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El limbo bajo la lluvia
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Libro electrónico236 páginas3 horas

El limbo bajo la lluvia

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Cadáveres, embalsamadores, antropofagia, amores fortuitos y pasiones contenidas se hacen presentes en esta antología de los mejores cuentos de Ana García Bergua. Rige en su narrativa breve lo esencial, la sutileza que sabe ocultar sentidos. Tras la ingenuidad de sus personajes se esconde una picardía irónica y desenfadada que los provoca para atreverse a transgredir sus roles. El limbo bajo la lluvia reúne los cuentos más sobresalientes de la autora, publicados a lo largo de casi dos décadas, ahora con un orden nuevo. También se incluyen algunos textos inéditos o que se encontraban dispersos en revistas y antologías. Este volumen de cuentos muestra el trabajo de una escitora que ha sabido construir una literatura insinuante y poderosa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2015
ISBN9786077818915
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    El limbo bajo la lluvia - Ana García Bergua

    ojos?

    [ MÚSCULO ]

    Desde que comenzó a ir al gimnasio, Rodrigo Quiñones, el habitante del departamento 8, se enamoró del músculo. Los músculos de Mirko, el entrenador, o aquellos que presumían los alumnos más aventajados, lo dejaban sin aliento, olvidado de sí. No sólo era la belleza de las formas, la perfección, la lisura: también lo subyugaba el movimiento, la idea de que los haces de fibras musculares contenían otros haces de fibras y al estirarse creaban más, como un dibujo infinito, tal como le explicó Mirko. El músculo se fabrica, le dijo, se crea, se fortalece, se estira, es una materia moldeable que sólo pide trabajo, glucosa y proteínas. Y como prueba mostraba los suyos, de una belleza inigualable. Rodrigo no tardó en habituarse a los programas de ejercicios que al principio lo agotaban. Quedaba exhausto de espaldas sobre la banca, una pesa en cada mano, o encorvado en el extensor de piernas, admirando ciego el cuadriceps de Helga, su compañera rubia, o el trapecio de Boris, el ruso que levantaba pesas con aquellos shorts negros bajo los cuales resaltaba el sexo protegido con un suspensorio.

    En la oficina pensaba en músculos, y al percatarse de que bajo el casimir barato de sus colegas y el tweed de Ballesteros, el jefe, nada había que valiera la pena, los sintió inferiores. Quiso, además, que lo reconocieran, que envidiaran algo en él. Se esmeró entonces en la alimentación y el ejercicio, a la espera de aquellos músculos que tarde o temprano resurgirían de su cuerpo como una naturaleza por descubrir, una especie de fortaleza interior, de reciedumbre, elíxir de vida, persona original adentro de la persona, su verdadera forma, su verdadera identidad, ya no más Rodrigo Quiñones, el humilde contador de cuarenta años, el que llevaba tantos años en el mismo trabajo y la misma vida como una cárcel pálida. Para ello se afanaba castigando a su cuerpo externo, al descuidado, al desidioso de tantos años, al blancuzco, al fofo como gusano, igual al del resto: diariamente, con esfuerzos inauditos, provocaría su desaparición. Mientras sus compañeros de oficina y el resto de la humanidad –excepto Mirko, Helga y Boris– sudaban para conseguir cosas externas, banales y perecederas, él se sudaba a sí mismo para revelar al que estaba formado tan sólo de músculos.

    Llegó finalmente el día en que, tras largas y sufridas sesiones de abdominales y trabajos de bíceps, tríceps y cuadríceps, afloraron bajo la piel, tímidamente, las hinchazones, unas pequeñas bolas duras y lisas, como promesas de metal. Sintió que, por fin, su cuerpo había quedado preñado del otro cuerpo: todo era cosa de seguir, ejercitar hasta el infinito, ayudar a aquel parto que, de sólo imaginarlo, lo dejaba transido. Si tan sólo se pudiera mirar en el espejo sin la vergüenza que acometía a todos los que, como él, apenas se habían dado cuenta de lo que podían llegar a ser. Si tan sólo pudiera, como Mirko, lucir en los ojos ese brillo de satisfacción por el músculo alcanzado, aquella generosidad laxa con la que ayudaba a los pupilos sin asomo de burla o explícito sentimiento de superioridad, pues él no necesitaba demostrar lo que ya era. Y a Rodrigo no le importaban los dolores, las agujetas, los tirones de sus músculos, aún pequeños, que parecían protestar, como si sintieran que no daban el ancho, que jamás se estirarían ni se fortalecerían a tales grados. Mirko le aseguraba que llegaría el momento en que todo le resultaría sencillo: cargar, colgarse, correr, ejercitar una y mil veces la misma parte, no sufrir jamás ese ardor, esa sensación que a veces tenía él de romperse, de caer como un costal, una vejiga llena de grasa y agua, alguien que sólo se arrastraba, como sus compañeros de la oficina, en ropajes destinados a ocultar miserias.

    Fue a ver una exposición de cadáveres a los que se había preservado mediante una sustancia sintética que convertía los músculos, la grasa y los huesos en una especie de plástico duro. Le conmovieron aquellos seres de músculo, carne pura, filetes suspendidos en actitudes que sugerían vida y movimiento. Y cuando se ejercitaba sentía que adentro de él había un ser semejante a los de la exposición, a quienes sólo por distracción se llamaba cadáveres. Para él eran, más bien, carne viva. Pero no la carne viva de la sensibilidad, la sangre, las delicadas terminaciones nerviosas, sino la de las fibras, los tendones, los huesos, la carne dura, la de las fieras cuando saltan sobre la presa, la de los ciervos cuando huyen del león a toda velocidad, las nervaduras que conducen al movimiento. Pensó que, cuando muriera, le gustaría que sus músculos quedaran así expuestos, como la obra de una vida. Que, si acaso lo llegaban a operar, los médicos sintieran admiración por la manera en que las capas de tejido quedaban dispuestas en él como en un libro de anatomía, sin grasas ni quistes deformantes. Le dio por comer carne y estudiar cuidadosamente las nervaduras, las venas, antes de ingerirla como materia sagrada. Sentía un arrobo secreto cuando pensaba que el corazón estaba hecho de músculo, músculo que trabaja sin que lo controlemos, músculo que duele en las desgracias. Nuestra alma, nuestros sentimientos, eran también un haz de fibras vigilantes, cuidadosas, que marcaban un ritmo como el entrenador de un gimnasio.

    Rodrigo, en realidad, hablaba poco. Miraba y soñaba mucho, eso sí. Corría durante dos horas en la banda sinfín o escalaba en la elíptica con el gesto de quien ascendiera al Monte Everest. Sentía que se alejaba del mundo, como si hubiera entrado en una curiosa religión cuyos rezos conformaban respiraciones entrecortadas, exclamaciones duras, saltos y golpes. Cuya música eran los rechinidos de los aparatos al funcionar junto con el golpeteo de la música de ritmo pesado, monótono, el eco de los saltos sobre la lona, de las pesas al caer al piso. Cadenas, espadas, espejos, cada quien en confesión, comulgando con su cuerpo, que también era su alma, imperfecto, necesitado de trabajo y sudor. Y despreciaba, ya que habían comenzado a surgir sus pequeños músculos, a quienes iban al gimnasio a conocer gente, las señoras con sus ropas a juego y sus botellines de agua, los oficinistas como él, que sin embargo se conformaban con ejercitarse un rato, platicar, sudar un poco y mirar a las muchachas. Él no, Rodrigo alcanzaría una redención, una meta, como decían otros más prácticos que él, esa forma de belleza que de imaginarla lo dejaba sin aliento. Sería como Mirko, Mirko lo vería, por fin, sin esa condescendencia nebulosa que dedicaba a todos.

    Cuando los músculos comenzaron a notarse, cuando el bíceps saltó de manera natural al torcer el brazo y apretar el puño, cuando al contraer el vientre pudo ver, por fin, los cuadros que formaba el largo músculo abdominal, ese día se compró ropa ajustada. Modeló frente al magro espejo de su baño ese cuerpo cuyas partes podía, al fin, recitar como una letanía larga y tranquilizadora de nombres misteriosos: esplenio, trapecio, deltoides, pectorales, tríceps, bíceps, fléxor, extensores, abdominales, vasto externo, vasto interno, sartorio, sóleo. Como partes que se le hubieran caído hacía mucho tiempo, en algún momento de la infancia, y que ahora lucía, recuperadas, como un rey al que se le devuelven sus tesoros. La piel tensa, tersa, pegada a la carne, la carne dura, el cuerpo reconstruido. Y no podía dejar de mirarse, atrapado por esa extraña felicidad en la que se sentía solo en su belleza, como una fiera, como un tigre que sintiera ser tigre. Y ya no le importó que lo admirara el vulgo, no se molestó en lucir su cuerpo en aquellos lugares donde no campaban sus iguales, en el trabajo o con la anciana tía Andreíta que le rentaba el pequeño departamento. De qué hubiera servido, cualquiera más joven que él, por más flácido y blando que estuviera, atraería a esas secretarias obesas que no le interesaban en lo absoluto. Le eran indiferentes esa gente y ese mundo.

    De cualquier manera, lo que él había podido alcanzar con tanto esfuerzo era todavía poco, en comparación con la cerrada cofradía que formaban Helga y Boris, las estrellas del gimnasio. Ellos siempre estaban ahí, con Mirko. Se preguntaba cuándo se iban, a qué horas llegaban. A veces los veía charlar junto al pequeño expendio de vitaminas y complementos alimenticios, comparando los efectos que diversas sustancias tenían en sus cuerpos relucientes y dolorosamente firmes.

    Sus pequeñas chamarras, colgadas en el vestidor, se veían escasas, decorativas, encima de aquellos cuerpos que parecían no necesitar nada para calentarse. ¿Qué pensó que hacían después, en la noche, cuando los veía alejarse bromeando a una esquina del gimnasio, dándose alguna palmada cariñosa en la espalda? ¿Se acariciarían, medirían sus fuerzas, tomarían algún alimento especial, echarían a correr, jugarían suertes? Quizá acudían a algún lugar sólo habitado por seres musculosos como ellos, un bar en el que podría conocer, quizá, a alguien a quien verdaderamente le interesara lo mismo que a él. Alguien que viera el mundo de la misma manera, que quisiera tocar esas elevaciones, esos valles, esas concavidades nuevas que sentía en su cuerpo como una emocionante y nueva geografía. Alguien que no fueran Helga, ni Boris, ni Mirko, pues ellos lo habían conocido antes, en su previa flacidez. De alguna manera, eso suponía una humillación para él. Antes de atreverse a preguntarles, probó algunas noches a llegar tarde, a quedarse hasta el cierre, pero esa hora no llegaba nunca. Lo vencían el sueño y el cansancio después de sesiones interminables de entrenamiento. Mirko llegaba siempre en algún momento y le sugería detenerse, no excederse en las abdominales o en el aparato de cross over, pues se podía lastimar, no aumentar el peso de los gemelos antes de que fuera el momento indicado. Y él, hinchado y adolorido, no tenía otro remedio que obedecer. Si llegaba muy temprano para ejercitarse antes de ir al trabajo, los tres ya estaban ahí, frescos, tomando algún jugo ligero para comenzar la sesión. Los tres como tres vikingos, como tres dioses.

    En realidad, ninguno de los tres iba a ningún lado. En realidad, siempre estaban ahí. Rodrigo lo entendió el día en que, a las cinco de la mañana, los vio enrollando aquellas colchonetas en los vestidores estrechos, cepillándose los dientes y aseándose con sus pequeños instrumentos que extraían de estuches prácticos, deportivos y diminutos...

    Siempre están ahí, se repitió ese día, no hay un bar, no hay un lugar al que van los musculosos. Habían llegado a ser lo que él ansiaba, fibras puras, carne y sangre en perpetua labor, y no parecían necesitar nada más que la serie de aparatos y el gran espejo. Miradas de arrobamiento, como la suya, alimentaban esa dicha, esa energía que comenzaba y terminaba en ellos mismos. No tenían a nadie más, sus familiares eran aquellos músculos que los abrigaban como hermanos. ¿Qué se podría llegar a sentir? Por su imaginación pasó, fugaz, una frase que alguna vez había escuchado sobre la cárcel del cuerpo, pero la frase se esfumó, borrada por la maravilla que representaba aquella compañía cálida y perpetua.

    Al día siguiente, Rodrigo llevó su colchoneta al gimnasio.

    [ SEGUNDO ]

    Extraño a Segundo, me aburro tras el vidrio. Sé que no será fácil que me toque a mí: correoso, me han dicho, descarnado. Cada vez me tienen que arreglar más, me enseñan danzas complicadas. Incluso ahora canto una canción muy alegre, dicen, aunque no la entiendo; me obliga a forzar la voz y me sangra la garganta.

    Segundo y yo no hablábamos mucho, casi no nos dejaban. Nos entendíamos con gestos. Segundo veía de reojo al hombre gordo y eso le bastaba para hacerme reír. ¡Cuánto tiempo estuvimos así, en medio de los otros, hablándonos con los ojos, con las manos! También recuerdo a la rubia; muy blanca, de gesto afable, conmovedor, las mejillas como dos manzanas. En seguida la escogían los de afuera, la pedían con hambre. Pero en cuanto la veían bailar encima de la mesa, descubrían las manchas. Tenía unas manchas muy feas detrás de la rodilla. El dueño les aseguraba que se podían quitar, era cosa de prepararla bien, pero todos desconfiaban, especialmente las mujeres, siempre temerosas de que los niños se intoxicaran. Yo también desconfiaría: ¿y si las manchas se extendieran a todo lo demás, si se contagiaran? Finalmente hubo uno que la quiso para él solo. El señor no lo podía creer. Ya casi la iba a vestir del todo, como a algunos de nosotros, tapados con pectoral y calzón de brillantes, muy adornados. Nos pinta el cuerpo, lo maquilla de rosado. A veces nos da frío y el dueño nos pone unas capas, pues la carne de gallina desalienta a los clientes, les hace pensar en pollos, en aves. Los clientes quieren la carne muy roja y casi cruda.

    Segundo y yo intercambiábamos señas, codazos, cuando veíamos que escogían a uno: nos tomábamos de la punta de los dedos mientras lo hacían desfilar cantando. Después, cuando se había subido a la mesa y los comensales lo acariciaban, nos acariciábamos nosotros también: con el humo del incienso nadie nos veía, los ojos de todos fijos en el elegido, poseídos de hambre, deseo y locura. A veces, justo en ese momento, el elegido empezaba a temblar y el mismo dueño, ataviado con un turbante, le ofrecía en un cuenco una bebida, o algo de fumar, para que se tranquilizara. En ocasiones se desplomaban; eso no le gusta a nadie, ni al dueño, ni a los clientes. Pasó con aquél tan musculoso, negro y brillante, y ya no lo quisieron. El dueño tuvo que esperar a que otros lo escogieran. No fue difícil, estaba hecho para esto.

    El dueño prefiere llevárselos en seguida a la cocina, apenas se quedan con los ojos entornados después del primer trago o la primera fumada de sus hierbas. A Segundo lo hacía reír esa parte. Como no veo bien de lejos, me contaba después lo que había pasado, ya en la noche. Y cuando nos dejaban dormir y estaba todo oscuro me lamía, aprovechando que no nos veían ni los otros, ni el dueño. Y yo lo montaba después. El dueño es muy quisquilloso, todas las noches se da una vuelta por la enorme habitación donde descansamos; nos vigila, nos exige dormir, no le gusta que pasemos la noche en vela, tocándonos o mirando a los peces que nos miran desde su pecera, porque si no, dice, nos ponemos muy pálidos.

    Antes de sentarse a esperar, los clientes nos estudian bien: desfilan junto a la vitrina con ojos golosos. Sus mujeres, sus niños, nos señalan. Si los niños escogen a uno muy grande, los padres les recuerdan que no lo podrán acabar. El ambiente es engañoso; el dueño arregló muy bonitas las luces de colores que nos bañan de reflejos tras el cristal. Tenemos que sonreír, enseñar los dientes –todos traemos joyas incrustadas: mis tres dientes son de jade y plata–. En cuanto nos capturan, lo primero que nos enseñan es a hacer poses para atraer. Nos pellizcamos un poco para vernos rebosantes. Al final escoge el hombre, me han dicho. Es un lugar familiar, pero en las noches vienen hombres solos o parejas. Es cuando los dejan acariciarnos antes. Con las luces no distinguimos bien la parte de afuera. Me gustaría ver las caras de los clientes, pero soy muy miope.

    Antes no me interesaba tanto, porque estaba con él. Mientras bailábamos en la vitrina, Segundo me hacía cosquillas sin que nadie lo notara. Yo debía disimular, seguir bailando. Era su manera de estar siempre conmigo. En la noche quedábamos trabados como dos siameses. Le puse Segundo porque un día escuché que era el segundo; lo habían encontrado en un baldío. Cuando me atraparon, llevaba mucho tiempo perdido en las ruinas y no sé si tuve un nombre alguna vez.

    No entendimos bien cuando lo escogieron, los dos correosos, pasados ya; en el fondo, confiábamos en que quizá nunca lo harían y terminaríamos ayudando al dueño, como he visto que hacen dos ancianos con piedras incrustadas en las rodillas y que parecen estar al borde de la muerte: cortan, tasajean, preparan sin deseo, ni apetito. Pero escogieron a Segundo. Una pareja se lo quedó mirando con fascinación. Quizá vieron lo que yo veía en él: sus pómulos alegres, los ojos que sonreían un poco enrojecidos, de animal salvaje. Al principio no entendimos, hasta que los demás nos avisaron mientras bailábamos. Por un instante pensamos que las sonrisas de aquella gente eran para mí, pero después el señor llamó a Segundo, le hizo la seña que conocemos. Y lo vi bajar de la vitrina todavía alegre, sin dejar de mirarme. Se alejaba hacia aquella mesa y aunque me esforcé mucho no pude distinguir cómo se movía, qué impresión les causaba. No sé qué me hizo suponer que más tarde él me lo contaría todo.

    Después me dijeron los otros que le temblaron las piernas y volteó hacia la vitrina, llorando. El dueño le dio de fumar y se desplomó, pero aun así lo quisieron. Se acabaron casi todo esa misma noche, eran muchos y voraces, celebraban un cumpleaños. En realidad, no me di cuenta de muchas cosas, pero cuando lo supe, no lloré. Me deslicé con mucho sigilo a la cocina en la noche, agarrándome de las paredes húmedas, resbalosas, para no caer. Desnudo, para no estropear mis ropajes. Y en la mesa del viejo cocinero vi, tendido, lo que habían dejado de Segundo. Era como si yo estuviera ahí también. Lamí sus huesos, como seguramente él hubiera hecho conmigo, y regresé a mi lugar. Así me despedí.

    Extraño a Segundo. Me aburro tras el vidrio. Cada vez me parece más difícil que me toque a mí, correoso me han dicho, flaco, manchado, cada vez me tienen que arreglar más. Ya casi no como, me muevo poco y triste, el dueño dice que terminaré limpiando, porque nada me sirve ya, ni siquiera los ojos. Y yo que lo quería ayudar, como esos dos ancianos que no se mueren nunca.

    [ LOS CONSERVADORES ]

    Cuando murió Pablo en el hospital, la señora Marta no dudó un instante en conservarlo. Tuvo la suerte de que su sobrino Ignacio se lo ofreciera, pues era embalsamador, uno de los mejores del país. Trabajaba para los cazadores, zoológicos, y también, a veces, para algunas agencias funerarias que ofrecían el embalsamamiento como un servicio antes de guardar al difunto en un ataúd, ya fuera con una ventana que permitiera mirarle la cara adentro de una cripta, o bien cerrado al alto vacío y enterrado, pero ya con la tranquilidad de que así no se lo comerían los gusanos. Ignacio insistió en que con toda confianza ella podía pedirle que le conservara a Pablo para luego disponer qué hacían con él. El precio que le dio resultaba de lo más módico, pues sólo le cobraba los materiales. La señora Marta se encontraba un poco triste y confundida en ese momento, pero aceptó el ofrecimiento de buena voluntad. Ignacio le avisó que se iba a tardar un poco, pues tenían que escurrirle bien unos líquidos, y ella le respondió que no importaba, que se tomara el tiempo que quisiera. A fin de cuentas, Pablo no se le iba a volver a morir. Mientras Ignacio trabajaba con el cadáver en una funeraria donde le prestaban las planchas y el lugar donde se hacían esos trabajos, la señora Marta pasó toda la semana buscándole a su esposo el mejor traje que pudo conseguir, de talla ligeramente menor que la habitual, pues Ignacio le había avisado que el tío Pablo encogería, y que esa sería su tendencia a lo largo del tiempo.

    El día que se lo presentó en la plancha de la funeraria, ya conservado, arreglado y con

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