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La siembra de nubes
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La siembra de nubes
Libro electrónico182 páginas2 horas

La siembra de nubes

Por Claudia Apablaza y Patricia Salinas (Editor)

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La siembra de nubes narra la historia de Amelia, una científica joven, chilena, que prepara una estancia de investigación en Canadá para estudiar a fondo la siembra de nubes, una técnica para hacer llover de forma artificial. Antes de partir, debe desocupar su departemento, ordenar sus cosas, despedirse. Pero decir adiós no es tan sencillo. La víspera de su viaje sostiene conversaciones que revelan la historia y los secretos de su familia, y suceden encuentros con sus amantes que la orillan a decidir si, en medio de la sequía y los problemas del mundo, esos amores tienen futuro o serán solo un rastro del pasado.
IdiomaEspañol
EditorialAlmadía Ediciones
Fecha de lanzamiento4 ago 2025
ISBN9786072631236

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    La siembra de nubes - Claudia Apablaza

    1

    DISPERSIÓN DE SUSTANCIAS

    No es infalible: la siembra de nubes requiere nubes de lluvia. No puede funcionar en cualquier otra formación de nubes. Además, las nubes sembradas pueden viajar a otro lugar sin causar precipitaciones en el lugar previsto. Por lo tanto, se puede discutir si la siembra de nubes es realmente efectiva para producir lluvia.

    Malik

    et

    al

    .

    Cloud Seeding; Its Prospects and Concerns in the Modern World-A Review.

    Eso fue lo primero que hice cuando me avisaron que había obtenido el puesto para investigar la técnica de la siembra de nubes en Banff: comenzar a preguntarme dónde dejar las pocas cosas que he alcanzado a juntar en este minúsculo departamento que arriendo desde hace cinco años en Santiago centro: libros, ropa, muestras, frascos con agua, fotos de familiares, dibujos de las nubes, algunas carpetas con tierra pegada, bichos, incluso pequeñas piedras y hojas secas que recojo para analizar. Un edificio donde se usa el mínimo de recursos, no más de treinta metros cuadrados, para no malgastar luz, ni gas, ni agua, ni nada.

    Irme lejos, estudiar alternativas para las sequías, demostrar que la siembra es tóxica y nos terminará matando de aquí a veinte años. Niños sin comida, ancianos aferrados a las murallas por la furia del sol en sus nucas, perros enjutos caminando con las tripas afuera, animales intentando perseguir unas gotas y lamiendo los últimos restos del rocío. Todos peleando a muerte por esas gotitas que caerán del cielo seguido de meses de inundaciones constantes que se llevarán a los niños y los ancianos río abajo.

    Miro la pared blanca, aún quedan rastros de los clavos que saqué ayer. Esa huella que no se borra del todo aunque ponga pasta muro en cada agujero. Yeso, cemento, yeso encima. Vuelvo a tomar un poco más de té, mastico una galleta de las que compré en el almacén de la anciana de ochenta años. Miel, avena y pedazos de cáscara de naranja incrustados, como pequeñas rocas aferrándose a mis dientes. Pienso en cómo todo se agolpa antes de un viaje. Todos los recuerdos, las imágenes, y cómo soy incapaz de procesarlos, de pasarlos por la cabeza y el corazón.

    Voy a mi habitación. Saco del velador un cigarro de los que tengo escondidos. En el balcón lo enciendo, calo fuerte, y por veinte segundos, no suelto el humo. Queda ahí dentro, me gusta esa sensación, dañándome un poco cada vez más, haciéndome desaparecer desde dentro hasta matarme del todo. Lo apago con la punta del zapato. Lo escondo entre dos maceteros. Al lado, un frasco que siempre tengo para recolectar las lluvias y analizarlas. Un estruendo fuertísimo. No me acostumbro al ruido que sube desde el suelo hasta acá arriba. Piso veintiuno. La parte más alta de este edificio, que elegí para estar más cerca de las nubes: negras, afiladas, nubes rosas que les encantan a las niñas, otras con forma de pequeñas estrellas o dragones.

    Voy al móvil y abro el mapa de las siembras de este mes. Aparecen quince puntos cercanos donde van a bombear. El mapa lo bajamos del Centro de Estudios de Zonas en Sequía. Tenemos que ir a tomar muestras cada semana. Me anoto con dos viajes: Isla de Maipo y Pelequén. No creo que logre hacer más de dos visitas antes de irme.

    * * *

    Benito sabía desde el principio de nuestra relación que, si me ganaba el puesto para investigar, me iría. No imaginó que podría suceder tan pronto. Me decía que era muy difícil, porque no quieren a investigadoras mujeres. Las becas aún se las dan a los hombres, sobre todo en ciencias. Si postulas a algo de Humanidades puede que te la den, pero en ciencias, jamás, menos a mujeres que rondan los cuarenta, esas ávidas de tener hijos de cualquiera. Eso está en las estadísticas, están publicadas, míralas, me repetía siempre. Si te quieres ir a estudiar, tendrás que juntar el dinero e irte por las tuyas. Yo me imaginaba reuniendo miles de dólares para irme mientras sigo pagando miles de pesos en deudas que me atragantan desde que me levanto hasta llegar por la noche a la raíz de mis sueños.

    Dalia también sabía que la beca nos separaría. Ella no podía viajar conmigo. Aunque yo quisiera, aunque ella también lo quisiera. Todo lo sentía como una pared entre ella y yo. Una muralla de fierro que ella ponía, piedras y alambres construidos a pulso para que lo nuestro no resultara del todo.

    Su casa.

    Las plantas.

    El trabajo.

    La hermosa vista desde su habitación.

    Esos colores rojizos cuando atardece.

    Su familia.

    Las amigas.

    Los pájaros que llegan a su ventana y la miran desafiantes.

    El miedo.

    La ciudad que vivió desde niña.

    La cordillera.

    ¿Cuánto te tardarás en volver?

    * * *

    Olvidarme de Dalia y el sexo tierno. Yo una bestia encima de ella, una desquiciada que no logra seguir el ritmo, que hace cortes en el aire con los movimientos del cuerpo. Ese pasado, cada vínculo que potencialmente va a destrozarme. Delete y anular sensaciones, recuerdos, vínculos.

    Tú eres porno, yo una romántica, me decía siempre. ¿Por qué no te dejas acariciar? ¿Piensas que podría dañarte? Estar lejos de todo era siempre la salida.

    * * *

    Escucho bocinas todo el día, desde que despierto a las 6 a. m. ¿Por dónde escapar si hay un incendio? ¿Vamos a morir todos aplastados? El sonido sube y alcanza más altura. Otros ruidos también viajan desde el suelo hasta acá y luego siguen: gritos, risas de niños que juegan, guitarras, duchas de los vecinos, ollas, sexo intenso, una escoba arrastrándose por el suelo, la campanilla del microondas, tríos que me calientan, una mujer que canta una canción triste y me deprime, un perro que ladra, la cadena del baño, una cebolla que se fríe. Sonidos que rebotan en mis oídos. En las noches duermo con tapones y un cojín aplastándome la cara. La colcha me cubre por completo. Hiberno de noche, desaparezco, empiezo a tragarme mis propias reservas, esa grasa que me guardo para las horas en que no me alimento, cuando olvido comer, y odio que mi estómago tenga algo punzando hacia afuera, jugueteando entre mis órganos.

    * * *

    Tomo el tiesto y riego las pocas plantas que me quedan. Recolecto el agua de cuando lavo la loza y la reciclo. Dos hermosas siemprevivas y una planta de jade. Un balde debajo de los platos. El agua que sobra se va directo a ellas. También la uso para trapear el suelo.

    Diez gotas a cada macetero. La tierra está húmeda aún. La palpo con dos dedos y siento el aroma de la tierra mojada. El índice y el pulgar. Lo paso por mi boca y lengua. La tierra se siente áspera.

    Cuando me vaya, le dejaré las plantas a Dalia, aunque desde que le dije que me iba ha puesto una brecha, no contesta todos los mensajes, me evade como si fuese la hostigante ejecutiva de una telefónica que insiste con llamados desde algún lugar escondido del mapa.

    Nos conocimos una tarde en que tomaba cerveza en el bar de abajo del edificio. Yo había ido por un vino. Me senté a esperar a que me atendieran. Comencé a espiarla. Me movía cada vez más hacia ella para escuchar lo que decía. Así supe que vivíamos en el mismo edificio. Me invitó a una copa. Nos quedamos hasta que cerraron. Bebimos gin. A ella le gustaba el gin mezclado con cualquier cosa. Luego nos fuimos a su casa. Me quedaba una dosis de eme que me había regalado Elías, el jefe del laboratorio. Pasé antes a casa a buscarlo. Dalia nunca lo había probado. Perdió los límites, rayamos juntas dos días seguidos: sexo pausado, huidas, risas, declaraciones de una recién conocida, amor eterno en unos minutos, móviles descargados, no comer, meternos vino y sustancias.

    * * *

    Limpio las hojas de la siempreviva con un papel viejo que encuentro en mi bolsillo. Una boleta del SuperAhorro. Está ahí hace semanas, me resisto a tirarlo. Papel higiénico, mandarinas, fósforos. Hoja por hoja. A algunas puntas les hago daño y se resquebrajan. Otras brillan verdes, como agradeciéndome. La mayoría están llenas de tierra, el esmog que circula por Santiago centro deja todo oculto bajo un polvo triste, pero sus puntas se resisten a opacarse, están moradas aún, la única planta que ha sido denominada como eterna y que en verano se pone gigante y brilla.

    Saco de mi cartera una foto escondida que tengo de Aquiles. Me la dio mi abuela. Es en blanco y negro y está desgastada, a punto de desaparecer del todo. Una foto de hace cincuenta años o más. Aparece joven y brillante en su moto, una gran sonrisa y la mano que tiene amputada la esconde detrás de la espalda como ocultando una sorpresa. Acaricio esa mano que falta y miro el cielo. Las nubes se juntan y distancian. Intentan dibujar un nombre, una palabra reveladora, una señal de algo. Un tipo de escritura que, si supiéramos deletrear, tal vez nos ayudaría a dilucidar las formas de enfrentarnos al futuro. Ojalá me dijeran algo de lo que viene, del viaje, de Aquiles, de qué hacer con todo esto que se enreda en mi cabeza.

    * * *

    Hace días que puse en venta los muebles, el escritorio, la cocina. Ya me he despedido de las pocas amigas que tengo. Esas pocas que aceptan que de pronto una desaparezca sin rastro o que pase con ellas semanas en sus casas, cocinando, bebiendo e imaginando futuros apocalípticos mientras Sonic Youth suena de fondo.

    La casa está vacía. Las paredes cada vez más blancas y sin agujeros. No tengo casi nada en la despensa. Solamente algunos alimentos que no necesitan cocción. Duermo con una lámpara a ras de suelo, encima de un colchón, sin velador, solo con un libro de noche rozándome la espalda.

    Pinté la pieza, también la salita y el baño. Limpié los rincones. Dejé todo listo para entregarle en unas semanas el departamento intacto a su dueña. Una mujer de cincuenta años que tiene más de treinta propiedades en el centro, que las ha ido acumulando para tener una vejez digna, me dijo cuando la conocí y de seguro vio mi cara de quince propiedades no te vuelven digna, te vuelven una especuladora de la vivienda.

    Regalé platos, tazones y vasos. Tiré ese sartén que solo usé un par de veces y que tenía el mango oxidado. Me quedan pocas semanas en este lugar. Vivir así: con la amplitud de un espacio blanco y vacío que se va extendiendo desde el suelo hacia los techos.

    * * *

    En el rincón del comedor, aún hay un par de cojines y esas diez cajas apiladas con libros que tenía en mi biblioteca. No los llevaré a este viaje. Separé primero los que son míos. Dejé a un lado los que recibí de Aquiles. Para leer antes de irme Los pasos perdidos de Alejo Carpentier y Los niños de Rusia de Julia Auger. Pensé que los otros tal vez podía dejárselos a Benito. Siempre supe que Benito no se imaginaba un futuro lejos de mí. Yo a veces lo dudaba. Por momentos creía necesitarlo, a pesar de todo. Meses sin vernos, solo una comunicación entrecortada y agónica por redes sociales. Monosílabos. Sus celos constantes, sus gritos. Mis evasivas. Algunas llamadas telefónicas al mes. O que nuestra relación terminara apenas yo partiera de Chile. Él sacaba el tema y yo intentaba cambiárselo. Me recalcaba que no quería separarse, que ya llevábamos tanto tiempo. Fines de semana sin vernos. Huir al calor de Dalia esos días en que no quería estar con Benito. Nuestras risas. Como un río. Un huracán sobre su cuerpo. Huir con ella a algún sitio los fines de semana, campo traviesa o cabañas rústicas en playas vacías. Las despedidas que te rajan entera.

    Benito por otro lado, ¿por qué pasas más tiempo con ella que conmigo? Después me hablaba de hijos, de una casa grande de dos pisos, de un barrio tranquilo, luminoso, con tres perros y un jardinero que nos ayudara a limpiar el patio. A mantener las flores. Seguro que también pensaba que yo dejaría el laboratorio, que olvidaría todo y me dedicaría a cuidar a nuestros hijos del futuro y a intentar convencer a esos hijos que cuidaran muchísimo el planeta. Que reciclaran cada bote de plástico que vieran tirado en el suelo.

    Le envié un breve mensaje para decirle que me habían dado el puesto para investigar la siembra a Banff. No me habló en

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