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Mis tiendas y mis toldos
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Libro electrónico464 páginas7 horas

Mis tiendas y mis toldos

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Mis tiendas y mis toldos, novela de Luisa Josefina Hernández, reitera la intensidad narrativa y el estilo ya característico en sus relatos, emplea un lenguaje sencillo pero vasto en tonos y matices -cómico y realista-. Los personajes conducirán al lector por innumerables recovecos de la casa Castelo, entre un ajuar desmejorado y una relación familiar agrietada, como muchas, pero que paradójicamente no se empeña por ocultarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2013
ISBN9786071616616
Mis tiendas y mis toldos

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    Mis tiendas y mis toldos - Luisa Josefina Hernández

    XIV

    Capítulo I

    Parecían un retrato en sepia, eso es seguro. El tío Dámaso y la tía Lavinia, con niña Paula; retrato de abuelos con nieta, eso sí, no con su hija, y Paula era su hija, definitivamente, su hija de trece años, contemporánea de la Maga, quien toda la vida fue hermana menor de tres hermanos. Que estas chiquillas fueran de la misma edad era sin duda un factor para que las dos familias se reunieran, tan seguido como era posible, lejos de la ciudad de México, en el estado de Morelos, cerca de Cuernavaca. Y sucedía raramente aun así.

    Doña Lavinia y don Dámaso, él con sesentaicinco años, ella con cincuentaicuatro, habían llegado de su provincia azul, Campeche, para quedarse en la ciudad de México, y en toda su presencia se advertía una voluntad de disfrutarla, de no despreciar el enorme paso que fue para ellos venir a la capital, colocarse, triunfar. Así era su casa de México, austera y triunfal, una celebración por haber podido vivir dos veces.

    No así el dueño de la casa morelense, don Tadeo, quien llegó a México joven, en un mundo familiar de seis hermanos, y triunfó a secas, por puro talento, con la ayuda del hermano mayor. Ahora, al comprar ese terreno y construir una casa poco convencional, y quizá extravagante, inmensamente habitable, daba el primer paso para abandonar la ciudad. En eso se notaban, más que en otra cosa, las diferencias con don Dámaso, quien vivió la Revolución en la provincia, era abogado graduado con honores y dejó su tierra obligado por motivos políticos: dos balazos. Don Dámaso lo sabía, o quizá no lo sabía, pero esa fuga involuntaria todavía se proyectaba en esta casa ajena, veinte años después, porque él seguía siendo, en su fuero interno, un hombre de acción, con ocultos orgullos y recuerdos, frente a Tadeo Castelo Peón, vástago de la familia de su esposa, hombre intensamente civilizado, de grandes y pequeños recursos, observador, refinado en su alma y no en su vida, en esta casa sin pretensiones ni lujos, en donde no se conocía la palabra impedimento ni se manejaban obstáculos.

    Doña Lavinia, consciente siempre de su buena familia provinciana y de la categoría de sus antepasados, atesoraba su parentesco de primos hermanos con don Tadeo, singularizándolo. A él y a su hermano mayor, don Ernesto, el patriarca de la familia, dándoles un sitio preferente en sus amores y en sus vanidades porque ella, Lavinia Castelo Fierro de Suárez, era muy arrogante para llevarle la contraria al prójimo, quien, en lo que a ella se refiere, no mostraba siempre simpatía: arrogancia autodefensiva, vaya.

    Don Tadeo pertenecía a un mundo profesional tan elaborado como ajeno a la mente disciplinada y especializada de don Dámaso, dado el caso que él no había estudiado ninguna profesión. Era el administrador de los laboratorios Castelo Peón, de análisis clínicos, fundados por su hermano, médico biólogo, titulado en la Sorbona, después de la primera Guerra Mundial. Según podía colegirse, don Ernesto se había casado siendo estudiante con una apasionada y adinerada yucateca, y en cuanto se graduó en México, ella se lo llevó a París, de donde volvieron unos años después, con tres hijos pequeños, un nuevo título y doña Virginia con el corazón roto a los treinta años. Su marido era mujeriego.

    Toda esta épica que doña Lavinia le contaba a su marido en tono de elogio le provocaba a él un brillo de ojos en las pupilas amarillas y rápidas, que a ella parecía pasarle inadvertido, nunca a niña Paula, quien jamás hablaba de aquellos tíos que eran sus padrinos, regalaban muñecas de porcelana y no establecían con ella relaciones personales. El de ellos era un mundo dorado, de casas con mezzanine, adonde estaba el piano de cola como preámbulo para pasar a la sala Luis XV, auténtica. La alfombra es menos antigua, decían siempre. Durante toda su vida, niña Paula buscaba las alfombras Luis XV, nunca las encontró. Pero encontró cuadros y fotografías, pisos magníficos y finalmente personajes, pintura y música. Fue un proceso muy largo.

    El punto clave en la normalidad de los Castelo fue el matrimonio de don Tadeo, apenas con veinte años de edad, con Estrella Goríbar, quien tenía treinta años, gran pobreza, un rostro poco agraciado y… un cuerpo escultural forrado con la más exquisita piel blanca, satinada, inmaculada. Quien además, durante los veinticinco años que duró su matrimonio, siempre lo llamó chamaco, para diversión de la familia, porque precisamente don Tadeo, aunque fuera diez años menor que ella, era todo menos un chamaco. Por lo demás, la personalidad de doña Estrella podía definirse en pocas palabras: no se tomaba molestias. Esta frase abarcaba su conducta, salvo quizá, uno sospecharía, en el plano sexual. Este dejar hacer y dejar pasar se reflejaba en el arreglo de la casa, la falta de acicalamiento personal y la organización de la cocina; lo que normalmente requiere orden y limpieza.

    El énfasis en la cocina nació del trauma de doña Lavinia, cuando doña Estrella le puso a sus órdenes todos sus espacios, sin restricciones, y se fue a Taxco con sus hijos y David, el chofer. Iban a una famosa feria regional, invitados por un amigo de don Tadeo, adinerado taxqueño dueño de tierras y de una mansión colonial auténtica.

    Doña Lavinia hizo una gira total, empezando y acabando por la sala adonde regresó despavorida.

    —Dámaso —le dijo a su marido, los ojos de él risueños, amarillos—, ¿tú qué crees?

    Don Dámaso optó por devanar la madeja por la punta.

    —¿Se fueron?

    —Sí. Parecía que el dueño del coche era David y que los lleva de pura caridad. Iban vestidos de harapos y no llevaban maletas sino cajas de cartón —don Dámaso esperaba, cerró el libro—. No como si fueran a una fiesta, sino al mismísimo carajo —don Dámaso sonrió ampliamente, ella fue hasta el ventanal de la sala encristalada, envuelta en tela metálica. Estaba acongojada, los ojos fulminantes dirigidos hacia afuera, la boca fruncida más que cerrada. Don Dámaso se cambió de sillón a ver si hallaba alguna comodidad.

    —No puedes componer el mundo —dijo al fin—… pero podemos dedicar un pequeño o no tan pequeño presupuesto a ponerle remedio a lo que más te moleste; tomando en cuenta esta hospitalidad, a nosotros toca ser generosos. Es normal.

    —Yo sacaría todo a la calle y le prendería fuego. Nada está limpio, ni entero, ni sirve. Las ollas son una vergüenza, casi todas gotean, no hay un plato entero; no sé en qué beban, existen sólo cuatro vasos. No hay jabón, ni zacate —don Dámaso calló, su mujer era más que limpia, límpida; ya en su mente de mujer obsesiva estaba gestándose un plan, una embestida contra la mugre, el descuido y la desidia. La hizo.

    Niña Paula la ayudó. A sus años sabía coser bien y le gustaba. Su madre le entregó dieciocho sábanas hechas jirones, para revisión. Cuarenta fundas de individualidad dispar, quince toallas de color indefinido y varios canastos de ropa de género indefinido y dueño incógnito.

    Doña Lavinia advirtió:

    —No toques nada antes de lavarlo.

    —Aquí debe de haber ropa limpia.

    —Que se lo des a Eustolia, te digo. No lo revises, hazme ese favor. Sobre todo la ropa de los varones. Por los microbios.

    Niña Paula estaba acostumbrada a escuchar las recomendaciones más descabelladas de los labios maternos, siempre con un fatal énfasis en los gérmenes que destilaban los representantes del sexo opuesto, con excepción de don Dámaso, quien vivía sometido a minuciosas exploraciones en busca del enemigo común y microscópico. Pero niña Paula no se convencía con facilidad.

    —En esta casa nunca se enferman, no les da ni un resfriado.

    —Ellos están inmunizados. Tú no.

    Niña Paula pensó en sus primos. Joel era trabajador; silencioso como un jornalero, despertaba con el martillo en la mano y así se iba a dormir. Estaba construyendo una cantidad todavía imprecisa de colmenas, el negocio de la miel lo fanatizaba, eso y todo lo que pudiera hacerse en estas tierras del tamaño justamente adecuado a los desvaríos familiares. Pero Joel, entre semana, estudiaba preparatoria y sólo en vacaciones se entregaba a los proyectos. Cuando doña Lavinia le hizo notar que no le vendría mal bañarse antes de dormir, contestó muy sorprendido:

    —¿Para qué? Me vuelvo a ensuciar.

    —¿Y así vas a llegar a viejo?

    —Nada más hasta que se abran las clases —la respuesta venía sobria, tranquila, en tono indiferente, quizá con un ánimo de condescendencia. Doña Lavinia no insistió, se limitó a pensar que se le iban a podrir los dientes; imposible de constatar porque Joel no se reía nunca, la insatisfacción o los efectos cómicos pasaban por su rostro como si fueran juegos de luces.

    Tad, ya también preparatoriano, era profundamente renuente al trabajo físico. Había crecido bajo la férula del hermano mayor, quien lo rechazaba y se hacía obedecer por la fuerza. Por lo tanto, se ensuciaba menos, clavaba las tablas de una colmena y desaparecía. Él jugaba, tenía dieciséis años, un ojo gravemente estrábico, se divertía, sentía risa, enojo, burla, estudiaba, leía y había en su persona un conmovedor asomo de atildamiento, como un vientecillo inesperado en una mañana calurosa. Resentía tener que usar ropa desgarrada y alguna vez lo vio niña Paula plancharse una camisa en el cuarto de David, como a escondidas.

    Niña Paula había descubierto en algún momento que el cuarto del chofer era diferente a los otros. Para empezar, David pidió autorización y con ayuda de los muchachos trajo sus propios muebles, nuevos, sin pretensiones, necesarios. Ropero con espejo, mesa con varias sillas plegadizas, un catre siempre limpio con sábanas propias y una buena cobija a cuadros. Y un burro de planchar con su correspondiente plancha. El ropero estaba exquisitamente arreglado. A veces los muchachos se reunían en ese cuarto a jugar dominó, hasta las diez u once de la noche. Les agradaba estar allí, no se preguntaban por qué.

    La hermana mayor, Sara, tenía entonces diecinueve años.

    "Sara, espejo de virtudes, turris eburnea, fuente sellada, estrella de la mañana, huerto cerrado", pensaba niña Paula desordenadamente, era casi un reflejo físico de admiración por su prima que se expresaba en las palabras más laudatorias que jamás escuchó, en sus poquísimas incursiones por la letanía de la virgen. Quizá porque Sara era realmente católica, y sin ser bella, tenía rostro de católica iluminada y creyente sincera. Complemento extraño, era arrolladoramente inteligente. Niña Paula amaba en ella el intelecto brillante, la seriedad, la honestidad sin tacha y la brillante voz. Sara tenía la más hermosa voz que niña Paula había escuchado; suave, clara, purísima, como la expresión auditiva de su inteligencia.

    Al mirar a Sara no se pensaba en ropa, pero niña Paula advertía que era una omisión… de cierta importancia. Sin embargo, en 1945, cuando empezó a generalizarse la ropa de lavar y usar, Paula pensó en Sara, ésa era la ropa que necesitaba y ojalá cayera en la cuenta. Tad también.

    La ropa femenina más dilapidada era la de la Maga. Muchos vestidos demasiado cortos, llenos de manchas y atorones, con los dobladillos deshechos, ningún par de calcetines completo, camisetas como coladores, calzones sin resorte, zapatos con agujeros y sin agujetas. En ella se veía muy claro que en la casa de México nunca se regalaba la ropa fuera de uso, sino que se la traía a Cuernavaca, para una segunda o tercera vuelta; los Castelo, por así decirlo, eran mendigos de sí mismos. Pero la Maga no estaba preocupada por eso, la Maga tomaba clases de canto y quería ser una gran soprano, y si no lo lograba, no sabía ella qué vida llevaría, pero sin importancia. Estaba tan segura de esta situación futura que no reflexionaba en el presente y se dejaba llevar por la vida de su casa; entusiasta, cooperativa a veces, con una especie de inconsciencia que le demostró a niña Paula que ella y la Maga jamás serían amigas ni tendrían algo que ver en el sentido profundo; sin hostilidades y con aceptaciones, como una proposición abstracta, con frialdad.

    Niña Paula le entregó los canastos a Eustolia, esposa de Ramón, cuidadores de la casa y del terreno en las ausencias de entre semana. Se quedó un rato con ellos, conversando, comiéndose un taco, saboreándolo; nada le supo mejor en mucho tiempo, ni siquiera las comidas internacionalmente afamadas de su vida adulta. Se sentó en un banquito. Era un cuarto bien techado y con suelo de mosaico, pero con andares de choza; los arreglos eran primitivos, el anafre estaba al aire libre y sacaban agua de una sola llave, al costado de la casa grande. Ni el uno ni la otra pensaban en cambios, al contrario, querían quedarse. Ramón trabajaba unas tierras por las mañanas, Eustolia lavaba y cuidaba, tenían techo seguro y un sueldito. Si se enfermaban, don Tadeo se encargaba de ellos.

    Ahora, en esta ocasión, Eustolia veía la ropa sucia con los ojos rasgados muy redondos, hasta que Ramón se ofreció a ayudar y en dos días le entregaron a doña Lavinia los mismos cestos, lavados y asoleados, llenos de ropa albeante y más destrozada que antes. Ella les pagó más de lo que pidieron, ellos le confiaron que éste era un suceso singularísimo y, por decirlo así, nunca visto; por supuesto que Eustolia lavaba la ropa, pero no en estas proporciones apocalípticas. No fueron profusos en detalles, niña Paula respetó sus lealtades.

    Por fin ella, Paula para sí misma, bautizada Niña Paula por su nana de hace años, nombre generalizado y distinto, un nombre especial y hasta agradable, se acomodó debajo de un laurel, en medio de los cestos de ropa; seria, interesada, con el costurero de su madre a los pies se entregó a una orgía de reparaciones. Había aprendido a hacer exquisitos remiendos, pero ésos no se aplicaban en este caso: las telas estaban tan usadas que el mismo parche las desgarraba; de modo que se limitó, con mucho cuidado, a enderezar las rasgaduras y repasar con hilo los agujeros, como si tejiera; puso un resorte aquí y otro allá, broches, botones, recogió dobladillos, otras veces rehízo las orillas.

    Don Dámaso la miraba de lejos, se sorprendía. Niña Paula estaba divirtiéndose. Pero no tuvo corazón para dejarla entregada a las sábanas, cuando aparecieron al tercer día de la Recreación, como solía él llamarle a esos días extraños, calurosos, húmedos, más bien fastos. No tuvo corazón y fue a prestar ayuda, suave como un corderito, con su mente lógica y sus manos tremendas y extrañamente ligeras, con levedad propia. Suya fue la idea de elegir las cuatro sábanas más deterioradas y convertirlas en parches grandes, útiles, fuertes, para pegar en donde estuviera la tela más débil; luego recortar ésta y hacer un dobladillo finito y fuerte sobre la parte nueva.

    Una vez terminado el trabajo, quedaron catorce sábanas de duración indefinida y de no tan mal aspecto. Don Dámaso dirigió la operación, verdad, pero hizo más, leyó en voz alta para niña Paula páginas del libro que le pareció más apto entre los que había traído: la Iliada. Así las cosas, hubieran seguido remendando ilimitadamente ya con fervor épico y con el ánima en tierras griegas.

    Doña Lavinia los vio de lejos, sintió moverse su temperamento tumultuoso, correr hacia ellos, hacer ademanes, y en realidad no movió ni una pestaña. Aquél era un mundo de ellos, un mundo al que entraban y salían, Paula y su padre, por lo menos una vez al día, un mundo construido desde que Paula aprendió a escuchar, a entender la cortesía de su padre, a gozar privilegios. Doña Lavinia no tenía el alma poética; en cambio, tuvo en su infancia soledad y rechazo, una ausencia indescriptible de cosas como éstas. Sintió dolor en el pecho y luego una burbuja de alivio; esos dos le pertenecían, eran suyos, era su dueña y mientras más ricos fueran en hacer y sentir, más próspera sería ella. Ninguno de los tres advertía que la perfección amorosa es irrepetible y trae consecuencias.

    Doña Lavinia volvía a lo suyo, de indignación en indignación, justas e injustas. Hasta que notó sin comentarlo que en esa casa no había secretos y si los había no se hallaban en los roperos ni en los cajones de las cómodas despintadas, ni en las mesas de noche atiborradas de sobres viejos, recibos, envolturas de dulce, hasta galletas y algún cubierto.

    Mientras don Dámaso y niña Paula seguían los contratiempos de la armada griega y en los remiendos quedaban reflejos del sitio de Troya, doña Lavinia organizó su propia invasión armada con Otilio, un hermano de Ramón que en este momento se hallaba disponible, sacaron varios carros de basura; parecía increíble que en la casa todavía quedara algo, después de unos días de registrar y tirar. Sí, quedaban los muebles tristes, desangelados, todos con alguna pata coja, sin color y una fatal pátina de mugre, nada comparable a la de los suelos de mosaico que casi se habían tornado de color parejo, de tanto no limpiarlos.

    Otilio trajo a Cruz y Cruz a Pascacio. Se trataba de una emergencia, las vacaciones de los Castelo durarían una semana y las ambiciones de doña Lavinia no eran modestas: mandó limpiar los suelos a fondo, con métodos antiguos pero infalibles, los mosaicos resultaron ser azules, verdes, rojos; se descubrió que jamás habían sido pulidos y conservaban rastros de cal y gotas de pegamento, de modo que su resurrección fue más completa: eran bellos. Pero los muebles se veían peores, fue necesario lijar, barnizar y pintar. Los de la sala, de aspecto temible desde el punto de vista de los empleados, se transformaron mejor que el resto porque eran de madera con cojines intercambiables, aunque hubo sorpresas, el relleno de los cojines era notable en sí: hallaron mucha ropa vieja pero también ceniceros, cochecitos de juguete, canicas, una libreta de direcciones, cinco lápices y una pluma fuente, gomas de borrar y una lista de pecados correspondiente a la primera comunión de Tad, hacía seis años. Tad tenía fea letra pero legible.

    Uno. Odio a mi hermano Joel.

    Dos. Odio a mi hermana Sara.

    Tres. Mi hermana la Maga es una peste, peco porque no la quiero y cuando era más chica la quería matar.

    Cuatro. Mi papá no me interesa, peco porque no me interesa.

    Cinco. Mi mamá menos.

    Seis. Juliana, la criada, sirve para coger, todavía no se me ha hecho. Pero a Joel sí. Y a mi papá también. A David no porque él no quiere y no me dice por qué. Peco por estar enojado porque David no me dice por qué. Juliana me dijo que no estaba en edad de divertirme, por eso la odio. Se nota que ella se divierte mucho. Yo le pregunté a mi papá si le iban a dar una pensión a Juliana cuando estuviera vieja y no me contestó. Eso es grosería. Peco porque lo hubiera pateado.

    Siete. Ya se me revolvieron los pecados. Peco por haberme hecho bolas y también por hacer eso que hago diario, pero estoy aburrido.

    Ocho. Mi mamá lee todo Tarzán y los monos. Toda la colección, y no me quiere leer en voz alta porque le da flojera y yo hace cuatro años que sé leer. Peco porque le escondí el romance de Tarzán con esa vieja tan ofrecida que se llama Jane, Tarzán es retrasado mental.

    Por más que hago no me acuerdo de más pecados. De los de Joel, sí. Pero dice Sara que no los escriba. Ni que fueran tan divertidos. Me aburren Joel y sus pecados.

    Doña Lavinia quemó la lista, comprendió que se trataba de algo muy íntimo y tuvo ternura de Tad, que ahora, cuando ya era grande, seguramente había divertido a Juliana, de quien ella estaba asqueada. En cuanto a lo que se decía de don Tadeo, esperaba que fueran rencores infantiles. No se lo diría a su marido: había cosas muy graves para ella y para él muy cómicas. Sí, claro, había que darle conversación a los maridos pero no sobre esos temas.

    Se pintaron las cabeceras de las camas y las paredes; la única lámpara, colgada en la sala, renació extrañamente como lo más valioso de la casa. Parecía un recipiente grisáceo con mundos de telarañas en forma de turbante, trampa de moscos y moscas, algo tan terrible que don Dámaso, quien dormía en la sala con doña Lavinia en unas hamacas que ellos mismos trajeron, evitaba mirar hacia arriba para no tener pesadillas y doña Lavinia fijaba los ojos en unos retratos, esos sí en sepia, de los abuelos que compartían ella y don Tadeo, hasta que el sueño se los cerraba; debían de ser los retratos más antiguos en suelo americano: no se libraron de recobrar su marco historiado y reluciente que pasaba inadvertido.

    La lámpara resultó ser azul cielo, de exquisito cristal opaco, con lirios esmerilados y bellas cadenas ochavadas.

    —Ojalá no la vean muchas personas —dijo don Dámaso la primera vez que la vio iluminada por dentro, tendido él en su hamaca—. Se la van a robar —luego añadió en tono consolador—. Bueno, en unos meses estará como antes, más les vale.

    Doña Lavinia no pudo renovar la cocina hasta dejarla a su gusto, pero compró dos docenas de vasos, tres docenas de platos iguales, un juego sencillo de veinticuatro cubiertos y una bellísima colección de cazuelas de barro de diferentes formas y tamaños… y un trastero para lucirla y conservarla. Niña Paula pensó que su madre era una ilusa cuando la oyó decir que ahora cada cosa tiene su lugar. Ése era un concepto desconocido para los Castelo: todas las cosas estaban en movimiento y hacían largos éxodos de cuarto en cuarto, hasta olvidar completamente su lugar de origen. Pero el trastero era tan bonito y elocuente…

    Don Dámaso lo miró.

    —El año que entra pueden comprarse de nuevo las ollas.

    Doña Lavinia calló. Al fin y al cabo se trataba de su familia y, a fin de cuentas, ese estilo de supervivencia no venía de su gente; las hermanas y la madre de don Tadeo eran acerbas críticas de este modo de estar. El punto era doña Estrella. Y nadie iba a decirlo.

    Doña Estrella. Cuando doña Lavinia revisó su ropero descubrió que doña Estrella no colgaba la ropa en ganchos como el resto del mundo sino la amontonaba sobre una mecedora, de donde la tomaba según iba ofreciéndose. Descubrió también que dicha señora no usaba ropa interior, sin duda para no lavarla, y que estaba armada de batones negros y azul marino, identificables porque tenían mangas, de tela brillante y largo a media pierna. También una bata negra de dragones bordados en rojo y amarillo, china. En el ropero había una gran cantidad de zapatos viejos, tenis la mayoría, que a nadie sorprendieron; ya habían visto desfilar a doña Estrella, suavemente, muy silenciosa. Hasta habían notado que se los cambiaba varias veces al día, para protegerse los pies según ella. Fue una de las observaciones de niña Paula, quien estaba habituada a los pulcros zapatos de su madre, agujetas y medio tacón, un par nuevo, otro para hacer visitas, otro para ir al mercado y estar en casa; los tres relumbrantes. Cuando se descartaban unos se compraban otros, algo así como la rueda de la fortuna, mientras unos suben otros bajan o algo por el estilo, pensaba niña Paula… quien no estaba iniciada en el proyecto zapatos porque no habían dejado de crecerle los pies.

    El ropero tenía cajones, llenos por supuesto. Doña Lavinia pensó en dejarlos tal cual estaban por un escrúpulo que no sentía hacia los muebles de los muchachos, pero hubo que vaciarlos porque ese preciso ropero era el más dilapidado; rayas, golpes, cerraduras rotas y llaves ausentes, el copete quebrado. Doña Lavinia se sintió insegura por primera vez en esta su maniática incursión. Maniática pero justificada, pensaba ella. Por supuesto podía volver a ponerlos como estaban sin ordenarlos, pero ¿no era verdad que doña Estrella la había autorizado expresamente a escudriñar sus cosas y las de su familia? Claro, y a lo mejor, si la conocía bien, lo había hecho con el propósito de que su casa estuviera limpia y arreglada sin tener que molestarse. Este pensamiento la turbaba, ¿era ella tan transparente como para haber caído en la trampa? Lo era. Recordó algunas notables perezosas de la crónica familiar y todas habían sabido encontrar quién les evitara molestias sin pagar un centavo. Lo pensaría luego, estos cajones requerían una decisión inmediata.

    Los vació encima de varios periódicos, realmente habían llegado a su cupo máximo. Llamó a niña Paula, quien se quedó parada junto a la puerta, casi desencajada.

    —¿Y ahora? —alcanzó a decir.

    —Ahora ya nos fastidiamos —hubiera usado el verbo joder, pero no la contentaba ni la enjundia del lenguaje.

    —Podríamos hacer una clasificación —arriesgó Paula— para guardar después —la verdad es que la idea no la divertía, nunca había visto nada igual.

    —Sí: basura por acá, basura por allá, basura en medio. ¿Quieres encargarte? Tengo que hablar con Otilio para que limpie los cajones vacíos —salió con un ligero repiqueteo de tacones, ella sí hacía ruido al andar.

    Niña Paula se arrodilló en el suelo, más tarde se sentó con las piernas cruzadas y clasificó en el orden más estricto. En primer lugar había una sorprendente cantidad de condones repartidos por todo el ropero. Ni doña Lavinia ni Paula habían visto alguno, de modo que en toda inocencia Paula los guardó en una cajita sin tapa que luego puso en lugar bien visible, inocente la niña Paula pero también prudente. Ahí estaban los regalos que sus hijos le habían hecho a Estrella el día de las madres desde que entraron a la escuela: portarretratos, cajitas, tarjetas, pañuelitos, dibujos atroces, un retrato enmarcado de Tad, más estrábico que nunca y con los calcetines caídos. Y… dinero, también repartido como los condones. Billetes de diferentes denominaciones, más de mil pesos, también monedas. El caso era meter la mano en un cajón y poder sacar un billete cualquiera, para cualquier gasto. Los reunió en otra cajita sin tapa como la anterior y luego las puso juntas, ofreciéndose, como si fueran dulces.

    Por otra parte, era evidente que los cajones servían de archivo. Recibos de luz, de agua, de impuestos iban a parar aquí, y no sólo los del estado de Morelos sino los de su casa de México, traídos en una descuidada migración masiva. Paula los ordenó por fechas y los aseguró con unas ligas. También halló correspondencia de todas las épocas, y en elogio suyo puede decirse que no la leyó, ni siquiera se le ocurrió hacerlo, guardó las cartas juntas en un sobre. Tiró anuncios, folletos, propaganda de todo lo habido y por haber; también una sorprendente cantidad de periódicos y revistas maltratadas, revistas para damas con muchos apuntes para coser, bordar y tejer; niña Paula soltó la carcajada, doña Estrella había declarado en su presencia que era enemiga de la aguja, de cualquier aguja, de cualquier tamaño… como si fuera necesario decirlo. Pero luego vio en las revistas, hacia el final, capítulos de novelas: ésa era la clave, por supuesto. Pero las revistas estaban llenas de polvo y Paula las tiró, ya no se detenía en sutilezas. También encontró unos azahares de cera y un velo de novia.

    —Qué horror —dijo Paula en voz alta. Se trataba de un nido de polilla, afortunadamente reducido a la caja de cartón en donde estaba. A la basura del patio para quemar inmediatamente. Dejó el ropero sin recuerdos.

    Luego le pusieron desinfectante, lo repintaron por dentro en un color claro y forraron los cajones con papel blanco. Quedó extraño pero aséptico.

    Colgaron los batones y la bata china. Doña Estrella no tenía camisones ni batas. Cuando hacía frío se cubría con un chal negro que mandaron a lavar a las primeras de cambio, tenía una presencia nefasta. Don Tadeo guardaba su ropa en un cofre que ostentaba una leyenda en letras góticas: NO OS ATREVÁIS.

    —¿Qué haré? —le dijo doña Lavinia a su marido.

    —No te atrevas. Es sencillísimo.

    —¿Tú qué crees?

    —Creo que tiene su ropa limpia y muy ordenada. Y además, como puedes ver, se la arregla solo.

    —Tadeo es un hombre de muchos recursos, siempre lo ha sido.

    —La vida —dijo enigmáticamente don Dámaso. Claro que don Tadeo era hombre de muchos recursos, nacidos de la lucha contra la adversidad y a favor de la convivencia matrimonial pacífica. Pero, pensaba don Dámaso, esta capacidad de improvisación frente a los obstáculos tenía un bies de locura; se percibía o más bien se olfateaba. Desde que entró a esa casa se sentía a punto de descubrir un disparate irredimible y pensaba que hasta ahora no lo había descubierto por pura suerte. Toda esta casa era de hecho una improvisación, desde las bases: no había una sola habitación que pudiera ser descrita geométricamente, aunque las curvas se habían evitado; la sala, por ejemplo, tenía tres puertas y tres anchos distintos. Los cuartos tenían cuatro o cinco lados, no eran cuadrados, ni rectangulares, pero no se advertía el planeamiento sino más bien la pura inexactitud. Por lo menos el conjunto era ligero y no masivo, aceptable y muy poco admirable. Cuando don Dámaso supo que la habían construido tres albañiles bajo las interrumpidas instrucciones de don Tadeo empezó a comprenderlo todo.

    Don Dámaso advertía por otra parte un sentido del humor atrevido o más bien descarado. Una especie de recomendación implícita frente a ciertos rasgos domésticos, algo así: o te ríes o te chingas. Más o menos. Cómo podía admirarse en el cuarto de baño. Justamente frente al excusado, había una cartulina de un metro por sesenta, blanca con letras negras, en donde podía leerse una advertencia de jaez literario:

    Se suplica no tirar

    papeles al escusado

    porque si queda tapado

    pronto se empieza a olfatear

    el hedor particular

    de todo el que se ha…

    Si quedaste disgustado

    no lo vuelvas a ocupar.

    Cooperación de don Ernesto, el más instruido de la familia Castelo Peón, conocida por una horrible facilidad de versificar en cualquier ocasión, fasta o nefasta.

    Don Dámaso consideraba aberrante esa capacidad y sentía que no era un don de los dioses sino una especie de posesión por demonios menores. Se guardaba su opinión, pero para prever desaguisados no inició a Paula en la lectura de la poesía lírica ni le regalaba libros de poemas. Porque la verdad… la verdad era que doña Lavinia compartía esa habilidad y de pronto la practicaba en momentos inesperados y sorprendentes hasta para él mismo. Logró mantener al respecto una actitud equilibrada: no se daba por aludido, como si fuera sordo. Y cuando mucho sonreía ligeramente con el gesto de quien está muy intrigado.

    Porque a fin de cuentas se había casado ya mayor pero todavía poderoso, con la mujer que menos se parecía a las de su familia, en quienes había estado pensando a lo largo de este tumulto, en el cual participaba poco por una razón burocrática: él era juez de lo civil, trabajaba muchas horas en su casa y en su juzgado, estaba de vacaciones y tenía derecho al descanso.

    Pensaba concretamente en lo que hubieran hecho sus hermanas de encontrarse en la situación de doña Lavinia. Para empezar se hubieran puesto de mal humor con todo el mundo sin mencionar una causa precisa; hubieran limpiado escrupulosamente lo que tuvieran que usar y nunca, nunca, se hubieran decidido a abrir un ropero y deshacer una cama, a remendar una ropa, a pintar una pared, a cambiar los forros de las almohadas y mucho, pero mucho menos, gastar su dinero en pagar obreros y comprar cosas nuevas. Además no hubieran aceptado otra invitación y hasta fueran capaces de fingir alguna enfermedad, todo con la íntima satisfacción de considerar a doña Estrella una mujer claramente inferior a ellas.

    Claro. Respecto de inferioridades, él estaba curado de espanto; en un momento de intimidad había cedido a la tentación de comentar este asunto con la propia doña Lavinia, que contestó enseguida:

    —Sí. Pero yo soy de buena familia y ellas no. Tú eres un príncipe pero no vienes de una familia refinada.

    Era cierto. Él venía de una familia de artesanos que se ocupó en darles profesión a sus hijos; doña Lavinia de una familia de propietarios que se ocupó a su vez en gastar su dinero y en vender baratas sus propiedades. Don Dámaso se confesaba que los más atroces personajes que podía recordar eran de esa familia. La mayor parte, a excepción de dos de los Castelo, apenas sabían leer y casi todos trabajaban en el campo o en el mar; la diferencia básica estaba en la forma de gastar su dinero, en eso sí se veían muy distinguidos, hasta ese punto concedía don Dámaso y ni un centímetro más. Pero así como a muchos hombres les fascina tener una buena discusión inútil con su mujer, a don Dámaso lo atraía mucho dejar a doña Lavinia disfrutar pacíficamente de sus opiniones. Intervenía rara vez en sus empresas y sólo cuando, decía él en sus conversaciones con niña Paula, llegaba el agua al río. O cuando aquello pasaba de castaño oscuro, decía sin que su alma denotara mayor alarma.

    Los Suárez Castelo no tenían automóvil y enseñaron a Paula a vivir con modestia. Por esa razón y para no tomar un autobús, cosa poco atractiva por esos años, los traía a Cuernavaca el primo Luis Macedo Fierro, hijo de una prima difunta de doña Lavinia, muy preferido en los afectos de ella y finalmente de don Dámaso, quien lo llamaba sobrino del modo más natural.

    Luis venía a dejarlos, regresaba luego a México el mismo día, pero a veces pasaba en esta casa cinco o seis noches seguidas para conversar con don Tadeo, a quien poco veía en México.

    Él traía su hermosa hamaca de hilo, característica peninsular, sus sábanas de lino y una cobija de hilo de Escocia; también se instalaba en la sala junto a sus tíos. Las tres hamacas, colgadas en forma esquinada, hacían un dibujo etéreo que siempre conmovió a niña Paula y por ello dijo una vez que entró muy de mañana a ver a su padre:

    —Qué forma tan interesante de dormir.

    Así era. Interesante y extraño que de día las habitaciones recobraran su aspecto normal como si sólo tuvieran una función; la hamaca ahorraba espacio. Aparecía por salas, comedores, pasillos, cocinas y cuartos de guardar. Aquí mismo en casa de don Tadeo, niña Paula había visto colgar seis hamacas en la sala, con la ventaja de que los usuarios quedaban extrañamente aislados en sus colmenas de colores.

    Don Tadeo era un gran estratega en las distribuciones, siempre y cuando sus invitados no fueran matrimonios activos porque para ese caso tenía un cubículo a un lado de la sala, caluroso de día y helado de noche, para alojar parejas. Claro, sucedían accidentes cómicos, pero esa familia tenía buen carácter, lo cual consiste, pensaba don Dámaso, en soportar lo ridículo sin ofenderse.

    Sara, la Maga y niña Paula dormían en otro cuartito, en donde con buena voluntad hubieran podido alojarse otras dos muchachas. Luego estaban dos cuartos amplísimos, para la tropa, decían los Castelo, uno para hombres y otro para mujeres, y el cuarto matrimonial de los dueños de la casa, que alojaba su cama, el ropero de marras, la mecedora y el interesante cofre.

    —¡Libre Dios a doña Estrella de que tú le regales un perchero! —dijo don Dámaso—. Es una fea adquisición para personas como ella, se convierte en nido de insectos, y como las personas son distraídas andan por el mundo llenas de polillas y telarañas, como resucitadas. En cambio la mecedora…

    —En cambio ¿qué? —interrumpió doña Lavinia, y él calló en espera de encontrar un argumento que no llegó por cierto pero sí una confesión—. Cuando levanté la ropa de la mecedora salieron tres cucarachas —frente a esa contundente verdad no había réplica. Salvo, claro, la íntima diversión.

    Luis Macedo Fierro pertenecía a ese curioso grupo de seres humanos: los hombres de dinero. Dinero no le faltó nunca pero no tuvo tanto como ahora, a sus cuarenta años. Empezó por administrar una fábrica, luego se sacó dos loterías y se dedicó a los negocios, dejó de trabajar en la fábrica y conservó su amistad con el dueño, un español casado con mexicana de buena familia, muy bien colocado en la sociedad capitalina de la primera mitad del siglo XX, una sociedad posrevolucionaria de nuevos ricos y de políticos experimentados. Luis Macedo vivió muchos años en un departamento aparte de la gran mansión de

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