Vidas no binarias: Una antología de identidades interseccionales
Por Meg John Barker
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Paul B. Preciado
En este libro una treintena de autorxs narran cómo viven su identidad fuera de los rígidos límites de lo binario, hombre y mujer, cis o trans. Les coordinadores de este libro parecen haber prendido un fuego alrededor del que se sientan personas de muy diversos orígenes —desde Borneo a Reino Unido, pasando por Vietnam o Malta— para hablarnos de su infancia, su adolescencia, la manera que tienen de vivir el género y la neurodivergencia o el embarazo. Para contarnos también de qué se desprendieron para ser más libres y más felices, para hablar de sus familias y pronombres elegidos. Estas historias son un lugar donde mirar cómo será el futuro que deseamos: un futuro donde no existe una manera correcta o incorrecta de vivir el género.
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Vidas no binarias - Meg John Barker
Primera parte
CONTEXTO CULTURAL
1
El yo que soy cuando no soy yo
Kat Gupta
Tengo nueve años y estoy en India. Tengo una hermana y tres primes de edades parecidas a la mía. Lo hacemos todo les cinco juntes: subir montañas, leer cómics, representar obras de teatro para la familia, correr por el bosque… Compramos cerbatanas de bambú y nos tumbamos al sol sobre un muro, mientras disparamos guisantes secos que rebotan en el tejado de metal ondulado de la vecina, y ella sale y nos grita. Estoy rodeade de gente que se parece a mí, que son yo, en un lugar en el que puedo ir de un lado a otro con mis primes sin atraer las miradas, y me siento en casa.
De pequeñe —no, más pequeñe aún— oigo no sé cómo ese dicho recurrente de ciencia ficción sobre existir como un cerebro en un contenedor y me intriga de inmediato. Mi cuerpo es algo confuso: medicalizado, examinado, sometido a procedimientos desconcertantes y dolorosos, representado, trazado, medido… Me comparan habitualmente con un modelo estándar que, ahora que me doy cuenta, jamás fue para mí. Mi cuerpo es raro, limitante; mi piel, demasiado pequeña; y mis manos y mis piernas van a la zaga del centelleo de mis pensamientos y mi imaginación. Durante años, llego a casa del colegio con cardenales y frustrade, llorando de rabia. Si ser un cerebro en un contenedor fuera una opción, la aceptaría.
No sé qué edad tengo. Sí sé que el número de teléfono de mis adres no está en la guía telefónica, y sé que es porque la gente vería un apellido no británico en ella, llamarían y lanzarían insultos racistas por el teléfono. Y esa es la razón por la cual nuestro número lleva sin aparecer en la guía desde antes de que yo naciera.
A pesar de la realidad científica, ser un cerebro en un contenedor habría sido la opción más sencilla. Aprender a vivir en mi cuerpo (aceptar sus imperfecciones y reconocer sus posibilidades) era mucho más difícil.
Estoy en Borneo. Me fascina la facilidad con la que me integro, cómo mi piel y mi pelo y mis pliegues epicánticos pasan absolutamente desapercibidos.
Hay una amplia franja del mundo en la que parezco lo suficientemente autóctone como para integrarme. No es que parezca exactamente que soy de esa región, pero resulto lo suficientemente común como para que, tal vez, me vean como una persona mestiza o procedente de otra zona del país. Por lo que puedo deducir, a partir de mis viajes y preguntas, esta franja abarca áreas de las siguientes regiones: América Central y del Sur, el Caribe, el sur de Europa y el norte de África, Oriente Próximo, Asia Central, China, Japón, Filipinas y las islas del Pacífico y el sureste asiático.
Estoy en Liverpool y una amiga me presenta a un amigo suyo. Me mira curioso y me pregunta: «¿De dónde eres?».
«Ah, ¿por el acento?», digo. «Mis adres viven en el sur».
«Pero ¿de dónde eres en realidad?».
«Nací en Carlisle», contesto, dando por zanjada la conversación. Me pregunto si se dará cuenta de lo que está diciendo. O lo sabe y es un racista, o no se da cuenta y no es más que otre blanque ignorante que se mete de lleno en una situación embarazosa sin ser consciente siquiera de que es ofensiva. Me molesta haber tenido que idear una respuesta a este tipo de interrogatorios para zanjar el tema con una sonrisa.
Esto significa que la gente a veces se dirige a mí en su idioma y tengo que disculparme y explicar que no lo hablo. Supone admitir que podría ser de allí, que ven cierta similitud en mi piel marrón y en mi pelo negro, que encuentran cierto parentesco en mis ojos oscuros y en mis pliegues epicánticos. Estas son las pequeñas muestras de amabilidad y aceptación que me brindan, los pequeños resquicios que nos abrimos mutuamente y que invitan a entrar a la otra persona.
Estoy en Egipto, curioseando por el bazar. Un vendedor se pone demasiado insistente con una de las mujeres blancas del grupo. Sé que aquí me ven como un joven marrón. Interpreto un papel distinto y tengo diferentes opciones, así que le digo que a ella no le interesa. En respuesta, se limita a sonreír con una mueca: sin objeciones, sin más insistencia.
A veces me doy cuenta de que me pone en una situación arriesgada y de que tal vez ni siquiera sea consciente de estar en peligro. Sé que me convierto en el foco de un mayor o menor escrutinio por el hecho de que me vean como hombre, joven y no un turista evidentemente blanco. Por un lado, en los mercadillos la gente suele ignorarme; no me perciben de manera inmediata como un turista rico al que hay que atraer. Por el otro, me preocupa que mis inevitables transgresiones no se atribuyan inmediatamente a mi desconocimiento de la vida local, como lo serían si fuese una persona blanca y, evidentemente, turista. Los chicos marrones no siempre pueden cometer errores.
Tengo diecisiete años y han caído las Torres Gemelas. Les cuatro o cinco chiques marrones de mi reducida clase de sexto curso no somos todes amigues, pero hablamos entre nosotres habitualmente: nos han rayado el coche, nos han arrojado ladrillos por las ventanas, nos han insultado y amenazado a gritos por la calle… Nuestras diferencias (guyaratí, pakistaní, sije, musulmane, católique, hinduista) se desvanecen. Somos, sencillamente, marrones, y como somos marrones, somos peligroses.
Los chicos marrones no siempre pueden cometer errores. Es extraño habitar este cuerpo alterizado y exotizado, un cuerpo sobre el que se proyectan deseos y miedos e inquietudes. No puedo existir más allá de mi piel marrón. No puedo arrancarla, no puedo frotarla para que el marrón desaparezca, no puedo esconderla de ninguna manera de las personas que me miran. Mi piel marrón y mis ojos negros conjuran fantasías: una feminidad sexualmente sumisa, servil y dócil, o una masculinidad impredecible y agresiva. Con el paso de los años, mi expresión de género se inclinó hacia un torso plano y un pelo alborotado. Veo que desconfío menos de los hombres extraños que se acercan a mí. Me doy cuenta de que desconfío más de la policía. Últimamente, no llevo mochila en el metro con tanta