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[…] La Mujer ha regresado por decisión propia a una nación que ha sido desmantelada, una sociedad que no le permite mantener su costumbre de comprar libros porque ya no son accesibles a su bolsillo; pero tampoco los que circulan, a su juicio, “soportarían la relectura”. Pierde poco a poco el contacto con los amigos y con su marido yanqui, asume el establece con cada uno de “los polacos” un lazo cotidiano con la familia de Hortensia, que puede leerse como la búsqueda de un simulacro, de comunidad de género, de lengua, de poesía, en medio de la enfermedad que se ha declarado como la guerra. […]

Susana Rodríguez
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 abr 2016
ISBN9789871330775
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    Punto atrás - Paula Wasjman

    Lamborghini

    Punto Atrás: ¿Una Justicia Imposible?

    Susana A. C. Rodríguez1

    Señas literarias de una escritora casi secreta

    Recopilar notas, trabajar en la urdimbre que tejieron los comentarios y las reseñas sobre la obra de esa mujer que fue Paula Wajsman (1939-1995), conocida por mí gracias al ferviente trabajo de recuperación de voces femeninas por parte de María Teresa Andruetto y, más tarde, al ensayo de Elsa Drucaroff, quien la menciona entre los escritores que fundaron líneas retomadas por autores de la generación de la postdictadura en Argentina; en suma, recorrer un camino de escrituras para entregar a los lectores este prefacio que, espero, haga justicia a la escritora. Esa fue mi tarea. Para su título elegí acompañar el escogido por Wajsman a su novela –que al leer este prólogo ya no será inédita gracias al esfuerzo de las editoras– con una de las interrogaciones que operan como clave de lectura casi al final del capítulo VI de Punto atrás: "¿Por qué evocaba la exaltación de una justicia imposible como la verdadera existencia, y la actual le parecía sólo una sombra de aquélla?, para añadir luego el condicional: Si es más verdadera la vida con un sueño equivocado que no soñar, entonces ¿de verdad la vida es sólo sueño?. La recurrencia de una verdad que dio significación a una vida y el reconocimiento del ‘necesario’ error del sueño equivocado", imprescindible aún en el reconocimiento del fracaso, requieren de la escritura. Este capítulo del que extraje las citas es el que, a mi juicio, concentra múltiples significaciones y funciona como el eje que sostiene mi lectura.

    Pero volvamos punto atrás. En 1990 Wajsman publicó una novela que según las fuentes consultadas debió escribir a fines de los setenta², Informe de París (Buenos Aires: Ediciones de la Flor). En esa época de efervescencia política nuestra escritora tenía treinta y tantos años, se había formado en psicoanálisis y sociología lo que la facultó para escribir un artículo antológico³ en el número 1 de la revista LENGUAjes. que salió entre 1974 y 1980 de la mano de Juan Carlos Indart, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y Eliseo Verón. Su propuesta de lectura del libro de Dorfman y Mattelart es polémica, si bien estaba alerta como aquéllos a la amenaza imperialista, comparte con los editores de la revista una exigencia que no permanecerá ajena a la idea de concretar un análisis de carácter político que debe tener, para sostenerlo, un rigor del que carece, a su juicio, Para leer al Pato Donald. Si la izquierda bien pensante saludó la aparición de ese libro, la comunidad de LENGUAjes. realizó una operación metodológica de doble faz: semiótica y psicoanalítica; a la par de Verón, Wajsman desacredita el lector modelo que infieren Dorfman y Mattelart de la conocida historieta, enrostrándoles ceguera ante los mecanismos del deseo y los atractivos del juego, una misma desconfianza ante el placer⁴.

    No es esta la oportunidad para analizar la correlación entre la visión crítica y analítica de Wajsman, manifiesta en el artículo referido, y su lectura del fracaso que sumió en el desencanto y el silencio a tantos intelectuales como ella, luego de que el paso dado en dirección a tomar las armas para hacer la revolución tuviera las consecuencias que todos conocemos. Pero es un texto necesario para comprender esa versión disfórica del viaje cultural⁵, que reconstruye en su primera novela un París ajeno al imaginado por los argentinos, aún por Cortázar; en tanto su personaje debe asumir un exotismo a medias entre la reivindicación de lo nacional (las letras del tango) y una identidad (¿polaca?, ¿argentina?) en permanente desplazamiento. Además de ser una referencia imprescindible para explicar a los lectores de Punto atrás la genealogía de la derrota que asume el narrador en esa frase liminar ya citada, una justicia imposible.

    El desfase entre la época de producción de Informe de París y la de su edición autoriza a Antonio Gómez a afirmar que esta novela anómala pone en escena, a destiempo, el punto en que lo argentino se separa de una posibilidad de articulación política activa y se convierte en un contenido fundamentalmente histórico.⁶ El paso siguiente en el largo aliento de escribir otra novela⁷ lo da Wajsman ya de regreso de sus viajes por Europa y Estados Unidos, enferma de cáncer y sin tiempo para gestionar su publicación, en un contexto de exclusión del mundo de las contraseñas que habilita quiénes circulan en las academias y los mercados literarios. De ahí la importancia de dar a conocer a los lectores Punto atrás, porque, como dice nuestra autora lo escrito queda y tiene más existencia que lo vivido.

    El arte de coser (contar)

    La metáfora de la costura alimenta no sólo el título elegido por Wajsman para su novela, establece un índice que apunta a confirmar la paradoja de la escritura, recuperación de un pasado a través de los recuerdos (‘confieso que he vivido’) y avance ineluctable hacia la muerte, punto final donde ya nada importa excepto los trazos que aquella dejara en la página: la memoria, en donde ardía, como nos dice Quevedo en su soneto. La costura-escritura remonta hacia atrás, en diminutivos, cuando el narrador a cargo de la voz interior de la protagonista dice: Pensó, sin remordimiento –sólo una puntita juguetona, una puntillita–, sin nostalgia –sólo una puntadita–, cuánto solía derrochar en otras épocas, lo que nos permite pensar cómo sutura el personaje la distancia entre el ahora de la enfermedad y el antes de una vida que valiera la pena de ser vivida. El presente dibuja figuras fantasmagóricas, en medio de su debilidad la Mujer confunde los espacios y de pronto es un actor en escena y la reclaman ¿Es su réplica, toser? (coser). Estas citas también corresponden al capítulo VI, sinécdoque de una novela de estructura digresiva, difícil de resumir aunque haré el intento con el objetivo de orientar al lector⁸.

    Un narrador en tercera persona cuenta las vicisitudes sufridas por la Mujer (sólo en los capítulos III y XXXIII aparece su nombre, Flavia; su apellido se lee una vez, Davidovna) quien sobrelleva su enfermedad (tuberculosis) asistida por una mucama que la ha conocido en épocas más felices, Hortensia, quien vive en casa de su patrona junto a su marido, el Yugoeslavo, y sus hijas, Sofía Flora y la Polaquita. La Mujer, se nos cuenta, fue lectora, viajera y amante voraz, una en la serie de mujeres deseadas por miembros de la serie de hombres cuando era joven (Todo sucedió hace veinte años⁹). La insistencia en afirmar ser parte de un colectivo y no individuo separado de la serie es prueba de la agudeza con que el personaje se auto-percibe, desde su pertenecer a un género, el femenino, con cuyos estereotipos batalla (el deber ser de la maternidad, por ejemplo, que rechaza) hasta su convivencia con una familia ajena con la que establece lazos discontinuos y localizados, según el desplazamiento de las afecciones y desafecciones que la unirán a uno u otro de sus miembros.

    Aunque en mayor medida el discurso narrativo focalice a la Mujer, en ocasiones la observación se desplaza para visualizar el punto de vista de Hortensia, el Yugoeslavo, la Polaquita o Flora; en los capítulos que sucede esto conocemos cómo fueron los otros tiempos de la Señora, cuando salía y estaba rodeada de gente importante, doctores, profesores, pero también vislumbramos cada uno de los intereses que mueven a Hortensia y su familia en torno a la Mujer. La densidad del relato se constituye a través de las capas superpuestas de temporalidades evocadas, tanto en la vigilia como en las ensoñaciones de la Mujer; en sus diálogos y coqueteos con el marido de Hortensia, con las hijas, y los amigos de antes recobrados con intermitencias. Entrelazado con ese discurso circula el de las cartas, poemas y diario íntimo que Flavia registra en un cuaderno, momentos en que el narrador cede la voz al personaje y donde reconocemos en gran medida la tercera de las tres funciones que cumple la autora en la novela.

    Recordemos que la autora puede manifestarse en forma explícita, cuando reflexiona acerca del universo de ficción que crea; en forma implícita, lo que define los rasgos de su escritura y las estrategias de composición (estilo, tono, técnicas); y por último, la ficcional, al asumir un rol en la historia. En este caso, la autora se enmascara en la Mujer que escribe cuya figura tiene estatuto virtual, como observa el narrador: Si se violara el silencio y se extrajera la materia de la que estaban hechas sus palabras, no se encontraría carne y sangre en su desnudez, sino otras palabras (capítulo I), pero se construye con los rastros de lo real. Así es como ingresa en la ficción la biografía intelectual de Paula Wajsman, poeta, traductora, socióloga, psicoanalista, y esto transforma el lugar en que el lector se posiciona, no sólo ante el discurso político del personaje ficcional sino frente a los acontecimientos evocados en el lapso del año en que transcurre la historia de la novela y de cara a las reflexiones que le suscitan los mismos, si atendemos a la cronología de los textos que emerge del cuaderno que Flavia escribe.

    Encajes discursivos

    Si observamos el discurso de la novela desde el punto de vista de su similitud con el arte textil, evocado a partir de su título, podemos pensar en él como un tejido (encaje) que integra discursos ajenos. Textura que abre una profundidad compensadora de la linealidad discursiva al articularla con otros enunciados y generar así opacidades y transparencias.¹⁰ Tomo una vez más pasajes del capítulo VI de Punto atrás como ejemplo de la densidad temporal que el discurso (lineal) crea a partir de enunciaciones dispuestas sobre la oquedad de un presente de estrecheces no sólo económicas, también afectivas.

    El discurso da cuenta de que la Mujer está una situación en que "Aun con los oídos tapados pululan voces en su mente, pero no quiere oírlas. Tiene que coser el bretel. Combatir la aprensión. Por disciplina. Se dispone con su labor bajo la luz oblicua de la ventana. Así se sentaban para bordar. Enhebrar la aguja le resulta una tarea difícil, pero vence la dificultad y deja actuar al tacto. Se pone el camisón arreglado y saca cuentas. Pero de inmediato el discurso se desplaza hacia el pasado produciéndose un vaivén entre las imágenes de comidas, lecturas, idas al cine, la escucha de una suite para violonchelo de Bach y la reflexión sobre el presente en la pantalla del recuerdo. Habla mentalmente con Elena, su amiga, imposibilitada de hacerse oír por la empleada, Hortensia, y entonces se pregunta si Elena tendrá tiempo para recordar la emoción" porque

    "Desde antes de que su enfermedad la aislara […] la Mujer quiere contarle […] que vio la foto del Che, con una inscripción:

    "…la increíble transparencia

    de tu querida presencia

    comandante Che Guevara…"

    y lloró. Se atragantó de sollozos ante la foto, en una galería llena de gente que, con catálogos en la mano, bordaba su hilván de leve caminata, puntadita corta de atención ante cada imagen y puntada larga hacia otra; que ella, con dos lágrimas bajando por sus mejillas –calientes y milagrosas lágrimas– ya no podía dar. Detenida por esa punzante emoción ante lo que amó, rematando y rematando la costura, perturbaba el ligero hilvanar imágenes de los demás, que como hilos enredados comenzaron a agolparse a su alrededor, sin saber cómo disolver ese nudo." (El énfasis es mío).

    La Mujer debe salir de la galería –hace mutis en la escena que en el momento de su evocación es un puro pasado, hecho presente en virtud de la experiencia que convoca lo recordado y por causa de retener la inquietud que sintió en aquel tiempo de fervor–, como sale ahora del recuerdo para preguntarse por la posibilidad que tiene su amiga de abrir las puertas de la emoción. Ese lapso que va del sentir al pensar se transpone a una de las formas que adopta la escritura, no como ligero hilván sino como remate. Dos estados de la percepción ante la fotografía que podemos proyectar sobre la experiencia de la protagonista: en tanto los demás espectadores en la galería estaban aplicados (dedicados) a mirar las fotos como testimonios, la Mujer fue punzada por la foto y su inscripción, ya no sometida a la referencia cultural del studium sino a la fuerza movilizadora del punctum, expansión (al mismo tiempo suplemento) que la arrastra más allá del campo de la foto, a su deseo.¹¹

    También el capítulo XIV pertenece a la serie en que los múltiples discursos evocados (el popular a través del tango y los cánticos de la multitud en la Plaza de Mayo, el médico, el político y el histórico, a través del recuerdo de una filmación que no sabe en qué país vio) tejen una red opaca y al mismo tiempo transparente a los fantasmas del pasado; esos cuando que la escritura introduce con puntos suspensivos para remedar el relato que la Mujer, en la voz del narrador y en la de una muchedumbre anónima, destina al Yugoeslavo ausente:

    Una fiesta tranquila de los cuerpos que en multitud no se chocaban –muy atrás, la moviola encontró una concentración en Plaza de Mayo; ella iba sentada sobre los hombros de su papá; la llevó para mostrarle su asombro de europeo, su deslumbramiento de pajuerano; y desde allá arriba, entre tantos, no tuvo miedo–. […] Y al Viejo, que miraba desde su ventana, lo tentábamos: Eh, Perón, ¿qué le parece si viviéramos así?.

    Desde el recuerdo de ese primer diecisiete de octubre el discurso avanza a la reflexión del presente:

    Créame, yo sé; ya entonces sabía –la expresión pícara del Yugoslavo flotante se le superpone con la del mascarón de proa en el balcón de Vicente López–. También el viejo zorro sabría que era un sueño nomás: la casa de Gaspar Campos estaba erizada de ametralladoras; iban llegando los políticos para repartirse el pastel. Había un pastel: grande, jugoso…

    Para volver atrás, otra vez a la Plaza de Mayo, cuando Perón echó a los imberbes, a la imagen recobrada a través de la filmación (esa venenosa filmación) que no sabe la Mujer, como ya se dijo, en qué país vio.

    En los capítulos siguientes se reitera el volver hacia atrás la moviola porque la protagonista es consciente de que debe recordar la trama de su vida, siendo la única que puede dar testimonio de una generación fracasada, de su decisión de no integrarse a los soldados de la revolución, de no quedarse en México ni en Estados Unidos. Y volver no significa recuperar: Es un adagio, oye la Mujer. Y haría falta un réquiem. Yo también guardo distintivos viejos: el amor que nunca dejé, la revolución que, al no realizarse, tampoco fracasó (Capítulo XXVII). Lo paradójico es que ella aún tiene, aunque pocos, lazos con algunos amigos en el extranjero (Cacho) y en su ciudad; todavía espera un llamado telefónico del hombre que amó y está desaparecido (Agustín, su amante).

    A partir del capítulo XXVIII la novela da un giro hacia la posible reinstalación de la Mujer en el mundo del trabajo y en proyectos de escrituras sobre vidas por completo ajenas (los indígenas); aparece Elena y tanto esta amiga como el Profesor le dan lecciones de pragmatismo y sobrevivencia. Comienza a recuperar los espacios de su departamento cedidos a Hortensia y su familia, aunque no deja de caer en ensoñaciones que refuerzan su conciencia de vivir en tierra de extraños porque del lugar donde antes vivió y de los que amó, no queda nada.

    La ficción como documento

    La Mujer ha regresado por decisión propia a una nación que ha sido desmantelada, una sociedad que no le permite mantener su costumbre de comprar libros porque ya no son accesibles a su bolsillo; pero tampoco los que circulan, a su juicio, soportarían la relectura. Pierde poco a poco el contacto con los amigos y con su marido yanqui, asume el cotidiano con la familia de Hortensia, establece con cada uno de los polacos un lazo que puede leerse como la búsqueda de un simulacro de comunidad de género, de lengua, de poesía, en medio de la enfermedad que se ha declarado como la guerra:

    Luego supo que ese tiempo del que ahora podía disponer traía la dulzura de no requerir otra compañía ni justificación; era un tiempo lleno de enfermedad. Para habitarlo, ella sólo necesitaba permanecer, con los miembros laxos y el pensamiento sin rumbo; ocupada curándose. O muriendo. (IV)

    Como en el caso de Informe de París esta novela se publica lejos de la época de su producción, los noventa, años marcados por la economía neoliberal en Argentina y desprovistos de reflexión política alguna sobre la violenta diáspora de sus ciudadanos. En el contexto actual de la recepción de Punto atrás, la situación es diametralmente opuesta; desde el gobierno nacional se instruyó la revisión de los crímenes cometidos en la dictadura, la construcción de museos de la memoria, la sanción de leyes inéditas, en suma, las reivindicaciones históricas exigidas para honrar la memoria de quienes el Yugoeslavo denomina en la novela como la generación brillante. Por eso es más difícil digerir en este contexto la respuesta que da la Mujer cuando el Yugoeslavo le pregunta por sus amigos:

    "–Lejos –(acostumbrados al fuego de chimenea, al subte con letreros en otro idioma, la Seguridad Social.)

    –Algunos quedarán, Madame…

    –Ocupados –(sedientos: toman para olvidar, chupan savia de otros más jóvenes, persiguen la memoria de quienes todavía los nombran; buscan el perdón de la mujer que los espera con vino y pan sobre la mesa, miedosos de otra mujer.)" (IV)

    De lo que no se habló en los noventa, del fracaso de una generación que tuvo un proyecto, una causa social ahora transformada en gente que protege un quiosquito: la familia, la empresa, la casita, el auto –y la cara se le retorcía como si nombrara víboras y escuerzos–. Nos cuidamos la salud como viejos y morimos jóvenes de esta vida que no nos convence –terminó con ferocidad.; de eso habla esta novela que pierde el respeto a las convenciones del género ‘novela histórica’, como si asumiera una necesaria hibridez, entre la ficción y el documento de vida (de muerte) que la escritura convoca, alterando la visión épica arrojada sobre los militantes y su destino: desmitificación y renuncia de alcanzar alguna verdad al mismo tiempo.

    Los archivos de esa memoria no se encuentran en otro lugar que en los recuerdos y el diario personal de la Mujer, el cuaderno donde se teje otro encaje discursivo que la letra borda como diferencia que atraviesa el cuerpo y la memoria alucinada. Un archivo ajeno a los historiadores, a los que ensayan astutas versiones sobre la heroicidad mientras degluten los dividendos que les reportan sus investigaciones. Paula Wajsman quiebra la estructura de la novela desajustando la trama narrativa para dejar en evidencia el vacío sobre el que se teje el hilo de la Historia; los lectores tenemos la sospecha de que estamos en el umbral de una revelación que nunca llega, porque la deriva del discurso sigue al fantasma de esas gentes a la espera de que podamos darles existencia con nuestra mirada y porque la escritora (Flavia/Paula) nos dice que

    "Sólo me consuelan estas letras

    escritas por mi mano

    la sombra de su negro

    sobre el papel

    garabateando esta materia

    que es sombra de esa vida

    de ese sueño."

    1 Profesora, Mg. en Comunicación y Semiótica. UNSa. Salta.

    2 Sugiero al lector buscar en Internet la tesis doctoral de Antonio Daniel Gómez, El discurso latinoamericano del exilio. Extraterritorialidad y novela en Argentina y Cuba desde los años setenta (2003), porque nos brinda una muy bien fundamentada lectura de la novela puesta en relación con Rayuela de Julio Cortázar.

    3 "Una historia de fantasmas. (A propósito del libro de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald)" LENGUAjes. (con el imprescindible punto).

    4 La cita corresponde al homenaje a "LENGUAjes. Treinta años después" realizado por los editores responsables de Foul-Táctico, números 8-9, Buenos Aires, 19 de abril de 2004, que puede consultarse en Internet.

    5 Cfr tesis de Antonio Gómez, página 226.

    6 Ibídem, página 19.

    7 Andruetto nos informa en su sitio web de la existencia de "dos libros de poesía y cerca de sesenta cuadernos manuscritos con poemas, relatos de viajes y un libro de cuentos titulado Crónicas e infundios, del que en septiembre de 1999 se hizo una edición sin sello editorial de 400 ejemplares."

    8 Advierto al lector que las referencias a la novela se orientan por los números de los capítulos ya que manipulo un libro inédito.

    9 En los noventa Ignacio Apolo (1969) publicó la novela Memoria falsa (1996), su personaje dice No, viejo, a mí no me joden. El mundo tiene veinte años. Resulta interesante contrastar cómo dos generaciones diferentes elaboran el trauma ocasionado por la dictadura. Para ello, consultar el libro de Drucaroff, Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura. Buenos Aires: Emecé, 2011.

    10 María Isabel Filinich El engaste del tiempo (p. 61) en Luisa Ruiz Moreno y María Luisa Solís Zepeda editoras Encajes discursivos. Estudios semióticos. Puebla/México: BUAP/Ediciones de Educación y Cultura, 2008.

    11 El lector puede consultar el ensayo de Roland Barthes La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós, 2003, en especial desde el parágrafo diez en adelante si quiere profundizar la diferencia entre studium y punctum.

    Punto Atrás

    I

    Las manos iban y venían en movimientos precisos; la punta de la plancha llegaba hasta el límite de la costura y se frenaba moldeando la forma del brazo ausente, de la sisa sin axila ni vello. La Mujer creyó sentir en su brazo la tibieza de esa manga, y un placer animal acurrucó su cuerpo.

    Entonces, despertó. Se sentó en la cama.

    Miró a la planchadora; su cara de vasija: relieves suaves; ojos negros como metal gastado; la boca, dos larvas perezosas color vino, y un solo lunarcito junto a la comisura, disimulado por una veta de carne.

    Imposible enojarse con ella. Pero ¿por qué venía a planchar en su habitación? Frente a su cama. La tabla de planchar: patas largas y flacas, trapos tostados recubriendo el raquítico trapecio, un mueble absurdo que sólo por Hortensia pudo haber comprado.

    Su larga presencia fue dejando su sombra en la pintura de las paredes y la pátina de su roce en la madera y los metales de la casa de la Mujer. Le sonreía silenciosa. Después de unas horas se iba. Se demoraba describiéndole la panza violeta y lustrosa de las berenjenas; la tentaba con el brillo de los ojos bailando sobre el contorno simétrico de sus manos abiertas, para mostrarle el tamaño de las berenjenas ¡assííí!, de los morrones carnudos, de las zanahorias de color tan definido y brillante como el plástico.

    La observaba planchar, ahora, y con su silencio le agradece: la plácida quiso volver a despertar en ella el apetito por la vida. Pero odia su presencia, como odia su propio encierro entre estas paredes.

    La Mujer se levantó; fue al baño en camisón, se duchó sin prestar atención a su cuerpo, se cepilló los dientes con cuidado y se peinó sin mirarse en el espejo. Se puso otro de los vestidos indios que había usado para pasear por playas remotas y ahora eran sus camisones. Sol en Puerto Escondido: palmeras despeinadas y barquitos pesqueros en la playa.

    Salió del baño y se metió en la cama ya alisada; allí tomó el desayuno; después volvió a lavarse los dientes. Le molestó ver que Hortensia no estaba planchando una blusa para ella: era una camisa de hombre.

    El día ha comenzado, se dijo, y volvió a adormilarse.

    Hortensia y la tabla de planchar habían desaparecido. El Yugoeslavo estaba sentado junto a la cama, muy derecho en su silla.

    A lo largo de días de achaques y jarabes, había esperado su visita.

    Él golpeó levemente la puerta del dormitorio y entró con una flor. Ella miró al hombre fuerte, bien afeitado: No traía la flor en agua; venía de la calle.

    Enseguida entró Hortensia, sin golpear, con un florerito donde bailaba el agua; puso la rosa y salió.

    El Yugoeslavo sentado junto a la cama, la espalda derecha, las piernas cruzadas. La Mujer esperaba ese momento con un papel en la mano. Había escrito un poema en esos días: quería leérselo, dijo bajito al Yugoeslavo.

    Si él dijera que no (Nunca leo poemas, No los entiendo, Tengo apenas un ratito), la vida hubiera dejado de tener sentido en el mismo instante. Pero él dijo que sí: se sentía muy honrado. Ella leyó sin énfasis; miraba el texto y ojeaba la expresión del hombre abandonado en la silla con las manos juntas.

    -Le ponen algo a la vida que con el tiempo se evapora

    como luces de noche sobre el río

    o los tonos infinitos y sombríos de este fin de otoño

    Hay días, sopla un aire de tragedia y era sólo

    luz: blanca, violenta. Que abandona el aire

    que lo va dejando. ¡Si hubiera un apagar de los deseos

    si nunca se lograra lo anhelado!. Lámparas, luces

    son tus ojos, le dijeron. Rubíes del rescoldo.

    –La última parte todavía no está resuelta: es una primera escritura –vaciló–; recién, cuando lo vi entrar tuve ganas de leérselo.

    Con los ojos entornados, él asintió con la cabeza y urgió:

    –Siga, siga.

    –Botas del sheriff sobre la mesa desnuda

    del renuncio a poner orden. Entrecierra

    los párpados, bebe solitario

    la copa que no fue. Tajadas de ciudad,

    su ruda vida, se hacen humo. Estrías digitales

    se van borroneando en los archivos.

    –Con la voz quebrada. Quiso enmudecer antes de terminar. Ya sabía: Inútil, inútil decir.

    Los labios finos del Yugoeslavo, tensos.

    –¿Qué le pareció?

    –Mi querida señorita, si vous permettez –extendió las manos grandes como si fuera a tomar las de ella, pero las detuvo a medio camino, mostrando las palmas, y ellas quedaron diciendo no sé, no sé, mientras él hablaba–: me pregunto qué la deprime tanto.

    –No se trata de mí, sino del texto, del poema –pero en la garganta un llanto.

    –No, no. Lo que usted escribe es muy pesimista; eso me apena y me parece mal en usted, tiene más posibilidades que otros. Usted estudió; no tiene que pensar así, no puede pensar así.

    Bronca y piedad: como a todas las minas. Pero de ésta en especial lo sorprendía.

    Ella se extrañó por las palabras tan lejanas de lo soñado: No me entiende. ¿Qué escuchó? Corazón sangrante atardecer, ay.

    –Mi querido Señor, ¿qué puede sentirse cuando se ha perdido la capacidad de emocionarse ante lo que se amó? –sentía chirriar la sombra de la ironía. Por necesidad de llegar a él, trató de imitar su estilo; pero odiaba la persistencia del pueril deseo de comunicarse; y este remordimiento hincaba su texto en el diálogo como una segunda voz. Una sombra de ironía para cada letra, cada palabra. Poniéndolas en relieve.

    –De todos modos aunque se sienta así, no hay que pensar así; no hay que dejar que el sentimiento desborde.

    –No creo que mi sentimiento desborde –afirmó con despecho–. Al contrario: ya no puedo sentir como quisiera.

    –Aunque sienta de manera diferente a lo que desearía sentir, no es lícito –levantó el cierre de la campera; sordo chirrido del adiós, ay.

    –¿Y por qué no? –lo desafió.

    –Por disciplina –y se puso de pie.

    Lo miró levantarse, neta la raya de los pantalones; todo él rígido ahora, con algo de marcial en el porte. Ya se va. Poniendo un límite siempre: su espalda derecha; dando la espalda. Las botas lustradas. La Mujer hubiera querido mirarse en ellas, y también esculpirlas: emporcárselas. Milico odioso prolijito. ¿Yugoeslavo? Alemán. Un guardia. Demasiado joven para haber estado en la guardia del zar, pero eso hubiera podido ser: orgulloso, pobre y plebeyo como era, por haber defendido los blasones de la nobleza. ¿En qué otra corte se habló francés después de la del zar de todas las Rusias? Milico austro-húngaro, se llena la boca de un francés relamido.

    El Yugoeslavo se inclinó hacia ella, tomó su mano y la besó. Levantó la cabeza; su cara chupada, curtida –pero debajo había habido una piel muy blanca, y antes del mechón grisáceo aplastado contra la calva para disimularla hubo pelo rubio quizá; los ojos son como ranuras de cristal azul–; esa cara se acercó a la suya y le susurró:

    Mademoiselle, ne vous laissez pas dominer par la peine, cela ferait beaucoup de mal a vous et aux autres. Pensez-y, je vous en prie.

    Payaso, pensó la Mujer: en su lejanía preparaba esta frase. Ya con ternura; reconquistada. Ese Vous del Yugoeslavo era más íntimo que el Usted de Hortensia y las chicas –nunca consiguió que la llamaran por su nombre–: un Usted dirigido a la patrona. El Vous hablaba a una dama: una mujer muy lejana. Hubo hombres que la miraron de cerca, los ojos en los ojos, y quiso perderse en ellos; a otros, el cuerpo les huye: la cabeza por sí misma se echa atrás y manda a los pies retroceder para que la mirada y la piel encuentren su distancia. Con el

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