca de la puerta había un marco de cama individual sostenido por ladrillos y con un petate encima. La cama estaba contra la pared, debajo de la pequeña ventana que daba a un callejón. Allí es donde Mago, Carlos y yo dormíamos. Yo en medio, para que no me cayera. Mago dormía contra la pared, porque si un alacrán bajaba por allí y le picaba, no le pasaría nada. Los alacranes no le hacían nada a mi hermana. Tenia la sangre caliente y su signo era escorpio. Carlos dormía en la orilla porque una semana después de que Mami se fue comenzó a orinarse en la cama. Pensábamos que durmiendo en la orilla le sería más fácil levantarse en medio de la noche para usar la cubeta que estaba en la puerta.

    El cuarto de mi abuelo estaba al lado del callejón. Como la ventana que teníamos más arriba de nuestras cabezas no tenía vidrio que amortiguara los ruidos del exterior, se podía oír todo lo que ocurría afuera. A veces, escuchábamos quejidos. Mago y Carlos se paraban a ver, y se reían de lo que veían, pero nunca me levantaron para que yo pudiera ver. Otras veces oíamos a los borrachos que venían de la cantina al fondo del camino. Gritaban vulgaridades que hacían eco contra las paredes de ladrillo de las casas cercanas. A veces los oíamos orinarse contra la barda de piedras que rodeaba la propiedad de la abuela Evila, mientras cantaban canciones de borrachos. ¡No vale nada la vida, la vida no vale nadaaaa!. Yo odiaba esa canción que a los borrachos les gustaba cantar. ¿La vida no vale nada?

    Una noche, escuchamos los cascos de un caballo que golpeaban contra las piedras del piso. Se me puso la piel de gallina. Me pregunté quién podría andar por el callejón tan tarde.

    —¿Qué es eso? —preguntó Carlos.

    —No sé —dijo Mago—. Levántate y mira.

    En ese momento, los perros empezaron a ladrar.

    —No —dijo Carlos.

    —No seas marica —dijo Mago. Se levantó de la cama y se paró sobre nosotros mientras miraba por la ventana. Con todo el ruido que estábamos haciendo, uno pensaría que el abuelo Augurio se despertaría, pero no lo hizo. Yo quería que se despertara. Deseaba que él mirara por la ventana y nos asegurara que todo estaba bien. Miré al otro lado del cuarto y me di cuenta de que dormía. Cuando estaba despierto, podía pasarse horas acostado en la cama, fumando en la oscuridad, con la punta roja de su cigarrillo parpadeando en dirección a mi como si fuera un ojo diabólico. Su silencio siempre me hacía sentir incómoda. A mí no me gustaba cómo nos gritaba la abuela a cada rato, pero mi abuelo actuaba como si no estuviéramos. En cierta manera eso era peor porque me hacía sentir invisible.

    Mago dio un grito ahogado y se dejó caer en la cama, persignándose una y otra vez.

    —¿Qué viste? —le preguntamos—. ¿Quién estaba en el callejón?

    —Era un hombre, un hombre en un caballo —susurró Mago. El sonido de los cascos sobre el suelo se hizo más y más débil.

    —¿Y? —dijo Carlos.

    —Pues llevaba arrastrando algo en un costal.

    —Estás mintiendo —dijo Carlos.

    —No, les juro que digo la verdad —insistió Mago—. Les juro que vi que llevaba arrastrando a una persona.

    —No te creemos —dijo Carlos de nuevo—. ¿Verdad, Reyna?

    Negué con la cabeza, pero ninguno pudo ya dormir bien de nuevo.

    —Es el diablo haciendo sus rondas —dijo la abuela Evila a la mañana siguiente, cuando le dijimos lo que había visto Mago—. Está buscando a todos los niños traviesos para llevárselos al infierno. Así que mejor se portan bien, o el diablo se los va a llevar.

    Mago nos dijo que no le creyéramos a la abuela Evila. Pero en la noche, nos abrazábamos al oír pasar un caballo junto a la ventana; el sonido de los cascos nos ponía los pelos de punta. Me pregunté: ¿Quién nos protegerá si el diablo viene a robarnos y nos lleva muy lejos, donde nunca volveremos a ver a nuestros padres? Todas las noches, escondía la cara bajo la almohada y abrazaba con fuerza a mi hermana.


    Mi madre le pidió a Mago que fuera nuestra madrecita, y tanto ella como mi padre habrían estado orgullosos de su hija mayor al ver con qué valentía había asumido esa responsabilidad. A veces, ella se lo tomaba demasiado en serio para mi gusto, pero lo cierto es que Mago estaba allí en la ausencia de mi padre y mi madre.

    Un mes después de que Mami se fue, Mago y yo íbamos pasando por la casa del panadero, rumbo al molino de tortillas, cuando lo vimos salir cargando sobre su cabeza un canasto que parecía un enorme sombrero de paja, lleno de pan dulce. Se me hizo agua la boca sólo de pensar en darle un mordisco a una dulce y esponjosa concha de chocolate.

    La mujer del panadero se nos quedó viendo y le dijo a su marido:

    —Míralas, pobrecitas huerfanitas.

    —¡No somos huérfanas! —le grité, olvidándome del pan dulce.

    Agarré una piedra para aventársela, pero sabía que Mami se habría decepcionado de mí si la tiraba. Así que la dejé caer.

    De todas maneras, la mujer del panadero se dio cuenta de mi mirada y de lo que estaba a punto de hacer.

    —¡Debería darte vergüenza, escuincla! —me regañó.

    —Oye, no seas tan dura con ella —dijo el panadero—. Es muy triste no tener padres. —Se subió a su bicicleta para ir a repartir el pan. Me le quedé viendo hasta que dobló la esquina, sorprendida al ver cómo manejaba sobre las piedras esparcidas por todo el camino de tierra, sin perder el equilibrio y sin que se le cayera todo el pan que llevaba en el enorme canasto.

    —Si alguna vez regresa tu madre, seguro le comentaré sobre tu mal comportamiento —dijo la mujer del panadero, señalándome con el dedo. Luego se metió a su casa y cerró la puerta de un golpe.

    —¡No lo puedo creer! —dijo Mago, enojada, y me pegó fuerte con la canasta de las tortillas. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

    —¡Pero es que nosotros no somos huérfanos! —le dije. Mago estaba demasiado enojada para hablar conmigo, así que me jaló el brazo con fuerza y me apuró a ir al molino para comprar las tortillas del almuerzo. Me tropecé con una piedra, y casi me caigo si Mago no hubiera estado agarrándome. Ella aminoró el paso y me soltó.

    —No quiero que la gente nos tenga lástima —le dije—. Y que nos digan pobrecitos.

    De pronto se detuvo y acarició su mejilla, pasando uno de sus dedos sobre la cicatriz que tenía allí. A los tres años, Mago casi pierde un ojo jugando a las escondidas. Se metió debajo de una cama vieja con resortes de metal que sobresalían como garras puntiagudas. Uno de ellos se le clavó en el párpado, otro en la mejilla, y uno más en el puente de la nariz. Las cicatrices que dejaron los puntos de sutura en su párpado parecían vías de tren en miniatura. Desde entonces, cuando la gente se daba cuenta de sus cicatrices la miraba con lástima y ella lo odiaba.

    Tras un breve silencio, dijo:

    —Lo siento, Nena. —Luego me tomó de la mano y seguimos caminando.

    Cuando regresamos del molino, Élida nos estaba esperando junto a la puerta y preguntó por qué nos habíamos tardado tanto en ir por las tortillas. ¿Acaso no nos dábamos cuenta de que ella tenía hambre? La cara de Élida era gorda y redonda, con ojos grandes y saltones. Mago se burlaba de ella, llamándola ojos de rana. Al principio tratamos de ser sus amigos. Pensábamos que como estábamos en la misma situación —abandonados por nuestros padres— podríamos serlo. Pero Élida no estaba interesada en ser nuestra amiga y, como los vecinos, nos llamaba los huerfanitos. Técnicamente, ella también era una huérfana. Pero la ropa de moda que la abuela Evila le hacía en su máquina de coser y todos los regalos que su madre le enviaba desde el otro lado ayudaron a que Élida pasara de ser una pequeña huérfana a ser una nieta privilegiada. Era todo lo que nosotros no éramos.

    Al verla, me volví a enojar porque me habían llamado pobre huerfanita, porque Mago me había golpeado, porque mi madre nos había abandonado, porque mi padre se la había llevado. Yo quería jalarle la trenza a Élida, pero al ver que la abuela Evila rondaba cerca, sentí que era mejor no hacerlo. En lugar de eso, dije:

    —Tu cabello se parece a la cola de un caballo.

    —Pinche huérfana —dijo, y me jaló el pelo. La abuela Evila agarró las tortillas que traía Mago, pero no le dijo nada a Élida por jalarme el pelo.

    Mi abuelo y la tía Emperatriz estaban sentados ante la mesa de la cocina. Mi abuelo trabajaba en el campo y estaba allí sólo para el almuerzo. Mi tía trabajaba en un estudio fotográfico. Tenía veinticinco años y todavía era soltera. La más joven de los cinco hijos vivos de mi abuela, todavía no encontraba a alguien que mi abuela sintiera que valiera la pena y mereciera casarse con la más bonita de sus hijas. Mi abuela asustaba a cualquier hombre que viniera a tocar a la puerta.

    Carlos, Mago y yo nos sentamos en los dos escalones de concreto que estaban junto a la puerta que llevaba de la cocina al cuarto de la abuela, dado que en la mesa sólo cabían cuatro personas, y esos asientos ya estaban ocupados. La abuela Evila le dio una chuleta de puerco al abuelo Augurio y otra a Élida, la tercera fue para la tía Emperatriz y la última la sirvió para ella. Cuando el sartén llegó a nosotros ya no quedaba nada. La abuela Evila mezcló con nuestros frijoles varias cucharadas del aceite con el que había freído la carne.

    —Pa’ darle más sabor —dijo.

    Si Papi estuviera aquí, si Mami estuviera aquí, no estaríamos comiendo aceite, pensé.

    —¿No hay más chuletas? — preguntó la tía Emperatriz.

    La abuela Evila negó con la cabeza.

    —El poco dinero que me dejaste esta mañana no me alcanzó en el mercado —dijo—. Y el dinero que sus padres enviaron ya se acabó.

    Mago antes de las cicatrices

    La tía Emperatriz miró nuestros frijoles grasosos y luego se levantó para agarrar su bolsa. Le dio una moneda a Mago y la mandó a comprar un refresco para nosotros. Mago volvió con una Fanta. Le dimos las gracias a nuestra tía por el refresco y nos turnamos bebiendo de la botella, pero el sabor dulce de naranja no nos quitó el aceite de la boca.

    —¿De qué nos sirve que nuestros padres estén en el otro lado, si vamos a estar comiendo como mendigos? —dijo Mago después de la comida, cuando nadie alcanzaba a escuchar lo que decía. No sabía qué responderle a mi hermana, así que me quedé callada.

    La tía Emperatriz y el abuelo Augurio volvieron al trabajo. Élida se fue a ver la televisión. Carlos sacó la basura para quemarla y yo le ayudé a Mago a recoger todos los platos sucios para llevarlos al lavadero. Después, limpiamos la mesa y barrimos el piso.

    —¡Regina! —llamó la abuela Evila desde su cuarto, donde estaba arreglando sus vestidos—. ¡Regina, ven acá! Me tomó un momento darme cuenta de que era a mí a quien estaba llamando, porque Regina no era mi nombre. Mi abuela pensaba que ese debió serlo porque nací el 7 de septiembre, el día de Santa Regina. Cuando mi madre fue al ayuntamiento para sacar mi acta de nacimiento, estaba enojada con mi abuela porque constantemente la criticaba por todo. Así que, en un acto de desafío, mi madre me registró como Reyna. Mi abuela nunca me llamó por mi nombre.

    —¡Regina! —llamó de nuevo la abuela Evila.

    —¿Sí, abuelita? —le dije parada en la entrada de su cuarto.

    —Ve a comprarme una aguja —dijo, y me dio el dinero que sacó del monedero que guardaba en su brasier—. Y apúrale —dijo. Me asomé a la sala, donde Élida estaba viendo El Chavo del Ocho, mientras comía una bolsa de chicharrones bañados en salsa roja.

    Las dos hijas de don Bartolo estaban jugando a la rayuela afuera de su tienda. Cuando me vieron pasar junto a ellas, una me señaló y dijo:

    —Mira, ahí va la huerfanita. —Esta vez, no lo pensé dos veces. No me importó

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