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Agosto y fuga
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Libro electrónico219 páginas3 horas

Agosto y fuga

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En Agosto y fuga, Paloma Villegas narra las vísperas de las elecciones de 1994 a través de un puñado de soledades intensas y entrelazadas. Sin dejar de ser íntimos, sus paseos por el recuerdo, las maneras del trabajo y las del ocio, las decisiones amorosas mismas se convierten en una manera de comprender el ánimo de un momento histórico. Ésta es un
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074452303
Agosto y fuga
Autor

Paloma Villegas

Paloma Villegas nació en la ciudad de México en 1951. Estudió Letras Hispánicas. Ha ejercido la crítica literaria y traducido libros para editoriales de México y España. Desde 1988 trabaja en Ediciones Era. Ha publicado un libro de poemas,Mapas (1981), y las novelas La luz oblicua (1995) y Agosto y fuga, que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.

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    Agosto y fuga - Paloma Villegas

    Borges

    Lázaro abrió los ojos, echó un vistazo desganado a la habitación inundada de sol y volvió a cerrarlos. Le dolía espantosamente la parte baja de la espalda. De lado, encogió las rodillas y se colocó la almohada sobrante entre ellas, como decía el padre de Simone que hacían los soldados en la guerra, después de un día de marcha, para relajar los músculos lumbares. Extendió tentativamente las piernas en ángulo recto, y el dolor se desplazó al cuello y las mandíbulas. Si Nora estuviera allí, si fuera una de las piernas de ella y no su triste almohada lo que separaba blandamente sus rodillas, si pudiera descansar las manos sobre su cintura, entonces nada le dolería.

    Debía bajar a buscar el periódico, averiguar qué había pasado con los que se habían ido a Chiapas, obtener noticias de Nora. Extraño, obtener noticias de la persona amada a través del periódico, leer el diario para saber de ella, saber dónde estaba ahora y cuándo volvería.

    Pero no tenía ningún deseo de levantarse. A juzgar por el mucho sol que entraba en el cuarto, era un poco tarde: las nueve, las nueve y media. En otro tiempo se levantaba antes de las seis, aunque se hubiera desvelado, para no desperdiciar la luz del día. Pero ahora ya estaba viejo y cansado. Se complació en la exageración, como se complacía en hablar de sus cincuenta años, aunque aún le faltaban tres para cumplirlos. En unos años más, continuó lamentándose, ya sólo podría pintar sentado. El cuerpo ya no aguantaría esas larguísimas sesiones de pie, el hombro no soportaría el peso del brazo tendido, los movimientos finos de muñeca y dedos. Nora no podía comprender; es imposible que una persona joven imagine la llegada de la vejez; es imposible comprender otro cuerpo, por mucho que se le conozca y se le ame.

    La idea de que Nora conocía y amaba su cuerpo le produjo una súbita emoción, una oleada de menudos escalofríos. Jaló la tercera almohada que había en la cama y apretó la cara contra ella, con fuerza. También le dolía la cabeza. Había estado bebiendo anoche, hasta convencerse de que el centésimo borrador era el bueno, por fin, de que había resuelto el maldito cuadro que lo tenía tenso y confuso desde que se le ocurrió, dos semanas atrás. Se había ido a la cama tambaleándose como un oso, se había acostado desnudo y se había dormido de inmediato, entregándose a la borrachera y a su sueño viscoso como ya casi nunca lo hacía porque sabía que se despertaría mal e incapaz de trabajar. Y porque le daba vergüenza yacer junto a Nora como un fardo intoxicado, lleno de estertores y olores agrios, repelente e intocable.

    Pero en los últimos tiempos ya no tenía cuidado. No ponía esmero en nada, ni cortesía, ni delicadeza; todo lo hacía como podía, toscamente. Se dio vuelta sobre la espalda, de nuevo adolorido, y trató de arroparse con las piernas encogidas sobre el otro costado. Tal vez ella no había notado el deterioro todavía; tal vez estaba a tiempo de recomponer su prestigio de amante sabio y fino, tejedor de encajes. Con el recuerdo de las cursis palabras de Nora, sintió iniciarse una erección, antes incluso de empezar a anticipar de qué forma le haría el amor cuando ella regresara.

    Hoy debía haber noticias de lo que ocurría en la selva. Ya era miércoles: casi tres días desde que los camiones habían salido de San Cristóbal hacia la Convención de los zapatistas. Alguien tenía que haber regresado de la selva a algún lugar desde donde enviar noticias. Más que enterarse de lo ocurrido, le urgía saber cuándo podría estar regresando Nora.

    Con súbita prisa arrojó las cobijas hacia la otra mitad de la cama, se sentó, se pasó las manos por el pelo, se puso los pantalones que en la noche había dejado hechos acordeón, con todo y la trusa, junto a la cama; metió los pies en sus sandalias, y bajó la escalera en busca del periódico.

    Lo abrió mientras caminaba hacia la cocina. Pudo ver en primera plana una foto del famoso Aguascalientes de Guadalupe Tepeyac, ahora sin toldo y con dos banderas izadas en el centro del larguísimo presídium. Había cuatro notas sobre la Convención.

    Dejó el periódico en la mesa de la cocina. La mañana todavía estaba fresca; subió a la recámara y tomó la sudadera que se encontraba sobre la silla. Mientras se la ponía, cruzó la terraza y entró al estudio. Caminó sobre los papeles regados en el piso. Pegado en la tabla que se alzaba en el caballete estaba el último boceto, con sólo dos amplios trazos curvos centrados en la mitad inferior, uno un poco más alto que el otro. Había estado eludiendo esa idea durante semanas, la de colocar la figura en el centro, como si fuera contraria a su religión, como si estuviera prohibida. Y en cambio, le parecía ahora, era la única solución posible. No había ninguna razón para que eso le impidiera tener el movimiento tangencial que quería... Era la única posibilidad natural en realidad, las caderas en el centro, donde más pesaran, porque todo el cuerpo debía seguirlas, como a un ancla. Los pies y las manos podían volar diagonalmente, pero las caderas no podían estar escapándose del lienzo sin que la cosa perdiera todo su sentido, su solemnidad, su metafísica. Así que en verdad, por una vez, la borrachera le había permitido dar con algo.

    Sin embargo, volvió a sentirse sucio y arrepentido al tomar de la mesa de dibujo la botella de whisky y el vaso vacío para bajarlos a la cocina. Puso la cafetera y regresó al estudio.

    Con energía que le era conocida y que sabía efímera, empezó a recoger las hojas de papel que tapizaban el suelo, abrió las ventanas, devolvió los carboncillos a su caja, limpió la mesa y lavó la paleta mal enjuagada la noche anterior.

    De vuelta en la cocina se sirvió una taza de café y se sentó un momento mirando la portada del periódico. Las encuestas sobre intención del voto daban el triunfo al PRI, con el segundo lugar para el PAN y el tercero para Cárdenas. Dos especialistas gringos decían que indiscutiblemente una votación baja favorecería al PRI y una alta, a Cárdenas. Ya iban más de veinte mil observadores electorales inscritos. Había fotos de la Convención en pleno y de la lona, que al parecer se había caído a causa de un aguacero. La información y el discurso de Marcos llenaban seis planas de letra tupida. Con la taza de café demasiado caliente en la mano, subió al estudio.

    No estaba seguro de si debía tratar de continuar el dibujo ahora, la distribución de los miembros que ya tenía en la cabeza, o si debía trabajar solamente esas caderas pesadas que por fin estaban en su lugar... Tratar de tener la idea completa o bien procurarse un buen punto de apoyo, sólido, que lo fuera orientando. Tal vez no debía ponerse a pensar ahora en nada, no decidir nada, sino empezar, como fuera... Si no salía no importaba; la cosa era intentarlo de inmediato, antes de que se echara a andar de nuevo la angustia paralizante de los días anteriores, el temor a las consecuencias de cada trazo y también a la falta misma de energía.

    Dejó el café sobre la mesa y se acercó al boceto que estaba en el caballete. Marcó dos pequeñas cruces a distinta altura en el extremo inferior izquierdo, y otras dos arriba a la derecha. Tomó un tubo de acrílico violeta, lo diluyó un poco, y puso unas sombras en el interior de las curvas negras y espesas a que había llegado la noche anterior. Luego hizo lo mismo con naranja y amarillo; por último, cubrió y prolongó lo que había hecho con un ocre rojizo. Al retroceder dos pasos, la cartulina le mostró en su centro un plato de sangre algo ladeado, como para verterla.

    Se sentó ante la mesa de dibujo y empezó a tomarse el café. Regresó al caballete y extendió la sombra ocre hacia las cruces que había marcado en el ángulo izquierdo y, de nuevo, con trazos rectos e impacientes, hacia el ángulo superior derecho. Dio unos pasos atrás y contempló la composición con desagrado. Fijó en el tablero una hoja de papel nueva; repitió sobre ella los dos trazos negros que habían quedado de la noche anterior y volvió a la mesa para terminar su café.

    Fue al baño, se quitó la sudadera, se lavó la cara y los dientes, dudó si bañarse ahora o más tarde. Se miró en el espejo. Falsa fuerza, se dijo, moviendo los anchos hombros musculosos. Tan falsa como esas caderas retóricas de mi estúpido cuadro. Qué me importan esas caderas.

    Cerró los ojos y se masajeó la espalda con los codos a los lados y la cabeza atrás. Para la serie de autorretratos que había hecho en París, cuando empezó con los arcos de circunferencia y de elipse, había puesto el espejo a distancia, de manera que apenas se alcanzaba a ver; había pintado durante horas, desnudo, sin sentir el frío, a pesar de que tenía la calefacción muy baja para no gastar...

    Volvió al estudio. Prendió el aparato y quitó el cedé, las variaciones a la Heroica que había comprado y escuchado incansablemente el día anterior, y puso unas viejas danzas cubanas. Se sentó a la mesa y durante más de una hora trabajó rápidamente en el cuaderno de dibujo, procurando recuperar la imagen inicial del cuadro, que los últimos intentos le habían vuelto nebulosa. En los esbozos que ahora obtenía había algo desesperado, ansioso por escapar. Vio que equivocadamente había elegido colores violentos. La fuerza de gravedad que quería que esas caderas maternales tuvieran sobre la figura se había vuelto contra él, pesaba sobre él. En cambio la imagen inicial era blanda, acogedora, y llamaba hacia otra cosa, más densa, pero no agresiva, no dominadora, sólo densa y fuerte. Quieta. Dibujó largo rato, abstraído, el cuerpo joven, esbelto y ágil que quería recordar. Intentó una y otra vez acercar las posturas leves de ese cuerpo suelto al trazo doble y espeso a que había llegado la noche anterior y que le aguardaba en el caballete. Con el carbón acostado ensayó una y otra vez curvas anchas, que procuraban tercamente converger hacia los dos poderosos cuencos centrales con que iniciaba cada nuevo intento. En el último boceto que descansaba en el caballete, repitió la forma de esos dos trazos con líneas cada vez más ligeras y separadas, como ondas que se dispersaran en un estanque, hacia la esquina superior derecha, de forma que evocaran un brazo alzado casi cilíndrico y una sensación de peso hacia abajo, como si el movimiento de esas ondas se hubiera iniciado en la parte de arriba del cuadro y corriera hacia abajo, a través del cuerpo erguido. Tomó una tabla grande y la puso en el caballete. Extendió una veladura muy aguada de amarillo limón, dejándola chorrear verticalmente.

    Estaba de pie, fumando un cigarro frente a la ventana, viendo pasar los coches, pensando en nada, cuando sonó el teléfono.

    –Hola, papá –dijo la voz pareja de Laura.

    –¡Hola, mi chiquita! ¿Cómo estás?

    –Bien. Oye, dice mi mamá que te pregunte a ti si puedo ir con Mariana y Trini al cine.

    –¿Cómo que si puedes ir...?

    –Sí, eso dice.

    –A ver, explícame. ¿Quién las lleva?

    –No, nadie... Vamos solas.

    –¿A Mariana y a Trini las dejan ir al cine solas?

    –Pues... No saben. Todavía no preguntan. Apenas te estamos preguntando a ti.

    –¡Válgame el cielo! ¿Yo soy el primero? –Lázaro sonrió, pero de inmediato volvió a ponerse serio.

    –Sí... ¡Déjame ir, por favor!

    –¿A qué cine quieren ir?

    –A uno de Plaza Universidad, a las 4:35.

    –¿Qué van a ver?

    La máscara.

    –¿Y qué es? ¿Es para adolescentes?

    –No, papá –el tono era impacientemente tranquilizador–. Es para niños. Todo el salón ya la vio. Trini también ya la vio, y dice que está chidísima.

    –¿En qué van a ir?

    –¿En qué? ¡Pues caminando! Está aquí a dos cuadras, papá.

    –No está a dos cuadras, Laura.

    –Bueno, a cuatro; a seis, pon tú.

    –¿Y si llueve?

    –Nos quedamos ahí, en el Sanborns, si quieres, hasta que pare. O le hablo a mi mamá.

    –¿Va a estar ella en la casa, para irlas a buscar si le hablas?

    –Pues sí... Y si no, te hablo a ti.

    –Yo no sé si voy a estar aquí. Pregúntale a tu mamá si no va a salir.

    Lázaro oyó un rápido intercambio de frases incomprensibles, susurradas, entre Laura y sus amigas. Luego, de nuevo la voz de su hija en el teléfono:

    –¡Ay, papá! ¡Déjame ir! ¿Qué nos va a pasar?

    –Laura, mi amor, tienes que platicar esto con Elena, ¿OK? Luego te hablo, a ver qué pasó.

    –¡Ay, papá!

    –A ver si se puede.

    –Bueno.

    Lázaro no comprendía por qué la voz de Laura estaba ahora tan decepcionada, tan sin fuerzas. Sintió el apremio de preguntarle más, pero notó que ella estaba incómoda, con sus amigas oyendo.

    –Calma, hija. No hemos dicho que no, ¿verdad?

    –Bueno –con el mismo tono desmayado–. Chao, pa.

    –Chao, hija.

    Lázaro se frotó las manos un momento después de colgar, preocupado. Luego sonrió. Laura tenía doce años y unas ganas inmensas de que le soltaran rienda. Y sabía dónde pedirlo.

    Contempló la tabla ya seca en el caballete. La puso de cabeza, para que las chorreaduras parecieran correr hacia arriba, como en algún Rothko. Repitió entonces, con trazos muy leves de carbón, las curvas centrales de las nalgas y las ondas acuáticas que sugerían hacia arriba la espalda y los brazos levantados, tal como estaban en el último boceto. Esbozó, siempre con curvas paralelas, la colocación de los muslos. Era algo. Al menos, las cosas estaban aproximadamente en su lugar. Pero no tenía idea de cómo esas ondas en fuga iban a tomar cuerpo. Sintió una violenta pereza de enfrentarse al intrincado y laborioso laberinto de pesos relativos y tensiones que iba a ser esa espalda.

    Fue a la recámara y vio la hora en el despertador: las once ya, muy tarde, muy avanzada la mañana. Era una hora difícil para él: en los tiempos en que se levantaba temprano, ésa era ya la hora de tomarse un descanso, después de un buen trecho de trabajo cumplido. Bajó a la cocina, se sirvió más café. Hojeó de nuevo el periódico y lo dejó a un lado, aunque un malestar interno le decía que en realidad no lo había leído. Era mal signo en su personal horóscopo no tener ganas de leer el periódico.

    Le incomodaba no saber nada de Nora. No su ausencia, ni su entusiasmado viaje a la selva. Sólo no saber exactamente cuándo llegaría. Nunca le había sido posible trabajar si esperaba algo, si no sabía cuánto tiempo tenía para trabajar o si sabía que era poco. La espera vaciaba el tiempo, le hacía imposible llenarlo con otras cosas, usarlo: con mayor razón le hacía imposible esa forma de saturación absoluta, de no tiempo absoluto, de concentración radical y ausencia perfecta en que podía pintar.

    En cambio, si no esperaba nada, si estaba trabajando y nada lo obligaba a detenerse o a pensar en detenerse, le era posible distraerse y volver al trabajo sin problema; podía hablar por teléfono, leer las noticias, salir a la calle y regresar, sin desconcentrarse, siempre y cuando todo eso fuera decisión suya, y no de otros. Porque sabía hacer todo eso caminando, como si dijéramos, por los aleros de su persona interior, la persona interior que pintaba. Sabía moverse por afuera, como si se deslizara por un anillo de Saturno, como un satélite de su propio centro, sin perturbar al pintor: el íncubo pintor que lo habitaba y que tanto se enfurecía, como un gigante egoísta, como un ogro hambriento, cuando lo interrumpían. Era entonces como un niño que juega, procurando no hacer ruido, bajo las ventanas de un vecino gruñón, un solterón irascible, sin humor para chiquilladas, que siempre grita que lo dejen trabajar. Por eso ahora, esperando a Nora y sin saber a ciencia cierta si debía esperarla hoy o mañana o pasado mañana, no podía ni trabajar ni olvidar que no estaba trabajando.

    Desde la ventana del estudio, fumando furiosamente, miraba sin interés la calle. Las fachadas de las casas, la ropa de los que pasaban, el estampado de los vestidos: todos los colores discordantes y desapacibles; ires y venires desacompasados, con la intención a rastras y sin ánimo; las líneas de los tejados, variables y quebradas, balcones mal cubiertos de lámina acanalada y azoteas rematadas con vidrios rotos o con castillos inacabados, las varillas enhiestas sobresalientes como dedos torcidos; las tuberías, los tinacos, las jaulas de tender la ropa, las antenas de televisión ridículamente grandes; los pocos árboles, las plantas tristes en sus botes, las macetas de plástico negro, las cubetas abandonadas, las escobas gastadas como muñones. Se apartó asqueado de la ventana.

    Miró el cuadro que aguardaba en el caballete. Era bueno, o podía serlo: iba a serlo, quizás. Como cada vez que esto le ocurría, cada vez que descubría que un cuadro iba a ser bueno –y no era la primera ocasión en que esa buena nueva le llegaba en un momento amargo o sombrío–, esa convicción, como una oleada de afecto, le dejaba entrever la utopía, una promesa de felicidad, de fusión amorosa y, también, de soledad aceptada. El cuadro no era nada todavía, pero no importaba, porque iba a ser bueno; él no sabía aún cómo sería, pero ello no le preocupaba, porque iba a saberlo. Lo único temible era la muerte, porque sólo ella podía impedir que el cuadro llegara a ser como era.

    Fue a la recámara, donde el sol, pesado y ya maduro, se estaba calentando y enrojeciendo. Debía ser bastante tarde. No iba a esperar a Nora, ni hoy ni mañana. Iba a seguir su vida como si ella no existiera, como si ella ya se hubiera ido a Estados Unidos y lo hubiera dejado. Se puso zapatos,

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