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Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios
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Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios
Libro electrónico259 páginas4 horas

Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios

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Permítanos comenzar con la misma frase que inauguraba la contratapa de Metáfora y memoria: “Existe un amplio consenso en señalar a Cynthia Ozick como una de las más grandes escritoras norteamericanas contemporáneas. Nosotros compartimos esa opinión, allí están sus novelas y cuentos para comprobarlo. Menos conocido es que también es una extraordinaria ensayista”. Pero precisamente después de la aparición de Metáfora y memoria su talento para el ensayo pasó a ser tan conocido en castellano como su arte para las novelas.
Comprobado entonces que Ozick es tan fantástica para la novela como para el ensayo, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios –su más reciente libro– no necesita demasiada presentación. Tan solo hace falta mencionar que aquí nos reencontramos con su clásica elegancia para la prosa de ideas, sus ironías ácidas frente a los lugares comunes de la época, su gusto por los autores que funcionan como puente entre la tradición centroeuropea y la norteamericana, el humor judío y una erudición asombrosa. La lectura de los ensayos de Ozick solo depara inmensos momentos de placer.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9789873731532
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    Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios - Cynthia Ozick

    T.]

    Críticos

    George Orwell y Edmund Wilson son nombres emblemáticos que han llegado hasta nosotros desde el corazón todavía palpitante del siglo XX: nombres literarios que acarrean significación. Basta mencionar a Orwell y algo reverbera como una admonición: Rebelión en la granja y 1984, cada uno de ellos una contundente parábola de la opresión totalitaria. Pero también poseía una reputación, Orwell, como resonante ensayista, un ensayista hoy no demasiado leído más allá de los campus donde Matar a un elefante es uno de los pilares de las antologías académicas. Salvo por Rebelión en la granja, sus ficciones no consiguen atraer una atención constante; menos aún su Que no muera la aspidistria, sepultada hace mucho tiempo entre las novelas olvidadas de los años treinta. Y además de los especialistas en Orwell, ¿quién lee hoy El camino a Wigan Pier? Sin embargo, Gran Hermano, neolengua y agujeros de la memoria ya se han incrustado a tal punto en la lengua ordinaria que apenas si parece necesario, para muchos, tomarse la molestia de hojear las páginas ya familiares de 1984. Nada de eso importa; lo que cuenta es el eco del nombre de Orwell y la desolación que dicho nombre evoca: pavor, engaño, injusticia, anomia, despersonalización. Orwell se ha vuelto orwelliano.

    La semilla de Edmund Wilson no germina en una progenie verbal análoga: la palabra wilsoniano, si es que sugiere algo, caracteriza las políticas de cierto presidente estadounidense. No tenemos un término único –ninguna palabra que sintetice una atmósfera– para el más preeminente de los críticos norteamericanos, que no tiene igual y que podría legar a no ser superado jamás. Wilson abarcaba mundos: escribió sobre una antigua secta hebrea, sobre los iroqueses, sobre filología rusa, sobre los simbolistas franceses, sobre la evolución de los movimientos políticos radicales desde Robespierre hasta los bolcheviques, sobre la Guerra Civil; escribió sobre Canadá y Haití, la ciudadanía y los impuestos, el cine y el teatro, poetas y novelistas, figuras históricas y contemporáneos. Y también escribió –de manera crítica– sobre la crítica literaria.

    En 1928, en un áspero y desdeñoso ensayo titulado The Critic Who Does Not Exist [El crítico que no existe], se quejó de la ausencia, en los Estados Unidos, de una crítica literaria seria. Una obra de arte, dijo, no es un conjunto de ideas ni un ejercicio de la técnica, ni siquiera una combinación de ambos. Pero me inclino fuertemente a creer que nuestra escritura contemporánea se beneficiaría de una crítica literaria genuina, que tratara con pericia las ideas y el arte. […] En cierto sentido, podría decirse que no existe tal criatura como un crítico literario de tiempo completo; esto es, un escritor que sea al mismo tiempo un crítico literario de primera categoría y nada más que un crítico literario. Wilson, por supuesto, era esa criatura, y hoy existe un buen número de escritores de crítica de primer orden y en funciones a tiempo completo; ¿pero los hay suficientes para producir lo que podría llamarse una cultura literaria en expansión?

    Si aislamos tan solo una de las muchas décadas sobre las que Wilson tuvo preponderancia –los años veinte, digamos–, la extensión y la variedad de sus percepciones y preocupaciones nos deja pasmados. Es como si Wilson no fuera uno, sino decenas de críticos, que trabajaban todos por separado en sus respectivas especialidades. Su All-Star Literary Vaudeville es un ensayo que abarca docenas de escritores, la mayoría de los cuales siguen siendo conocidos de su posteridad –Dreiser, Mencken, Willa Cather, Sherwood Anderson– aunque algunos, como Carl Van Vechten y Joseph Hergesheimer, hoy parecen ser no más visibles que unos lejanos fantasmas. Tan solo entre 1924 y 1928, Wilson redondeó sus reflexiones sobre Houdini, Poe, los dialectos y el slang, e.e. cummings, los años de Woodrow Wilson en Princeton, Ring Lardner, Eugene O’Neill, Hemingway, F. Scott Fitzgerald, las amantes de Byron y asuntos tales como la humildad del sentido común y el problema con la comedia americana, John Dos Passos, T.S. Eliot, Ezra Pound, Henry James, Upton Sinclair, un bar clandestino en la época de la Ley Seca y mucho más, todo ello con una prosa invariablemente lúcida.

    Debería entenderse –debería anunciarse con trompetas– que ni uno solo de estos ensayos ha perdido actualidad. Ninguno de ellos está infectado de la menor obsolescencia. El logro de Wilson va mucho más allá de reseñar, de dar la noticia, de apreciar su tiempo. Uno lo lee hoy y ve los rasgos distintivos de una civilización; eso, nada menos, es lo que Wilson reproduce. El crítico ha devenido historiador.

    Ahí está lo impactante del asunto. Wilson se alza como una especie de símbolo; mucho más que un modelo literario al cual aspirar. Él es lo que la jerga actual, abusando del término hasta el tedio, llama ícono: la personificación de una fama indisoluble. Y a semejanza de Orwell, cuya reputación –cuya significación– es igualmente perdurable, no es leído. Admirado, enaltecido, influyente, legendario, corre de boca en boca pero no es leído. Lo que nos lleva, de modo alarmante, a lo orwelliano: la muerte de la imaginación mediante la invisibilidad del pasado. En cuanto a los usos de la crítica por los moradores del momento presente: visualizar la sociedad entera a través de la contemplación de sus partes, lo delicado junto a lo tumultuoso, lo grave junto a lo insignificante, así es como una cultura puede aprender a imaginar su propio rostro.

    Sin los críticos, incoherencia.

    Los muchachos en el callejón, lectores que desaparecen y la gemela fantasmal de la novela

    En o alrededor de diciembre de 1910, escribió Virginia Woolf hace más de cien años, el carácter humano cambió. La frase ha llegado a nosotros en tono burlón, sobre todo, pero también con la resistencia, vestida de verdad, que es propia de las máximas. Con lo de un cambio en el carácter humano Virginia Woolf se refería a la modernidad, y por modernidad entendía esa clase de autoconciencia abierta que identifica e interroga sus propios movimientos y motivaciones. Expuesta en Character in Ficton,¹

    un ensayo que argumenta en favor de la innovación en la novela, se trataba de una proposición estética, más que esencialista. El cambio –una nueva dispensación de la premisa y lo manifiesto– había sido malvadamente anunciado dos años antes, en una tarde de agosto de 1908, cuando Lytton Strachey advirtió una mancha en la falda de la hermana de Woolf. ¿Semen?, inquirió Strachey, tan definitivamente como el chirrido final de una bisagra: una puerta se cerró violentamente, por última vez. Detrás de esa puerta, amordazado, lo pre-moderno se quedó escudriñando, y ante sus ojos pululó todo aquello que, desde entonces, la modernidad (y más todavía la posmodernidad) ha hecho de nosotros: hostigadores del momento, decidores de lo real y tomadores de pulso, augures, zahoríes, examinadores de vísceras. Vísceras literarias, especialmente: muchas son las manchas sujetas a la adivinación por la escritura.

    Y así fue como en o alrededor de abril de 1996, Jonathan Franzen publicó un manifiesto sobre la situación del novelista contemporáneo (con él como caso testigo y texto de prueba), y el carácter de la quisquillosidad libresca cambió. Aquello que había sido mascullado en sordina en cenáculos y bares, ahora hacía su desinhibida erupción en letras de molde, tan flagrante delito como cualquier viejo rastro de semen a comienzos del siglo XX. Las correcciones, el ambicioso y celebrado bestseller literario de Franzen, todavía no había aparecido; él seguía siendo un escritor de obras de ficción por lo general oscuras, cuyas dos novelas anteriores, aunque elogiadas por los reseñistas, habían acabado por hundirse muy pronto en las habituales arenas movedizas de los libros olvidados. Cuando un escritor poco conocido acomete un manifiesto –después de todo, una sobria declaración de propósito y principio–, es probable que se trate además de un grito de angustia, y su razonada argumentación habrá derivado de las íntimas heridas de la autobiografía. Yo buscaba provocar; lo que obtuve, en cambio, dijo Franzen de su primera novela, fueron sesenta reseñas en el vacío. Ni siquiera sesenta reseñas, dejó en claro, eran suficientes: eso no equivalía a un acontecimiento público, no se le estaba prestando atención, al menos no en términos de auténtica Fama, y el vacío en cuestión era el ambiente mal ventilado de la depresión del escritor.

    Era una postura valiente, por ese entonces, sacar un manifiesto en la forma de una confluencia, turbulenta, entre memoria introspectiva y análisis cultural; tampoco fue un espaldarazo para su carrera, a pesar de que salió publicado en una revista importante. Los ensayos literarios suelen quedar muy por debajo de la atención pública, y el texto de Franzen, a pesar de que estaba inflado de anécdotas (Cuando dejé el teléfono, no podía parar de reírme) y apocalipsis político (Me parecía que los Estados Unidos habían llegado a una etapa terminal […] de pérdida de contacto con la realidad), suscitó su esperada agitación entre los literatos pero Oprah lo pasó por alto. Requirió de Las correcciones retener el ojo, y más tarde la ira, de la diosa televisiva de la industria editorial de nuestros días, y la fama de Franzen se vio confirmada. De modo retrospectivo, si el éxito de Las correcciones no hubiese catapultado a Franzen precisamente a esos recintos de la estratósfera literaria que él había codiciado en forma tan pública y categórica, su declaración habría podido desintegrarse, como todos los demás artículos de una fe difunta, en un gimoteo apenas recordado.

    Esto no sucedió: en parte porque Franzen sigue teniendo una presencia de escritor de renombre, y en parte porque sus observaciones de casi veinte años atrás no lograron escapar a la fugacidad de la mera queja personal. Hubo muchos desahogos de ese estilo, envueltos en irritantes y hoy ya obsoletas trivialidades, a saber: "[…] aun si yo santificaba la lectura de literatura, estaba cayendo en tal depresión que después de cenar no podía hacer más que hundirme frente al televisor. Incluso sin cable, siempre encontraba algo delicioso: los Phillies contra los Padres, los Bengals contra los Eagles, M*A*S*H, Cheers, Homicide. Siguieron más quejas, sobre el desalentador destino de una segunda novela: Pero el resultado fue el mismo: otro boletín de calificaciones con nueves y ochos atribuidos por los reseñistas que habían remplazado a los profesores de cuya aprobación, cuando yo era más joven, había a la vez esperado tanta y obtenido tan poca satisfacción; ventas decentes; y el ensordecedor silencio de la irrelevancia; todo ello como si la queja privada pudiese elevarse al nivel de una toma de posición a nivel social. Sin embargo, el ensordecedor silencio de la irrelevancia era, en última instancia, el punto en el que Franzen se apoyaba: que la cultura común ha socavado el rol tradicional del novelista como portador de noticias. Los novelistas, ha dicho, se sienten responsables de dramatizar las cuestiones importantes del día, y actualmente se ven confrontados a una cultura en la que casi todas las cuestiones se agotan casi continuamente. Son agotadas por las fuentes tecnológicas proliferantes, instantáneas y superiores de lo que Franzen llama instrucción social".

    Su tema, en una palabra, era la declinación de la lectura en una era electrónica en la que montones de discusiones, conmociones, agitaciones y dramáticas revelaciones desplegadas, disparadas diariamente por las máquinas de realidad de la radio, la televisión, Internet, aplicaciones en interminable evolución, y las confidencias en nanosegundos vía el celular de los periodistas y Twitter, parecen proveer todas las seducciones de la narración de historias de la que alguien pudiera tener sed. Es dudoso que Franzen haya sido el primer escritor en advertirlo; él reconoció que Philip Roth, tres décadas más temprano, ya desesperaba de la viabilidad de la novela frente al desquiciado poder de penetración de la realidad. La tesis de Franzen no era nueva, pero tampoco estaba vetusta. Lo que sí era nuevo era que vinculara la cuestión de la lectura en la sociedad con la codicia del mercado editorial, con triunfar o –según la expresión que hace casi cuarenta años hizo famosa Norman Podhoretz– con Lograrlo. Habiendo confesado un descarado deseo de éxito (ese sucio secretito), Podhoretz fue rotundamente vilipendiado, tanto que si azotar a alguien en la plaza pública hubiera sido legal, la tribu literario-intelectual reinante de aquella época se le habría venido encima con un verdadero bosque de látigos de nueve colas. Era una época, además, en que la publicación de una novela literaria seria era un evento comunitario exuberante; tan solo recuérdese la acogida que recibieron Los desnudos y los muertos o Las aventuras de Augie March. Y era una época, paradójicamente, en que los escritores serios miraban desde arriba el gran mercado editorial y tomaban distancia de él con diligencia: los novelistas populares eran objeto de desdén. Nadie hablaba de la decadencia de la lectura, porque aún no había tenido lugar.

    Hoy todo eso se ha extinguido. La ambición, incluso la de esa clase que suele llamarse desmedida, ya no invita a la denuncia elitista. Los escritores que se definen por los más elevados estándares del arte literario se sienten felices si se los considera populares; los más afortunados aceptan agradecidos, por no decir codiciosamente, los jugosos anticipos que expresan la esperanza de un lectorado de seis cifras. Pero hace cincuenta años, Lionel Trilling, el crítico fundamental de mediados de siglo en Estados Unidos, denigró al público amplio y democrático y la gran apropiación por la publicidad que lo acompañaban, como fuerzas corruptoras… aun cuando veneraba a Hemingway, que tenía un lectorado mayor que cualquier novelista activo por aquellos tiempos. En un ensayo titulado The Function of the Little Magazine (refiriéndose a las revistas literarias trimestrales que alguna vez ocuparon el pináculo del prestigio intelectual), Trilling recomendaba, y elogiaba, el más ideal de los lectorados, sin importar cuán cerrado, pequeño, invisible, abstracto o imaginario fuese. El escritor debe definir a su público mediante sus capacidades, sus perfecciones, insistía. Hará bien, si no puede ver al público indicado dentro del alcance de su voz, en dirigir sus palabras a sus ancestros espirituales, o a la posteridad, o incluso, si fuera necesario, a una camarilla.

    ¡Una camarilla! ¡Ancestros espirituales! Tales satisfacciones de mártir están muy lejos del apetito de Franzen, o del apetito de sus contemporáneos. Trilling exigía una pureza abnegada y sacrificial; pureza en nombre de una pureza más alta. Franzen, más pragmático y concreto, habla de números. El neoyorkino soltero y cultivado que en 1945 leía veinticinco novelas serias por año, hoy acaso tiene tiempo para cinco, escribe. Esa cartera de clientes es un premio muy pequeño para dividirlo entre un número muy grande de novelistas en funciones, y enumera a los pocos que, allá por 1996, lideran realmente los ránkings: "Atando cabos de Annie Proulx vendió cerca de un millón de ejemplares en los últimos dos años; el best-seller de tapa dura En la frontera, de Cormac McCarthy, entró en la lista anual de best-sellers de Publishers Weekly. (Uno puede oír los suspiros de fastidio de Trilling, rodeado de sus ancestros espirituales, allá arriba en el Paraíso.) A estas alturas, Franzen ha alcanzado, o tal vez superado, esas impresionantes cifras de venta de hace veinte años. Y si Trilling no puede ser uno de los ancestros espirituales de Franzen (que una vez intentó la senda de la pureza, nos dice), es porque nuestro mundo ha dejado atrás las reticencias: unas reticencias que, para Franzen, han terminado por parecerse a un distanciamiento de la humanidad. Así es como él lo llama; pero lo que quiere decir es ser conocido, y escapar del confinamiento a un pequeño lectorado, y finalmente ese estado o atributo deseable que recibe el nombre de accesibilidad". Como sea, la terminología del éxito de ventas se ha suavizado con los años. En lugar del descarado Lograrlo, hay una melancólica preocupación por el silencio de la irrelevancia. Casi nadie, y menos que nadie Franzen, aspira a unas invisibles, insólitas camarillas.

    Sin embargo, en octubre de 2005, Trilling (o su sombra proselitista) hizo una inesperada reaparición, en la forma de un manifiesto antagónico que desafiaba al de Franzen. Bajo un ruidoso titular –¿Por qué la ficción experimental amenaza con destruir la industria editorial, a Jonathan Franzen y la vida tal como la conocemos?–, Ben Marcus, el adversario declarado de Franzen, se propuso prescribir, a la manera de Trilling, la naturaleza de su lector ideal. El lector de Marcus no era el de Franzen. Franzen había identificado al lector nato como un segregado social en la niñez, una percepción que le fue suministrada por un sociólogo en ejercicio. La definición de Marcus derivaba del quimérico reino de los elixires y las transmutaciones. Puede perdonársele a un escritor, dice, querer introducir mejoras en el área de Wernicke de sus lectores [el segmento del cerebro humano que es responsable del lenguaje], dosis de una poción que podría convertirlos en feroces artefactos de lectura, devoradores de nueva sintaxis, intérpretes fluidos de la más lírica y compleja de las gramáticas, de tal suerte que hasta el sentido más difícil que la escritura pudiera esforzarse por crear encontraría su apropiada máquina de Turing y se revelaría al lector con la delicadeza a la que el escritor aspira. […] Pero estas mejoras del área de Wernicke de hecho ya existen, y se llaman libros.

    Como este anhelante hechizo puede darlo a entender, los libros de los que habla Marcus no son la clase de libros que podría defender Franzen: relatos sociales convencionales que prometen placer sin dificultades. Básicamente, el credo de Franzen, tal como lo expresó nueve años antes de que Marcus lanzara el guante, es la necesidad de atraer y agradar a los lectores. Enemigo declarado de la escritura amigable para con el público, Marcus se coloca sin temor del lado de la dificultad: senderos sintácticos completamente nuevos, una aspiración poética que tiene fe en la posibilidad de que el lenguaje cree marcos de sentido fantasmales. Gertrude Stein, Samuel Beckett y William Gaddis se cuentan entre sus modelos precursores, que él opone al modo narrativo realista, que por lo general construye de manera lineal a partir lo que sucedió inmediatamente antes, suscribe la verosimilitud cinemática y, cuando no está narrando, rellena con argamasa un mundo ficcional ya establecido. Por consiguiente, apalea implacablemente a Franzen: El lenguaje es un pobre instrumento para la clase de entretenimiento masivo por el que Franzen parece interesarse. Y: Quiere que el lenguaje literario funcione tan modestamente como el lenguaje hablado. O: Parecen frustrarlo desesperadamente los escritores que no cortejan activamente a su público, que no se esfuerzan por lograr el tipo específico de claridad que él cultiva, y que extraen del lenguaje un placer un tanto excesivo.

    Así que en realidad se trata de un combate, más que de una discusión: un combate de complejidad versus facilidad, un combate que mayormente remeda la guerra de pandillas, no tanto una vigorosa instancia de masacre humana (aunque también lo es) como una pelea por el prestigio: quién tiene más derecho a pavonearse en público. No puede ser una discusión lo que mantienen estos dos –me refiero a un debate entre posiciones fundamentalmente diferentes– porque

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