Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los grandes muertos
Los grandes muertos
Los grandes muertos
Libro electrónico716 páginas13 horas

Los grandes muertos

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Este volumen reúne, englobadas en cuatro grupos o ciclos, 12 de las obras teatrales de esta figura central de la dramaturgia mexicana. Al lado de construcciones dramáticas sorprendentes y sutilísimas, la autora desliza en estas páginas una serie de reflexiones inquietantes en torno a las oposiciones binarias que rigen la cultura y el mundo occidental. Problemáticas y conceptos como las relaciones familiares y de pareja se ven constantemente cuestionados por la red de personajes que conforman cada obra. Así, los personajes a menudo se confrontan con las tradiciones y el arraigo cultural, al mismo tiempo que se enfrentan a realidades como la necesidad de afecto, la frustración, la soledad y la indecisión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2013
ISBN9786071617545
Los grandes muertos

Lee más de Luisa Josefina Hernández

Relacionado con Los grandes muertos

Libros electrónicos relacionados

Artes escénicas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Los grandes muertos

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

3 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    El prólogo es verdaderamente conmovedor por Fernando! Gracias por el material!

Vista previa del libro

Los grandes muertos - Luisa Josefina Hernández

Acerca de la autora


Luisa Josefina Hernández (México, 1928) es una de las figuras mayores de la dramaturgia mexicana. Estudió una maestría en letras y arte dramático e hizo un doctorado en artes plásticas, especializado en iconografía. Es maestra emérita de la Universidad Nacional Autónoma de México y creadora emérita del Sistema Nacional de Creadores de Arte del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha escrito ensayos y crítica teatral para las principales publicaciones culturales del país y ha recibido los premios Xavier Villaurrutia, Magda Donato, Juan Ruiz de Alarcón y el Nacional de Ciencias y Artes, la máxima distinción que confiere el gobierno de México a sus creadores. En el Fondo de Cultura Económica ha publicado las novelas La Plaza de Puerto Santo (1961), Carta de navegaciones submarinas (1987) y Almeida: danzón (1989). El presente volumen reúne una selección fundamental de sus obras teatrales.

LETRAS MEXICANAS

Los grandes muertos

LUISA JOSEFINA HERNÁNDEZ

Los grandes

muertos

Presentación

EMILIO CARBALLIDO

Prólogo

FERNANDO MARTÍNEZ MONROY

Primera edición, 2007

Primera edición electrónica, 2013

Fotografía de la autora: Archivo de la familia Hernández

D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1754-5

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

Presentación

Prólogo

I

El galán de ultramar

La amante

Fermento y sueño

Tres perros y un gato

II

La sota

Los médicos

Mondo y lirondo

III

El demonio chino

Capítulo aparte

IV

Los Dos Mundos

La Naturaleza

De lealtades y traiciones

Presentación

EMILIO CARBALLIDO

El galán de ultramar es el título de la serie de obras que aquí ocurren. De una manera ordenada y sorpresiva. Digo que es el título, aunque las obras son independientes; se trata de una saga en que cada cual acontece; esto es: presenta, abre y cierra de una manera sobresaltante; puede ponerse una de ellas, la que se quiera, y será una fuente de placeres teatrales, también de risa cuando llegue el momento de que las obras sean comedias.

¿Ha observado alguien que en nuestro país no existe ninguna serie como ésta?

Voy a preguntarlo con más fuerza:

¿Ha observado alguien si en el mundo se han escrito series de obras tan impresionantes, que digan tanto sin romper cadenas y que curiosamente cierren con gran energía y belleza?

Si es así, confieso que desconozco el mundo del teatro, pues nunca he visto a nadie que escriba con tal tino la serie de tanta gente encadenada y reunida por la sangre, el parentesco, las pasiones. En novelas, hay series famosas de Zola, y también lo escrito por Balzac.

La serie de El galán de ultramar es única en la historia del teatro mexicano y creo que también del teatro universal.

Ver cómo los personajes son concebidos, nacen, crecen, maduran. Pero esto no sucede en el vacío: pasa en una ciudad con todas las características de México en el sureste, con todas las dificultades de comunicación de la época, relacionadas con La Habana, más que con el Distrito Federal, y que cruza los tiempos durante medio siglo.

Es inolvidable: en la última obra todo es ligero y claro; pero los personajes están rodeados por indígenas semidesnudos, amenazados de muerte.

Viene después un díptico: Los Dos Mundos y Naturaleza, un cura y una joven ninfómana, que desde los 14 años o menos practica su afición. Tienen el encuentro más grave para sus vidas y terminan perdiéndose en la selva. El regreso, relacionado con sus hijos, es otra obra y otra historia pero se encadenan. Es el mismo sistema de las obras anteriores.

¿Qué más decir?

Luisa Josefina Hernández empezó a escribir muy joven; tiene una obrita corta que es el esquema de El galán de ultramar: Agonía.

Ha escrito narrativa, extraordinarias novelas que algunas han tenido una suerte muy extraña. Es dramaturga y es novelista, pero también ensayista; su don para el teatro no ha sido lo bastante admirado.

Aquí le ofrezco mi respeto, mi asombro, mi placer ante El galán de ultramar.

Prólogo

FERNANDO MARTÍNEZ MONROY*

Los grandes muertos es un alarde de virtuosismo surgido de la necesidad expresiva personal, más allá de la motivación anecdótica de encargo que Luisa Josefina Hernández asume como la causa por la que escribe la mayor parte de su dramaturgia.

Lo primero que debe destacarse es su postura vital: se trata de una autora a quien le interesa todo, sin limitaciones, sin prejuicios, que es capaz de penetrar los asuntos hasta encontrar en ellos el orden temático que lo valida todo ante la concepción humana; sólo así se comprende la energía con la que ha realizado una de las obras dramáticas temática y estéticamente más importantes en lengua española del siglo XX.

En una entrevista reciente se le preguntaba: ¿Cómo se realiza con plenitud un encargo?, a lo cual ella respondió:

La energía para realizar un encargo nace de una cierta disponibilidad y entusiasmo para resolver los problemas que se presenten. Se realiza con plenitud un encargo aceptando determinadas limitaciones y buscando el máximo resultado dentro de las libertades que sin duda se presentan.

Los resultados pueden no ser perceptibles para el espectador o el lector. Los procesos son distintos. Las limitaciones de los encargos suelen ser de tema, público, lugar, actores, presupuesto, recursos técnicos. Por ejemplo, La paz ficticia me la encargó el entonces Auditorio Nacional para festejar un aniversario de la Revolución mexicana, para un público de estudiantes de secundaria, un presupuesto amplio, un grupo de actores grande y un director ya contratado. Mis libertades eran inmensas: el abundante material histórico referente a la Revolución y sus motivos. Para mí no fue problema investigar un campo especialmente fecundo ni encontrar la saga del pueblo yaqui. Lo demás es técnica.

El proceso de escribir libremente es el más común; vienen las ideas, se adueñan de la imaginación, por fin se expresan en la forma que resulta más satisfactoria. Tanto un proceso como el otro son fascinantes.¹

Los grandes muertos es un conjunto de obras articuladas entre sí a la manera de un río por el que confluyen diversos caudales: algunos lineales, otros paralelos, algunos más transversales; concebidas como la exploración en busca del origen, de las causas y motivaciones temáticas recurrentes, expresadas por la autora en gran parte de sus obras. Los grandes muertos son los fantasmas cuyas voluntades y fantasías siguen nutriendo a través de las fantasías, decisiones y acciones de sus descendientes, voluntades invisibles a cuyo servicio cada miembro de una generación se convierte, en una dimensión, en vehículo para cumplirlas. Es a través del conocimiento de los ancestros como puede explicarse quién es uno, y aquí los ancestros están vivos, tratando de imponer sus afanes a la realidad, desatando cadenas que ni imaginan, creyendo ensayar la vida sin conciencia de que sólo es posible realizarla por una única ocasión.

La energía desplegada en todos estos dramas es extraordinaria; la asunción de las pasiones, la comprensión de los deseos, pero, por sobre todas las cosas, la mirada compasiva que define el carácter trascendente y universal propio de los grandes creadores.

De ellas sólo la tetralogía titulada El galán de ultramar (1999-2000), conformada por El galán de ultramar, La amante, Fermento y sueño y Tres perros y un gato y el díptico Los Dos Mundos y La Naturaleza, derivan unas de otras cronológicamente, en diferentes momentos, y tienen, por tanto, desarrollo lineal, definidas por un cuidadoso y depurado estilo realista. Las demás: La sota, Los médicos y Mondo y lirondo, han sido concebidas con una intención didáctica y muestran a los mismos personajes resolviendo asuntos en dimensiones diferentes de la vida, no ya en el mundo íntimo y personal relacionado con el orden cósmico universal, sino dentro de la dimensión social en la cual puede verse el presagio del movimiento revolucionario de 1910.

A continuación, en El demonio chino y Capítulo aparte hay una actitud gozosa en la contemplación de la naturaleza humana en donde los defectos y las excentricidades son asumidas como parte de la condición humana, con la que es posible aprender a vivir como las buenas personas, aquellas que gozan de cuando en cuando de noches de paz y de satisfacciones profundas.

Finalmente, el ciclo concluye con De lealtades y traiciones, concebida con la orquestación cuidadosa de todos sus elementos, traduciendo en la sutileza de las acciones íntimas de sus personajes la vibración armoniosa del transcurrir humano como una sinfonía donde el realismo muestra otras posibilidades.

En El galán de ultramar la autora recurre de nuevo al realismo, estilo dentro del cual ha realizado algunas de las creaciones más valiosas del teatro mexicano: Los frutos caídos (1957), Los huéspedes reales (1958), Las bodas (1991), Zona templada (1993). Dos mujeres, de distinta clase social, apasionadas por un mismo hombre, entran en un juego de corrupción vital que obedece a la confusión entre lo que es amor y las emociones de dominio, de sometimiento, de rencor y de venganza. Contemplamos momento a momento las equivocaciones cometidas, con la desesperación de quien atestigua actos definitivos que por un mecanismo de causalidad alcanzarán fatales consecuencias.

Cuando hablamos del realismo no sólo nos referimos a una actitud determinada frente a la realidad contemplada; específicamente nos referimos a la utilización de recursos técnicos en un sentido concreto para lograr el efecto característico de cada estilo y sus medios de estructuración concreta, a través de sus distintos géneros.

El galán de ultramar es una tetralogía trágica. La tragedia no es, como suele pensarse, un rango de superioridad artística, sino una manera compleja de entender la realidad. Todo gran arte requiere complejidad, pero es el punto de vista desde el cual el autor la conciba lo que da origen a los diversos géneros del drama.

En El galán de ultramar no estamos en el universo de Cumbres borrascosas sino en el de Ibsen de Juan Gabriel Borkman o el de O’Neill de El luto le sienta a Electra o en el de Electra de Sófocles, dentro de los cuales todo lo que ocurrirá tendrá origen en el carácter de sus protagonistas combinado con las circunstancias en que viven.

La ventaja de un ciclo de obras es que permite una visión panorámica que en un momento determinado explica y aporta luz sobre cada una de las partes del todo. En ella los personajes son fracciones de un mecanismo a cuya organización obedecen por la creencia de que el orden es ése, pero cuyas razones no siempre son claras en el tiempo de un solo drama.

En esta tetralogía vemos el carácter individual y a la vez el mecanismo, la manera como las decisiones de los seres humanos dependen de decisiones aprendidas de otros, a quienes no necesariamente se ha conocido. En suma, la consecuencia es el descubrimiento de un patrón, que no es la herencia, como buscaba Zola, sino una creencia aprendida que puede verse claramente en la trayectoria de Chona que repetirá Sofía, en la trayectoria de doña Dulce que de alguna manera se reproducirá en Chona a pesar del juramento de ésta:

DOÑA DULCE (riendo, a Juan José): Usted quiere llevarse a Chona, siempre lo supe… ¿Para qué?... ¡Dígame para qué!

JUAN JOSÉ: Mis intenciones son pedirla en matrimonio.

DOÑA DULCE: ¿Usted cree que sus intenciones son honestas?

Juan José se alarma, está a punto de decir que en efecto sus intenciones no son honestas.

DOÑA DULCE: ¿Qué tiene de honesto casarse? ¡Dígame! (Juan José baja la cabeza.) ¿Convertir a Chona en un pingajo es honesto? ¿Es decente? ¿Es noble tener una indiada de mujeres embarazadas como si todas fuéramos perras? ¡Lárguese! ¡Váyase con su honestidad a otra parte!

Chona se levanta a abrazar y a calmar a su madre, muy tierna.

CHONA: Mamá Dulce, no se ponga así por favor, cálmese.

DOÑA DULCE: ¿No me ves? Fíjate en mí y aprende. No tengo dientes, no tengo cuerpo, no tengo cabellos. ¿Así quieres verte?

CHONA: No llore. Yo no me veré así. Se lo prometo.

DOÑA DULCE: Yo no sabía esto, pero tú sí. Mira a tu padre, entero y fuerte. Y mírame, mírame, Chona.

Doña Dulce llora a mares […]

CHONA: Mamá Dulce. Te lo prometo.

DOÑA DULCE: ¿Qué? ¿Qué puedes prometerme?

CHONA: Que no me pasará lo mismo que a usted.

Esta escena, que desde la concepción romántica sería entendida como el momento en que una madre estigmatiza a su hija con una maldición que irremediablemente habrá de cumplirse, se ve equilibrada por la riqueza de la observación de las razones del carácter.

Chona terminará padeciendo en su cuerpo los estragos a que la lleva la relación con su marido (Fermento y sueño),² porque algo en ella quiere escapar y no parecerse a las mujeres que conoce. Cuando irónicamente pretende huir, desconociendo que en sí misma es distinta a su familia, queda atrapada, como Edipo, en el círculo vicioso de un problema que al no querer enfrentar lo conducirá directamente al acto del que intentaba huir. Cuando Chona pretende ser distinta es más igual a todas; cuando disfruta de los libros y traduce es más distinta que nadie.

La diferencia de este conjunto de obras con el ciclo de los Rougon Maquart de Zola, de principio es la intención estilística. Aun cuando Zola haya sido un autor más respetuoso de las necesidades de su material, es decir, de su carácter estilístico, que de la teoría y de los objetivos que perseguía,³ lo que en algunas de sus obras tuvo como consecuencia un desarrollo realista, Luisa Josefina Hernández no busca analizar las leyes de la herencia, sino dejar al descubierto los momentos en que las decisiones concretas de sus personajes dan origen a problemas posteriores y, aún más, la manera como esas decisiones afectan toda la cadena de personas que vendrán después y que tomarán a su vez sus propias decisiones.

Lo que queda claro en el mundo planteado por Luisa Josefina Hernández en El galán de ultramar es lo individual diferenciado de lo general: aquella dimensión en la cual todos son lo mismo, diferenciada de aquella en la cual todos son distintos, ambas modificadas por una tercera dimensión cultural, histórica o moral en la cual los individuos se agrupan por conjuntos: los ricos, los pobres, los hombres, las mujeres, los criollos, los indios, los negros, etc., y que caracteriza a esta sociedad.

Ese mecanismo resaltado aquí, mediante el cual el germen trágico pasa de una persona a otra y a otra y así hacia el principio y su derivación, guarda íntima relación con lo expresado en La flor amarilla de Cortázar: Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda.

Esa repetición es a fin de cuentas lo que posibilita lo universal, la dimensión en la cual todos somos lo mismo y que convive con las otras dos, la dimensión particular, aquella en la cual todos guardamos relaciones de semejanza y diferencias de acuerdo con el ámbito histórico, y finalmente la dimensión individual, aquella en la cual todos somos absolutamente distintos e irrepetibles.

La tragedia es el resultado de la alteración de un mecanismo de la realidad, no una teoría dramática ni mucho menos una visión occidental. Las obras se explican a partir del efecto que causan en el espectador porque a partir de esa intención se construye la estrategia.

La visión trágica es una manera compleja de percibir la realidad; no cualquier desgracia es dramáticamente trágica; la vida entera es trágica pero en la tragedia, como drama, es necesaria la comprensión y aprehensión del mecanismo universal para que sea tragedia; dramáticamente hablando, es necesario apuntar la responsabilidad que el individuo tiene en lo que le ocurre. Esto porque la tragedia, al igual que todos los géneros del drama, constituye un estímulo para reproducir en el espectador el efecto que el hecho trágico tendría en la vida. Si un autobús con cuarenta pasajeros volcara hacia el fondo de un barranco, el hecho en sí resultaría terrible pero sólo sería trágico, es decir, catártico, en el momento en que tuviéramos la posibilidad de comprender por lo menos algunas de las trayectorias vitales de los que allí viajaban. Es el descubrimiento de la responsabilidad y de la propia dimensión frente al funcionamiento cósmico lo que catartiza. Es la consecuencia de su responsabilidad lo que lleva a Edipo a arrancarse los ojos o a Joe Keller (All my Sons, A. Miller) a darse un tiro; lo terrible es el descubrimiento de lo que cada uno hace con arrogancia o con inconsciencia plena.

El autobús provoca la sensación de inocencia, de individuos asumidos como víctimas aunque la víctima no sea catártica; sobre su presencia se desata indignación contra la circunstancia que lo agrede, el pensamiento es que eso que le ocurre no debió haberle ocurrido pero no hay la asunción de su participación en el juego de la vida. Lo importante es entender que lo que ocurre sucede a partir de un error cometido por quien padece sus consecuencias.

La tetralogía comienza con la llegada de Juan José Fierro de Lugo, un apuesto y joven español que viene a trabajar a las haciendas de don Sebastián Santander. Cuando el extranjero acaba de desembarcar se produce un encuentro que resultará crucial en su vida: conoce a Amanda Baeza, una mestiza bellísima, sobrina de la dueña del burdel. Este encuentro (comparable con el de Macbeth y las brujas que vienen a desenmascarar su propio deseo) es más un reconocimiento de lo anhelado, de lo íntimamente conocido y cuyo encuentro en una persona constituye el milagro con el que comienzan los enamoramientos, la promesa de haber hallado al otro, quien es parte de uno mismo: Entre el español y la mujer se da una mirada atónita, la de una pareja aterrorizada del rostro que nunca se ha atrevido a soñar que fuera realidad.

Cuando el español pide matrimonio a Amanda ésta lo asume como la humillación más grande que podría padecer. Quiere, como querrá Chona, ser una mujer distinta de las otras mujeres que conoce. Hay en ella una necesidad tremenda de controlar la situación; también será ella quien compre para diferenciarse de las mujeres tanto del burdel como de las aristócratas que se venden en el hogar o en el prostíbulo. Ella es la amada pero dentro de su afán corrompe el amor: lo que ella y Juan José harán es realizar hasta donde les sea posible una fantasía, es decir: elaborar una imposibilidad que se mide por sus consecuencias. Su entrega tiene más de fantasía de pertenencia y abandono de lo que son que de entrega amorosa. Convierten el milagro de su encuentro en una imitación del amor.

Por otra parte Chona decide que su padre arregle, sin más, su boda con el español. Lo decide porque sabe que nada le será negado, y pese al hecho de haber sido rechazado por Amanda, y por miedo a perder la posición anhelada, él acepta.

Por su parte, Amanda es consciente de las ventajas sociales que le acarrearía a Juan José el matrimonio con Chona, sabe que su relación es la mina social para él y sabe, como su tía, que está frente a un hombre pobre que ama la ropa. Tiene una antigua rivalidad con Chona, quien desde su posición la ha humillado al pasar por su casa y escupir frente a su ventana, pero Amanda misma se siente humillada y ofendida por su propia circunstancia de vivir en el paraíso creado junto al burdel.

Por eso cuando Juan José le propone matrimonio asume que hay algo de favor en ello y pervierte la situación al preguntarle: ¿Podría soportar que lo comprara yo? Y él estaría dispuesto a todo, a negarse a sí con tal de estar con ella. Esto es lo que resulta trágico porque se trata de un remedo del amor, pero el amor nunca es motivo trágico. El amor implicaría, fuera de todas las fantasías con las que se le cubre, la compasión, la generosidad con uno y con el otro. Se está realizando la forma, pero no la esencia. Amanda, lejos de una entrega, exigirá sumisión, renuncia; justamente lo que ella desde el principio no está dispuesta a dar. Exige pruebas de ser amada. Quiere estar segura de que vale, a través del valor que el otro le otorga, a través de sus actos; esto es un acto de irresponsabilidad consigo misma.

Juan José padece el mismo síntoma: el de anularse para ser aceptado. Ella se siente anulada y exige la anulación. Su idea de valor depende de otros. Juan José se siente ínfimo ante ella, al reconocer que en contra de su idea de sí mismo él no tiene nada que ofrecerle. Es la sensación del encuentro y lo que cada uno percibe del otro lo que los acerca, pero no están estableciendo una relación de iguales sino de inferioridad mutua. Lo que podría ofrecer es dinero y ése es el terreno donde Amanda y Chona triunfan; él no lo tiene y lo desea; por lo tanto, él será el objeto en venta.

Amanda se siente poseedora, como Chona, de un sino funesto que lo afectará. Considera que podría ser su ruina social, contagiarlo de su estigma y aunque no podría aceptarlo como inferior, necesita imponerse como superior.

Por su parte, Chona pedirá a su padre la realización de una fantasía: quiere que el señor Fierro de Lugo se case con ella, a lo que él responde en un afán de demostrar, a través de una idea de cariño, su necesidad de omnipotencia: Bueno, en principio no quieres un imposible, las cosas son muy fáciles. Juanito no puede aspirar a nada mejor… En este alimentar los caprichos de la hija hay también una equivocada idea de amor pues si lo responsable sería señalarle los límites entre lo que se puede y no se puede hacer, él no se atrevería a negarle nada aunque esto sea el principio de su destrucción. Él entonces queda bien ante su hija y ante la propia idea de sí mismo, pero se ha convertido en cómplice de un acto funesto. No es el mismo destino que desea para Agustina, su otra hija; no le afecta si Chona se casa y se casa mal; sí le importa en cambio que Agustina se case: ¡Habráse visto gorda tan loca! Loca pero no tonta; sabe que para casarla se necesita mucho. Donde me pida una hacienda y yo se la dé… ¡se casa! Esto, aunque la petición de Agustina sea rebajadora. De alguna manera don Sebastián no quiere para Agustina lo que acepta para Chona. En ambos sentimientos hay culpa de no haberse ocupado de ellas y sensación de que son incapaces de lograrlo a través de sus propios recursos.

Mediante el chantaje don Sebastián logra que su empleado acepte casarse con su hija: Entonces ya sabes que eso del amor es una tontería. El amor, evidentemente, es una experiencia estorbosa para quien actúa sin límites; el amor limita porque respeta, y nadie que tenga la fantasía del poder necesita del amor. Ésta en sí misma es una actitud transgresora, aun dentro de la moral masculina, de acuerdo con la época, pero perturbadora del flujo natural. Su actitud carente de amor hacia su esposa termina por aniquilarla; en ese sentido sí le resultan mejor opción las indias.

Chona asume que su matrimonio y elegir al hombre que desea son una cuestión de derecho. El asunto de los derechos se vuelve muy importante como concepción de la realidad por muchas razones: en primer lugar porque su derecho no la autoriza a pasar por encima de los otros; en segundo lugar porque el derecho no es algo que se otorgue sino que se asume, pero para ello es necesaria la conciencia de que se tiene; por lo tanto no era necesario imponerlo ni arrebatarlo; en tercer lugar quien piensa en exigir sus derechos parte de que no los tiene, y pensar que es preciso arrebatar a la vida lo que de ella podría tomarse con el solo hecho de hacerse responsable es la actitud veleidosa de quien se siente desposeído.

Es en este aspecto donde se ubica uno de los errores claves de los personajes trágicos, que consiste en confundir lo histórico, lo cultural y la moral con la ley causal que rige el universo, la ética.

Ambas mujeres triunfan en conseguir sus fantasías, pero aunque fantasear es un paliativo contra el orden de la realidad, el juego de realizar la fantasía termina siendo siempre la transgresión máxima. Un personaje es trágico cuando pretende imponer su idea de orden por encima de la ley universal; ambas mujeres expresan sin pudor su fantasía y sin prudencia alguna tratan de imponerla; ambas ganan en venganza y consiguen humillación: "¿Quieres ser mi dueño, recibir regalos míos y no dármelos, entregarme tu vida secreta, tus pensamientos, todo lo que sientas y sueñes? (Juan José enmudece.) Estás pálido de miedo".

Lo peor de todo es que Juan José Fierro de Lugo cometerá una serie de acciones que él mismo juzga innecesarias. Tal es a grandes rasgos el planteamiento de esta saga, que siempre merecerá un estudio más extenso que el que permite el espacio de este prólogo.

El estilo empleado en el grupo de textos al que pertenece Mondo y lirondo es absolutamente diferente al de las obras realistas. En éstas la dimensión social irrumpe para dejar a un lado el carácter y mostrar el mecanismo social y racial que en los otros dramas estaba sólo como telón de fondo. En estas obras aparecen conceptos como explotación, abuso, desigualdad, injusticia, que en El galán de ultramar formaban parte del mundo retratado, del ambiente.

Aquí las circunstancias y el entorno son protagonistas. Los descendientes de aquellos que vimos antes contemplan un problema de siglos que ha comenzado a tener consecuencias funestas para los propios indígenas y negros. Su situación privilegiada marca una de las circunstancias del juego; son personas con conciencia social que ayudan en la medida de sus posibilidades, que están viendo la destrucción de su mundo pero que, sobre todas las cosas, forman parte de esa realidad planteada. Ellos llevan la mejor parte en un problema vergonzoso, han vivido de él, su posición forma parte de esa estructura que es México: un país racista y clasista en el cual la realidad aristocrática, la del poseedor, convive con la del explotado y la del desposeído.

Esta situación ya había sido tocada antes por la autora en obras como La fiesta del mulato o La paz ficticia. Se ve de todo: la infamia misma de la conciencia de ambas partes, indígenas que en la ignorancia de su dignidad tratando de salvarse de sus perseguidores encuentran muertes absurdas porque absurdo es el mecanismo social anclado en el medievo.

De acuerdo con el espíritu didáctico, el triunfo del poderoso sobre el sufrimiento del oprimido es lo que llevará a concluir la necesidad imperiosa de un cambio, que en pleno 1909, año en que transcurre la obra, es ya inminente.

De lealtades y traiciones (2002) es el más reciente texto dramático de la autora, también realista pero de otro estilo más apegado al realismo chejoviano, realismo intenso cuya acción está compuesta, sobre todo, de movimiento interior.

Seis mujeres reunidas en la sala de espera de un hospital, a raíz del infarto cerebral de una parienta cercana, analizan la existencia de la moribunda y la suya propia, como ocurre siempre que la muerte ronda a nuestro alrededor. Toda la vida de estas mujeres pasa ante sus propios ojos en unas cuantas horas. Lo más impresionante es el retrato de carácter que la autora logra, a partir del cual la condición humana muestra su grandeza tanto en su fuerza como en su debilidad.

La observación del carácter es el motivo estructurador alrededor del cual se van devanando los hilos temáticos. Con sabiduría, la autora logra un equilibrio absoluto de fuerzas ya que, igual como sucede en la vida, los personajes, que concebían parcialmente a los otros, obtienen una imagen desconcertante por la cantidad de actos de muy diversa condición de los que es capaz un solo ser humano.

El diálogo es brillante, cargado de sutilezas, de sentido común, de tal manera que quien lo escucha no puede sino comprender sus propios procesos familiares. Las lealtades del afecto y las traiciones que cada uno como hijo ha de cometer para librarse de la influencia paterna. No por tratarse de una traición en sí, sino porque como traición es asumida por quien educó con la idea de dar lo que consideraba lo mejor, aunque sin la conciencia de que lo mejor para el padre es lo mejor para vivir su vida, pero no necesariamente lo es mejor para el hijo. Esto que podría ser tan claro y tan fácil de comprender nunca es, sin embargo, asumido de la misma manera. Los personajes comprenden, pero la comprensión no los libra del rencor, de la ira, de la desilusión que causan las acciones de los otros, tan diferentes a nuestras expectativas acerca de ellos.

Otro rasgo interesante es el hecho de que estas mujeres son, en sí mismas, seres brillantes: una poetisa, una diputada, una monja con alto rango eclesiástico a la vez que varios grados académicos, con la carga de un hermano con leve retraso mental. Seres que ostentan sus fortalezas y para quienes su humanidad no deja de ser un lastre, una atadura con la realidad, tan lejana por momentos de su propia autoimagen. Se trata de una obra cargada de dolor en la tradición del más intenso O’Neill; no hay aquí autocompasión sino el dolor de la conciencia que ocupa su lugar más allá de los inconfesables deseos de cada uno.

La obra pide de su espectador disposición para comprender, para soportar lo crudo de la naturaleza humana, capacidad para apreciar la sutileza, serenidad para tomar conciencia de su propio proceso vital. Pero lo que proporciona no es poco: la experiencia compasiva de una comunión profunda, la de sentirse igual a otros y, por lo tanto, unido a todo. En suma, la experiencia ritual del teatro, de la que tanto se habla, pero que pocas veces se alcanza.

Ciudad de México, enero de 2007


* UNAM/Universidad Complutense de Madrid, teórico del drama y director teatral; profesor de teoría del drama en la Facultad de Filosofía y Letras, el Centro Universitario de Teatro y la Escuela Nacional de Arte Teatral del INBA.

¹ Sergio Martínez Estrada, El mundo de Luisa Josefina Hernández, en Sábado, núm. 141, suplemento cultural de Unomásuno, 8 de octubre de 2005, pp. 1 y 4.

² El contenido de esta obra había sido desarrollado con otro tratamiento pero durante el mismo momento anecdótico en Agonía (1951), pieza en un acto, prólogo de Till Ealling (Efrén Hernández), América, 65, abril, pp. 95-110. En esta obra ya aparecen los nombres de Chona y Romana.

³ Me propongo investigar de qué modo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, expansionándose para dar nacimiento a diez, a veinte individuos, que parecen, a primera vista, sobremanera distintos, pero que el análisis nos muestra íntimamente ligados los unos a los otros. La herencia tiene sus leyes, como las tiene la gravedad. Procuraré encontrar y seguir, al resolver el doble problema de los temperamentos y de los nervios, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga en mi poder todos los hilos, cuando se halle en mis manos un grupo social entero, presentaré este grupo trabajando como actor de una época histórica. Lo crearé actuando en toda la complejidad de sus esfuerzos, y analizaré a la vez el caudal de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto. Émile Zola, La fortuna de los Rougon, México, Málaga, en Obras, vol. I, 1950, p. 9.

⁴ Este encuentro ocurre en otras obras de la autora tanto en novelas como en teatro (Nostalgia de Troya, Las bodas, Zona templada), pero es la primera vez que se muestra dentro de un planteamiento trágico.

I

El galán de ultramar

PERSONAJES

GERVASIO, 21 años

CHONA, 17 años

AGUSTINA, 16 años

ROMANA, 17 años

JUAN JOSÉ FIERRO DE LUGO, 26 años

DON SEBASTIÁN SANTANDER, 50 años

DOÑA DULCINEA BRITO DE SANTANDER, 33 años

AMANDA BAEZA, 22 años

DOÑA FRANCISCA BAEZA, 55 años

ABELARDO RAMPA, 20 años

QUINTILIO, 18 años

DON GERVASIO CABRERA, 52 años

MONSA, 40 años

Época, 1862.

Provincia del Sureste, Golfo de México.

• • •

ESCENA I

Una ventana larga y angosta, con persianas y poyo, enrejada. Un pretendiente se agarraría de los barrotes en forma típica; la novia se sentaría en el poyo o se subiría en él. Son las nueve de la noche. Campanadas. Poca luz. En este momento se oye la voz de un hombre joven: Gervasio Cabrera. A esta voz acude Chona, quien estaba muy cerca, esperando. Se sube al poyo. Chona es rubia, de ojos azules, con belleza de ángel. Está descalza y viste un camisón blanco bordado.

GERVASIO (quedo): Chona. Chonita.

CHONA: Aquí estoy.

GERVASIO: Chonita, saca la mano.

CHONA (juguetona): No me cabe.

GERVASIO: No toda, el anular y el meñique. Así... ¿Ya sentiste?

CHONA (mete la mano, la mira): Un anillo de compromiso. Es muy bello, Gervasio. Tiene muchos diamantes. (Se ríe.) Qué bueno que tu papá es rico. (Risas de ambos.)

GERVASIO: ¿De veras te gusta?

CHONA: Me encanta, lo adoro. (Casi brinca en el poyo y se besa la mano.) Me lo voy a poner para dormir. No sé qué diría papá. (Se ríe.) Y la pobre mamá Dulce...

GERVASIO: Creo que no es necesario tanto ocultamiento. Mi padre va a pedir tu mano, ya me lo prometió.

CHONA: Gervasio... mi papá va a decir que no. Está empeñado en no tener mestizos en la familia, como si fuera un pecado.

GERVASIO: ¿De veras es sólo eso? Me parece tan poco...

CHONA: Poco no es.

GERVASIO: Pero nuestras familias son tan unidas... ¿Tú crees que tampoco permitirá que se casen tu hermano Sebastián y mi hermana Julita?

CHONA: Son niños.

GERVASIO: Eran. En menos de tres años podrán casarse.

CHONA (a quien eso no le interesa): Bueno, ya se verá entonces. Gervasio, ¿no puedes esperar unos meses?

GERVASIO: No. Ya esperé un año. Ya nos conocimos con la reja, la persiana y la contraventana de por medio. O ya no nos conoceremos nunca.

CHONA: ¿Por qué dices eso?

De pronto se oye una voz espesa y más lenta que la de Chona; es Romana. Viste huipil y fustán. En este momento un huipil sencillo para dormir. Lleva un quinqué.

ROMANA: ¡Chona! Te va a oír mamá Dulce. Está parada en la ventana del otro cuarto.

CHONA (a Gervasio, apresurada): Vete, Gervasio. Atraviesa la calle, ya sabes que mamá se enferma.

Baja de la ventana y le enseña a Romana el anillo. Romana lo ve con atención.

ROMANA: Es muy caro. Guárdalo bien.

Ahora otra voz. La bella voz fuerte de Agustina.

AGUSTINA (irónica): ¿Estás comprometida para casarte, tonta?

CHONA (con desprecio): Creo que no. Lo de tonta, lo veremos.

AGUSTINA: Se lo voy a contar a papá.

CHONA: ¿Sí? Hazlo, por mí...

ROMANA: Cállense. Es muy tarde, tienen todo el día para pelear.

De pronto, la voz perturbada, ligera como un perfume, de doña Dulce.

DOÑA DULCE: ¿Por qué hablan las paredes de esta casa? ¿Con qué derecho hablan de matrimonio las paredes de esta casa?

Doña Dulce calla. Las tres muchachas apagan el quinqué. Se supone que van a sus hamacas, nada de eso se ve. Pero se oyen los ecos de esa casa; llanto lejano de niños, voces indias consoladoras, pasos, grillos, cigarras.

ESCENA II

El muelle. Una plataforma con un pedacito de mar. Acaba de bajar de un barco un hombre de veintiséis años. Es un español de clase alta, hermosamente vestido con chaleco, levita, camisa blanquísima, corbata, etc. Todo es de tela muy delgada por la intensidad del calor. Lleva en la mano un maletín de viaje y a su lado está un cofre de tamaño grande que puede adivinarse lleno de ropa de lino, zapatos hechos a la medida, toda la ropa que necesita un señor para arriesgarse en un país que no conoce, aunque ha viajado, motivo mayor para distanciarse. El atractivo de este hombre es evidente pero nada dice de su carácter. Quizá luego lo conoceremos.

Se acerca una mujer joven; apenas llega a los veintidós años; es notablemente bella, lleva alhajas, el abanico colgado del cuello: todo es seda, batista, popelina; se envuelve en una espléndida mantilla negra. Con ella viene Quintilio, negro afeminado, apenas pasa de los dieciocho años; lleva un misal y un banquito. Vienen de misa y sin embargo hay en ellos algo que no es devoto, algo que no conoce leyes ni escrúpulos. Quintilio viste un pantaloncillo rayado, ajustado al cuerpo, hasta la rodilla; un blusón de la misma tela, bastante corto y va descalzo.

Entre el español y la mujer se da una mirada atónita, la de una pareja aterrorizada del rostro que nunca se ha atrevido a soñar que fuera realidad. Ella aminora el paso y casi se detiene.

QUINTILIO: Niña Amanda, ¿qué ves? ¿Qué me dijo tu santa tía Francisca? ¿Qué te ha dicho de los hombres?

AMANDA (mirando al español): No recuerdo. Nunca ha dicho nada.

El hombre le hace una inclinación de cabeza y se quita el sombrero.

AMANDA (fascinada): ¿Quién es usted? ¿Lo conozco?

JUAN JOSÉ: Juan José Fierro de Lugo, para servirla.

A Amanda le hace brincar el corazón la voz hispana, el acento. Los ojos se le nublan de lágrimas.

QUINTILIO: Niña, ¿te está dando algo? Ni pienses que aquí te deje para buscar ayuda. Contigo salí de casa y contigo regreso. No la sueltes, dijo tu tía Francisca.

JUAN JOSÉ (también sacudido): ¿Puedo ayudarla en algo?

AMANDA (con esfuerzo): No sé qué me pasó, usted disculpe, fue un... yo no sé.

QUINTILIO: Fue el tiro de gracia. Muchas cosas te han pasado, faltaba ésta.

AMANDA: ¿Llega usted de ultramar?

JUAN JOSÉ: Sí. De ultramar.

QUINTILIO: Qué bello es este hombre, ¿no es verdad, niña? Puede verse, pero yo a ti te llevo a casa por la fuerza. Con permiso, caballero.

AMANDA (con la voz temblorosa): Hasta luego.

JUAN JOSÉ: Hasta entonces, señora.

Hace una inclinación. Quintilio en efecto se la lleva, pero sin tocarla. Va meneando la cabeza como si recordara una suma de prohibiciones. Se cruza con ellos don Sebastián Santander, también español, pero llegado a México de niño; no tiene acento, pero sí una cadencia distinta de la de los nacidos en suelo americano. Lleva una buena filipina, con un botón de oro en el cuello; su ropa no está bien planchada y su sombrero de jipijapa no es nuevo, pero no por ello deja de ser un hombre rico y lo proyecta. No tiene educación, pero es simpático; siempre se hará perdonar sus injusticias y sus arranques de mal humor porque es generoso de dinero y de alma; suele comprender a fondo las debilidades ajenas.

Don Sebastián Santander ha mirado a Amanda con atención. En esta ciudad tan pequeña, él seguramente sabe quién es. Amanda no lo mira. Quintilio pone cara de negro esclavo y tampoco lo mira.

DON SEBASTIÁn: Soy Sebastián Santander. ¿Será usted por caso mi nuevo administrador?

JUAN JOSÉ: Juan José Fierro de Lugo, a sus órdenes.

DON SEBASTIÁN: Hombre, encantado de conocerte, llegas muy a tiempo, tengo una maraña de números, pérdidas, ganancias y extravagancias, que no puedes imaginarte; tengo tres haciendas que me fastidian más que tres esposas y algo así como treinta y seis casas. De aquí que necesite tus servicios. De plano te digo: donde hay un negocio, yo lo hago. Pero luego no sé qué sigue.

Juan José ríe. Ahora sabemos que es amable, fino, bien intencionado.

JUAN JOSÉ: Para eso vine, don Sebastián, yo encantado. ¿Quiere usted ver los papeles que acreditan mi profesión de administrador?

DON SEBASTIÁN: Para nada... ¿tú crees que a mí los papeles me hacen algún efecto? Si tienen letras francamente me dan miedo. Pero según me dijo mi hija Chonita, quien me escribe las cartas, estudiaste administración en París y en Filadelfia. A ella sí le encanta leer. Oye, ¡qué educación más cara! ¿No te parece?

JUAN JOSÉ (en tono discreto y verídico): En ella se gastó el último centavo de mi familia. Además, ni mis primos ni yo podemos regresar a España porque somos republicanos.

DON SEBASTIÁN: ¿Nobles y republicanos? Bueno, no te preocupes, cada quien hace sus disparates. Aquí encontrarás trabajo, casa y todo lo que quieras. Y por tu sueldo, no sufras. Siendo quien eres, tendrás más de lo que piensas.

JUAN JOSÉ (contento): Gracias, don Sebastián. Es usted quien yo esperaba.

DON SEBASTIÁN (riendo): Vamos a ver si doy la medida. Enseguida viene mi cochero por tu cofre. Oye, ¿no estabas hablando con esa muchacha Amanda?

JUAN JOSÉ (seguro de sí mismo): Así es. Fue un encuentro casual.

DON SEBASTIÁN: Es una rosa, sobrina de doña Francisca Baeza, dueña del burdel. (Juan José tiembla, pero no pregunta.) Pero ella no es puta. Su tía es una vieja tremenda. Catalana como yo. Endemoniada. Ella y su hermano llegaron aquí hace como treinta años. Él se fue a Puebla y ella se dedicó a hacer dinero. El hermano murió por allá y le mandó a la hija. Mestiza, como puedes ver. Doña Francisca la adora, hasta dividió su casa en dos. Ahora se llama Los Dos Mundos: un paraíso para Amanda y un infierno para las otras.

Van saliendo, queda el cofre, luz sobre el cofre.

JUAN JOSÉ: Un paraíso y un infierno.

Entra Abelardo Rampa. Cochero, veinte años. Su clase es superior a la de un mozo de hacienda; por lo tanto, lleva botines. El resto de la indumentaria es tan ligera como el calor se lo permite. Sombrero de paja adornado con una cinta roja, eso sí, de pura alegría. Trae un carrito primitivo para subir el cofre, lo cual hace con destreza.

Sale. Oscuro.

ESCENA III

Un piano. En el banquito está sentada Agustina Santander. Toca a Waldteufel con verdadera dedicación y con violencia.

Entra por el foro Abelardo Rampa. Mientras habla se sopla con su sombrero.

ABELARDO: La niña Agustina se parece a su papá; eso no es ventaja para una muchacha. Pero eso no es lo más grave. Está pasada de peso y además desde hace dos o tres años sufre de una enfermedad que no han podido curarle; se le inflaman los pies, las piernas y el cuerpo de tal manera que prefiere pasar el día en bata y chancletas. Aunque despierte un poco esbelta, sus inflamaciones crecen durante el día; ya en la noche casi se ha duplicado de tamaño; tiene problemas para vestirse y calzarse. Cualquiera que toque el piano como ella va a las fiestas, pero sólo toca y no baila. Yo soy el cochero, Abelardo Rampa, y aunque no parezca, esto es asunto mío y muy mío porque casi siempre la invitan con todo y piano y yo la transporto: a ella en el coche y al piano en una carreta. Y los traigo de regreso. Ustedes dirán.

Sale Abelardo Rampa.

Aparece Romana, de huipil y fustán, chancletas como las de Agustina, el pelo recogido en un moño alto, su rostro moreno y limpio. Usa alhajas a diario, cadena larga hasta la cintura con medalla de oro, un rosario de oro y corales, aretes, pulseras. Es la imagen de la muchacha indígena crecida en las casas ricas de la época. Desde que nació vive en esta casa y en forma natural maneja las intimidades de la familia.

ROMANA (con el trapo de sacudir): No toques tan fuerte, está durmiendo mamá Dulce.

AGUSTINA: Ay, por Dios. Ya he llevado el piano a todos los cuartos de la casa y siempre hay un inconveniente, que si mamá Dulce, que si mis hermanitos; que todos tienen sarampión o que llegó papá Sebastián y está enojado. (Pausa.) ¿Ya llegó aquél?

ROMANA (sacude partituras, papeles, etc.): Llegó. Sí.

AGUSTINA: ¿Es joven?

ROMANA: Sí. Yo no lo vi. Lo vio Chona, estaba en la persiana.

AGUSTINA (furiosa de pronto): ¿Por qué? ¿Por qué lo vio Chona? ¿Por qué no lo viste tú o yo? Para espiar detrás de una persiana no se necesita ser rubia ni esbelta; se puede ser gorda, mal vestida y andar en chancletas. Y mal peinada y prieta.

ROMANA (con la mayor tranquilidad): Lo del peinado tiene remedio. Lo de prieta no es verdad; tienes un morenito lindo, como el de papá Sebastián.

AGUSTINA: No me consueles... ¿Cómo es él? ¿Qué dijo Chona? Prendida en la persiana como si no tuviera novio.

ROMANA: Mientras papá Sebastián no dé su autorización, no tiene novio. Dice Chona que ese hombre es un... galán.

AGUSTINA: ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que anda de gira en una compañía teatral?

ROMANA: No. Va a trabajar en las haciendas con papá Sebastián. Todos los que van a las haciendas duermen la siesta con las indias.

AGUSTINA: De lo que te perdiste por haber nacido junto a nosotras. Bueno, ¿es guapo o no?

ROMANA: Es guapo. Pero nadie sale ganando con eso, es más bien una desgracia. Sobran mujeres. Mamá Dulce dice que sería bueno mandar fusilar a todos los guapos.

AGUSTINA: No veo por qué. Papá Sebastián no es guapo.

ROMANA: Pero es muy bandido con las mujeres. (Agustina ríe.)

AGUSTINA: Eso quiere decir que mamá piensa que papá es guapo.

ROMANA: Si fuera guapo, ¡qué sería de este pueblo!

AGUSTINA: ¿Qué sería? Ya es. Todos son mis hermanos. Los mozos, el carpintero, el jardinero, las vendedoras del mercado, la que vende alfeñique. Todo el mundo. La sangre no llama, repele. ¿Es alto?

ROMANA: Es alto, apenas moreno, bien vestido.

AGUSTINA: ¿Cuándo viene a comer? (No espera respuesta.) Quiero una cosa, sólo una cosa: que Chona se comprometa con Gervasio.

ROMANA (meneando la cabeza): Si Chona quisiera convencer a papá...

AGUSTINA: Si Chona quisiera convencer a papá... pero no quiere, ya te diste cuenta. Gervasio quiere, ella no. ¿No es eso?

ROMANA: No sé.

AGUSTINA: Sí sabes.

Romana se sube de hombros; Agustina a tocar el piano con fervor.

VOZ DE DOÑA DULCE (imponiéndose apenas): Agustina, por favor. El santo no está para procesiones.

Agustina toca más quedo.

AGUSTINA: Estoy muy triste. De verdad.

Oscuro.

ESCENA IV

Cuatro mecedoras. Están ocupadas por don Sebastián, Juan José Fierro de Lugo, Chona y Agustina, esta última con un apresurado saco de lino que la cubre toda y con chancletas. Chona, elegante, con las trenzas recogidas, bella y con el rostro perturbado.

DON SEBASTIÁN: Bueno, Juanito, pues ya conoces a mis hijas mayores. Después de ellas, ¡el diluvio! Son doce por todos. Tres varones, nueve hembras; la más chica tiene cuatro años. Mi mujer tiene mala salud, de modo tal que tengo una flota de amas de llaves, nodrizas y, claro, profesores. Sebastián, el que sigue de Agustina, forma frente común con Julita Cabrera, quien siempre ha venido aquí a tomar sus clases. Los de en medio son dos varones y dos chiquillas. Eso es un desastre, no quieren aprender nada. Y déjame que te diga algo: inteligentes no son; y las chiquillas parecen muchachas. Lo compensan sin embargo: todos ellos quieren trabajar. Los puede uno llevar a las salinas, a recoger cocos, a salar pescado y trabajar de sol a sol. Así era yo.

JUAN JOSÉ (riendo): A esos ya los conozco. Son simpatiquísimos.

DON SEBASTIÁN: Serán ellas. Ellos son unos asnos. Ese infeliz de Tadeo ha hecho una rabieta fenomenal porque no quiere ponerse zapatos. (Se sube de hombros.) Bueno, pues que no se los ponga. Se le van a agrandar las patas y luego, cuando se los hagan a la medida, los va a pagar él. Yo no, te lo juro.

Juan José ríe. Verdaderamente se siente cómodo.

JUAN JOSÉ (a las muchachas): ¿Y las señoritas nunca van por las haciendas?

CHONA (seria): Vamos cuando hay quien cuide a mamá. Hacemos allá las fiestas.

AGUSTINA: Muy seguido. Doce cumpleaños, más los de mis padres, Navidad y Pascuas de Resurrección.

JUAN JOSÉ: ¿Está enferma la señora Santander?

DON SEBASTIÁN: No. Está loca y eso no es

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1