Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Llévanos a un lugar mejor: Cuentos
Llévanos a un lugar mejor: Cuentos
Llévanos a un lugar mejor: Cuentos
Libro electrónico432 páginas5 horas

Llévanos a un lugar mejor: Cuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Como la entidad filantrópica más grande de la nación dedicada exclusivamente a la salud, la Robert Wood Johnson Foundation ha trabajado durante más de 45 años para mejorar la salud y el bienestar de todos en los Estados Unidos. Trabajamos con otros para construir una cultura de salud donde todas las personas en los Estados Unidos, sin importar quiénes son, cuánto dinero tienen, ni dónde viven, tengan una oportunidad equitativa y justa para vivir una vida lo más saludable posible.







En Llévanos a un mejor lugar, la Foundation ha reunido un grupo variado de talentosas voces literarias de la actualidad y les ha pedido que relaten un cuento sobre una cultura de salud. Mediante una exploración de temas que cada autor ha seleccionado —temas tan amplios que abarcan el cambio climático, la inmigración y la asimilación cultural, las redes sociales y la vigilancia a los seres humanos—, cada relato original que comprende la colección utiliza el poder de la ficción para provocar nuevas maneras de pensar sobre qué nos podría deparar un futuro saludable, y cómo podríamos alcanzarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2020
ISBN9781595911131
Llévanos a un lugar mejor: Cuentos
Autor

Roxane Gay

Roxane Gay is the author of the New York Times bestselling essay collection Bad Feminist; the novel An Untamed State, a finalist for the Dayton Peace Prize; the New York Times bestselling memoir Hunger; and the short story collections Difficult Women and Ayiti. A contributing opinion writer to the New York Times, for which she also writes the “Work Friend” column, she has written for Time, McSweeney’s, the Virginia Quarterly Review, Harper’s Bazaar, Tin House, and Oxford American, among many other publications. Her work has also been selected for numerous Best anthologies, including Best American Nonrequired Reading 2018 and Best American Mystery Stories 2014. She is also the author of World of Wakanda for Marvel. In 2018 she was awarded a Guggenheim Fellowship and holds the Gloria Steinem Endowed Chair in Media, Culture and Feminist Studies at Rutgers University’s Institute for Women’s Leadership.

Relacionado con Llévanos a un lugar mejor

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Llévanos a un lugar mejor

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Llévanos a un lugar mejor - Roxane Gay

    INTRODUCCIÓN

    Pam Belluck

    No te quedes inmóvil. Haz algo. Bueno, primero lee este libro y luego haz algo. Te sentirás motivado, te lo prometo. Estás a punto de enfrentarte a una colección de cuentos que estimularán tus neuronas y te tocarán el corazón.

    Estos cuentos no están ni retocados ni desinfectados. Están llenos de realismo avizor, se ocupan de problemas que se presentan en todo el mundo, aun cuando estos pudieran ser dolorosos e incluso cuando podríamos jamás tener nada cercano a una solución perfecta. Nos desafían a enfrentarnos —en el contexto del mundo y el propio— a la compleja, difícil, intrincada y en ocasiones contradictoria verdad.

    Aunque está claro que este libro contiene una colección de ficción relacionada con la salud, la definición que presenta es amplia: salud física y mental, y emocional, social y espiritual. La salud, después de todo, es, en pocas ocasiones, algo único y sencillo. Abarca una gama de aspectos que incluyen cómo nos sentimos sobre nosotros mismos y sobre los demás.

    El mundo actual es extraordinario y aterrador. Los avances científicos y médicos se desarrollan a paso vertiginoso. Podemos editar genes en embriones humanos, cultivar modelos en miniatura de corazones y cerebros a partir de células madre, cribar un enorme pajar de datos digitales hasta encontrar la aguja que identifica un virus hasta hoy desconocido. Podemos mantener vivas a personas que en otro momento hubieran muerto, ya sean pequeños bebés prematuros o pacientes de melanoma candidatos para recibir inmunoterapia. Podemos implantar electrodos en el cerebro a fin de reducir los temblores que produce el párkinson, o lograr que un ciego experimente una aparente visión, o lograr que un tetrapléjico pueda mover un brazo o una pierna.

    Pero estos avances fenomenales todavía no han resuelto algunos de los problemas de salud pública más antiguos. Y algunos están tan generalizados y son tan básicos que ni siquiera requieren de genialidad tecnológica: a lo sumo requieren el deseo, la atención y recursos. La pobreza, el aislamiento, los prejuicios, el maltrato de menores, las teorías de conspiración, la guerra, los desplazamientos, la discriminación, la enajenación, la desconfianza. Estas son las fuerzas que socavan la salud pública y privada, y muchos de los cuentos que componen esta colección las abordan de forma directa o indirecta.

    En Paraíso, Hannah Lillith Assadi escribe sobre Rita y su familia siria refugiada, la cual a duras penas puede subsistir mientras intenta forjarse una nueva vida en Arizona, donde hasta el desierto guarda un escaso parecido al desierto del cual se vieron obligados a huir. Lo que llevan consigo son recuerdos y heridas que dejan huellas, traumatizan y hasta casi los paralizan mientras luchan bordeando los límites de una sociedad que los acoge legalmente, pero en la práctica dificulta el asilo.

    Puesto que son refugiados, tienen acceso a cierta ayuda pública dirigida al cuidado médico, pero no pueden usarla para tratar la mano mutilada del hermano de Rita, Hussein, que una bala deformó, pues eso lo consideran un fin cosmético. Su padre, que no acepta la ayuda financiera que le ofrecen para reparar su espina dorsal —también mutilada por una bala— a menos que también reparen la mano de su hijo, se ha retraído a fin de proteger su cordura y dignidad. Sólo mira el canal del tiempo en la tele y permite que el trabajo en la pizzería que realiza Rita después de ir a la escuela sea el único ingreso que reciben y el único contacto que tienen con el mundo exterior. Cuando no los acosan, ignoran las cicatrices físicas y psicológicas que llevan, incluso el médico sirio-estadounidense que tanto hace que se ha asimilado a la cultura que ni siquiera entiende árabe. Los Estados Unidos brindan un salvavidas a los refugiados que acogen, pero hacen poco por ayudarlos a sanar.

    Sin embargo, si la sociedad se queda corta, algunos de los otros cuentos nos sugieren que los particulares pueden marcar la diferencia usando sus destrezas especiales y, entre tanto, logran sanar algunas de sus propias grietas afectivas.

    En Contenido viral una periodista que ha sufrido su propia tajada de pérdidas afectivas persiste en continuar un reportaje a pesar de que a la editora de la plataforma de medios para la cual trabaja parece no importarle el periodismo de servicio público. A fin de cuentas, desentierra el motivo de la muerte de un prometedor jugador de fútbol de escuela superior y, aunque resulta ya demasiado tarde para algunos de sus compañeros de equipo, ayuda a evitar que otros mueran por la misma causa.

    En Lo masculino y los muertos nos adentramos en el mundo de los traumas actuales y postraumáticos que padece un veterano de guerra estadounidense cuyo llamado a filas en Afganistán hizo que no pudiera acompañar a su esposa cuando murió de cáncer y fracturó su relación con su hijo. El soldado usa su experiencia en diplomacia básica para ayudar a que su comunidad se reinvente en una cooperativa económica próspera y, luego, se enfrenta a la perniciosa situación de un niño de quien su padre abusa sin piedad. Pero, pese a que en la victimización horrífica del niño no hay ambigüedad alguna sobre sus buenas intenciones, existe un complicado dilema subyacente: ¿cuándo se puede rescatar al inocente y al oprimido? ¿Se puede lograr víctima a víctima, comunidad por comunidad? ¿Cuáles son los límites de este rescate? ¿Puede hasta resultar contraproducente?

    El juego de los borrones muestra de manera inquietante que las buenas intenciones pueden llegar demasiado lejos, que hacer lo correcto puede que no sea lo mejor. O al menos que el objetivo no lo es todo. Los medios tienen que ser justificados, no sólo el fin. En este relato Yoon Ha Lee crea un estado policial obcecado con la salud donde se vigila cuánto empeño ponemos en el bienestar: Orwell combinado con productos ecológicos. Las personas obtienen puntos por comer correctamente, ejercitarse correctamente, por ayudar en sus comunidades. ¿Qué de malo hay en esto? Pues sólo que las personas tienen que sacrificar su libertad y su individualidad en favor de un mundo soso y despersonalizado donde una barra de chocolate se convierte en una maldición subversiva.

    Nos confrontamos con otra suerte de distopía distinta —incómodamente realista— en Los médicos de la peste de Karen Lord. Solo han pasado 60 años y la Tierra está siendo destruida por una enfermedad mortal infecciosa. Una cantidad de cadáveres que proceden del continente llegan a la orilla de una isla donde la Dra. Audra Lee desespera por hallar a tiempo una respuesta para salvar a su sobrina de seis años expuesta a la peste. Es el tipo de pandemia global que debería motivar la cooperación de todos. Sin embargo, la Dra. Lee se encuentra trabajando no sólo contra una enfermedad, sino también contra un velo de secretismo y egoísmo erigido por las élites ricas que quieren priorizar una cura para ellas mismas. ¿Se verá tentada a cruzar la línea de la ética en la ciencia para aliviar el sufrimiento de su familia?

    Hablando de pecados éticos, ¿cómo podemos expiar los crímenes de salud pública que cometen nuestros ancestros, cuyos negocios se lucraron violando los recursos de la Tierra al descargar desperdicios tóxicos, destruir hábitats y contaminar la atmósfera? Este es uno de los muchos e incisivos ejercicios mentales que surgen en La flotilla en la Isla de los Pájaros , que se desarrolla luego de que el cambio climático ya ha destruido Nueva York y está causando devastación en Atlanta y gran parte del resto del litoral Atlántico. La atmósfera ardiente y la pérdida del litoral costero hacen que todo lo que queda vivo enferme. Todos sufren, pero no todos sufren de forma equitativa. Las colas para vacunarse son más largas, por ejemplo, donde viven las personas negras más pobres.

    En el relato de Mike McClelland, la catástrofe climática es (y, desde luego, será) vasta e implacable. McClelland nos lleva en un viaje por un manantial de esperanza que brota poco a poco hasta que, al igual que su personaje Kyle, se nos permite acceder a una utopía secreta que ha creado Bobby, el rico y misterioso viejo amigo de Kyle, para compensar por las transgresiones ecológicas que cometió su abuelo. Es una comunidad increíble con personas de todo tipo de condición y procedencia que viven vidas personalizadas, felizmente comprometidas y saludables. Pero también quedan preguntas sin contestar. ¿Se puede salvar el mundo de esta manera o solo se pueden salvar trozos? Y, ¿hay sacrificios que la sociedad no está dispuesta a hacer a cambio de este tipo de salvación?

    Los sacrificios para la salvación sirven como trasfondo extraterrestre y escalofriante en el cuento policíaco de Martha Wells, Obsolescencia, que se desarrolla literalmente en otro mundo: una estación espacial años después de que los terrícolas hayan colonizado Marte. Según envejecen y la vida les propina sus golpes, los habitantes de este mundo son refaccionados y retroadaptados con aumentos o prótesis que renuevan sus brazos, piernas, corazones. Pero hay un lado oscuro. (¡Claro! ¡Es ciencia ficción!) No todos los que reciben aumentos aumentan equitativamente. Ni se les trata igual. La pieza que salva a alguien se puede convertir en un repuesto reequipado para alguien más.

    La salud no se trata sólo de la medicina, claro está, y no sólo tiene que ver con trastornos físicos, psicológicos o sociológicos. La salud también puede tener que ver con la mente y el corazón implicados de forma personal e íntima, con lo interior en contra de lo externo, la lucha interna por vivir en los límites de lo externo.

    Esta es la lucha que resuena en El punto óptimo, un cuento que trata, fundamentalmente, sobre cómo lidiamos con las relaciones cambiantes, sobre cómo nuestro bienestar afecta a las personas que nos son cercanas y sobre cómo estas personas afectan nuestro bienestar. Cuando se nos dificulta escuchar a quienes amamos —algo que le sucede a Isa literalmente al irse quedando cada vez más sorda— necesitamos preguntarnos por qué. Y la respuesta puede que sea aceptar que nuestras relaciones están experimentando un cambio radical.

    Las reverberaciones del oír y el escuchar también juegan un papel crucial en Breves ejercicios de atención plena. El título sugiere el tipo de texto de autoayuda que podrías dejar de lado en los estantes de una librería, pues hay títulos llamativos que te atraen más. En la obra, Calvin Baker deconstruye lo sutil con lo radical; quizás lo radical dentro de lo sutil. Dos compañeros de piso, Harry y Dean, que se enfrentan al mundo real después de terminar la universidad, sacan conclusiones superficiales sobre los demás y sobre ellos mismos, aun cuando Harry intenta recordarle a Dean y a sí mismo que hay que escuchar realmente las historias de otros puesto que todas las religiones y los santos muertos han dicho que esto desencadenaría el más profundo sentido de empatía.

    Pero la empatía puede ser un elemento etéreo que se ve camuflado por la cotidianidad de lidiar con el trabajo, con los amigos, con los amantes y con los amantes que uno quisiera tener. Estos compañeros de piso, que son oportunistas dentro de un vecindario aburguesado y cuya presencia ha desplazado a las personas que no pudieron darse el lujo de quedarse, están a punto de perder su propio sentido de pertenencia. Si es tan sencillo —responde Dean a la receta de empatía que propone Harry— ¿por qué no está todo el maldito mundo nada más escuchando y desencadenando esta cura supuestamente profunda para todos nuestros malditos problemas?.

    Recuperación nos invita no tanto a escuchar, sino más bien a observar. Este cuento gráfico es, hasta cierto punto, una historia sencilla sobre un indio dakota joven que se ha deprimido y se autolesiona pues sus negligentes padres no hacen más que beber. Luego de encontrarse con un anciano de la tribu y con un caballo de profunda intuición, logra sacar provecho de su propia herencia indígena para vencer sus demonios y ayudar a otros a sobreponerse a los suyos.

    El valor de lo visual, sin embargo, sobrepasa la narración. En Recuperación y en las vivaces ilustraciones que acompañan las obras de esta colección, las creaciones de los artistas visuales aportan dimensión, color, luz, sombra, movimiento, dramatismo, imaginación. Realzan el humanismo que permea los cuentos. Realzar lo humano es crucial para cada aspecto de la salud.

    Hay otro mensaje que se hila a lo largo de esta vibrante colección de manera implícita. El reto de ofrecer más que un llamado a la integridad y a los valores, más que un reconocimiento de que muchos de estos problemas no son sencillos. Nadie puede darse el lujo de ser pasivo. Ciertamente no en este momento que vivimos.

    ¿Qué podemos traer a la mesa cada uno de nosotros? ¿Cómo podemos usar nuestros talentos y habilidades específicos para mejorar las cosas? Todos tenemos que contribuir a hallar soluciones honestas, tan equitativas y eficaces como sea posible. Estos cuentos nos inspiran no sólo a pensar, no sólo a sentir, sino también a actuar.

    Pam Belluck es una laureada escritora de The New York Times que escribe sobre temas de salud y ciencia. Recientemente compartió el Premio Pulitzer y otros premios nacionales por su cobertura del ébola. Es autora del aclamado libro Island Practice. Recibió las becas Fulbright y Knight Journalism Fellowship, fue seleccionada como Ferris Professor of Journalism en la Universidad de Princeton, sirve en la junta asesora editorial de TEDMED y sirvió en el comité asesor de periodismo de la American Academy of Arts and Sciences. Su obra ha sido elegida para figurar en The Best American Science Writing y The Best American Sports Writing.

    Habían pasado años desde la última vez que viera a Bobby, pero habíamos seguido en contacto. Por supuesto, siempre había sabido que nos volveríamos a conectar. Me mandó un texto para ver si quería almorzar con él al día siguiente. Una reunión inusitadamente informal. Tan casual. Pensé que quizás era una broma, puesto que Bobby no era del tipo casual. Con Bobby, todo era algo para lo que valía la pena el esfuerzo (el esfuerzo era comúnmente considerable), justificadamente caro (con Bobby casi siempre era caro) y, más a menudo, absolutamente esencial. En la facultad habíamos bebido martinis absolutamente esenciales en un bar en una azotea de Saigón, nos habíamos embarcado en una excursión absolutamente esencial a una cascada escondida en Argentina y habíamos volado a Cape Cod para ver una proyección absolutamente esencial de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, en el último autocinema de la nación. Incluso el concepto de un almuerzo parecía cómicamente pedestre tratándose de Bobby. Aun así, respondí:

    —¡Por supuesto!

    Esa noche soñé por primera vez en un buen tiempo. No eran los nuestros tiempos para soñar. Y eran tales estos tiempos que incluso los sueños más infrecuentes, más ligeros, estaban llenos de sombras.

    El mar es ajeno e infinito. Estoy solo en el agua, rodeado por una variedad de naves sin tripulación. Se siente como si llevara navegando una eternidad, y me pregunto si realmente lo he perdido todo cuando alcanzamos la cima de una ola como una montaña y veo un fuego a la distancia. Caemos, volvemos a subir, y veo que el fuego es, de hecho, un faro, alzándose sobre el gran océano negro. Y bajo él están dispersos cientos de navíos, como si el faro fuera un sicómoro y ellos sus brillantes frutos plateados.

    Entonces veo que no estoy solo; otros barcos, buques y submarinos también están haciendo esta travesía. Otra ola me desvía, pero entonces veo que la luz del faro vira bruscamente hacia la izquierda. La sigo. Aunque este itinerario tiene muy poca lógica (centímetros al norte, metros al sur, casi dos kilómetros al oeste, seguido de un rápido giro al este), eventualmente me lleva junto con mi flotilla a un descanso a buen resguardo bajo el faro inmenso.

    Ya desembarcado en costas de roca negra, mis piernas se doblan al saltar al suelo duro. De todas formas, corro, chancleando en la piedra mojada. Alcanzo la enorme puerta de piedra del faro, pero no tiene picaporte, tirador, ni rueda. Desespero, me arrojo contra la puerta y aporreo mis puños contra su superficie, temiendo que me quedaré, de hecho, solo por toda la eternidad.

    Entonces la puerta se abre con un estruendo, y huelo un aire salado y pino caliente, quemado. Se escapa una luz cálida, y me arrojo dentro, con vana esperanza. Tropiezo de lleno contra un hombre robusto, bañado en luz, el rostro surcado de líneas. Alzo la vista y observo el rostro de este guardafaros, años de aislamiento evidentes en su expresión cansada, y lo veo reavivarse con un destello mientras el asombro colma sus ojos color violeta.

    Al día siguiente me encontré con Bobby en un merendero abierto las veinticuatro horas, tranquilo y hosco, torpemente encaramado en Ponce de León, la barrera entre los vecindarios del Midtown y el Downtown de Atlanta.

    Eran finales de mayo, la ciudad vuelta lenta por la llegada del sol caliente del verano, que en años recientes había pasado de ser opresivo a peligroso. Las aceras emanaban ondas de calor, y las calles olían a asfalto quemado, flanqueadas por las carcasas de árboles muertos hacía mucho. Mientras cruzaba Ponce de León, vi a una mujer levantar a su perro salchicha moteado para aliviar el ardor en las patas de la pobre criatura. Yo me mantenía apartado; había renunciado a mi mascarilla quirúrgica, eligiendo en su lugar mantenerme a distancia de la respiración de otros.

    La transpiración me escurría por la espalda, y mi camisa Oxford azul pálido empezaba a pegárseme a la piel. Me obligué a caminar despacio para evitar llegar al almuerzo cubierto de embarazosas marcas de sudor. Había renunciado a las modas más relajadas y populares de la Costa Nueva: monos sueltos que dejan pasar el aire y túnicas con protección integrada contra rayos UVA; quería que Bobby me viera como había sido, y no disminuido o cambiado por las circunstancias. Quizá porque habíamos sido arrojados contra nuestra voluntad dentro de esta nueva existencia, la sociedad aún tenía que confrontar los agobios del pasado que ahora eran inevitabilidades del presente. Aunque con seguridad él estaría esperando una Atlanta sudorosa e hirviente, era difícil desprenderse del antiguo decoro, particularmente frente a Bobby, quien no sólo era de una apariencia prístina, sino que, yo lo sabía, valoraba el refinamiento en otros.

    Cuando llegué al merendero, le di una aspirada rápida a mi inhalador —esperando evitar un ataque de tos durante el almuerzo—, y lo volví a meter en mi bolsillo. Un pordiosero, sentado bajo una sombrilla en el rincón del estacionamiento del merendero, debe haber oído el golpe del inhalador contra el cambio en mi bolsillo y graznó un ¿tiene unas monedas? amortiguado y húmedo justo cuando alcanzaba el tirador de la puerta.

    Le eché una ojeada, vi que su cuerpo estaba devastado por el sol y por alguna de las muchas enfermedades que habían aparecido y prosperado debido al aumento tanto del nivel del océano como de las temperaturas. Podía oírla en su respiración dificultosa por debajo de su mascarilla quirúrgica incrustada de mugre, verla en las ampollas reveladoras alrededor de sus ojos, nariz y boca. Metí la mano en el bolsillo, agarré unas cuantas monedas de un dólar y se las lancé. No quería acercarme lo suficiente como para compartir nada de aire con él, pero sentía empatía por su situación.

    Abrí la puerta del merendero, me quité los guantes y los guardé, y luego escudriñé el lugar en busca de Bobby. Vi su espalda: su postura segura pero relajada, su pelo rojizo como la herrumbre, su cuello extrañamente elegante. Me deslicé en el reservado frente a él y mis ojos encontraron su inconfundible mirada somnolienta. De una forma de lo más repentina, me acordé de nuestro primer encuentro.

    Yo estaba sentado bajo el sol en el extenso jardín al centro del campus, estudiando para algún examen. Creo que era teoría de la música. Aunque atestado, el jardín estaba en silencio. No lo vi llegar, pero lo oí hablar. Su voz era única, formal a tal grado que habría resultado irritante en alguien menos vivaz.

    —Discúlpenme, compañeros. Acabo de descubrir algo, y es absolutamente esencial que se lo muestre inmediatamente a otra persona —anunció a todo el jardín.

    Todo el mundo alzó la mirada, pero nadie se ofreció de inmediato como voluntario. Los ojos de Bobby —llamativos pero distantes, casi ofuscados— se encontraron con los míos, y yo alcé una ceja. Él alzó otra en respuesta. Sonreí y me levanté, dejando mi bolsa. Supe que quería ser su amigo.

    —Cuesta un poco de trabajo llegar, pero te prometo que valdrá la pena el esfuerzo —dijo, arrancando con brío tan pronto como estuve junto a él.

    Nuestro campus no era enorme, pero tenía pendientes. Me esforzaba por seguirle el paso a Bobby, que caminaba rápida pero suavemente, como si estuviera flotando unos centímetros por arriba del suelo. Pronto llegamos a un pequeño jardín, inmaculadamente cuidado. Me imaginé que era uno de los lugares donde los estudiantes de ecología practicaban su oficio, o que había sido donado en honor de un antiguo alumno muerto hacía mucho.

    Bobby señaló hacia el otro lado del jardín.

    —Dime, amigo, ¿puedes ver eso?

    Miré hacia donde señalaba y, en efecto, me esperaba un extraño espectáculo. Luego lo volví a ver a él, vi su rostro distintivo, y cuán ilusionado parecía. Si no hubiera habido nada ahí, habría mentido, nada más por complacerlo.

    —¿Lo que ves es una jauría de cabras? —pregunté, y luego me fijé en algo aún más extraño—. ¿Con barbas… moradas?

    —¡Sí! —respondió, y sonaba aliviado—. Además, las cabras no se mueven en jaurías. Se mueven en cabradas, hatos, piaras, rebaños o, más comúnmente, en una manada.

    —Estoy seguro de que saber eso me será útil algún día —solté, socarronamente.

    Buscando sarcasmo, me miró, sonrió y me palmeó el hombro.

    —Vamos a ser grandes amigos —dijo.

    La historia detrás de las cabras era relativamente simple. Aparentemente, los departamentos de zoología, biología, ecología y cría de animales de la universidad se habían juntado con los paisajistas de la facultad y habían adquirido una manada de cabras de campus , a las que se les había dado la tarea de comerse las plantas invasivas del mismo. Una de esas plantas era la lila de verano, una planta preciosa pero imperiosa que había estado infestando los costosos jardines conmemorativos de la facultad. Las barbas moradas no habían sido más que lilas sueltas atoradas en sus barbitas caprinas.

    Bobby era mayor ahora, aunque no menos imponente. Pero había en sus ojos una mirada concentrada que rara vez le había visto. Cuando me vio, sonrió ligeramente.

    —Te ves bien, Kyle —dijo.

    —Tú también, Bobby.

    Su sonrisa perduró, y sus ojos seguían presentes y conectados con los míos. Sentí una emoción ligeramente cortada: alegría de estar con él, y la sombría anticipación de lo horrible que me sentiría cuando acabara. Bobby y yo habíamos tenido muchas aventuras juntos. Cuando nos acabábamos de hacer amigos, había dicho que le había atraído mi misterio. Luego, poco después de ese primer encuentro a la caza de cabras, me había invitado a una de las fiestas temáticas que solía dar en la vieja casa victoriana en que vivía fuera del campus. El tema era los cuentos de Guy de Maupassant, que para mí igual podría haber sido la geografía marciana, pero tras investigar un poco, llegué luciendo un collar gigantesco que había encontrado en una tienda de segunda mano. Al entrar a su comedor iluminado con velas, al que, con motivo de la fiesta, había llamado el Salón de Júpiter, advertí que todos los invitados tenían tonos de piel y acentos distintos, todos ellos un tanto exóticos para nuestra universidad, exceptuando a Margot St. John, quien era blanca como una sábana, y cuya voz tenía un timbre plano de Pennsylvania. Pero Margot sólo tenía una pierna. A Bobby no le gustaba tener ni un par de amigos que fueran del mismo tipo, y yo me preguntaba si él mismo cambiaba para adaptarse a cada uno de nosotros, o si permanecía constante a través de cada encuentro.

    Al principio, había acusado a Bobby de coleccionarme igual que al resto de su surtido internacional de amigos, amantes y confidentes. Pero la atención de Bobby era intoxicante. Sin embargo, como cualquier intoxicante, era sofocante, absorbente y, ocasionalmente, aterradora. Tantas veces me pregunté si había imaginado su interés, sólo para que abriera la botella y me emborrachara por completo otra vez.

    Sentado en el reservado de vinilo, con la mirada perdida en esos ojos pálidos, me sentía dudoso de él, pero también hechizado. Su apariencia era magnética, pero extrema. Tenía el cabello color herrumbre, que caía desordenado sobre su piel pálida en marcado contraste con los planos severos de su rostro. Era ágil y largo, y su postura severa y segura contradecía su personalidad confusamente desenfocada. Todo esto era igual a como había sido siempre. Sin embargo, había algo nuevo en Bobby, y ésta era su característica más marcada: se veía verdadera y vibrantemente vivo. Había una luz trémula en su piel, y el pelo, que no llevaba en ningún peinado, tenía texturas, como el pelaje de un perro labrador en el verano. Me pregunté si Bobby me parecía tan vital simplemente por el estado decadente de tantos en mi círculo más cercano. Sin duda, yo también había empezado a apagarme bajo el sol inclemente y el aire sucio. ¿Estaban mis entrañas moteadas y descoloridas debido a alguna enfermedad transmitida por agua? Casi todos con quienes me encontraba en Atlanta habían padecido recientemente algún tipo de enfermedad seria. Neumonía, llagas que no sanaban, tumores y cosas peores parecían tan comunes como lo habían sido los resfriados en los viejos tiempos. Era simplemente un hecho de nuestra época. Cepas súper potentes de enfermedades bacterianas como el cólera estaban proliferando en nuestro mundo más caliente, más húmedo, al igual que los mosquitos y los virus que los acompañaban. Al menos en Atlanta teníamos los Centros para el Control de Enfermedades, que creaban un coctel mensual de vacunas, vitaminas y otros tratamientos para probarlos con la población, pero que también provocaban hacinamiento, el cual, a su vez, provocaba más enfermedades.

    Pero la robustez de Bobby era algo más que ausencia de enfermedad. Era, de alguna forma, una versión mejorada del Bobby que antes conociera.

    Mi mirada volvió a encontrarse con la suya (¿quizás su recién descubierto objetivo, la claridad en sus ojos, era un derivado de fuera lo que fuera que le estaba dando al resto de su persona semejante vigor?) y sonreí, avergonzado y complacido a la vez. ¡Qué placer, estar de nuevo en la compañía de tan gran amigo y encontrarlo con tan buen aspecto! Con cuántos amigos me había reunido recientemente, sólo para encontrarlos mermados: encaneciendo, tosiendo, disculpándose por deficiencias de las que no eran responsables en lo absoluto.

    Su indumentaria era impecable, como siempre, y su traje moderno y hecho a la medida azul marino parecía fuera de lugar en este rincón de Atlanta. Su camisa color pastel hacía juego con sus ojos. También en nuestros años más jóvenes se había vestido así, siempre por encima del resto de nosotros, un centelleante objeto celeste cuando el resto no éramos más que pedazos de roca en carena.

    Antes, yo había sido una luna de su planeta, ejerciendo la más mínima atracción gravitacional, mientras que seguía siendo su absoluto esclavo. Yo era bullicioso por naturaleza, pero con Bobby era tranquilo y mesurado, feliz de cederle el reflector. Su mera presencia (en un aula, una fiesta, o incluso en un deslucido restaurante como en el que ahora estábamos) hacía que aquellos a su alrededor se sintieran afortunados.

    Su madre había sido una popular modelo sueco-americana que, junto con su padre, el propietario de una galería neoyorquina, había muerto en un accidente de tren cuando Bobby era apenas un niño. Había heredado su belleza de su madre, su apreciación por el arte de su padre, y su dinero de ambos. Cuando éramos más jóvenes, mencionaba su pasado de forma muy parecida a como lo hacíamos la mayoría, sólo que incluía frecuentes menciones de amigos y conocidos fabulosos y viajes a tierras lejanas. Tales detalles habrían sido intimidatorios en otros, pero Bobby contaba —y vivía— tales historias de aventura de forma que todos los detalles extravagantes parecían simplemente encajar. En los años desde que lo conocía, había sido el modelo de un cuadro de David Hockney que había sido vendido a un oligarca ruso por más de diez millones de dólares; había rentado el último metro cuadrado sobre el agua de las antiguas Maldivas para un picnic; y juntos habíamos encontrado una vez una colonia de miles de pericos fugitivos durante una excursión por los Apalaches. Y el talento singular de Bobby al describir estos acontecimientos era, al menos para mí, que se rehusaba a cargar ya fuera el peso de la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1