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Ángeles Negros
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Libro electrónico118 páginas1 hora

Ángeles Negros

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Homosexuales, migrantes, víctimas de la represión, mujeres, todos tuvimos que aplazar el cobro de lo que se nos adeudaba para no opacar el recién adquirido galardón del país democrático. Hasta el día de hoy la deuda sigue impaga y nuestro destino como integrantes de esta sociedad permanece pendiente. Como objetos móviles, los cuentos de Ángeles Negros reiteran el gesto urgente que los vio emerger a la luz pública; la necesidad de otorgar un lugar a sujetos marginados y en contradicción frente a la conformidad de la sociedad chilena postdictatorial. Sus personajes siguen teniendo historias que contar, aún deambulan por los paisajes nocturnos de Santiago, buscando renovadas formas de expresión para sus deseos, sus luchas y sus identidades. El descontento vital de estos personajes en los años noventa permanece intacto a veinte años de su aparición, como si nada hubiera cambiado desde entonces.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento18 ago 2014
ISBN9789563172324
Ángeles Negros

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    Ángeles Negros - Juan Pablo Sutherland

    Colección con voz, escrituras sin discriminación

    Ángeles negros

    Juan Pablo Sutherland

    © Copyright 2014 Editorial MAGO, by Juan Pablo Sutherland

    Primera Edición digital: Junio 2014

    Colección con voz, escrituras sin discriminación

    Director: Máximo G. Sáez

    editorial@magoeditores.cl

    www.magoeditores.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 243.288

    ISBN: 978-956-317-232-4

    Diseño y diagramación: Catalina Silva R.

    Lectura y revisión: María Fernanda Rozas

    Imagen de portada: Macarena Rodríguez

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Para Amanda Contreras y Julia Sutherland

    por todo ese tiempo

    «Hasta que un día encontramos ese algo que soñábamos despiertos».

    Los Ángeles Negros.

    PRÓLOGO DE ÁNGELES NEGROS

    Como un personaje más de los cuentos del escritor Juan Pablo Sutherland, Ángeles negros reanuda el camino con esta nueva edición, a veinte años de su primera aparición. En un tránsito cíclico que representa los rumbos que ha tomado su escritura, estos relatos de Sutherland vuelven a la búsqueda de los lectores que en la década de los noventa lo convirtieron en una guía de la urbe nocturna y de la contracultura que, en esos años, pretendía inaugurar un espacio más allá de los estrechos márgenes oficiales del consenso democrático instalado durante la postdictadura. Y es que su destino aún está pendiente porque, así como el libro ha rechazado la consagración canónica, la escritura de Sutherland recorre múltiples lugares de lectura, asume diversas posiciones estéticas y, en sus desplazamientos, convoca tanto a lectores ya cautivos como a otros nuevos que recién ingresan a sus páginas. Como objetos móviles, los cuentos de Ángeles negros reiteran el gesto urgente que los vio emerger a la luz pública: la necesidad de otorgar un lugar a sujetos marginados y en contradicción frente a la conformidad de la sociedad chilena postdictatorial. Sus personajes siguen teniendo historias que contar, aún deambulan por los paisajes nocturnos de Santiago, buscando renovadas formas de expresión para sus deseos, sus luchas y sus identidades. El descontento vital de estos personajes en los años noventa permanece intacto a veinte años de su publicación, como si nada hubiera cambiado desde entonces. Vivimos con la misma desazón de aquel tiempo que vio frustradas nuestras expectativas de cambio ante el regreso pactado a la democracia; toleramos que se pospusieran nuestros intereses individuales por un bien común que nunca terminaría de llegar. Entonces, como ahora, se nos hizo creer que éramos las minorías entrando en la escena cultural del país, pero siempre fuimos la mayoría, con un imaginario social al que no se le dio cabida en el nuevo orden institucional. Homosexuales, migrantes, víctimas de la represión, mujeres, todos tuvimos que aplazar el cobro de lo que se nos adeudaba para no opacar el recién adquirido galardón de país democrático. Hasta el día de hoy la deuda sigue impaga y nuestro destino como integrantes de esta sociedad permanece pendiente.

    Por eso, la actualidad de lo que nos contó Sutherland en aquellos años recobra fuerzas en los personajes de Ángeles negros que, más allá de los recambios generacionales, se perfilan como una biografía colectiva que incorpora los conflictos de una juventud eternamente excluida de toda representación cultural. Estos relatos nos muestran imaginarios de derrotas y marginación, suicidios, rupturas, quiebres familiares y amorosos, relaciones afectivas frustradas o sujetas a frágiles pactos de sobrevivencia. Los personajes viven en continua contradicción, se involucran en acontecimientos cuyo único objetivo no puede ser otro que resistir hasta el final del relato, para que así comience una nueva historia, cuyo signo será el de la desesperanza y de la nostalgia por la comunidad perdida. En estos relatos hay búsquedas infructuosas de un lugar legítimo frente al poder oficial y sus discursos represores, sin transar las convicciones ni los estilos de vida. El riesgo que corren los personajes es alto, pero poseen la seguridad de que en este desierto social existe, al menos, una complicidad en su dinámica y actuación, ya sea como grupos definidos por su condición sexual («Los Pantera Rosa»), por su carácter de grupos de guerrilla («Esperando a la Antonia»), o por su condición de tribus urbanas («Hasta doblarte la mano»). Esta complicidad entre subalternos los rescatará de la frustración definitiva.

    Paradójicamente, pareciera que el mismo autor se ha puesto al alcance de su ficción, en tanto fue arrinconado por una recepción crítica que, al aparecer la primera edición, obliteró una interpretación específicamente literaria y, en cambio, hizo acopio de la idea –a modo foucaultiano– de la proliferación de discursos sexuales propia de sociedades conservadoras como la chilena. Como afirmó Sutherland en su momento, el escándalo de la publicación «impidió que la escritura se convirtiera en el centro de la reflexión crítica». Al respecto, una lectura atenta de estas narraciones evidencia todo lo opuesto a lo manifestado por la escasa crítica de la época: no hay aquí la defensa de una identidad sexual particular ni la representación inflexible y rigurosa de grupos sociales definidos; por el contrario, en estos textos se descree de todo lo que establezca rigidez identitaria, incluida la identidad de género. Los personajes son contingentes a su propia historia, se arman y desarman con cada nueva situación a que se enfrentan. Son sujetos móviles y en proceso de formación, batallando contra la marginación representacional que definió y define al período de postdictadura.

    Personalmente, he vivido el largo proceso de circulación de este libro en torno al autor. Al poco tiempo de ser publicado la primera vez, asistí con mi amigo Patricio del Real a la Feria del Libro de Santiago, a escuchar una conferencia de Jacques Derridá; al no poder ingresar a la sala repleta de gente, optamos por una conferencia sobre literatura homosexual con Juan Pablo Sutherland, Pedro Lemebel y Francisco Casas, las Yeguas del Apocalipsis. Allí nos conocimos y desde entonces construimos una relación de afectos y complicidad, la misma complicidad que rescata de la desesperanza a los personajes de estos relatos. Posteriormente, me convertí en un personaje de uno de los cuentos con que el autor celebraba los diez años de su primera edición; al final del relato desaparecí, aparentemente asesinado por un rival. El crimen es, en tal sentido, una forma excepcional de la complicidad. Para esta edición, escribo el prólogo como antesala de estas ficciones que nos incluyen, no solo a mí sino que a todos los que vivimos las experiencias y la época que aquí se narran y que nos demuestran, sin lugar a dudas, que todos formamos parte de ese mundo que queremos cambiar, como personajes de nuestra historia y como autores de nuestra singular complicidad.

    JOSÉ SALOMÓN GEBHARD

    Santiago, junio de 2014

    CATEDRAL 1990

    «La cara de Giovanni se balancea frente a mí como una inesperada

    linterna en una noche muy oscura, muy oscura».

    El cuarto de Giovanni

    James Baldwin

    En el funeral de tu madre tus tías me llenaron de preguntas. Lo curioso fue que tu tío Efraín, que algo entendía de lo nuestro por los indicios que manifestaban nuestras miradas, comenzó a preguntarme por qué no había venido con mi pareja. Era de esas conversaciones en donde por pura cortesía decía a todo que sí.

    Todavía siento el calor tibio de esa tarde en el Cementerio General. Tu figura se quedó pegada al pedazo de tierra húmeda. La cruz de fierro oxidada parecía uno más de tus brazos que apuntaba a Catedral 1990. Y creo que sabías por qué. La casa vieja empezaba su encantamiento.

    Cuando me acerqué con exagerada lentitud donde estabas, fui contando los espacios de tierra de cada muerto. Con la vista hacia el suelo, cada paso exigía un mayor esfuerzo. No sabía qué decirte y tú, como siempre, no ayudaste mucho.

    Tomamos la locomoción en Recoleta. Arriba en la micro el vidrio trizado, como tela de araña, no dejaba ver «El Quitapenas», ese restaurante con nombre ridículo.

    Todavía estás ahí, hermético, egoísta, sin mirarme, alejado por la excusa de tu silencio sagrado. No pensaba decirte nada en la micro, quería que entendieras que yo también sufría. No podía seguir callando, fui a sentarme a tu lado. Te recorrí con mi silencio dificultoso, miré tu rostro, no era el mismo. Después de esa muerte ya nada sería igual. Te hablé casi al oído. Quería darte ánimo. Arriba, viejo, estoy contigo, pero era inútil, mis palabras resbalaban.

    Cuando llegamos a la casa aún quedaban en la cuadra viejas en sus sillas de paja. Sus miradas morbosas, esa tarde, ni siquiera me molestaron como antes. Ahora todo era distinto. Podía llegar a catedral 1990 sin preocuparme que alguna vieja nos espiara desde los portones toscos o desde esas cités a punto de caerse.

    Ese día el cansancio se notaba más de la cuenta. El comedor vacío, aunque plagado de pétalos marchitos, crisantemos, siemprevivas y claveles que insistían con su olor. Las sillas parecían pegadas al límite de las aristas de la pieza como si una extraña fuerza las adhiriera a las paredes. De la noche anterior quedaba en ellas el peso de los viejos amigos de tu mamá que dejaban en las sillas espacios hundidos y vacíos.

    Tú, casi por instinto, te quedaste en una de las sillas cerca del pasillo, justo al frente de la pieza en donde dormías con tu madre. Te miré como de costumbre, pero no fue una mirada que quedó en la superficie habitual; en esta ocasión era diferente. Te estaba hablando con mis ojos, con mis piernas inquietas, con el

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