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Obras, I: Dramaturgia y teoría escénica
Obras, I: Dramaturgia y teoría escénica
Obras, I: Dramaturgia y teoría escénica
Libro electrónico766 páginas10 horas

Obras, I: Dramaturgia y teoría escénica

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La presencia de Héctor Azar en la escena teatral de nuestro país es incuestionable: maestro de la expresión y de los géneros, es también innovador del lenguaje escénico. La presente compilación, publicada en dos volúmenes, reúne por primera vez su dramaturgia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624598
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    Obras, I - Héctor Azar

    días.

    I. DRAMATURGIA

    La Appassionata

    TRAGICOMEDIA EN UN ACTO

     [1958] 


    PERSONAJES

    GAUDENCIA o GARDENIA, la madre

    FRANCISCO o SAGITARIO, el padre

    FLORALINDA, la hija adolescente

    LEVANTINA, MARCHITANIA y MODESTINO, hijos menores

    PIROPO, el amigo adolescente de Floralinda

    DOÑA CANGRINA, vieja de la vecindad

    RAÚL, joven, amigo de la familia

    TRES MUJERES, plañideras enlutadas

    EL ÁNGEL NUNCIO

    CANARIO, el hijo preferido

    LA CALAVERA CATRINA

    En el interior de una vivienda en una casa de vecindad; cuarto comedor-cocina: una mesa al centro, seis sillas, una cómoda y sobre ella una pequeña estufa de petróleo con ollas humeadas; un trastero y útiles, una ventana. Ciudad de México.


    SAGITARIO.—(Entra.) Gaudencia, ponte tu vestido nuevo porque te voy a pegar. (Coge un periódico y se sienta.)

    VOZ.—(Desde afuera.) No te lo pongas, Gaudencia, que te mataron a tu hijo por andar de putañero. ¡Cómo se saló la vida el pobre muchacho! ¡Cómo se la saló!

    FLORALINDA.—(Entra.) Buenos días, don papagayo, ¿cómo le amanecieron los bigotes?

    SAGITARIO.—Mejor... (Sin darle importancia.)

    FLORALINDA.—(Se acerca a él y le quita el periódico.) Me gusta que me hagan caso, ¿no lo sabe?

    SAGITARIO.—Maldita escuintla, dame acá eso.

    FLORALINDA.—(Huidiza.) ¿Y mi abuela...? Voy que le salieron granos cuando te tuvo.

    SAGITARIO.—¡Dame ese periódico, te digo!

    FLORALINDA.—Se lo doy si me promete leerlo al revés.

    SAGITARIO.—Te lo prometo.

    FLORALINDA.—Tómalo. A leerlo al revés, conste.

    SAGITARIO.—Claro, sirve de que así me caigo.

    FLORALINDA.—¿Qué te caes? ¿Dónde?

    SAGITARIO.—En la mierda, zonza, ¿no me ves? Ja, ja, ja...

    MODESTINO.—(Entra.) Floralinda, dejó dicho mamá que si te habías lavado los ojos.

    FLORALINDA.—Desde anoche. Vete. (Sale Modestino. Pausa.) Papá...

    SAGITARIO.—Humm... (Leyendo el diario.)

    FLORALINDA.—(Suavemente.) Papá, dime si soy una muchachita seria.

    SAGITARIO.—No preguntes bobadas.

    FLORALINDA.—No, es que quiero tener novio...

    SAGITARIO.—Déjalo que llegue y después a ver qué pasa.

    FLORALINDA.—Soy una señorita. Mis hermanas a mi edad ya se habían casado.

    SAGITARIO.—Desde antes ya eran unas güilas.

    FLORALINDA.—Pero están casadas; por lo bajo están casadas.

    SAGITARIO.—No me las recuerdes, que se me enchina la sangre.

    FLORALINDA.—(Brusco cambio.) ¡Malvado! Tú eres un malvado con nosotros, ni siquiera un beso nos das...

    SAGITARIO.—Lo que se merecen. Y para qué quieres que los bese, dicen que apesto a cigarro y eso es mal ejemplo.

    FLORALINDA.—(Reclamándole.) También es mal ejemplo que le pegues a mamá.

    SAGITARIO.—Eso no, porque a ella le gusta.

    FLORALINDA.—¡Tienes dientes de burro y cabeza de alcornoque! (Se va.)

    SAGITARIO.—¡Y tú, cara de pañal zurrado, babosa!

    GARDENIA.—(Entra con unos paquetes en la mano y cubierta la cabeza con un velo de misa.) Por favor, Sagitario, ¿qué te pasa? Desde que Dios amanece lo apantallas. ¿Es posible?

    SAGITARIO.—¿A qué horas se desayuna en esta casa y dónde diablos andabas?

    GARDENIA.—(Con desenfado.) Salí a comprar unos tamales.

    SAGITARIO.—¿Y para eso tanto tiempo?

    GARDENIA.—Es que también busqué a Canario, pero no lo encontré. (Empieza a disponer la mesa.)

    SAGITARIO.—Vieja payasa...

    GARDENIA.—Es mi gusto, ¿no?

    SAGITARIO.—Para lo que me importa.

    GARDENIA.—Claro. A ti no te importa nada. El muchacho ya no viene a casa y él tendrá sus razones. Eso es.

    SAGITARIO.—¡Y vaya que las tiene!

    GARDENIA.—Por eso hay que convencerlo.

    SAGITARIO.—(Convincente y definitivo.) Pero si tú misma lo enterraste, condenada. ¿Hasta cuándo entenderás?

    GARDENIA.—¿Hasta cuándo entenderás tú, Sagitario? Ya te dije infinidad de veces que el que iba en la caja no era Canario, sino un amigo suyo que lo quería mucho...

    SAGITARIO.—(Queriendo liquidar el asunto.) ¡Vete...!

    GARDENIA.—Además si lo quieres creer, bien, y si no, también. Basta. (Va a la ventana y grita.) ¡NIÑOOOS el chocolate está servido! (Al esposo.) Tu lugar está listo, Sagitario. (Entran los niños ruidosamente y discuten los lugares en la mesa. Floralinda también entra alisándose el pelo.) ¡Silencio! Todos en sus lugares y ni una palabra; ya saben que a papá no le gusta que griten. (Los niños ya están a la mesa.)

    MODESTINO.—¿Por qué, papá?

    SAGITARIO.—(Distraído.) ¿Por qué qué?

    MARCHITANIA.—¿Por qué no te gusta que grítemos?

    GARDENIA.—(Queriendo ser oportuna.) ¡Qué preguntas haces, niña! No le gusta que griten porque sólo las gentes mal educadas hablan a gritos.

    MODESTINO.—¿Nosotros no?

    GARDENIA.—No, nosotros no.

    MARCHITANIA.—¿Por qué?

    MODESTINO.—Porque si papá grita, a mamá se le frunce.

    NIÑOS.—Ji, ji, ji...

    GARDENIA.—Floralinda, ven por la cazuela de los frijoles.

    FLORALINDA.—Yo no puedo pararme, tengo la boca llena.

    GARDENIA.—Haz un poder y obedece.

    LEVANTINA.—Yo voy mamá.

    GARDENIA.—Tú no, que te los riegas. ¿Ya te sirvo el chocolate, Sagitario? (Los niños hablarán simultáneamente provocando gran confusión.)

    MODESTINO.—A mí primero, mamá.

    MARCHITANIA.—No, a mí.

    LEVANTINA.—Floralinda, tus calzones.

    GARDENIA.—¡Niño, que la descalabras!

    LEVANTINA.—Papelito colorado dime quién se ha ventoseado.

    SAGITARIO.—(Furioso, golpea la mesa y todos suspenden el desorden.) ¡A CALLAR! Con un caramba... o se las rompo a patadas! ¡Me carga el tren. Esto es el colmo! ¡Con ustedes no se puede...!

    GARDENIA.—(Muy dulce.) Se los dije, papá se va a enfadar.

    SAGITARIO.—¡Tú también! ¡Tiznada madre!

    GARDENIA.—(Conciliadora.) Con mi madre no te metas.

    SAGITARIO.—¡Con tu madre y con tu abuela, bola de pirujas!

    GARDENIA.—(Sin perder los buenos modales.) Sagitario, mide tus palabras, que de madre a madre tú sales perdiendo.

    SAGITARIO.—¡Eso a ti no te importa!

    GARDENIA.—¿Para qué la sacas?

    SAGITARIO.—¡Porque se me pegó la gana!

    GARDENIA.—Entonces, aguántate.

    SAGITARIO.—¡Ya me cansaste, vieja destripada, la que se va a aguantar es otra! (Se pára con intención de golpearla.)

    GARDENIA.—No, aquí no, vamos a la otra pieza. Por los niños...

    SAGITARIO.—¡Vente!

    Salen los dos y se oyen golpes y sollozos; los niños continúan desayunando sin azorarse; sólo Floralinda, indignada, sale. Al cabo, Sagitario atraviesa el escenario para hacer mutis por el lado opuesto. Gardenia aparece con lentes oscuros y componiéndose el vestido.

    GARDENIA.—Bueno, váyanse a la calle que voy a levantar la mesa. (Advirtiendo la ausencia de Floralinda.) Floralinda, ¿dónde está?

    MODESTINO.—Se la llevó la tristeza.

    GARDENIA.—Ay, Dios mío.

    Salen los niños y baja a semitono el escenario, mientras Gardenia levanta la mesa y dispone unas ollas en la estufa de tractolina. Luz ámbar a extra-área inferior derecha, donde Floralinda se encuentra sentada gimiendo.

    PIROPO.—(Entrando por el lunetario.) ¿Por qué sufres, Floralinda?

    FLORALINDA.—¡Qué te importa!

    PIROPO.—Ándale, así... (Pausa.) Eso se saca uno por ofrecido. (Pausa.) Total, si me cortas... (Pausa.) Yo respeto tus sentimientos; si quieres llorar sola, pues llora; total... (Transición.) Bueno a’i nos vemos. (Intenta retirarse.) O si quieres que me quede... (Floralinda se calma y se muestra amable con su amigo; éste, al observar la reacción, toma asiento junto a ella.) Tú eres muy buena, Floralinda, y tienes muy bonito nombre, ¿así te lo puso el cura o te lo cambió tu jefa?

    FLORALINDA.—Así me pusieron.

    PIROPO.—Es bonito nombre. Como el mío. ¿No te gusta mi nombre?

    FLORALINDA.—Sí.

    PIROPO.—Es raro, yo no he oído muchos como el mío, ¿y tú?

    FLORALINDA.—Yo tampoco.

    PIROPO.—¿Te gusta mucho mi nombre?

    FLORALINDA.—Sí, mucho.

    PIROPO.—¿Se te cae la baba?

    FLORALINDA.—No tanto.

    PIROPO.—Ah. (Pausa.)

    FLORALINDA.—Piropo...

    PIROPO.—Eh.

    FLORALINDA.—¿Cuántos años tienes?

    PIROPO.—Diecisiete entrados a dieciocho.

    FLORALINDA.—¿Ya tienes mujer?

    PIROPO.—Bueno...

    FLORALINDA.—¿Es grande?

    PIROPO.—Sí, es más grande que tú.

    FLORALINDA.—¿Mucho?

    PIROPO.—No mucho.

    FLORALINDA.—Y ¿cómo la conseguiste?

    PIROPO.—Pues... el pegue...

    FLORALINDA.—¿Y tú la mantienes?

    PIROPO.—Bueno...

    FLORALINDA.—Bueno ¿qué?

    PIROPO.—Bueno... los dos trabajamos.

    FLORALINDA.—¿Es costurera?

    PIROPO.—No, trabaja en el gobierno.

    FLORALINDA.—Te da dinero.

    PIROPO.—Régules...

    FLORALINDA.—También le has de pegar.

    PIROPO.—No tanto.

    FLORALINDA.—¡Maldito!

    PIROPO.—(Tratando de justificarse.) Pues ¿qué? Así debe ser.

    FLORALINDA.—Ah, ¿sí, por qué?

    PIROPO.—Mi jefe dice.

    FLORALINDA.—¿Qué dice?

    PIROPO.—Ultimadamente ¿qué? Ni que me estuviera confesando.

    FLORALINDA.—Dime qué dice tu papá.

    PIROPO.—¿Y si no quiero?

    FLORALINDA.—Dímelo o lárgate.

    PIROPO.—¡Ora... qué curiosidad!

    FLORALINDA.—¿Me lo vas a decir o no?

    PIROPO.—Bueno...

    FLORALINDA.—Dilo ya.

    PIROPO.—Pues dice... que a las mujeres hay que tenerlas bien comidas, bien paseadas, bien apaleadas y bien... si no, te ponen los cuernos... (Pausa.) Floralinda...

    FLORALINDA.—¿Qué?

    PIROPO.—¿Te ofendiste? Tú me obligaste.

    FLORALINDA.—Me caes bien, Piropo.

    PIROPO.—Está suave. (Concluye la escena y vuelve la luz al escenario.)

    DOÑA CANGRINA.—(Desde afuera.) Gardenitaaa... ¿Dónde anda usted?

    GARDENIA.—Voy. ¿Quién es?

    DOÑA CANGRINA.—Yooo...

    GARDENIA.—¿Y quién es yooo...?

    DOÑA CANGRINA.—Pues yooo...

    GARDENIA.—(Abre la puerta.) Pase usted, doña Cangrina, ¡qué milagro!

    DOÑA CANGRINA.—(Entrando lleva en las manos una olla de barro renegrido.) Ay, doña Gardenita, vengo con una molestia.

    GARDENIA.—No es ninguna, diga usted.

    DOÑA CANGRINA.—Que si me hace el grandísimo favor de dejarme usar su lumbre, pues figúrese que se me acabó el carbón y esto está a medio hervor.

    GARDENIA.—¡Ay, pero cómo no!, si está usted en su casa; arrime usted misma la olla del cocido, por favor, que me acabo de poner crema en las manos. (Hace que se aplica y extiende la crema.)

    DOÑA CANGRINA.—Usted no se preocupe, que me da mucha pena. (Va a la estufa de petróleo.)

    GARDENIA.—Pero ¿por qué? Al contrario, no sabe usted el gusto que me da recibirla aunque que sea en estas fachas.

    DOÑA CANGRINA.—¡Qué cosas dice usted!

    GARDENIA.—De veras; con eso de que Sagitario liquidó la fábrica para heredar a las muchachas, nos hemos retirado de la vida social completamente. ¡Qué quiere usted! Todo sea por los hijos. Pero siéntese, Cangrinita, por favor.

    DOÑA CANGRINA.—Muchas gracias, nomás un momentito, mientras acaban de hervir. (Se sienta en el suelo.)

    GARDENIA.—Perdone usted que no le ofrezca algo, pero estos muchachos tan golosos no le dejan a uno nada.

    DOÑA CANGRINA.—No se apure usted, que al fin ni lo puedo tomar.

    GARDENIA.—Sigue usted enferma.

    DOÑA CANGRINA.—Cada día peor.

    GARDENIA.—Y ¿qué dice el doctor?

    DOÑA CANGRINA.—¿Cuál doctor, Gardenita?, eso sí que no; yo sé que para mi mal no hay cura.

    GARDENIA.—No diga usted esas cosas, qué ocurrencia.

    DOÑA CANGRINA.—¿Para qué me hago tonta? Si el mal de ausencia no lo quita nadie.

    GARDENIA.—(Asombrada.) ¡Jesús! ¿Eso tiene usted?

    DOÑA CANGRINA.—(Presumida.) Ni más ni menos.

    GARDENIA.—¡Espantoso! ¿Por qué no nos había dicho nada?

    DOÑA CANGRINA.—(Muy natural.) ¿Para qué, Gardenita, para qué? Con la buena voluntad basta. Luego por andar de lengua larga me lo vayan a robar.

    GARDENIA.—No pues eso sí, pero con nosotros debe tener confianza.

    DOÑA CANGRINA.—La tengo, Gardenita, cómo no. Si no se las tuviera no les daría estas molestias.

    GARDENIA.—¿Y qué piensa usted hacer?

    DOÑA CANGRINA.—¿Qué quiere usted que piense?, pues ajustarse a la voluntad de Dios y a ver qué pasa.

    GARDENIA.—¡Qué horror! Yo ya veo la voluntad de Dios hasta en la sopa. Usted es tan conforme y está tan ajustada.

    DOÑA CANGRINA.—Pues qué me queda. Si la pobreza me tira...

    GARDENIA.—¡Que el orgullo la levante! ¡No faltaba más! No está usted para saberlo, pero mis fondos son de charmés y mis pantaletas de lengerié. ¡No faltaba más!

    DOÑA CANGRINA.—Pero con usted es otra cosa.

    GARDENIA.—Naturalmente, en mi cuna siempre hubo sábanas de Holanda; pero no me puede usted alegar que sufre más quien tuvo y ya no tiene, que aquel que nunca ha tenido, y usted es de éstos.

    DOÑA CANGRINA.—No, pues eso sí, pero ¿qué puedo hacer?

    GARDENIA.—(Pensativa.) Usted es una mujer sola...

    DOÑA CANGRINA.—Bastante sola...

    GARDENIA.—Y además ya está usted muy grande.

    DOÑA CANGRINA.—(Asiente.)

    GARDENIA.—¿Qué hacer? Porque irse a un asilo...

    DOÑA CANGRINA.—¡Ni lo mande Dios! ¿Meterme a un asilo para luego andar sacando las manos por las hendiduras del zaguán mendigando cigarros o centavos? ¡El peor castigo!

    GARDENIA.—Sí, es cierto.

    DOÑA CANGRINA.—Por eso le digo a usted que tengo que ajustarme a la voluntad de Dios.

    GARDENIA.—(Liquidando el asunto.) ¡Pues ajústese! (Transición brusca.) Modestinooo... Perdone usted un momentito (Gardenia se levanta y va a la ventana.)

    DOÑA CANGRINA.—Pase usted.

    GARDENIA.—(Desde la ventana.) Modestinooo... Ve a buscar a Floralinda y dile que la necesito. (Dirigiéndose a otra persona.) Niña, quítate los dedos de la nariz y péinate, mira qué cabeza tienes. (Regresa.) Ay, estos muchachos.

    DOÑA CANGRINA.—Son muy traviesos, pero eso es bueno.

    GARDENIA.—A, eso sí, para qué quiero tenerlos aquí sentados. (Se sienta.)

    DOÑA CANGRINA.—¿Y no van a la escuela?, porque los veo jugando todo el día en la calle.

    GARDENIA.—Ah, no, ya no van. ¿Sabe?, antes tenían profesor en la casa y estaban aprendiendo inglés, pero desde que su papá vendió la fábrica para heredar a las muchachas, pues ya no es posible. Y eso de mandarlos a la escuela de gobierno...

    DOÑA CANGRINA.—Hace bien; vaya usted a saber qué les enseñan.

    GARDENIA.—No, y con la experiencia que tengo con los mayores. ¿Para qué?

    DOÑA CANGRINA.—Pues ¿qué les pasó?

    GARDENIA.—Ovejas negras, doña Cangrina, ovejas negras.

    DOÑA CANGRINA.—Siempre las ha de haber en las buenas familias.

    GARDENIA.—Siempre; y es que les di de mamar de lado, por eso me salieron con mala cabeza.

    DOÑA CANGRINA.—Con razón.

    GARDENIA.—(Surge el delirio.) Sólo Canario, el más hijo de todos los hijos del mundo.

    FLORALINDA.—(Entra.) ¿Qué quieres, mamá?

    GARDENIA.—(Molesta porque la distrae de sus recuerdos.) ¡Que te mueras! (A Cangrina.) ¿Usted lo conoce?

    DOÑA CANGRINA.—(Sin darse cuenta de lo que pasa.) ¿A quién?

    GARDENIA.—¡Cómo a quién! ¡A Canario! ¡A mi hijo Canario! (Inicia el extravío.)

    DOÑA CANGRINA.—Cuidado, Gardenita, que se le va la sombra...

    GARDENIA.—(Profundamente satisfecha.) Desde que lo di a luz, ¡qué criatura! ¡Lo venían a ver las monjas de todas partes!

    DOÑA CANGRINA.—¡Qué caramba! Yo no vine.

    GARDENIA.—Pero usted lo vio después, ya crecido.

    DOÑA CANGRINA.—Sí, cómo no, si hasta le traje su cera.

    GARDENIA.—(Orgullosa.) ¡Tan frondoso que no había vieja que dejara en pie!

    DOÑA CANGRINA.—¿Quién le puso el pañuelo para cerrarle la boca?

    GARDENIA.—(Borrando la imagen de su hijo muerto.) Una loba, una loba, pero déjelo usted.

    DOÑA CANGRINA.—Si yo ni lo toco...

    GARDENIA.—(Apurada y con cierta preocupación.) Es que va a regresar y no sé qué decirle. Me va a encontrar sin ropa y con la suerte en la cara.

    DOÑA CANGRINA.—(Como reflexión.) ¡Ay, ay, ay, estos hijos tan buenos!

    GARDENIA.—(Comienza a llorar con gran dolor.) Cómo no he de sufrir si se lo llevó la trampa.

    DOÑA CANGRINA.—(La acompaña.) Trampa desgraciada, trampa desgraciada.

    GARDENIA.—¡Y huele tanto a cirios!

    LEVANTINA.—(Entra.) Mamá...

    GARDENIA.—(Pesca a la hija y la lleva a la mesa donde piensa que está su hijo tendido. A los gritos entra Floralinda; luego, los niños. Ahoga sus frases en llanto.) Ay, hija mía, ya no chifla el Canario. ¡Ven! ¡Míralo y llora!... ¡Llora! ¡Llora mucho! ¡Mira cómo le agujeraron la frente...! ¡Llora mucho! ¡Todos que lloren! Ya no tenemos Canario. ¿Por qué te fuiste, Canario; por qué te fuiste? ¿Cómo voy a creer...?

    FLORALINDA.—Mamá, mamá, cálmate.

    Entran las plañideras que se colocan rodeando la mesa; también entra Raúl, el amigo del hijo muerto, que se sienta. Luces tenues.

    GARDENIA.—(Patética, revive la escena de cuando sacaron el cadáver de su hijo.) ¡No se lo lleven, no se lo pueden llevar! Raúl, tú eres su más amigo, no lo dejes.

    RAÚL.—(Llorando.) ¡Su más amigo, doña Gardenia!

    GARDENIA.—¡Muérete tú por él! Ya no lo veo.

    DOÑA CANGRINA.—(Entre lágrimas y con entusiasmo.) Túpale duro al llanto, doña Gardenita!

    PLAÑIDERA 1ª.—(En pregón doloroso las tres.) Se le murió el Canario...

    PLAÑIDERA 2ª.—Se le murió el Canario...

    PLAÑIDERA 3ª.—¡Se le murió el Canario por andar de putañero!

    PLAÑIDERA 1ª.—¡El Canario, el Canario!

    RAÚL.—¡Yo soy su más amigo!

    GARDENIA.—(En el apogeo del sufrimiento.) ¡Ay, ay! ¡Qué desgracia más dura!

    DOÑA CANGRINA.—Si he sabido ni vengo, Gardenita.

    Entra Sagitario, y las plañideras y Raúl desaparecen. Todo se suspende mecánicamente. Gardenia queda tratando de recuperarse.

    SAGITARIO.—¡Ora! ¿Qué pasa aquí? ¡Qué tanto escándalo!, hasta allá afuera se oye.

    DOÑA CANGRINA.—Buenos días, don Pancho.

    SAGITARIO.—Usted ¿qué...?

    DOÑA CANGRINA.—Vine a ver a Gardenita, pero ya me estaba yendo.

    SAGITARIO.—Que sea luego; vuélele.

    DOÑA CANGRINA.—(Saliendo.) Sí, cómo no don Francisco, ya ni me importa mi olla, yo no quería molestar; ahí luego mando... (Sale.)

    SAGITARIO.—¿Qué pasó aquí?

    MODESTINO.—Que mi mamá se acordó de su Canario otra vez.

    SAGITARIO.—¿Qué más?

    MODESTINO.—Nada más... ¡Ah!, que también se tomó una cerveza con el chofer cuando pasamos el río, pero de eso ya hasta le pegaste.

    SAGITARIO.—¡Afuera todos! (Salen todos, menos Floralinda.) Tú, ¿no oíste?

    FLORALINDA.—Yo no me muevo de aquí.

    SAGITARIO.—¡Te sales o te saco a patadas!

    FLORALINDA.—Hazlo, a ver si puedes.

    SAGITARIO.—¡Escuintla infeliz, qué te has creído!; te me largas de aquí, que a mí ninguna vieja infeliz me retoba! (Le va a pegar.)

    GARDENIA.—(Interviene directa.) ¡Sagitario, no la toques, es tu hija Floralinda!

    SAGITARIO.—(Forcejea.) ¡Quítate, que la mato!

    FLORALINDA.—¡Déjalo, mamá, tú estáte quieta!

    GARDENIA.—¡Salte para la calle, que es muy capaz de hacerlo!

    FLORALINDA.—¡Suéltalo, te digo...! (Sagitario se retira, observa la escena y va a una silla, abatido.)

    SAGITARIO.—¡Viejas montoneras, así serán buenas! Se aprovechan de mí porque las quiero, pero día llegará en que jale parejo con todos y nos lleve la tristeza de una buena vez!

    GARDENIA.—(Con amor.) Ay, Sagitario, ¡qué bueno eres!

    SAGITARIO.—¡Al diablo! Las hago sufrir mucho. Siempre como perros y gatos...

    GARDENIA.—¿Y eso qué? Así viven todos, no nada más nosotros, ¿qué quieres hacer?

    SAGITARIO.—¡Pues entonces que se mueran todos y que se quede vacío este mundo ojete!

    GARDENIA.—¡Ni lo mande Dios! Tú tienes hijos...

    SAGITARIO.—Sí, pero son hijos de la tristeza.

    GARDENIA.—Pues sí, pero ni modo. Algún día cambiará...

    SAGITARIO.—¿Qué cosa cambiará?

    GARDENIA.—¡La vida, Sagito. Tu vida y la nuestra. La vida de todos. La vida en rosa!

    SAGITARIO.—(Amargamente.) Ya no cambiará la vida, no se puede.

    GARDENIA.—Ya lo creo que sí, cuando menos lo esperes todo será distinto.

    SAGITARIO.—Estarás pensando en sacarte la lotería.

    GARDENIA.—(Sugestiva.) O en abrir la jaula... ¿Tú qué sabes...?

    SAGITARIO.—(En el borde de la risa.) Quién quite, vieja cangreja...

    LOS DOS.—Ja, ja, ja...

    Salen los dos mientras Floralinda, pensativa, recoge el ramito de flores que está en el trastero y frente al público reza.

    FLORALINDA.—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Santos felices que habitan el paraíso de la Gloria; flores con que coronaron a los ángeles y serafines, al Dios Supremo de la Gloria, así quiero que coronen mi suerte, mi dicha, mi felicidad, mi fortuna y mi vida. Flores santas, ha llegado la hora, por la bendición de nuestro Señor, de que las alabe y las santifique en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y en el nombre de María Santísima, como flor que fue en la coronación de nuestro Señor Jesucristo...

    GARDENIA.—(Entra con un pequeño ramo de flores silvestres y saca de un estante un pomo de vidrio que contiene veneno. Se dirige a la estufa y mientras reza irá vaciando el pomo en las ollas, inclusive en la de doña Cangrina. Todo esto como en una práctica religiosa.) (Continuando con la oración de Floralinda:) En el nombre de María Santísima, flores traigo yo para coronar nuestro destino ¡Oh!, Dios maestro, Señor, bendice estas flores para bien mío. Santa María Magdalena, tú que tienes el valor de la sangre de nuestro Redentor, Virgen gloriosa, derrama nueve gotas en este sagrado alimento.

    FLORALINDA.—Oh, mi Dios Redentor eterno de la Gloria, acuérdate, Padre amoroso, por tu santísima resurrección, el Sábado de Gloria, cuando repicaron las campanas, cuando te recibieron las once mil vírgenes y toda la corte celestial coronándote de flores maravillosas, pues con tu nombre santísimo y tu poder, te pido estas flores para mi vida.

    GARDENIA.—Gloria al padre Jehová, Dios de los ejércitos; gloria para este alimento, gloria a nuestro Señor, gloria a nuestra Madre Santísima, gloria para este alimento, para mi familia y para mí. Oh, mi Dios sacrosanto, Rey de la Gloria, danos la paz; tu santísimo nombre me valga y me quite de mi cuerpo ruinas y desgracias que me haya puesto el poder de Lucifer, pues con tu santísimo nombre y bendición, las romperé con este alimento; venceré y triunfaré como triunfaste Tú, al subir al Cielo y a la Gloria, cuando repicaron las campanas anunciando tu resurrección.

    FLORALINDA.—Se abrió la Santísima Gloria para esperarte; floreció el Paraíso para esperarte en cuerpo y alma... (Pausa.)

    GARDENIA.—(De espaldas a Floralinda.) Floralindaaa...

    FLORALINDA.—¿Qué quieres, mamá?

    GARDENIA.—¡Ah! ¿Estás ahí, cómo no te vi? ¿Qué estás haciendo?

    FLORALINDA.—Estaba rezando, pero ya acabé.

    GARDENIA.—¡Qué linda hija tengo! ¿Pero rezando a estas horas? A ver, dame un beso, acércate... (La besa.) No, pero así no, uno bien tronado. (La vuelve a besar.) Así, mi vida; tan linda mi florilegio. Ándale, corazón, ya pon la mesa y llama a tus hermanos que ya se vengan a lavar las manos.

    MODESTINO.—(Entrando.) Oye, mamá, que dice Levantina que le chifló el Canario un ojo.

    GARDENIA.—Ni una palabra más, ve a dejar esa olla. (Se refiere a la olla de doña Cangrina.) (El niño lo hace.) (A Floralinda.) Flora... Hija..., ¿no te sientes feliz?

    FLORALINDA.—Fíjate, mamá, que sí. ¿Por qué será?

    GARDENIA.—Que te sientes feliz porque eres buena y Dios escucha a las niñas como tú.

    SAGITARIO.—(Entrando y observando la escena.) Ahora ¿qué se traen mis urracas?

    GARDENIA.—Ay, Sagitario...

    FLORALINDA.—No comiences, papancholo.

    SAGITARIO.—No, ahorita no. Es la hora de comer; como quien dice, la mejor hora del día. (Se dispone a ir a la mesa.) ¿Dónde están los cachivaches?

    FLORALINDA.—¿No quieres comer primero?

    GARDENIA.—(Apresurada.) ¡No! Todos juntos. Se van a portar bien.

    SAGITARIO.—Claro que todos juntos y aunque se porten mal. Véngase, mi Gardenia, y prepare su do de pecho. A ver, los dos juntos. (Abrazados, van a la ventana.) Ahora...

    LOS DOS.—NIÑOOOS... El alimento está servido.

    SAGITARIO.—¿Eh?

    LOS DOS.—Ja, ja, ja... (Sagitario se sienta a la mesa.)

    GARDENIA.—¿Ya te lavaste las manos?, a ver.

    SAGITARIO.—¡Ah, qué caramba! Es lo único que me faltaba.

    FLORALINDA.—(A los niños y desde la ventana.) ¿Van a entender o no? ¿Qué cosa esperan? Recojan eso. ¿Oyeron?

    SAGITARIO.—Bueno, y después de todo, ¿qué cosa hay de comer?

    GARDENIA.—(Con gracia y picardía.) Sorpresa...

    SAGITARIO.—A ver... (Intenta ir a la estufa.)

    GARDENIA.—¡No! Te digo que es una sorpresa. ¡Espérate! (Entran los niños.)

    SAGITARIO.—Mira que si no me gusta, te lo aviento en la cara. GARDENIA.—Y si te gusta ¿qué?, ¿me la acabas a besos? SAGITARIO.—Eso quisieras, vieja jetona...

    LOS DOS.—Ja, ja, ja...

    LEVANTINA.—Mamá, ¿cuántos años tengo?

    GARDENIA.—Treinta y cuatro.

    LEVANTINA.—¿Y Modestino?

    GARDENIA.—Sesenta, y cállate la boca. ¿Ya se lavaron las manos? Bueno, Floralinda, pon el tenate de las tortillas y sirve la sopa.

    SAGITARIO.—¡Ah, caramba, hay sopa!

    GARDENIA.—Te dije que era sorpresa.

    MODESTINO.—¿Qué es sorpresa?

    GARDENIA.—(Aleccionadora.) Sorpresa es el nombre que se le da a la dicha.

    SAGITARIO.—¿A la dicha o a la sopa? ¿En qué quedamos?

    GARDENIA.—Quedamos todos juntos.

    LEVANTINA.—Mamá, fíjate que me chifló un ojo el Canario.

    GARDENIA.—Ni una palabra, ni una palabra.

    SAGITARIO.—¡Ah, qué buena está la sopa de estrellita!

    MARCHITANIA.—Tú no te persinaste, papá.

    SAGITARIO.—Yo nunca me persino, pero tú sí y va por los dos.

    MODESTINO.—Es que tú eres judío, ¿verdad, papá?

    GARDENIA.—¡Jesús! Pero ¿de dónde? ¿Ah, qué muchacho, ¿dónde aprendiste eso?

    MODESTINO.—Me lo dijo la vieja del cinco.

    GARDENIA.—¿Doña Cangrina? Vaya.

    SAGITARIO.—Vieja valleja.

    GARDENIA.—Qué raro, es muy buena gente.

    SAGITARIO.—(Ordenando otro platillo.) Lo que se sigue.

    GARDENIA.—Se siguen las descorazonadas.

    SAGITARIO.—¡Vienen!

    MARCHITANIA.—¿Cuento hasta ocho mamá?

    GARDENIA.—No, ahorita come. (Floralinda alarga el brazo para coger el salero.) ¿Qué quieres, corazón? ¿Yo te lo doy?

    LEVANTINA.—¿Pican las descorazonadas?

    MODESTINO.—Yo no quiero.

    MARCHITANIA.—Ni yo.

    GARDENIA.—¡¿Qué?! Aquí se come uno todo o se lo doy a la fuerza.

    LEVANTINA.—(Remilgosa.) Pero si no me gustan.

    GARDENIA.—¡Se las come, y nada de chillidos!

    SAGITARIO.—(Muy tierno.) Cómanselas, hijitos, cómanselas. Verán qué sabrosas están.

    GARDENIA.—¡Ora! Llevan suspiros de carne. Cuidado con las espinas.

    SAGITARIO.—(Saboreando.) ¡Cómo te escupes las manos, desdichada!

    GARDENIA.—Hijo mío, ¿hasta ahora te vienes dando cuenta? ¿Quieres más?

    SAGITARIO.—¡Ah!, y se puede repetir...

    GARDENIA.—Claro, tengo la cazuela llena.

    SAGITARIO.—Échale, pues. (A los niños.) ¿Qué tal mis desesperados, no les gusta?

    MODESTINO.—Ahora sí.

    LEVANTINA.—Es que no les puso ajos.

    FLORALINDA.—Saben como a ternura infinita.

    GARDENIA.—¡Sepa a cómo sepan, pero cómanselo ya! Dios nos dio el alimento y no debemos hacerle el feo.

    MODESTINO.—¿A Dios?

    GARDENIA.—Ni a Dios ni al alimento, que a la mejor se pasma.

    MARCHITANIA.—¿Qué se pasma?

    GARDENIA.—Pues Dios o el alimento, según y conforme. SAGITARIO.—Dame agua, vieja.

    GARDENIA.—Agua bendita, hijo. ¿Dónde pusiste los jarros, Flora?

    FLORALINDA.—(Muy lírica.) Los quebraron todas las gentes, las ventanas con serenatas; las suavidades de la piel enemiga; los vestidos de novia; la cama que no descubriré nunca... Todo eso quebró los jarros.

    SAGITARIO.—(Complacido.) Así me gusta, mi hijita.

    GARDENIA.—Beberemos entonces en las manos. A ver, póngalas.

    SAGITARIO.—Deja, no te afanes, yo bebo de la llave.

    MODESTINO.—Mamá, doña Cangrina está muy vieja, le va a saber el agua a caño.

    GARDENIA.—No importa. Quién quite y se desahogue. (Pausa. Ahora, parada detrás de sus hijos reunidos, dice:) Sagitario, éstos son tus hijos. ¿Los ves?

    SAGITARIO.—Te veo a ti, Gardenia, entre mis hijos.

    GARDENIA.—Como la familia más lograda de todo el Nuevo Mundo.

    SAGITARIO.—Bendita tú entre todas las mujeres.

    MARCHITANIA.—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.

    MODESTINO.—Vámonos con Pancho Villa.

    GARDENIA.—Niños, ¿cómo se dice?

    LOS TRES.—¡Gracias a Dios, que nunca nos falta!

    FLORALINDA.—Todos vénganse conmigo para que dejemos dormir a papá.

    MARCHITANIA.—Mejor nos cuentas un cuento.

    LEVANTINA.—Ay, este ojo me lo chifló el Canario.

    Salen los niños con Flora. Sagitario, limpiándose los dientes, va a acomodarse a un sillón para dormirse. Gardenia lleva los trastes sucios al lavadero, limpia un poco la mesa y se sirve la comida. Sentada a la mesa toma una tortilla y empieza a sopear con fruición y ternura al mismo tiempo; Sagitario se ha dormido. Por el área superior derecha una luz intensa y azul precede a la llegada de un Ángel Nuncio con diadema y alas de hojalata, túnica roja y bucles rubios. Mientras habla, Gardenia debe seguir comiendo.

    ÁNGEL NUNCIO.—Venga la luz, Gardenia, venga la luz. Ponte tu vestido nuevo, Gardenia, porque te van a pegar. Ya te lo dije, ya te lo dije, tienes tanto corazón, que no te cupo en el pecho. Te lo dije, te lo dije. Dios te bendiga, Gardenia; te dé la felicidad, Gardenia; madre amante, madre admirable, espejo de justicia, trono de la eterna sabiduría, gloria de nuestra alegría. Gardenia, la vida se te brindó y tú apuraste la copa de la dicha; el bálsamo de la tranquilidad, la sangre de la ventura. Dios te salve tú, que llena de gracia ofreciste a los dioses miles de víctimas como indudable cura de tus males. Hiciste espléndido sacrificio y saliste victoriosa; mira piadosa por nosotros; los infelices, los tristes, los callados. Vino la luz, Gardenia, vino la luz. Pues ten presente que te alabamos y te bendecimos, Gardenia.

    El ángel se retira con solemnidad; la luz brillante desaparece y al cabo, Gardenia cae sobre la mesa presa de un llanto fuerte y amargo. Así dura y cuando va recobrando la calma tocan a la puerta. Tras de pausa suspensiva, habla Gardenia.

    GARDENIA.—¿Quién?

    CANARIO.—(Desde afuera muy suavemente.) Yo, mamá.

    GARDENIA.—¿Tú?... (Reconoce la voz de su hijo muerto.) Pasa... Está abierto. (Se abre la puerta y entra Canario; Sagitario ha despertado y sorprendido espera a su hijo.)

    CANARIO.—Papá... (Se abrazan conmovidos cuando Gardenia se adelanta a las áreas ^ inferiores y de frente al público, espera dignísima a Canario. Éste se separa de su padre y sumamente emocionado le dice a su madre:) Gardenia... (Llega hasta ella y rodeándola amorosamente quedan los dos de frente al público. Canario hunde su cabeza en el cuello de su madre, mientras ella, muy controlada en su expresión, le toma las manos. Sagitario, que contempla la escena, saca su paliacate y se enjuga las lágrimas.)

    SAGITARIO.—Bueno, vieja mula, se te hizo. (Gardenia voltea y queda frente a su hijo, lo mira con ternura extraordinaria y saca un pañuelo del seno para limpiarle los ojos.)

    GARDENIA.—Ahora estás aquí con nosotros. ¿Cómo has estado?

    CANARIO.—(Conmovido.) Sin ustedes... Oooh...

    CANARIO.—Oooh...

    GARDENIA.—Serénate, Canario, ahora estás aquí.

    CANARIO.—Nos tenemos que ir.

    SAGITARIO.—¿Cómo que nos tenemos que ir? El nos me suena a mitin.

    CANARIO.—A eso he venido solamente, a llevarlos conmigo.

    GARDENIA.—(Encantada.) Sí, mi vida.

    SAGITARIO.—Pero, ¿a dónde?

    CANARIO.—A mi casa. Tengo una casa muy grande en la que viviremos todos juntos.

    SAGITARIO.—¡Vaya!, y ¿ladrónde?...

    GARDENIA.—¡Sagitario!

    CANARIO.—(Riéndose.) Ah, viejo mula, es que me casé.

    SAGITARIO.—(Extrañado.) ¿Te casaste?, y nosotros nos vamos contigo...

    GARDENIA.—Sagitario, no es el momento de chocanterías. Te lo estuve diciendo todo el tiempo y no me lo creíste.

    SAGITARIO.—Bueno y ¿con quién?

    CANARIO.—Con la mujer más maravillosa de todas.

    SAGITARIO.—¡Quién te oyera, desgraciado!

    CANARIO.—Es rica, muy rica, y me quiere con toda el alma. Ahora mismo la traigo.

    SAGITARIO.—¡Un momento! ¿Es que está ahí?

    CANARIO.—Me espera en el coche, porque quiso que yo entrara primero para darles la sorpresa.

    GARDENIA.—Ve, Canario, que tu esposa será bien recibida. (Sale Canario. Ahora muy solemne.) Floralinda... prepara mi vestido nuevo.

    SAGITARIO.—(Desconcertado.) No cabe duda, estoy hecho un tarugo...

    FLORALINDA.—(Entra ataviada con una túnica rosa y cinto de oro.) ¿Qué con tu vestido nuevo, mamá?

    GARDENIA.—Que me lo prepares. Y quédate aquí porque Canario ha regresado y salió a traer a su esposa. Pásame los pasadores.

    FLORALINDA.—¿Ha venido? ¡Gracias a Dios!

    SAGITARIO.—Me lavaré la cara, por lo menos.

    GARDENIA.—Apúrate, niña. (A Sagitario.) Así estás bien. (Se oye la voz de Canario conduciendo; él entra primero e introduce a la Calavera Catrina de Posada.

    CANARIO.—Papá, mi esposa.

    SAGITARIO.—Mucho gusto.

    CANARIO.—La Gardenia del alma.

    GARDENIA.—Señora...

    CANARIO.—(Al entrar Floralinda.) ¡Flora!

    FLORALINDA.—¡Canario! (Se abrazan y después dirigiéndose a la Catrina.)

    CANARIO.—Mi hermanita.

    SAGITARIO.—Siéntese usted, señora. (La Catrina se sienta y da muestras de sobria amabilidad y de discreción.)

    GARDENIA.—Pero, ¡qué elegante! Toda una sorpresa. ¡Precisamente la mujer que habíamos soñado para nuestro Canario!

    SAGITARIO.—¡Buena que está tu mujer, muchacho!

    CANARIO.—Y lo maravillosa que es. Ya la irán conociendo poco a poco.

    GARDENIA.—¿Gusta usted una copita?

    CANARIO.—No, no te preocupes, no toma absolutamente nada; y además ¿ya están listas? Vámonos yendo.

    GARDENIA.—¡Pero qué pena! ¿Qué va a decir tu señora? Se ve tan de buena familia.

    CANARIO.—Ella no dice nada, y desde este momento no le vuelven a decir tu señora sino mi hija, ¿entendieron?

    GARDENIA.—¡Oh, qué barbaridad! Pero, un dulcecito...

    CANARIO.—Vá-mo-nos, que se nos hace tarde.

    SAGITARIO.—(Imperativo.) Gardenia...

    GARDENIA.—Yo estoy lista en un minuto. Flora, los niños... (A la muerte.) Con su permiso, mi hija. (Sale.)

    FLORALINDA.—Con permiso. (Sale.)

    CANARIO.—Tú, papá, ¿ya estás listo?

    SAGITARIO.—A la hora que tú digas, pero ¿se verá bien esto?

    CANARIO.—Es lo mejor que les puede pasar; ¿para qué seguir pensando si yo ya di con la vida?

    SAGITARIO.—Pues yo seré muy conchudo, pero a mí me da pena. ¿Qué va a decir tu señora?

    CANARIO.—Vuelta con eso. Mira, papá, si te quieres quedar, quédate y punto. ¿Qué dices?

    SAGITARIO.—No, naturalmente.

    CANARIO.—Entonces, apúrate. ¿Ya, mamá?

    GARDENIA.—(Desde afuera.) Un segundito, por favorcito.

    DOÑA CANGRINA.—(Entrando y con maquillaje especial que indique que también está muerta.) Doña Gardenitaaa...

    SAGITARIO.—¿Qué hubo?

    DOÑA CANGRINA.—¡Ay! Ustedes perdonen, pero vi la puerta abierta.

    SAGITARIO.—Pásele... éste es mi hijo y su señora.

    DOÑA CANGRINA.—¡Mire nomás! ¡Qué bueno...! ¡Qué bueno...!

    CANARIO.—¿Qué tal, señora?

    DOÑA CANGRINA.—Pues yo no sabía...

    SAGITARIO.—(Muy satisfecho.) Se casó y mire usted no más...

    DOÑA CANGRINA.—¡Qué bueno!

    SAGITARIO.—Y nos vamos con ellos a vivir.

    DOÑA CANGRINA.—¡Dichosos que son! ¿Quién tuviera un hijo?

    CANARIO.—¿Si usted gusta? Encantados.

    DOÑA CANGRINA.—Dónde cree usted ¡Qué pena!

    CANARIO.—¿Por qué?; de veras. Si usted gusta. ¿Verdad? (La Catrina asiente.)

    SAGITARIO.—Órale, doña Cangrina, pues ¿a qué le juega?

    DOÑA CANGRINA.—Pero, ¿se ve natural?

    GARDENIA.—(Entrando y refiriéndose a Cangrina.) ¡Cómo! ¿Usted en esas fachas? ¿A qué horas arregla sus cosas?

    DOÑA CANGRINA.—Pues qué cosas, Gardenita; en caso de ir, ¿qué me podría llevar?

    GARDENIA.—Bueno, entonces no más alísese el pelo. (Transición.) Floralinda, trae a los niños. Sagitario, tu sombrero. (Sale Floralinda con los niños, vestidos de angelitos.)

    GARDENIA.—A ver, saluden a su nueva hermana y díganle cómo se llaman.

    LEVANTINA.—Levantina, reina del sol, a sus órdenes de usted.

    MARCHITANIA.—Marchitania, clara mañana, a sus órdenes de usted.

    MODESTINO.—Modestino, lucero de la tarde, a sus órdenes de usted.

    GARDENIA.—Muy bien. Un abrazo a su hermano y vayan saliendo. Adelante, Floralinda. Sagitario... Usted atrás, Cangrinita.

    DOÑA CANGRINA.—Gracias a Dios, que nunca falte. (Salen los niños y Floralinda.)

    CANARIO.—¿No olvidas nada, mamá? (Sale Cangrina.)

    GARDENIA.—(Muy plena.) ¡Todo absolutamente, hijo! (Salen Canario y la Catrina.) Sagitario, estás de suerte, mira qué hijo tan frondoso.

    SAGITARIO.—No, pues eso sí. (Salen.)

    TELÓN

    El alfarero

    DRAMA CAMPESINO EN UN ACTO

     [1958] 

    PERSONAJES

    EL ALFARERO

    MUJER 1ª, hermana de la madre

    MUJER 2ª, madre del alfarero

    VIEJO, abuelo del alfarero

    EL HOMBRE DE LA CUEVA

    LA MUJER DE LA CUEVA

    CUATRO MUJERES DEL PUEBLO

    SOCORRO, amiga de la madre

    AMIGO 1º

    EL PADRE ANTÓN

    UN SACRISTÁN

    UN ACÓLITO

    UN NIÑO

    LA LEOBARDA

    AMIGO 2º

    EL PADRE DEL ALFARERO

    UN PEGASO

    LA VIRGEN MARÍA

    SAN JOSÉ

    y gente del pueblo


    I

    El alfarero entra a su casa, que se ilumina, deja los trastos que en las manos lleva, se quita la camisa y, desnudo el torso, dice:

    ALFARERO.—Ahorita me estoy acordando de que me encontré a don Dimas en la esquina del jagüey. Buen hombre ese, muy pegado a su trabajo y por eso con tantísima lana, bien que se echa los dos mil pesos mensuales con sólo andar revisando las faenas de sus peones. ¡Tanto dinero junto y tan seguido! ¡Como para andarlo tirando nomás! ¡Dos o tres friegas de ruda y hasta no verte, corazón...! ¡Camión dinero tan rejego y lo bien que te me escondes! Hasta se me quema el alma de tanto y tanto pensar... Aunque ni sé lo que haría... Como decía el padre Antón que los bienes del cielo no se verán pronto, y que vale no tener esta manera de pensamientos que son mala moneda para entrar en la gloria de Dios, así sea. Mejor seguir con el cuento de las figuras. (Pausa breve.) Como que me dejan ido cuando las estoy formando; tanto las quiero: Señor San José y su Virgen Madre de Dios y de todos los pecadores (volteando hacia donde está el pegaso) ¿verdad, Cecilia?, que se te caiga el monte si te ufanas por dinero, que la suerte taruga y la mula vida y la madre que me parió en malhaya la hora...

    II

    El área contraria se ilumina; es la choza donde dos mujeres, dedicadas a los menesteres domésticos, dialogan. Son la madre (mujer 2ª) y una hermana de ésta (mujer 1ª). El tiempo retrocede.

    MUJER; 1ª.—Entonces ¿qué?, ¿vas a salir o no?

    MUJER; 2ª.—Yo creo que no.

    MUJER; 1ª.—Yo también, para qué nos vamos a buscar una desgracia, y eso con toda seguridad, pues va contra la ley de Dios.

    MUJER; 2ª.—Dios quiera y no me castigue.

    MUJER; 1ª.—¿Quieres que te traiga a Juana para que se quede contigo?

    MUJER; 2ª.—Como quieras. Juana está muy chiquita.

    MUJER; 1ª.—Entonces ¿qué se le hace? Porque sola no te quedas.

    MUJER; 2ª.—Ahí Dios dirá.

    MUJER; 1ª.—Doña Deliciana, ya ves que es buena para eso.

    MUJER; 2ª.—Mejor dile a Socorro, que ya sabe.

    MUJER; 1ª.—¿Ya mandaste la tristeza, o me la llevo?

    MUJER; 2ª.—No, llévatela y también el aceite para el Ánima Sola.

    MUJER; 1ª.—Bueno. Vengo, hermana. Que Dios te ayude, yo me quisiera quedar...

    MUJER; 2ª.—Así sea.

    Sale mujer 1ª. La mujer 2ª, que ha permanecido sentada en el suelo, se incorpora con dificultad, toma una olla y la pone a la lumbre. Entra un viejo —el abuelo del alfarero— que deja su sombrero, se limpia el rostro con su camisa y observa a la mujer que da muestras de fatiga.

    VIEJO.—¿Qué te sucede? (Gran pausa en la que no obtiene respuesta.) ¿Qué te sucede?, digo.

    MUJER; 2ª.—Ya me vinieron los dolores.

    VIEJO.—¿Quién habrá de venir contigo?

    MUJER; 2ª.—Creo que Socorro.

    VIEJO.—¿No la aguantas a que llegue?

    MUJER; 2ª.—Creo que sí.

    VIEJO.—De todos modos voy a urgirla. (Sale.)

    La mujer 2ª lo ve retirarse y se acomoda en el piso; entra la música y baja la luz a semitono. El diálogo que se escucha irá subrayado por movimientos de la mujer 2ª en determinados pasajes. Es el recuerdo.

    HOMBRE.—Pst... Gabriela, Gabriela... entra tantito a la cueva.

    MUJER.—¿Quién es? ¿Eh?

    HOMBRE.—Es quien te quiere con todo su corazón.

    MUJER.—Quien me quiere ¿qué?

    HOMBRE.—Tú nomás entra, te digo.

    MUJER.—¡Ah, qué caray!, no vaya a ser el pecado.

    HOMBRE.—No es el pecado, Gabriela, ¡dónde crees! Es la cueva del amor.

    MUJER.—¿Del amor? ¡Ah, qué mi suerte...!

    HOMBRE.—Ya me conoces, Gabriela. No te aguantes la calor.

    MUJER.—Vale que te conociera delante de mi papá.

    HOMBRE.—Te voy a pedir matrimonio delante de tu papá.

    MUJER.—Ora pues y aquí te espero.

    HOMBRE.—¡Vaya triste clarinada!, no me hagas reír ahorita.

    MUJER.—Yo no soy como las otras.

    HOMBRE.—Pues por eso ya no te des a desear. Tú no eres como las otras.

    MUJER.—Eso sí. ¿Qué no se puede esperar?

    HOMBRE.—¿Esperar? Claro que no. ¿Acaso espera la muerte?

    MUJER.—Tampoco espera la vida. Entonces...

    HOMBRE.—Con mayor razón. No me estés viendo la cara.

    MUJER.—Y yo qué... ¿Para qué se está poniendo! ¿A poco le dije versos o le escribí algún recado?

    HOMBRE.—Me cansaste la paciencia; se me está quemando el alma.

    MUJER.—¡Vaya! A mí la vista me falla con todo y la vista gorda.

    HOMBRE.—¿Quieres irte a la barranca? Pasa el río. (La conduce el amor.)

    MUJER.—Pasa el río... y mi papá y mi mamá que se murió mero a la mitad del río...

    HOMBRE.—¿Te va agarrando el recuerdo?

    MUJER.—¡Qué te importa!

    HOMBRE.—Mejor enciérrate conmigo en esta cueva y le tapamos la entrada con este anhelo gigante.

    MUJER.—Voy caminando de espaldas.

    HOMBRE.—¡Amor...!

    MUJER.—Te cubriré con mi sueño. Voy a tomarme de tu mano. ¿Qué va a decir mi padre?

    HOMBRE.—¿Qué te dicen estos brazos? ¿Qué te dicen estas piedras? ¿Qué te dicen mis afanes que se te pegan al cuerpo como si tuvieran frío?

    MUJER.—Todo es tan oscuro... Sólo la manta de tu calzón y tus dientes blancos me lastiman tan suavemente.

    HOMBRE.—Las flores de tus manos por mi nuca se plantean en mi espalda, me desgarran la boca que te busca... Se hunden...

    MUJER.—Así, así, como el río.

    HOMBRE.—Así, así.

    MUJER.—Amor... en esta cueva oscura.

    HOMBRE.—La cueva del amor, mi Gabriela.

    MUJER.—Tan oscura... Tan negra...

    III

    Cambio a cuatro mujeres del pueblo que afanosamente especulan.

    MUJERES.—

    a) ¡Infeliz, quién lo fuera a suponer viéndola tan recatada!

    b) Ésas son las más canijas.

    c) ¡Qué angustia! ¡Qué angustia! Y el penco de su papá que andaba de cuidandero, ¿qué no sentirá?

    d) Pero si él ¿qué? ¿No fue a dejar que se ahogara su mujer mero a la mitad del río?

    a) ¡Qué bien se ha de poner Dios con tanto y tanto jelengue!

    b) Ojalá y se le muera. Ojalá y se le muera. ¿A qué viene a sufrir a este valle de lágrimas?

    d) Dios se lo dio, Dios se lo quite. Alabado sea Dios.

    b) Bien caída que traen la sal.

    c) El más coraje que me da es que la muy desdichada nos quisiera ver la cara de tarugas porque ¿quién le notó algo? Yo no.

    b) Es que se fajó bien duro.

    a) Eso no tiene que ver, porque quiera usted o no se le tenía que señalar.

    c) Claro, ya vieron a mi sobrina Caritina, ¿quién se lo iba a imaginar?

    d) Dios nos libre de semejantes dolores.

    a) En mi casa no hay barbas que poner a remojar, con el favor de Dios.

    d) Nadie está zafa de una desgracia.

    c) Nadie, nadie, nadie.

    b) Y por fin, del gallo... ¿nada?

    a) ¡Qué se cree! Dice que no quiere decir nombres para evitar compromisos.

    d) ¡Válgame Dios!

    b) De tonta, porque no se ha de dejar, que es otra cosa. Ya le estará pasando su buena lana para taparle el hocico.

    c) Usted pensará que no, pero a mí se me hace que hasta al papá le encanta la manzanilla.

    a) Pobre viejo buey. Aunque se lo merecía.

    b) ¡Ora que se friegue duro para que le arda sabroso!

    c) Si dicen que no le va a admitir la criatura; que el pecado, que la ofensa, que las hilachas.

    a) Pues entonces que la maten. A ver si pueden.

    d) No, pues de poder... Si es una criatura...

    b) ¿A qué viene a sufrir a este valle de lágrimas?

    c) ¿Y luego?

    a) Luego: ¡al bote!, por infelices.

    d) Nadie está zafa...

    c) ¡El niño vive! ¡El niño vive! ¡Viva José, viva María!

    a) ¡Abusadas con las piedras!

    b) ¡Se las daba de apretada, la maldita!

    c) ¡Viva José, viva María!

    b) ¡Viva la vieja del otro día, taruga!

    c) Aunque, ¡qué suerte tan negra!

    a) Negra, negra, con esa vida tan puerca.

    b) Pues a ver qué tal les va, que yo ya aventé mi piedra. Buenas tardes.

    d) En este valle de lágrimas... a) Y yo la mía, bien duro.

    c) Y la mía.

    Corte y cambio al viejo, la mujer 2ª y Socorro. Luces tenues.

    IV

    VIEJO.—Jamás podré acabar con mi silencio.

    MUJER; 2ª.—No hace mucho tiempo que el amor me llevaba por la cueva.

    VIEJO.—Esta tristeza es superior a mis fuerzas. No quisiera averiguar la razón de tantas desventuras.

    MUJER; 2ª.—La cueva, la cueva, sólo veía la manta de su calzón.

    VIEJO.—Huérfanos de María Santísima, ¿quién se escapa de esta muerte segura que es la vida?

    MUJER; 2ª.—Amor... Amor... ¡En esta cueva tan negra!

    VIEJO.—(Señalando al cielo.) Ellos hacen todo y también ellos destruyen todo.

    MUJER; 2ª.—¡Dios mío!

    VIEJO.—Mala madre, mala hija.

    MUJER; 2ª.—Te ofrezco mis ojos, te ofrezco mis manos, te ofrezco mi vida.

    VIEJO.—El río choca con las piedras, así mis recuerdos, así mi desdicha.

    MUJER; 2ª.—Madre, madre, no te vayas.

    VIEJO.—Mala madre, mala hija; las dos son cadáveres junto a mi cadáver. Tendremos que estar más cerca para llorar más a gusto.

    MUJER; 2ª.— Mis ojos, mis manos, mi vida. Creo en Dios Padre Todopoderoso.

    VIEJO.—Mala madre, mala hija. (Pausa.)

    SOCORRO.—Marina, Marina, es hombre. Mira la bondad infinita de Dios, nuestro salvador.

    V

    Corte y se ilumina la casa del alfarero, que se quedó modelando. Mira a pegaso y le habla con ternura.

    ALFARERO.—Oye, Cecilia, ¿quién te creó? ¿Dios nuestro señor? ¿Como caballo o como pajarito? ¿Quién te creó, Ceci?, o por lo menos ¿quién te amamanta? Ja, ja, ja... ¿Se te trepa la vida, Cecilia? ¿Sí? Pues, allá tú.

    AMIGO.—O’i, alfarero, ¿estás trabajando?

    ALFARERO.—¿Qué hubo?

    AMIGO.—(Entrando.) Se te van a caer los ojos.

    ALFARERO.—Bueno fuera. (Pausa.)

    AMIGO.—¿Qué tal?

    ALFARERO.—Bien.

    AMIGO.—¿Fuiste a la milpa?

    ALFARERO.—De ahí vine. Malo maíz tan pachacate.

    AMIGO.—Entonces, ¿qué?

    ALFARERO.—Pues, no más. Como es tierra de tiempo.

    AMIGO.—Así tu vida, camión.

    ALFARERO.—Camión tu abuelo.

    AMIGO.—Échale que se atragante (Transición.) ¿No jalas para ca’ de la Leobarda?

    ALFARERO.—Mula vieja, mula suerte. Me tiene tirria la ojona.

    AMIGO.—Algo le habrás de deber.

    ALFARERO.—Ni me acuerdo.

    AMIGO.—Dice que la sobresaltas con esa jeta de loco que te cargas.

    ALFARERO.—La sobresalto...

    AMIGO.—Dice... ¡Jálale pues!

    ALFARERO.—Ahora no, que estoy cansado.

    AMIGO.—Cansado... Eres sacón.

    ALFARERO.—¿Yo sacón? Ya me conoces.

    AMIGO.—Échate un verso.

    ALFARERO.—Échame a tu hermana.

    AMIGO.—Y si te la echo, ¿qué le haces?

    ALFARERO.—Le hago la vida pesada.

    AMIGO.—No te digo...

    ALFARERO.—Pues para qué te pones.

    AMIGO.—Eres buey.

    ALFARERO.—Yo soy tu padre.

    AMIGO.—No te quiebres, alfarero.

    ALFARERO.—¡Más!

    AMIGO.—Será tu gusto.

    ALFARERO.—Ni modo.

    AMIGO.—Te vas a morir de viejo.

    ALFARERO.—No, al revés.

    AMIGO.—Allá tú.

    ALFARERO.—¿A dónde?

    AMIGO.—¡A la tristeza, maje!

    ALFARERO.—Mejor vuélale, paisano.

    AMIGO.—Como quieras, pero ahí vamos si te rajas.

    ALFARERO.—Te voy a rajar la sombra.

    AMIGO.—Uy, uy...

    ALFARERO.—Yo nomás te digo.

    AMIGO.—Ay, chirrión, estoy temblando. Mira qué asustado estoy. Vaya, alfarero, métela leña dura y verás. ¡Qué recuerditos que tienes! (Sale.)

    VI

    Corte y luz a las cuatro mujeres, que con acuciosidad llegan a la choza de la mujer 2ª.

    MUJERES.—

    a) ¡Buenos días los de este hogar iluminado por Dios!

    b) Santos y buenos para todos los de esta casa.

    c) ¿Qué, no hay nadie?

    d) Adivinen quién llegó.

    VIEJO.—¿Qué se les ofrece?

    MUJERES.—

    b) Ay, don cuidadoso, venimos a saber cómo está su muchachita, pues nos ha tenido con mucho pendiente.

    d) Sí. No pudimos conciliar el sueño.

    c) A mí se me regó la leche y me anegó el piso de mi casa.

    a) Cómo no, y la mañana nos vino empujando a ver qué le había socorrido.

    b) ¿Cómo le fue, pues?

    VIEJO.—Está bien, gracias.

    MUJER.—

    b) ¿Hombrecito o mujercita?

    VIEJO.—Es un muchacho.

    MUJERES.—

    d) ¡Niño! ¡Bendito sea Dios en sus ángeles y en sus santos!

    a) ¡A cantar!

    TODAS CANTAN.—Venga enhorabuena la Virgen María

    a dar a estos campos placer y alegría;

    a dar a estos campos placer y alegría.

    Y de rama en rama y de flor en flor

    canta un pajarillo rendido de amor.

    a) Ave María Purísima.

    TODAS.—Sin pecado concebida.

    a) (Al viejo.) Enseñe usted sus razones, por favor.

    c) (Al mismo.) Si no le causa molestia.

    VIEJO.—Me siento muy humillado.

    MUJER.—

    b) ¡Válgame, pero por qué! No hay nada más natural que aumentar el llanto de los que viven en este valle de lágrimas.

    VIEJO.—Gracias.

    MUJERES.—

    a) Es lo más prudente. Me parece.

    d) A mí también.

    VIEJO.—Aunque yo hubiera querido...

    MUJERES.—

    b) No comience con sus coces, por favor.

    c) Le está usted diciendo mula, por favor.

    d) Ay, si no quiso decir eso.

    a) Déjenlo que hable solito, él tendrá muchas razones.

    b) Cállense y déjenlo hablar.

    d) Si no le tapo la boca.

    a) Conque, decía...

    VIEJO.—La cabeza me da vueltas.

    TODAS.—¡Pobrecito!

    VIEJO.—Pienso en su pobre mamá, que en paz descansa.

    MUJERES.—

    c) Eso sí, con toda seguridad.

    b) Y... ¿se lo va usted a matar?

    d) Ni Dios lo permita.

    VIEJO.— No. No pienso en eso.

    MUJER.—

    a) Entonces ¿qué?

    VIEJO.— Pues a ver qué Dios dice.

    MUJERES.—

    a) Muy bien dicho.

    c) Su motivo ha de tener.

    b) Y vaya que si lo tiene.

    a) (Intempestivamente al viejo.) No le esté sacando al parche.

    b) Ayúdate que yo te ayudaré, rezan los evangelios.

    TODAS.—Sí, sí.

    MUJER.—

    a) ¿Por qué no lo hace hijo pródigo?

    VIEJO.—Es muy difícil. No tiene hermanos mayores.

    MUJER.

    a) (Con doble intención.) Pero tiene a su papá...

    VIEJO.—¡Maldito sea!

    TODAS.—(Muy contentas.) ¡Ya salió, ya salió!

    VIEJO.—(Resignado.) Pues qué le íbamos a hacer.

    MUJERES.—

    b) (Con sorna.) Con tal que no lo hagan polvo.

    d) ¡Ah, qué usted!

    a) Lodo, tierra y polvo. ¡Bien quedaría!

    c) No sería ninguna novedad. ¿Qué más?

    VIEJO.—Hoy estuve en la parroquia y le maldije la suerte.

    MUJER.—

    d) (Alarmada.) ¿La del papá?

    VIEJO.— No, la del niño.

    MUJER.—

    b) Muy bien, ¿y luego?

    VIEJO.—¡Que lo chamusque la vida! Ella se encargará.

    MUJERES.—

    b) Eso es.

    d) (Tomando la defensiva.) Déjelo que se defienda.

    a) Usted ¿qué se mete?

    d) No, pues tampoco.

    c) ¡Qué mujer, Dios mío, qué mujer! Como usted no tiene hijos.

    d) Pero los sé amamantar.

    b) Ya me imagino...

    a) (Volviendo al viejo.) ¿Y después?

    VIEJO.—Después se hará un rinconcito en cualquier otra parte que no sea en esta casa.

    MUJERES.—

    a) (Terminante.) Ni en la mía.

    b)

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