El silencio de Berlín
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Berlín, 1938. Ann Weigel, una joven maestra aria, ha sido expulsada de la escuela en la que trabajaba y ahora debe aceptar un empleo como institutriz en casa de los Hoffmann, con quienes sus padres rompieron su amistad tras las elecciones que convirtieron a Hitler en canciller de Alemania.
Mientras intenta enseñarles a la pequeña y dulce Louise y a la rebelde Kristin al margen de la doctrina del Partido Nazi, Ann se enfrentará al difícil reencuentro con sus viejos amigos de la infancia: Berthold, que ahora es un hombre del Führer, y Wolfram, enfermo, irreverente y que representa todo aquello que los nazis desprecian.
¿Qué secretos esconde la casa de los Hoffmann? ¿Por qué nadie habla de la extraña enfermedad de Wolfram? ¿Quién toca ese piano que nunca deja de sonar?
El día anterior había sido tan egoísta como para llorar por mi propio corazón herido. Me sentí avergonzada y, al mismo tiempo, lamenté tener un motivo para sufrir por los demás y no por mí misma. ¿Cómo habíamos llegado a ese punto?
En realidad, conocía la respuesta: habíamos llegado a ese punto porque los judíos habían dejado de ser personas para convertirse en el otro, el extraño, el enemigo. Primero habíamos jugado a expulsarlos del tablero y, gracias a eso, los nazis se habían creído conderecho a expulsarlos también de sus casas, de sus negocios, de sus hogares.
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El silencio de Berlín - África Vázquez Beltrán
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El silencio de Berlín
© 2022 África Vázquez Beltrán
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-18976-22-3
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Agradecimientos
Notas finales
Para mis padres
«A veces, el silencio es la peor mentira».
MIGUEL DE UNAMUNO
1
Berlín, 1938
Berthold
Berthold Hoffmann se consideraba a sí mismo un buen alemán.
No era un joven orgulloso, o no más que el resto. Simplemente esa idea, la del «buen alemán», se constituía como una suerte de brújula moral que regía todos los aspectos de su vida. Berthold era, antes de nada, un buen hijo, y así podían corroborarlo Franz y Katja Hoffmann. Había ido a la escuela, donde sus faltas más graves habían consistido en fumar cigarrillos a escondidas con Herman Meyer, un mocoso con las orejas de soplillo y las rodillas nudosas que siempre le invitaba, y manosear un poco a Gerda Schmidt, que solía levantarse la falda al pasar por su lado. Cuando su padre se había afiliado al Partido Nazi en 1933, después de que esos malditos comunistas incendiaran el Palacio del Reichstag, Berthold se había unido a las Juventudes Hitlerianas; y ahora no solo formaba parte del Partido, sino que tal vez pronto lo nombraran Blockleiter. Exhibía con orgullo la camisa parda y fantaseaba con todo lo que haría cuando se convirtiera en líder del Block y tuviera la oportunidad de supervisar cincuenta hogares. Él creía firmemente en el poder del buen ejemplo, y estaba seguro de que esas cincuenta familias, con la orientación adecuada, serían una inspiración para el resto.
También era un buen hermano, y eso que Wolfram no se lo ponía fácil. Las chicas eran otra cosa, pero Berthold tampoco les prestaba demasiada atención. Kristin y Louise eran niñas, al fin y al cabo; Berthold esperaba que, con el tiempo, ambas desempeñaran el papel que les correspondía, aunque Kristin fuera un poco rebelde y Louise, demasiado blanda. Pero cambiarían. Todo el mundo acababa cambiando.
Wolfram le preocupaba más. Berthold y él se llevaban solo un par de años, pero Wolfram se empeñaba en comportarse como un adolescente rebelde, poniendo a prueba la paciencia de sus padres y de él. Se había negado sistemáticamente a participar en las actividades que con tanto entusiasmo preparaban en las Juventudes, y del Partido no quería saber nada. Berthold era consciente de que su enfermedad no ayudaba, pero a veces sospechaba que Wolfram la ponía como excusa. El joven siempre había sido débil, enfermizo y —lo peor de todo— afeminado. En una ocasión, Berthold había tenido que pegarle un puñetazo a uno de sus compañeros del Partido, que se había atrevido a insinuar que Wolfram era… Que él era… En fin, que era uno de esos. De esos de los que Berthold no quería ni oír hablar y que, desde luego, carecían de vínculos con su familia.
Había intentado razonar con Wolfram, pedirle que se uniera a los otros muchachos de vez en cuando, por contentar a los padres, por guardar las apariencias. Todo había resultado ser en vano. El joven prefería encerrarse a tocar el piano, y en una ocasión Berthold había amenazado con destrozar el instrumento si Wolfram no empezaba a comportarse como un hombre. Pero, como su hermano se había limitado a esbozar una sonrisa burlona, al final lo había dejado en paz.
Wolfram se burlaba de él con frecuencia, porque se creía más listo. Además del piano, le gustaban los libros; no los que todo buen alemán estaba obligado a leer, como El motín de las flotas de 1918, La batalla de Tannenberg o Mi lucha, sino esos libros inútiles que nada tenían que ver con el sentimiento patriótico y solo gustaban a los melifluos y a los holgazanes. Su madre solía decirle, en susurros, que así Wolfram intentaba «compensar». Compensar su debilidad física, su falta de voluntad y su poca hombría, aunque, naturalmente, Katja Hoffmann no hablaba en estos términos. Pero daba a entender cosas y Berthold, que no era estúpido aunque Wolfram creyese que sí, entendía y perdonaba a la sangre de su sangre.
A Wolfram no le interesaba la política. No le preocupaban los temas de actualidad, el paro, la injusta situación de los excombatientes de la Gran Guerra, la necesidad de limpiar Alemania para recuperar toda su grandeza. No se indignaba cuando alguien mencionaba la humillación de Versalles, e incluso se atrevía a reírse de él y a decirle que «hablaba como si él mismo hubiese estado hundido hasta la cintura en alguna repugnante trinchera de Verdún».
—Por supuesto que estuve —se defendía él acaloradamente—, aunque no fuese un soldado aún. Porque allí estuvo todo el pueblo alemán, y todo el pueblo alemán dejó su sudor y su sangre en las trincheras para después ser traicionado por los políticos.
—Hasta que llegó Hitler, ¿no? —No le gustaba el tono que empleaba Wolfram para referirse a él, aunque solía pasarlo por alto.
—Hasta que llegó el Führer —zanjaba él, y se recordaba a sí mismo que su hermano estaba enfermo para resistir el impulso de agarrarlo de las solapas.
Era él, por tanto, un buen hijo, hermano y patriota; le preocupaban su familia y su país, y estaba dispuesto a sudar por ellos.
Pero también era un hombre joven y apasionado, y tenía otra clase de necesidades. Por eso sabía que el reencuentro con Annalie Weigel iba a tener repercusiones en su vida, aunque no imaginaba de qué manera.
Se podía decir que Ann y él habían crecido juntos. El señor Hoffmann y el señor Weigel habían sido grandes amigos, y con frecuencia los niños habían jugado en el jardín de los primeros. Wolfram también solía unirse a ellos, claro, pero era el más joven de los tres y Berthold y Ann apenas le prestaban atención. Ann era una chica peculiar, delgada y pecosa, no demasiado bonita, pero con cierto atractivo. Decía lo que pensaba y eso, lejos de molestar a Berthold, le fascinaba. Gerda también era un tanto deslenguada, pero carecía del ingenio de Ann; esta última, a diferencia de Gerda, había sabido cautivar al joven sin necesidad de subirse las faldas.
Todo había cambiado después de las elecciones de 1933, por desgracia. El padre de Berthold y el tío Dieter habían discutido. El tío Dieter había pasado a convertirse en «el señor Weigel» y no se le había vuelto a invitar a casa, ni tampoco a su mujer ni a su hija. Hacía cinco años que Berthold no veía a Ann y, aunque no tenía muy claro si había llegado a estar enamorado de ella en la adolescencia, el reencuentro que iba a producirse lo llenaba de zozobra y anhelo.
La carta de la señora Weigel los había sorprendido a todos. Al parecer, Ann había sido expulsada de la escuela en la que trabajaba como maestra y buscaba trabajo, y su madre se había enterado de que Louise iba a pasar varios meses postrada por culpa de un accidente de trineo y Kristin y ella necesitaban una institutriz que pudiera enseñarles en casa.
—Me pregunto por qué habrán echado a Annalie —había dicho la madre de Berthold al conocer la noticia—. Siempre fue una buena muchacha.
—De tal palo, tal astilla… —había murmurado su padre, pero la madre de Berthold no parecía de acuerdo con él.
—Que Dieter fuese por el mal camino no significa que su hija haya hecho lo mismo.
—¿Por qué nunca ha venido a visitarnos, entonces?
—Porque será leal a sus padres, igual que tus hijos —había zanjado su madre—. Y voy a darle una oportunidad, aunque solo sea por Dagmar. Ni ella ni su hija tuvieron nada que ver con vuestra discusión sobre política.
—¿Sobre política? ¡Dieter decía que el Reichstag lo había quemado Hitler en vez de los comunistas! ¡Eso no es política, son calumnias!
Berthold estaba de acuerdo con su padre; y, pese a todo, se alegraba de que su madre hubiese decidido contratar a Ann. Sentía el deseo de volver a verla.
Sin embargo, las cosas no sucedieron exactamente como esperaba.
2
Diario de Ann
Cuando el invierno llegó a Berlín, ninguno nos dimos cuenta. No hasta que la escarcha lo había cubierto todo y ya solo podíamos observar, mudos de miedo, cómo otros caían alrededor como hojas desprendidas de la rama de un árbol. Un día le tocó al señor Bremen, banquero de profesión; al otro, lamentablemente, al joven Hans Kittel, acusado del atroz crimen de verse a solas con otro muchacho. Después vinieron el pobre señor Blumer, nuestro vecino de toda la vida, que había ayudado a quien no debía cuando no debía, y una muchacha con trenzas llamada Gretel que siempre llamaba a la puerta equivocada.
Vi caer presa del frío a gente buena, gente que no había hecho nada excepto ser quien era y vivir como vivía. Pero mi propia rebelión no empezó hasta que la ventisca irrumpió en mi escuela y trató de hacer estallar a algunos de mis niños en esquirlas de hielo.
Entonces me planté, pero pronto aprendí que los inviernos no pueden detenerse con el viento en contra.
Y así fue como terminé frente a la casa de los Hoffmann aquella mañana de octubre de 1938. Iba tiritando dentro del abrigo nuevo que me habían regalado papá y mamá, a pesar de que me había puesto dos pares de calcetines y los guantes de Olivia. Mi amiga siempre me decía que tenía que ganar peso para no congelarme cada invierno, pero, por mucho que yo comía, no conseguía engordar. «Pues ahora debes esforzarte, mi pequeña Ann», me había insistido Olivia cuando habíamos hablado del tema la tarde anterior. «Las maestras regordetas inspiran más confianza que las que parecen bailarinas de ballet».
Suspiré al pensar en Olivia, pero también sonreí. Sabía de lo que hablaba: ella misma era bailarina, aunque no la clase de bailarina que podría presentarse frente a la puerta de los Hoffmann. Trabajaba en Eldorado —aunque ella solo bailaba, como le gustaba recordarnos siempre— y nos habíamos conocido un día en el que yo volvía tarde de la escuela y unos borrachos me dieron un buen susto en un callejón. Olivia salió por la puerta trasera del cabaret armada con un zapato de tacón y los puso en fuga, y así comenzó una peculiar amistad que me había hecho conocer a gente de lo más interesante. Gente a la que probablemente no aprobarían los flamantes Hoffmann.
La niebla se arremolinaba en torno a mí cuando me detuve frente al número seis de la Schlossplatz. La casa que tenía enfrente, aunque antigua y señorial, seguía el mismo patrón que las que había en el resto de la calle: fachada gris, verja de hierro forjado, un jardín que había conocido tiempos mejores… Yo misma había jugado en aquel jardín, aunque mis viejos compañeros de juegos debían de ser hombres adultos ya, incluido el pequeño Wolfram. Al ver una muñeca de porcelana tirada entre los parterres, supuse que habrían sido reemplazados por las hijas de los Hoffmann, menores que sus hermanos. La última vez que las vi, si mis cálculos no fallaban, Kristin tendría ocho años y la pequeña Louise, tres.
Por fin, me decidí a empujar la verja. Una de las ventanas del piso superior estaba abierta, pero no había nadie asomado a ella. Llamé al timbre y aguardé, encogida en mi abrigo, rezando por parecer una maestra «de las que inspiraban confianza».
La puerta se abrió y el rostro que vi al otro lado hizo que mi sonrisa vacilara. Mi memoria, en un alarde de sabiduría, había decidido olvidar a la señorita Klausen, pero ahora aparecía frente a mí, cinco años mayor y cinco veces más tiesa de lo que recordaba.
—Buenos días, señorita Klausen, ¿se acuerda de mí? Hacía mucho que no…
—Los señores la están esperando —graznó ella dando un paso atrás que me hizo pensar en un soldado desfilando con su pelotón—. Venga conmigo, señorita Weigel.
No me dio tiempo a responder: para cuando quise reaccionar, ya se alejaba con las faldas desplegadas tras ella, como un cuervo antipático. Resignada, me aferré a mi pequeña maleta y la seguí hacia el interior de la casa.
Al menos, fue un alivio entrar en calor. Mientras recorríamos el pasillo en silencio, traté de descubrir lo que había cambiado desde la última vez que había estado allí: el papel pintado que cubría las paredes ya no era azul celeste, sino de tonos ocres, y algunos muebles habían sido reemplazados por otros nuevos. Los retratos de las paredes ya no solo pertenecían a muchachos rubios y rollizos, sino que creí entrever rostros jóvenes de mi edad. Me moría de ganas de curiosear, pero no osé hacerlo frente a la señorita Klausen. No quería que el servicio chismorreara desde el primer día: tendrían tiempo de sobra de hacerlo cuando descubriesen por qué estaba allí.
La señorita Klausen se detuvo frente a una puerta de madera oscura y llamó con los nudillos. Esperó a que una voz masculina dijese «adelante» y abrió.
—La señorita Weigel ya está aquí, señores —dijo haciendo una exagerada reverencia.
—Gracias, Bette, querida. —Esta vez fue una mujer quien habló. «La señora Hoffmann», pensé, y contuve el aliento.
A regañadientes, la señorita Klausen se apartó para dejarme entrar en el salón. Aquella habitación sí que estaba tal y como la recordaba: seguía siendo de madera oscura, con los asientos tapizados de beis y las cortinas sujetas con gruesos cordones dorados. La biblioteca de la señora Hoffmann estaba justo al fondo, cargada de libros amarillentos, flanqueada por los trofeos de caza del señor Hoffmann.
Fue este quien se levantó de su butaca en primer lugar.
—Bienvenida, señorita Weigel. —Su tono era tan cálido como su mirada, del azul más brillante que yo había visto nunca—. Es un placer tenerla aquí de nuevo.
—¡Por el amor de Dios, Franz, no le hables así a nuestra niña! —La señora Hoffmann se dirigió hacia mí y tomó mis manos afectuosamente. Seguía siendo tan pequeña como la recordaba, pequeña y regordeta, con aquellos tirabuzones rubios cayendo a ambos lados de su rostro sonrosado—. ¡Hay que ver cuánto has crecido, Ann! ¿Hacía cuánto que no te veíamos, cinco años?
—Creo que la última vez fue en la ópera —contesté devolviéndole el suave apretón. «Justo después de las elecciones», añadí mentalmente, aunque no se me hubiese ocurrido decirlo en voz alta.
No obstante, creo que el señor Hoffmann pensó lo mismo, porque carraspeó:
—¿Te acuerdas de nuestro Berthold?
Entonces me fijé en la tercera persona que había en la habitación y no pude contener una sonrisa, una de verdad.
—¿Cómo iba a olvidarse de mí, padre? —El joven se puso en pie y me tendió una mano grande y sonrosada, a juego con su cara—. Es un placer volver a verte, Ann.
También a él le brillaban los ojos. Era el vivo retrato de su padre: alto, robusto y rubicundo, aunque Berthold no llevaba aquel mostacho rubio y su pelo era más rojizo que dorado. Con todo, tenía buen aspecto.
—¡Señorita Weigel! —corrigió el señor Hoffmann, aunque sin demasiada convicción.
—Padre, me he escondido con ella en la despensa y hemos jugado a ver quién golpeaba más fuerte al otro. No creo que tengan sentido tantas formalidades a estas alturas.
Berthold soltó una potente carcajada. Aunque algunos hubiesen considerado aquello un tanto descarado por su parte —estaba segura de que la señorita Klausen lo haría en cuanto se enterara—, a mí me aliviaba comprobar que no había resentimiento alguno entre los Hoffmann y mi familia. O lo ocultaban muy bien.
—Ann está bien —dije sin perder la sonrisa—. Me alegro mucho de verlos…, de veros a los tres —me corregí.
—Y nosotros nos alegramos de que estés aquí. —Mi anfitriona juntó las manos sobre el regazo—. Cuando tu madre me escribió, pensé que sería una oportunidad de oro para que todos volviésemos a pasar tiempo juntos.
No dije nada, solo esbocé un aire de cortés expectación. A pesar de todo, no podía engañarla: mi padre no pisaría aquella casa ni en un millón de años. Por mucho que hubiese aprobado que mi madre escribiera a los Hoffmann, había cosas que sencillamente iban en contra de sus principios.
Y yo lo entendía. Por eso mis ojos evitaban ciertos rincones de aquel salón tan acogedor.
—¿Dónde está Wolfram? —decidí romper el silencio—. Debe de haber crecido mucho.
Para mi sorpresa, los tres Hoffmann intercambiaron una mirada. Tras un instante de vacilación, Berthold empezó a hablar:
—Mi hermano está…
—Tu hermano está encantado de volver a saludar a su vieja amiga —dijo una voz agradable a mis espaldas—. Si mal no recuerda, Ann era la única que le hacía caso cuando tus amigotes y tú estabais haciendo el bruto en el jardín.
Me volví hacia la puerta del salón y me quedé perpleja. Por alguna razón, había esperado que Wolfram se hubiese convertido en una réplica más joven de Berthold, pero no era así. El hombre que tenía delante era esbelto, de rostro pálido y ademán elegante. Sus ojos no eran tan claros como los del resto de su familia, sino de un azul más oscuro, casi gris, y brillaban con inteligencia. Mientras se acercaba a mí lentamente, me fijé en que llevaba el pelo más largo de lo normal en un joven y vestía ropas holgadas de lana. Deduje que había perdido peso recientemente.
—Bienvenida a esta casa. —Se detuvo frente a mí y observé que me sacaba casi una cabeza de altura, aunque caminaba ligeramente encorvado—. Hay que tener valor para trabajar para nuestra familia, y ya no digamos para enfrentarte a lo que te espera en el cuarto de los niños. ¿Recuerdas el papel pintado que lo cubría, el de los animales de la selva? Kristin ya se ha encargado de arrancar la mitad. De la pobre jirafa solo ha quedado el cuello.
—¡Wolfram! —siseó su madre con tono de reproche. Su padre y Berthold lo miraban con resignación.
—Lo hago por su bien, madre. No quiero que se desmaye al ver a la jirafa decapitada.
—No suelo desmayarme a menudo, pero gracias por tu consideración —respondí reprimiendo una sonrisa.
Wolfram me miró con las cejas rubias ligeramente arqueadas. Definitivamente, ya no era el niño al que había conocido: si mis cálculos no fallaban, debía de tener casi veinte años.
De pronto, se fijó en algo que había en la pared, justo a mi derecha. Algo que yo llevaba todo ese tiempo tratando inútilmente de ignorar.
—Dios bendito, ¿todavía no habéis quitado esa cosa? —Con un resoplido, alargó la mano para descolgar la foto enmarcada de la pared. Sus movimientos eran firmes, pero había algo aristocrático en ellos—. ¿Podríais ser padres normales