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Gente conmigo
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Libro electrónico316 páginas8 horas

Gente conmigo

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Syria Poletti deambula en su obra por las propias vivencias y obsesiones; vuelve con insistencia a ese rescate de niñez, amor y pasiones. El poder y sortilegio de las palabras, la poesía y el arte, los misterios de la condición humana, la fuerza para superar obstáculos están siempre presentes. De diversos modos, claves y estilos, afloran en todos sus libros, con fuerte sesgo autobiográfico. Gente conmigo es de algún modo una novela escrita desde las huellas y las cicatrices que marcaron su infancia y juventud. Apareció en 1961, publicada por Editorial Losada, en su Colección Novelistas de Nuestra Época. Premio Internacional Losada y Premio Municipal de Buenos Aires. Reeditada en 1962, 64 y 65, fue traducida al alemán, checo, inglés e italiano y también llevada al cine en 1965. Su lectura conmueve, por el vigor y contundencia de unas palabras que logran contar lo que a una mujer "le pasó por su cuerpo". Profundidad y oficio transforman las vicisitudes del abandono, la lucha con su columna defectuosa, la migración a la Argentina en un texto sobrecogedor, que se destaca por la hondura de las historias que entrelaza, la estética de sus construcciones y un trabajo asombroso con el lenguaje.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2018
ISBN9789876994330
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    Gente conmigo - Syria Poletti

    conmigo

    I

    Tal vez todo empezó en mi aldea, carcomida por los siglos, devastada por las invasiones, el día en que mis padres se marcharon a América. Entonces la Argentina se me figuró como un monstruo devorador de padres, madres y hermanos.

    O empezó ese atardecer invernal frente a un tren cubierto de nieve, cuando me separaron de Bertina, de su carita diáfana y tensa, que se marchaba a Milán, de niñera, antes de haber cumplido los doce años.

    O empezó el día en que escribí la primera carta a América y esperé inútilmente una respuesta.

    O un domingo cualquiera ante una viejecita analfabeta, dictándome la carta para el hijo emigrado en el Chaco, trabándose para hacerme creer que no necesitaba nada de él, pidiéndome que le dijera eso, mientras con la palma de la mano, oscura y rugosa como madera, trataba de aplastar la única lágrima que resbalaba por su mejilla como se aplasta una mosca fastidiosa.

    ¿O empezó esa tarde de viento en Trieste?

    ¿O empezó cuando doña Martina vendió la cabra y abuela pudo acompañarme hasta Génova para tomar el barco?

    Empezó. Y ya no importa cuándo ni cómo.

    Tal vez yo no estoy presa por un hecho aislado, sino por una sucesión de hechos. No me refiero a los móviles concretos. Me refiero a esa cadena de circunstancias y acontecimientos que, fatalmente, nos llevan a desembocar en situaciones como la que estoy viviendo.

    El oficio, el extraño oficio que traje de Europa me ha perseguido como si hubiera sido una marca indeleble, el metabolismo de mi raza. La causal de mi proceder.

    Comencé a escribir cartas y contratos antes de saber redactar.

    Y aquí estoy, encerrada en la cárcel de una ciudad tan ajena a mi raíz, como lo es Buenos Aires, por haber traicionado a mi oficio.

    En realidad, fue el oficio el que me traicionó a mí. Me entró por los dedos: se me metió en la sangre y me perdió.

    Pero antes escribía para ganarme el pan. Ahora lo hago para no perder la razón.

    Tal vez sea el oficio el único nexo vivo que me une a los dos mundos. Y a la vida.

    Era un oficio muy extraño el nuestro: el de escribir cartas para los ignorantes. Quizá tampoco abuela sabía cómo se había avenido a ese oficio, el que yo cumplía con simple diligencia doméstica.

    Tal vez nos vendría de raza, o por tradición, digo yo, ya que el hermano de abuela, el cura, redactaba cartas para el obispo y toda la diócesis. Quizá ella aprendiera con él, cuando soltera. Y luego, ya casada, lo practicaría para el marido, para las amigas y las criadas. Después, para los hijos.

    Pero eso era otra cosa. Eso era escribir cartas de verdad. No ya con tinta, sino con sangre, como decía ella. De esas cartas de verdad, nosotras, las iniciadas en el extraño oficio, ni siquiera hablábamos. Una no habla de su sangre. No recuerda que circula por sus venas.

    Abuela y yo éramos tan pobres que para comer teníamos que cobrar unos centavos por cada carta que escribíamos y esperábamos clientes como los esperan los abogados y los funebreros.

    Nos habíamos reducido a vivir en dos pequeñas habitaciones, en una casa de piedra, cerca de la Iglesia y el mercado. Un punto estratégico.

    Las cartas de los domingos eran interesantes: iban hacia el mundo. En cambio, las de los jueves, día de mercado, eran aburridas. Intereses, solicitudes, compra y venta, trampas para eludir el fisco. Pero había que escribirlas porque eran las más rendidoras.

    Todo buen artesano tiene su conducta: nosotras también la teníamos. A los soldados, por ejemplo, no les cobrábamos y ellos nos compensaban trayéndonos agua y cortando leña. A las madres que tenían hijos en América tampoco les cobrábamos nada. Era nuestra norma. En esas cartas iba más sangre que tinta, más silencios que palabras. Imposible cobrar todo eso.

    En las cartas para América no había que buscar giros difíciles ni retórica de actualidad, porque todas decían o callaban las mismas cosas.

    Las revoluciones tocaban también a nuestro pueblo, pero seguían de largo; solo arrancaban a algunos muchachones e iban a florecer lejos.

    Las mujeres quedábamos esperando, aferradas a cerros y cabras; éramos tan inamovibles como ellos.

    También abuela había quedado en el pueblo. Era viuda. Sus hijos andaban por el mundo, como era de buena ley allí. Tal vez por esa áspera soledad de clan femenino, las mujeres eran capaces y rudas, sumisas y súbitamente osadas. Y parecía que todas tuviesen los ojos metidos en dos cuencos.

    Cuando venían a casa para que les escribiéramos las cartas –en un italiano desconocido– de pie ante nosotras, repetían:

    –Dígales que aquí estamos bien… Que esperamos que nos escriban… Que nos manden…

    Y se interrumpían avergonzadas. Callaban. Al rato, descubrían los cuencos sin fondo de sus ojos y volvían a repetir a borbotones:

    –Dígales que estamos bien… Que la cosecha… En fin, más o menos… Pregunte si el chico se cría bien… Y si Aurelio se casó…

    Luego sus cuencos ambulaban por la habitación.

    Yo sabía que la verdad era ésta: La cosecha fue escasa. Todo aumenta. Sigo lavando ropa ajena. Tengo várices, reuma…. Pero ellas no lo decían. ¿Para qué distraer con esas realidades tan triviales a los que estaban luchando por el porvenir? ¿A los que ya estaban en América? ¿Y a qué mencionar miserias y achaques con nosotras? ¿Habla un rengo de renguera con otro rengo? Se abstraían mirando al techo mohoso, el Corazón de Jesús, la Virgen de Pompeya polvorienta e impasible y se torturaban las manos. Esas manos inquietas por estar desocupadas.

    Si abuela o yo preguntábamos: ¿Y ahora qué les decimos? ¿Que manden dinero?, las traicionaba un sacudimiento vivaz, súbitamente reprimido. Se arreglaban los mechones de pelo que escapaban del pañolón y aseguraban:

    –¡No tendrán! De lo contrario, ya hubieran mandado. Mi hijo no se olvida de nosotras.

    No decían No se olvida de su madre. A esa verdad la callaban.

    A veces, de América llegaba dinero.

    Entonces, alguien joven se marchaba…

    Mi pueblo era así: un campo de concentración para el éxodo.

    Hombres que mientras esperaban marcharse andaban de copas para hacerse de coraje, decían ellos; muchachas que se marchaban a Roma o a Milán con tanto valor que podían ser sirvientas o cualquier otra cosa; chicos que se fugaban tras los circos eslavos; mozos que eran arrancados de los campos para ir de soldados. Incógnita más grande que cuando marchaban al extranjero. No se sabía si Mussolini los mandaría de vuelta al pueblo para la campaña del trigo o se los jugaría a los dados después de darles una camisa negra. Hasta el Vaticano absorbía a nuestros seminaristas: eran tan sólidos que podían mandarlos de misioneros a África o a China. Y a los que quedaban como guías de montada, la montada y la grapa se los tragaban.

    Allí los hombres crecían y se marchaban después de haberlo devorado todo. Las mujeres jóvenes seguían a los hombres: era su destino. Quedaban las viejas, las feas y las chicas, como yo. Quedaban las que nadie deseaba y que no tenían otra salida que bastarse a sí mismas y hacerse solitarias y secas como peñascos.

    Mi pueblo era como el centro del universo: generador de artesanos que se irradiaban a los cuatro rumbos, un pueblo como Vishnú, decía yo. Lo decía por pura relación imaginaria, porque había visto que Vishnú tenía muchos brazos en un solo cuerpo.

    Era un vivero de muchachos aptos para todo: para excavar zanjas en África; poner dinamita en las minas de Bélgica; fundir acero en Alemania; levantar rascacielos en Nueva York y talar bosques en el Chaco. Eran los elegidos del progreso. O sus esclavos. Por eso las mujeres debían ser sólidas y muy buenas paridoras de hijos. Con maridos formales o sin ellos. Mujeres que se las arreglaban solas para todo, con la paciente tenacidad de las no deseadas, con la aptitud para el trabajo de los clanes avasallados por el hombre. Hasta podían carecer de amor. Pero, en cuanto a hacer hombres, los hacían bien. Fuertes de físico porque la fortaleza de adentro se la transmitían a las mujeres. Ellas la necesitaban más. Y los hombres salían grandotes, tozudos, nómades, honestos y deportivos como chicos. Ellos eran tiesos: la flexibilidad ante la vida la adquirían las mujeres.

    Solo así se explica que pudieron dejar a ese pueblo encajonado entre rocas y árboles como entre una doble hilera de fortalezas: la blanca de las Dolomitas y la verde de los bosques.

    Así se explica que para América se marchara también mi padre, con su oficio de pionero y mi madre con sus críos rubios y robustos. Así se comprende por qué resolvieron dejar a dos hijas, Bertina, tan trabajadora y formal que ya les procuraba dinero; y yo porque no les habría sido útil para sembrar ni para criar hombres, con ese físico endeble y el extraño oficio que me circulaba en la sangre como otra deficiencia. Un oficio para viejos, decían. En una muchacha era señal de holgazanería. Casi una traición a la raza.

    Y se me notaba ese vicio con la cara abierta al estupor, en la abstracción de los gestos, en la ausencia de diálogos concretos y en el súbito ardor de la mirada. Pero yo era buena aprendiza.

    El oficio me entraba por los dedos, como quien dice.

    Abuela hacía tomar asiento a las clientas y las dejaba hablar sin interrumpirlas. Que desembucharan. Luego, aclaraba la cuestión y me mandaba escribir la carta sintetizándolo todo sin tergiversar las intenciones. Y no ya porque en lugar de los seis huevos estipulados corriéramos el riesgo de recibir cuatro –y tal vez empollados–, o que los dos kilos de harina fueran pesados de mal ojo, sino por amor al oficio, como era de ley allí, donde los muchachos aprendían el oficio a conciencia, para ir a ejercerlo por el mundo como una herencia.

    Yo escribía las cartas más fáciles: para las muchachas que se habían marchado a Roma o a Nápoles. Les recomendaba que se portasen bien y no malgastasen el sueldo en chucherías. Se sobreentendía que, viniera de donde viniera, ese sueldo costaba ganarlo. Lo tácito concitaba en mí la atracción por los misterios oscuros.

    También escribía las cartas que los soldados mandaban a sus familiares. Era difícil entenderlos pues casi todos eran sicilianos y resultaba peor que si hubiesen sido tiroleses o checoslovacos. También estos venían para enviar cartas en italiano a las muchachas de otros pueblos que los estaban esperando. Esperándolos a ellos y a veces, a un crío.

    Así yo entraba en las fuerzas recónditas de la vida con la naturalidad del aprendiz.

    Abuela poseía el sortilegio de hallar siempre la fórmula exacta para conmover al funcionario poderoso, al politiquero, o al general. Sus peticiones eran acertadas y convincentes. Hasta venía gente de otras comarcas por la fama que tenían sus escritos. A quien nunca quiso escribir fue a Mussolini. No valía la pena, decía.

    Es que allí las mujeres no tenían ideas políticas: eso era cosa de hombres. Pero, por lo general, vivían con ideas propias. Eran pobres.

    Los domingos, después de la misa primera, las clientas llegaban a nuestra casa en tropel, con dos o tres huevos, unas manzanas, un salamín, unas costillitas de cerdo y las cartas para leer y contestar.

    Eran cartas de Australia, de Alsacia, del Paraguay, del Canadá, de Tokio. Era como tener el mundo en las manos y escudriñarlo con nuestros cuencos. Mundos mucho más fascinantes que el esquemático mapa escolar. En las cartas se mencionaban lluvias, huelgas, nacimientos, inundaciones, langostas. Como la mayoría eran cartas de albañiles y campesinos, las lluvias y las sequías eran acontecimientos que yo vivía en forma directa y actual. Las maestras desconfiaban de mis conocimientos caseros que no siempre coincidían con los programas oficiales. Entonces yo me debatía entre dos mundos. Pero el de la escuela era remoto, formal. El de las cartas, el verdadero: el mío.

    Cuando salía por las afueras, las lavanderas y las mujeres ocupadas en las faenas de los campos, me llamaban a grandes voces:

    –¡Hola, tú! ¿Llegaron cartas de América?

    –¿De qué América? –preguntaba yo, sabihonda ¿Del Norte o del Sur?

    –Pues… ¡De América! Mi hijo tomó el barco en Génova...

    –Pero, la dirección de su hijo, ¿está escrita en inglés o en español?

    –¡En americano!

    Yo entonces me detenía. Les explicaba. América es grande. Hay dos Américas. No, tres. ¿Tres…? Sí, y se hablan varios idiomas, como aquí, cuando hay maniobras militares. Dígame el nombre de la ciudad. ¿Buenos Aires...?.

    Decía Buenos Aires con un imponderable temblor.

    A veces ellas chapurreaban un nombre, otras no. Me miraban azoradas, no por mi sabiduría, sino por la trascendencia de esta América que era una y dos y tres, con tantos idiomas como dialectos, menos el italiano, cosa inexplicable. Una tierra que no se hallaba por el lado de Rusia ni por el lado de Trípoli.

    Era otra cosa: era la que se comía a los hijos. Porque de los demás países la gente regresaba: de Alemania hablando pestes; de África con las fiebres palúdicas; de Australia con un montoncito de dinero. En China, por lo menos, los misioneros morían. O si volvían, eran cardenales. Pero de América la gente no volvía. O si volvían era para ser otros. Eran americanos. Tan americanos que las pobres madres no sabían cómo tratar a sus nuevos hijos de tan manipulados y distintos que eran. Ahora hasta se extrañaban de que en la casas no hubiese baños.

    Porque en América el monstruo les había comido el corazón, decía doña Martina, la vieja más vieja del pueblo.

    Doña Martina vivía en lo alto del cerro en una casita de piedra dividida por un tabique: en un lado vivía ella y en el otro la cabra. En invierno vivían juntas.

    Años atrás doña Martina había tenido una vaca. Pero también una hija y varios hijos que ahora estaban colocados en el mundo como los mejores productos de exportación. Yo misma me confundía: Boston –que ella decía Bastón–, Dusseldorf, Moscú, Nueva York, Buenos Aires…

    Una o dos veces por año recibía carta. Estaban bien. No mandaban dinero porque se habían casado, o vuelto a casar, o había nacido un hijo. ¡Era lógico!, los hijos hacen hijos. Pero de la Argentina ninguna noticia jamás. Por eso ella me insistía:

    –Mi hija está en la Argentina, como tu madre… ¿Por qué no le escribes a tu madre que busque a Mafalda?

    –La Argentina es grande. Mucho más grande que toda Europa –exageraba yo para arremeter también contra mi propio desaliento.

    Ella sacudía la cabeza y se sentaba en un escabel de madera y mimbre para ordeñar la

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