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La ciudad solitaria: Aventuras en el arte de estar solo
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Libro electrónico340 páginas6 horas

La ciudad solitaria: Aventuras en el arte de estar solo

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¿Qué significa estar solo? ¿Cómo vivimos si no estamos íntimamente comprometidos con otro ser humano? ¿Cómo nos conectamos con otras personas? ¿La tecnología nos acerca más o nos aísla detrás de las pantallas?
Cuando Olivia Laing se mudó a Nueva York, a los treinta y tantos años, se encontró habitando la soledad diariamente. Cada vez más fascinada por esta "vergonzosa" experiencia, comenzó a explorar la ciudad solitaria a través del arte. Moviéndose fluidamente entre las obras y las vidas de algunos de los artistas más atractivos de la ciudad (Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz), Laing ofrece una investigación eléctrica y deslumbrante sobre lo que significa estar solo, iluminando no solo las causas de la soledad, sino también cómo puede resistirse y redimirse.

Humano, provocativo y conmovedor, este libro nos habla sobre los espacios entre las personas y las cosas que las unen, acerca de la sexualidad, la mortalidad y las posibilidades mágicas del arte. La ciudad solitaria es un deslumbrante trabajo de biografía, memorándum y crítica cultural y una celebración de un estado extraño y encantador, alejado del continente más grande de la experiencia humana, pero intrínseco al mismo acto de estar vivo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2020
ISBN9788412182675
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    La ciudad solitaria - Olivia Laing

    Si te sientes solo,

    este libro es para ti

    Y todos miembros los unos de los otros

    ROMANOS, 12, 5.

    01

    La ciudad solitaria

    Imagina que es de noche y estás al lado de una ventana, en la planta número seis, o en la diecisiete, o en la cuarenta y tres de un edificio. La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos, y es así como este fenómeno urbano tan común, que puede observarse cualquier noche en cualquier ciudad del mundo, produce hasta en las personas más sociables un temblor de soledad, una inquietante combinación de aislamiento y exposición.

    Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que este estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior. Es posible, incluso fácil, sentir abandono y desolación viviendo tan cerca los unos de los otros. Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios y, cuando lo reconocemos, comprendemos que la soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos. «Infelicidad —dicen algunos diccionarios— es el estado del que se ve privado de la compañía de otros». Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud.

    La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de clasificar. Al igual que la depresión, un estado con el que a menudo se cruza, puede estar tan arraigado en la naturaleza de una persona como la risa fácil o el color del pelo. También puede ser pasajero, solaparse o alejarse en reacción a factores externos, como la soledad que deja a su paso una pérdida, una ruptura o un cambio en nuestro círculo social.

    Como la depresión, la melancolía o el desasosiego, la soledad puede entenderse también como una patología, considerarse una enfermedad. Se ha repetido hasta la saciedad que la soledad no sirve para nada, que es, según nos dice Robert Weiss en su obra fundamental sobre el tema, «una enfermedad crónica sin ninguna cualidad positiva». Afirmaciones como esta guardan una relación algo más que casual con la creencia de que nuestra única meta es vivir en pareja, o que la felicidad puede o debe ser un bien permanente. Pero no todo el mundo comparte ese destino. Aunque quizá me equivoque, no creo que ninguna experiencia tan esencial para la vida en común pueda estar completamente despojada de significado, que no tenga alguna riqueza o algún valor.

    En su diario de 1929, Virginia Woolf describía una sensación de «soledad interior» que, a su juicio, tal vez fuera iluminador analizar, y a renglón seguido añadía: «Ojalá pudiera captar la sensación: la sensación de cómo canta el mundo real cuando la soledad y el silencio nos apartan del mundo habitable». Parece interesante la idea de que la soledad pueda llevarnos a una experiencia de la realidad inalcanzable por otros medios.

    Recientemente, pasé una temporada en Nueva York, esa isla de gneis, hormigón y cristal, con sus calles abarrotadas de gente, donde se vive en soledad a diario. Aunque no fue en absoluto una experiencia agradable, empecé a pensar si Virginia Woolf no tendría razón, si no habría algo más de lo que parece a simple vista: si la soledad no nos lleva a preguntarnos qué significa estar vivo.

    Había cosas que me consumían, no solo como ser individual, sino también como ciudadana de nuestro siglo, de nuestra época pixelada. ¿Qué significa estar solo? ¿Cómo vivimos cuando no tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil? ¿Cura el sexo la soledad? Y, en tal caso, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo o nuestra sexualidad se consideran anormales o nocivos, cuando estamos enfermos o no hemos recibido el don de la belleza? Y ¿nos ayuda en algo la tecnología? ¿Nos acerca más o nos atrapa detrás de una pantalla?

    No soy ni mucho menos la única persona que se ha hecho estas preguntas. Escritores, artistas, cineastas y autores de canciones han desarrollado el tema de la soledad de distintas maneras, han tratado de buscar sus ventajas y analizar sus consecuencias. Pero entonces estaba empezando a enamorarme de las imágenes, me ofrecían un consuelo que no encontraba en otra parte, y la mayor parte de mi trabajo de investigación se centraba en el entorno del arte visual. Estaba obsesionada con encontrar relaciones, pruebas físicas de que otras personas habían pasado por lo mismo que yo y, mientras viví en Manhattan, empecé a reunir obras de arte que parecían articular la soledad, o sufrirla, sobre todo tal como se manifiesta en las ciudades modernas y más concretamente como se ha manifestado en Nueva York a lo largo de los últimos setenta años, aproximadamente.

    Al principio eran las propias imágenes lo que me atraía, pero a medida que iba escarbando, empecé a ver a la gente que estaba detrás de ellas: gente que luchaba, en la vida y en el trabajo, con la soledad y sus efectos colaterales. De los muchos documentalistas de la ciudad solitaria que me han enseñado y conmovido, y a los que me referiré en las páginas que siguen —entre otros, Alfred Hitchcock, Valerie Solanas, Nan Goldin, Klaus Nomi, Peter Hujar, Billie Holiday, Zoe Leonard y Jean-Michel Basquiat—, fueron cuatro los artistas que despertaron principalmente mi interés: Edward Hopper, Andy Warhol, Henry Darger y David Wojnarowicz. No todos ellos residían de manera permanente en el territorio de la soledad, ni mucho menos, sino que proponían una amplia diversidad de posiciones y ángulos de ataque. Todos ellos, sin embargo, eran hiperconscientes del abismo que separa a las personas, de cómo uno puede sentirse aislado en mitad de una multitud.

    Esto choca especialmente en el caso de Andy Warhol, famoso por su frenética actividad social. Siempre estaba rodeado de un séquito deslumbrante y, sin embargo, hay en su obra una elocuencia asombrosa sobre el aislamiento y los problemas para relacionarse, cuestiones con las que tuvo que pelear toda la vida. El arte de Warhol explora el espacio que separa a las personas, a la vez que desarrolla una formidable investigación filosófica sobre la cercanía y la distancia, la intimidad y el alejamiento. Como tantos solitarios, era un acaparador incorregible que creaba y se rodeaba de cosas a modo de barreras contra las exigencias de la intimidad entre los seres humanos. Le aterraba el contacto físico y rara vez salía de casa sin una armadura de cámaras y grabadoras que empleaba para parar los golpes de su interacción con los demás, un comportamiento muy revelador de cómo desplegamos la tecnología en esta era de la conectividad.

    El conserje y artista marginal Henry Darger se sitúa en el extremo opuesto. Vivía solo, en una pensión de Chicago, en un vacío casi absoluto de compañía o público, donde creó un universo de ficción poblado de seres prodigiosos y aterradores. Cuando en contra de su voluntad tuvo que abandonar su habitación, a los ochenta años, para morir en un asilo católico, se encontraron en ella centenares de pinturas tan exquisitas como inquietantes, obras que al parecer jamás había mostrado a ningún ser humano. La vida de Darger ilustra las fuerzas sociales que conducen al aislamiento, y cómo actúa la imaginación para resistirse a esa realidad.

    Así como la vida de estos dos artistas difiere en cuanto a su sociabilidad, su obra trata o bordea igualmente el tema de la soledad de maneras muy diversas, lo aborda a veces directamente y otras veces se ocupa de temas que son fuente de estigma o aislamiento, como el sexo, la enfermedad o los malos tratos. Ese hombre larguirucho y taciturno que era Edward Hopper se dedicó, aunque a veces lo negara, a expresar la soledad urbana, traduciéndola a pintura. Desde hace casi un siglo, sus escenas de mujeres y hombres solitarios, vistos desde el otro lado de un cristal en cafés, oficinas y vestíbulos de hotel desiertos, siguen llevando la firma de la soledad en las ciudades.

    De la misma manera que se puede mostrar la soledad se pueden tomar las armas para combatirla, hacer cosas que sirven expresamente como dispositivos de comunicación, que resisten la censura y el silencio. Este era el motor que impulsaba a David Wojnarowicz, un artista estadounidense todavía poco conocido: fotógrafo, escritor y activista, un creador valiente y prolífico que ha hecho más que nadie para quitarme de la conciencia el peso de estar vergonzosamente sola en mi soledad.

    Empecé a darme cuenta de que la soledad era un territorio muy poblado: una ciudad por derecho propio. Y, cuando se vive en una ciudad, incluso en una ciudad construida con tanto rigor y tanta lógica como Manhattan, lo primero que le ocurre a uno es que se pierde. Con el tiempo uno va desarrollando un mapa mental, una colección de destinos favoritos o rutas preferidas: un laberinto que ninguna otra persona podría reproducir con precisión. Lo que construí a lo largo de esos años, lo que aquí se presenta, es un mapa de la soledad, trazado tanto por necesidad como por interés, a partir de los fragmentos reunidos a través de mis propias experiencias y las de otros. Quería comprender lo que significa estar solo y cómo influye esta circunstancia en la vida de la gente, antes de aventurarme a cartografiar la complicada relación que existe entre la soledad y el arte.

    Hace mucho tiempo, oía a menudo una canción de Dennis Wilson. Era un tema incluido en Pacific Ocean Blue, el álbum que hizo después de que los Beach Boys se separaran. Me encantaba una frase que decía: «La soledad es un lugar muy especial». Cuando era adolescente, en otoño, me sentaba en la cama al atardecer y me imaginaba ese lugar como una ciudad, a la hora en que cae la tarde y la gente vuelve a casa, mientras se encienden las luces de neón. Ya entonces me reconocía entre los habitantes de esa ciudad y me gustaba cómo la reivindicaba Wilson, cómo la transformaba en un terreno fértil y aterrador al mismo tiempo.

    «La soledad es un lugar muy especial». No fue siempre fácil aceptar la verdad que encerraba esta afirmación de Wilson, pero en el curso de mis viajes he llegado a convencerme de que tenía razón, de que la soledad no es, en absoluto, una experiencia inútil, sino que, al contrario, llega al corazón de lo que valoramos y necesitamos. Son muchas las cosas maravillosas que han salido de la ciudad solitaria: cosas forjadas en soledad, pero también cosas que sirven para curarla.

    02

    Paredes de cristal

    Nunca fui a nadar en Nueva York. Iba y venía, pero nunca pasé el verano en la ciudad, y las piscinas que me gustaban siempre las veía vacías, sin agua durante la larga temporada de cierre. Viví principalmente en los márgenes del este de la isla, realquilando apartamentos baratos en el East Village, o en viviendas construidas para los empleados de la industria de la confección, donde de día y de noche se oía el tráfico en el puente de Williamsburg. Cuando volvía a casa de cualquier empleo temporal de oficina que hubiera encontrado ese día, a veces daba un rodeo por Hamilton Fish Park, donde había una biblioteca y una piscina de doce calles, con la pintura azul desconchada. En esa época estaba sola, sola y perdida, y aquel espacio azul y espectral, con montones de hojas acumuladas en las esquinas, siempre me encogía el corazón.

    ¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco a poco estos sentimientos se irradian al exterior, de manera que la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia progresivamente. Duele como duelen los sentimientos y tiene además consecuencias físicas invisibles en los compartimentos cerrados del cuerpo. Lo que intento decir es que la soledad avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra en un abismo a quien la padece.

    Pasé la mayor parte de mi estancia en el apartamento de un amigo, en la calle 2 Este, en un barrio lleno de jardines comunitarios. Era una vivienda sin reformar, pintada de verde arsénico. En la cocina había una bañera con patas, escondida detrás de una cortina mohosa. La primera noche, cuando llegué aturdida y con jet lag, noté un olor a gas que iba en aumento. Me acosté en la cama, elevada sobre una plataforma, pero no podía dormir. Al final llamé a emergencias y en cuestión de minutos se presentaron tres bomberos, encendieron la llama piloto y se quedaron un rato dando vueltas con sus botazas y admirando el suelo de madera. Encima del horno había un póster de un montaje de Martha Clarke titulado Miracolo d’amore, en el que se veían dos actores con el traje y el capirote blanco de Polichinela en la Comedia del Arte. Uno de ellos se acercaba a una puerta iluminada y el otro lanzaba las manos al aire con gesto de pánico.

    Miracolo d’amore. Yo estaba en Nueva York porque me había enamorado locamente, pero todo salió mal y de pronto me quedé con las manos vacías. Mientras duró esa falsa primavera de deseo, se nos ocurrió el disparate de que yo dejara Inglaterra para vivir con él en Nueva York. Cuando él cambió de opinión, de la noche a la mañana, y empezó a plantearme dudas cada vez más serias, me encontré a la deriva, perpleja por lo deprisa que había llegado y aún más deprisa se había desvanecido todo lo que yo creía que me faltaba.

    A falta de amor, me aferré desesperadamente a la ciudad: a su entramado de videntes y tiendas de comestibles, a los golpes y al chirrido del tráfico, a las langostas vivas de la esquina de la Novena Avenida, al vapor que desprendían las aceras. No quería perder el apartamento que tenía alquilado en Inglaterra desde hacía casi diez años, pero tampoco tenía vínculos, trabajo ni obligaciones familiares que me ataran allí. Encontré un inquilino y ahorré para pagar el billete de avión, sin saber que me estaba metiendo en un laberinto, en una ciudad amurallada dentro de la isla de Manhattan.

    Bueno, esto no es del todo cierto. Mi primer apartamento no estaba en la isla. Estaba en Brooklyn Heights, a unas cuantas manzanas de donde podría haber vivido en la realidad alternativa del amor consumado, de esa otra vida que me persiguió como un fantasma durante casi dos años. Llegué en el mes de septiembre y, en el control de inmigración, el funcionario de turno, sin una pizca de cordialidad, me preguntó: «¿Por qué le tiemblan las manos?». La vía rápida de Van Wyck tenía el mismo aspecto de siempre, deprimente, anodino, y me costó una barbaridad abrir la puerta con las llaves que mi amigo me había enviado por correo semanas antes.

    Yo solo había estado allí en una ocasión. Era un estudio, con cocina americana y un baño elegante, masculino, de azulejos negros. También había un póster igual de irónico e inquietante que el que encontré en mi segundo apartamento, un anuncio vintage de una bebida embotellada. Una modelo de sonrisa radiante, vestida de amarillo limón de cintura para abajo, rociaba un árbol cargado de fruta. El cartel parecía el epítome de la abundancia y el buen tiempo, aunque en realidad nunca llegaba a darle la luz, por culpa del edificio de enfrente, y eso me hizo darme cuenta de que la orientación del apartamento no era buena. Había un cuarto de lavadoras en el sótano, pero como yo acababa de llegar a Nueva York y aún no sabía que eso era un lujo enorme, me fastidiaba bajar y me asustaba que la puerta del sótano pudiera cerrarse de golpe y dejarme atrapada en aquella oscuridad húmeda y con olor a mar.

    Hacía prácticamente lo mismo todos los días. Salía a desayunar, café y huevos, daba vueltas sin rumbo por esas calles de adoquines tan bonitas, o bajaba al paseo a contemplar el East River. Cada día llegaba un poco más lejos, hasta que descubrí el parque de Dumbo, donde las parejas de novios puertorriqueños van los domingos a hacerse las fotos de boda. Los vestidos de las novias, de formas esculturales y color fucsia o verde lima, hacen que todo parezca aburrido y cansado. En la otra orilla se ve Manhattan, con sus torres resplandecientes. Encontré trabajo, pero no tenía ninguna afición, y los malos ratos llegaban por la tarde, cuando volvía a casa, me sentaba en el sofá y miraba el mundo por la ventana.

    No soportaba estar donde estaba. En realidad, parte del problema era que no estaba en ninguna parte. Me parecía que mi vida estaba vacía, que no era real, y me molestaba su fragilidad como molesta una prenda manchada o raída. Tenía la sensación de que corría el peligro de evaporarme y, al mismo tiempo, mis sentimientos eran tan intensos, tan abrumadores que a veces quería perderme completamente, unos meses quizá, hasta que esa intensidad disminuyera. Si hubiera podido expresar lo que sentía, mis palabras habrían sido un lamento infantil: «No quiero estar sola. Quiero que alguien me quiera. Me siento muy sola. Tengo miedo. Necesito que me amen, que me toquen, que me abracen». La sensación de necesidad era lo que más me asustaba, como si hubiera destapado un abismo atroz. Comía muy poco y se me empezó a caer el pelo. Ver el suelo lleno de pelos acrecentaba mi inquietud.

    No era la primera vez que me sentía sola, pero nunca había llegado a ese extremo. Había tenido altibajos de soledad de pequeña, que se atenuaron en los años más sociables de la adolescencia. Desde los veintitantos, normalmente había vivido en pareja. En general me gustaba la soledad y, cuando no me gustaba, estaba convencida de que tarde o temprano encontraría otra relación, otro amor. La revelación de la soledad, la sensación irrefutable y omnipresente de que me faltaba algo, de que no tenía lo que se supone que la gente necesita, y de que eso me pasaba por algún defecto grave que además era evidente para todo el mundo, se había acelerado de pronto, y su desagradable consecuencia fue que me sentí totalmente rechazada. Creo que también guardaba relación con que me faltaba poco para cumplir los treinta y cinco, una edad en la que una mujer sola ya no está bien vista socialmente y desprende para los demás un tufillo de rareza, de anomalía y de fracaso.

    Por la ventana veía que la gente se reunía para cenar. El vecino de arriba oía jazz a todo volumen, y el humo de marihuana que salía de su casa llenaba el pasillo y perfumaba toda la escalera. A veces hablaba con el camarero cuando iba a tomar café por la mañana, y una vez me regaló un poema, pulcramente escrito a máquina sobre un papel blanco. Pero en general apenas hablaba con nadie. Me pasaba la mayor parte del tiempo atrincherada, verdaderamente lejos de todo el mundo. No lloraba a menudo, pero una vez que no conseguía bajar la persiana me eché a llorar. Supongo que me horrorizaba la idea de que otros pudieran verme, tomando cereales de pie, o revisando el correo electrónico, con la cara iluminada por la pantalla del portátil.

    Era consciente de lo que parecía. Parecía una mujer de un cuadro de Hopper. La autómata, quizá, con sombrero de campana y abrigo verde, que contempla una taza de café, mientras en la ventana, a su espalda, se refleja una hilera de farolas que se pierde en la oscuridad. O la mujer de Sol de la mañana, que está sentada en la cama, con el pelo recogido en un moño desaliñado, mirando la ciudad por la ventana. Es una mañana hermosa: la luz baña las fachadas, pero la mujer destila desolación, en los ojos, en la posición de la mandíbula, en las muñecas delgadas con que se abraza las piernas. Yo me sentaba muchas veces exactamente igual, perdida entre las sábanas revueltas, intentando no sentir, concentrándome solamente en respirar.

    El cuadro que más me inquietaba era Ventana de hotel. Me parecía que mirarlo era como mirar el espejo de un adivino, que muestra el futuro con sus contornos deformados, sin ninguna promesa. La mujer del cuadro es mayor, está tensa y parece inalcanzable, sentada en un sofá azul marino, en un salón o un vestíbulo desierto. Se ha vestido para salir, con sombrero rojo y capa, y está de lado, mirando la calle oscura en la que no hay nada más que una columna bañada de luz y la empecinada ventana negra del edificio de enfrente.

    Cuando le preguntaron por el origen de este cuadro, Hopper dijo una vez, con su característica actitud evasiva: «No es nada concreto; es solo una improvisación de cosas que he visto. No es el vestíbulo de ningún hotel en particular, pero he paseado muchas veces por la zona de las calles 30, entre Broadway y la Quinta Avenida, y he visto muchos hoteles de mala muerte. Puede que venga de ahí. ¿Transmite soledad? Sí, creo que más de lo que pretendía».

    ¿Qué tiene Hopper? Cada cierto tiempo surge un artista que articula una experiencia, no siempre de manera consciente o voluntaria, pero con una intuición y una intensidad que producen asociaciones imborrables. Nunca le hizo gracia la idea de que la gente colgara reproducciones de sus obras en las paredes de sus casas, de que la soledad fuera su oficio, su tema central. «Eso de la soledad se exagera», le dijo un día a su amigo Brian O’Doherty, en una de las pocas entrevistas que concedió. Y en otra ocasión, en el documental El silencio de Hopper, cuando O’Doherty le pregunta: «¿Reflejan tus cuadros el aislamiento de la vida moderna?», Hopper, tras un silencio, contesta lacónicamente: «Puede ser. O puede que no». Más adelante, cuando se le pregunta por qué lo atraen las escenas sombrías, responde vagamente: «Supongo que soy así».

    Entonces ¿por qué nos empeñamos en decir que su obra es la representación de la soledad? La respuesta más evidente es que en sus cuadros aparece gente sola, en pareja o en incómodos grupos de tres, gente que no se comunica, en posturas que traslucen malestar. Pero hay algo más, algo que tiene que ver con su manera de mostrar las calles de la ciudad. Carter Foster, director del Museo Whitney, en su obra Hopper’s Drawings señala que el artista reproduce rutinariamente en su pintura «determinados espacios y experiencias espaciales característicos de Nueva York que son el resultado de estar físicamente cerca de otros, pero separado de ellos por diversos factores, como movimientos, estructuras, ventanas, paredes, luz u oscuridad». Esta manera de mirar suele definirse como voyerismo, pero las escenas urbanas de Hopper reproducen además una de las experiencias centrales de la soledad: cómo la sensación de separación, de estar rodeado por un muro o encerrado, se mezcla con una sensación de vulnerabilidad casi insoportable.

    Esta tensión está presente incluso en los trabajos más amables de su serie de Nueva York, que dan testimonio de una soledad más placentera, más ecuánime. Es el caso, por ejemplo, de Mañana en una ciudad, donde aparece una mujer desnuda delante de una ventana, con una toalla en la mano, relajada y tranquila. Los volúmenes del cuerpo se componen con agradables pinceladas de tonos lavanda, rosa y verde claro. El ambiente es de sosiego y, sin embargo, en la zona situada más a la izquierda del lienzo, donde la ventana enmarca el edificio de enfrente, iluminado por el resplandor de un cielo rosado, se aprecia un leve temblor de inquietud. En la casa de enfrente se ven otras tres ventanas, con las persianas verdes bajadas hasta la mitad y, detrás de ellas, un espacio cuadrado completamente negro. Si aceptamos la analogía entre una ventana y un ojo, tal como sugieren su etimología[1] y su función, podemos decir que hay en este bloqueo, en este tapón de pintura negra, la incertidumbre de que nos vean: de que nos miren de pasada, quizá, pero también de que no nos vean, de que nos ignoren, de ser invisibles, de que nos desprecien, de que no nos deseen.

    En el siniestro Ventanas en la noche, estas preocupaciones causan una profunda desazón. El cuadro reproduce la parte superior de un edificio, con tres aberturas, tres vanos que muestran una habitación iluminada. En la primera ventana, a la izquierda, ondea una cortina; en la segunda, vemos las nalgas tersas de una mujer, con una enagua rosa, inclinada sobre una alfombra verde. En la tercera hay una lámpara, cubierta con un pañuelo, que en realidad parece una pared de llamas.

    Hay algo extraño además en el punto de vista. La escena se ve claramente desde arriba —vemos el suelo, no el techo—, pero las ventanas se encuentran como mínimo en un segundo piso, y esto da la impresión de que quien mira está suspendido en el aire. La respuesta más probable es que alguien está mirando a escondidas desde la ventanilla del tren elevado, en el que a Hopper le gustaba dar vueltas de noche, armado con sus cuadernos y sus lápices de creta, observando ávidamente a través del cristal, en busca de momentos luminosos, de escenas que se graban, incompletas, en la memoria visual. El caso es que quien mira el cuadro —tú o yo— se siente absorbido, atrapado en una escena hostil. Se ha violado la intimidad, pero eso no sirve para atenuar la soledad de la mujer, vulnerable en su habitación en llamas.

    Esto es lo que sucede en las ciudades, que incluso dentro de casa estamos expuestos a la mirada de cualquier desconocido. Fuera donde fuera —de la cama al sofá; cuando entraba a la cocina para buscar los envases de helado abandonados en el congelador—, la gente podía verme desde el Arlington, ese enorme edificio de estilo reina Ana que presidía la calle, con sus diez plantas de ladrillo cubiertas de andamios. Al mismo tiempo, yo también podía interpretar el papel del que mira, en plan Ventana indiscreta, y espiar a docenas de personas con las que nunca había cruzado una palabra, todas ellas absortas en sus pequeñas intimidades cotidianas: cargando el lavavajillas desnudas o preparando la cena de los niños en tacones.

    En circunstancias normales, creo que esto

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