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Teatro reunido, II
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Libro electrónico664 páginas7 horas

Teatro reunido, II

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El Teatro reunido II de Juan Tovar contiene tres grandes bloques: el primero, conformado por las obras Cura y locura, La voz, El nido que presentan nuevos retos en la dramaturgia de Tovar y es a la vez homenaje para figuras como Edith Piaf o Ricardo Pérez Escamilla; el segundo, la trilogía Fin de siglo con comedias "costumbristas" que exploran distintos grados del humor y de la realidad social de los años sesenta, ochenta y noventa; por último, en Variaciones se reúnen la versiones escénicas escritas a partir de textos de otros autores como Rulfo, Paz, Fuentes y Garro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ene 2021
ISBN9786071673558
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    Teatro reunido, II - Juan Tovar

    portada

    Fotografía: Ricardo Vinós, 1999

    Juan Tovar (Puebla, 1941-Tepoztlán, 2019) fue dramaturgo, narrador, poeta y traductor. Fue profesor de teoría dramática en la Escuela de Arte Teatral del INBA, en el Centro de Capacitación Cinematográfica, en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de Los Baños, Cuba, y en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM. Fue miembro del grupo Teatro Universitario dirigido por Ignacio Ibarra Mazari y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 1987 ganó el premio Ariel por el guion Crónica de familia, en el año 2000 le fue otorgada la Presea Palafox y Mendoza concedida por el Estado de Puebla, en 2007 el Premio Nacional de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón y en 2018 recibió la Medalla Bellas Artes en reconocimiento a sus aportaciones al arte y la cultura de México.

    LETRAS MEXICANAS
    Teatro reunido II

    JUAN TOVAR

    Teatro reunido

    II

    Prólogo

    FLAVIO GONZÁLEZ MELLO

    Fondo de Cultura Económica

    Primera edición, 2021

    [Primera edición en libro electrónico, 2021]

    D. R. © 2021, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Ilustración de portada: Jaume Casares

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7355-8 (ePub)

    ISBN 978-607-16-5426-7 (obra completa - ePub)

    ISBN 978-607-16-5367-3 (obra completa - rústica)

    ISBN 978-607-16-7181-3 (volumen II - rústica)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Prólogo por Flavio González Mello

    Cura y locura

    La voz

    El nido

    [Fin de siglo]

    Pretexto

    Luz del norte

    De paso

    La Soledad

    [Variaciones]

    Acotaciones

    Sierra Morena

    Manuscrito encontrado en Zaragoza

    El monje

    Herodías y Salomé

    La hija de Rappaccini

    Aura

    Los Encuentros

    La otra casa

    PRÓLOGO

    Teatro reunido,vol. II

    de Juan Tovar

    FLAVIO GONZÁLEZ MELLO

    En este segundo volumen del Teatro reunido de Juan Tovar, el lector encontrará las obras del autor que abordan temáticas más personales. Si bien no están ausentes ni la política ni la historia —los dos temas centrales de los textos publicados en el primer tomo—, ambas funcionan aquí como contexto para hablar de las relaciones amorosas, la amistad, la identidad, los sueños y la locura, entre otros asuntos.

    Las tres obras iniciales participan de un mismo juego de espejos entre el arte y la vida. En todas ellas, el artista le regresa al mundo su mueca (verídica en tanto distorsionada, pues es la mueca de un loco), ya sea por medio de las pinturas producto de una imaginación febril, de las canciones entonadas por voces que parecen provenir de otro mundo o de las peculiares tareas escénicas de un actor que ha renunciado al teatro. Son, también, los retratos de tres artistas que viven una tensión interior entre su propia inclinación hacia la locura (no exenta de esa paradójica lucidez que tanto obsesionaba a los dramaturgos barrocos e isabelinos) y los métodos, a menudo coercitivos, con que la sociedad y la ciencia intentan regresarlos a la supuesta cordura de nuestro mundo, sea en forma de arterapias, fármacos, electroshocks o, de plano, lobotomías.

    El origen de Cura y locura, estrenada por Morris Savariego en 1992, se remonta a un sueño que el autor tuvo varios años atrás, en el cual dos personas (una de ellas, un actor recién salido de un sanatorio mental) dialogaban en una estación de tren; al final, la locomotora aparecía y arrollaba a uno de los personajes. Un primer intento de llevar a escena tal situación, en los inicios de su carrera como dramaturgo, resultó fallido debido a que Tovar desconocía la identidad de los personajes que dialogaban. Fue hasta que cayó en sus manos una fotografía de Antonin Artaud con su médico, en vísperas de que el primero saliera del hospital psiquiátrico, que Tovar pudo dotar a los protagonistas del sueño de un rostro (o, si se prefiere, de una máscara). Entre la primera y la segunda versiones de la obra, además, el autor escribió Criatura de un día, novela que marcó un parteaguas en su trabajo, pues en ella rompió definitivamente con la tradición narrativa chejoviana, quemó todas sus historias y, liberado de cualquier plan preconcebido, redactó de manera irresponsable un libro que, según sus propias palabras, es más lírico que narrativo. "Me solté como narrador para convertirme en dramaturgo. El sueño tiene mucho de teatro; por eso, una de las líneas que forzosamente entraron en Criatura de un día fue la de los cómicos".¹

    Hay en la novela, en efecto, una gavilla de cómicos de la legua que, bajo la dirección de un tal Ludovico, asaltan un tren levantando un árbol de utilería en medio de la vía. Al reverso de esta irrupción del teatro en la realidad están los diálogos iniciales de Cura y locura, donde los personajes dibujan verbalmente la escenografía de la obra:

    ACTOR: Entonces, por aquí va el camino.

    TERAPEUTA: Aquí cruza la vía del tren.

    CLARA: Allá se ve el bosque.

    TERAPEUTA: En el cruce, la estación.

    ACTOR: En ruinas.

    TERAPEUTA: Desde luego.

    CLARA: ¿Un árbol?

    ACTOR: Seco.

    TERAPEUTA: Por lo demás, primavera.

    CLARA: Pájaros verdes, arbustos que cantan...

    ACTOR: Piedras.

    TERAPEUTA: La grava del balasto.

    ACTOR: El polvo del camino.

    CLARA: Los montes lejanos.

    ACTOR: El sol moribundo.

    TERAPEUTA: ¿Las cinco, las seis...?

    CLARA: Atardece.

    ACTOR: ¿Empezamos?

    TERAPEUTA: Empecemos.

    Más adelante, cuando el terapeuta le ruega que sean razonables, su paciente revira:

    ACTOR: Seámoslo, sí. Pongamos que hay trenes, pongamos que hay teatros; pero de ahí a suponer que una locomotora, con sus vagones, pueda entrar en escena...

    Como Criatura de un día respecto a su obra narrativa, Cura y locura representa una encrucijada en la dramaturgia de Juan Tovar, pues le abre de par en par las puertas a dos temas (y dos texturas) que reaparecerán en sus textos posteriores: el sueño y la locura. Como en el Hamlet citado en los diálogos de esta obra, ambos ámbitos quedan estrechamente asociados mediante la puesta en evidencia del propio aparato teatral. Cura y locura es, en buena medida, una pelea encarnizada entre Aristóteles y Artaud, las dos caras de la moneda escénica: lo apolíneo y lo dionisiaco, el orden y el caos, la razón y la locura. La obra puede ser vista, en este sentido, como ficción o como ensayo; o, al menos, como una ficción que se autoanaliza, que desnuda sus carencias respecto a la tradición aristotélica y que critica ferozmente sus propias premisas:

    ACTOR: ¿Cómo es posible hacer una obra de teatro sobre Artaud? Él quiso librar al teatro de las obras, de los textos, del artificio de la historia. ¿A santo de qué meterlo ahora en esas danzas? […] No hay nada más antiartaudiano que un actor haciendo de Artaud, repitiendo un libreto, actuando que actúa. Pura hipocresía y estupidez.

    En esta nueva paradoja del comediante, el actor/Artaud tiene que seguir adelante con la representación a pesar de saber que ésta es un contrasentido, una mera sinrazón. La pregunta que el autor se hacía al escribir Criatura de un día reaparece en boca del personaje de Cura y locura:

    ACTOR: ¿Historias todavía?

    A lo que la monja que lo cuida responde con una resignación que es mitad de religiosa y mitad de escritor atrapado en sus propios planteamientos:

    CLARA: No hay otro remedio.

    Cura y locura resulta sorprendente por su anticipación de formas y reflexiones teatrales que, años después y bajo la influencia de los nuevos autores europeos, se pondrían en boga en nuestro país. Esta cercanía con las búsquedas de lo que hoy, por influencia de Hans-Thies Lehmann, llamamos teatro posdramático, es el resultado de una búsqueda propia (y consciente) en el territorio fronterizo entre teatro y narrativa, el cual —a finales de los ochenta, cuando aún no se acuñaba el término narraturgia— era considerado por su autor como teatro épico. Las versiones escénicas de obras narrativas que se incluyen en este tomo, como Manuscrito encontrado en Zaragoza, también forman parte de dicha exploración.

    La voz es un homenaje a Edith Piaf que su autor califica como una comedia de magia, un acto de invocación en salsa de enredos amorosos.² Vuelve a asomar aquí la locura, aunque de un carácter más amable que en Cura y locura; y si bien ninguno de los personajes es actor, sí encontramos a un médium, que viene a ser casi lo mismo:

    LAURA: Me acuerdo que una vez dijiste que eras como un hotel de espíritus.

    MILTON: Haz de cuenta —cuando no casa de huéspedes, con el argüende que implica. Pero ya no me confundo, como llegó a pasarme.

    LAURA: Cuando fuiste a dar al psiquiátrico.

    MILTON: Inclusive. ¡Qué experiencia aquélla...!

    PABLO: ¿Te dieron electrochoques?

    MILTON: ¡Lo que no me habrán dado...! Pero al fin se callaron todos los que estaban usando mi voz y pude oírme pensar, allá como en el fondo de un pozo: yo... soy... yo...

    Reaparece el tema de la identidad, inevitablemente abordado en la obra dedicada al autor de El teatro y su doble. En La voz hay un desdoblamiento entre el personaje vivo y el espíritu que momentáneamente lo posee; si tenemos en cuenta que ambos son, a su vez, representados por un actor, que también se deja poseer por ellos, la cosa empieza a multiplicarse en un peculiar juego de espejos.

    El teatro, como los médiums, puede convocar a una verdadera legión de espíritus: tal es la función del baúl mundo, el pequeño escenario dentro del escenario del que se desprende la representación de la vida del pintor Manuel González Serrano, protagonista de El nido. Escrita a instancias del coleccionista Ricardo Pérez Escamilla, esta obra retrata la vida de un artista que pasa por accesos de violenta locura alternados con periodos de atormentado arrepentimiento:

    MANUEL: Doctor, vengo a entregarme […] Acabo de propinarle una golpiza a mi mujer. La dejé medio muerta.

    JOSÉ: Y... ¿ha recibido atención médica?

    MANUEL: ¿Ella o yo?

    JOSÉ: Ella, naturalmente.

    MANUEL: Supongo que sí. Pero yo, doctor, también necesito ayuda. Me asusta esta furia ciega que de repente me avasalla...

    JOSÉ: ¿En qué circunstancias?

    MANUEL: Pues... en circunstancias de convivencia, podría decirse. Yo lo que quiero es estar tranquilo en lo mío, pintando todo el tiempo; pero vienen a quitarme tiempo, cada vez más y más, y yo... pues llega un momento en que se me acaba la paciencia, y entonces ya no respondo de mí.

    La insensatez de Manuel, el hermano, es la lucidez de Martínez Serrano, el artista:

    ANUNCIATA: Manuel, tu perfeccionismo es admirable, y asombrosa la técnica que despliegas en busca obsesiva del efecto preciso, pero tampoco exageres. Tú tendrías que estar produciendo tres o cuatro pinturas al mes, para abrir pronto otra exposición y de paso ponerte al día en los encargos. Para hacer carrera hay que correr.

    MANUEL: Yo no quiero hacer carrera. Yo quiero pintar.

    ANUNCIATA: Viene a lo mismo, Manuel. La carrera la haces pintando.

    MANUEL: Pintando a la carrera.

    En este tercer homenaje artístico, Tovar incluye la proyección de algunos cuadros del pintor, pues para escenificar verazmente la historia de González Serrano es preciso poner de manifiesto al artista que el personaje es —dimensión sin la cual su tragedia bien puede reducirse al cuento de un loco lleno de furia—, y para ello lo mejor es mostrar su pintura, demasiado poco conocida, y dejarla decir lo suyo.³

    La trilogía que lleva por título Fin de siglo está conformada por comedias que podríamos calificar de costumbristas: incluso la que trata sobre un secuestro, pues esta práctica hace tiempo que ha pasado a formar parte de los usos y costumbres de nuestro país. Abre con Luz del norte, comedia de enredo sentimental escrita por Tovar a mediados de la década de los ochenta con la intención de sacudirse de encima los temas históricos de sus obras anteriores. Originalmente estaba pensada como una autobiografía satírica de la generación del 68; en el proceso ocurrieron los sismos de 1985, que se colaron a la ficción para dotarla de un final y dejar, así, a los personajes atrapados entre dos fechas tan emblemáticas como fatídicas. Como se ve, lo de sacudirse de encima la historia quedó en buenos deseos.

    Luz del norte retrata la nueva tipología social surgida de los años sesenta: los post-hippies, bienpensantes pero machistas, que se jactan de hacer que el sistema trabaje para uno mientras sueñan —como una renovada versión del arquetípico mexicano de Chava Flores— con escribir guiones que venderán a precio de oro en Hollywood. La amargura siempre es un buen combustible para el humor, y no está exento de ella este autorretrato de una generación que ha empezado a desencantarse de las utopías sexuales y políticas de su juventud, pero que no está dispuesta a renunciar a su retórica.

    De paso es una obra breve protagonizada por una pareja coyuntural que, mientras espera el hielo para las bebidas que habrán de propiciar el acercamiento erótico, comete el fatídico error de ponerse a hablar. El lenguaje, en vez de unirlos, los separa y los hace caer en sus inagotables trampas, motivando que afloren sus miedos y prejuicios más arraigados. Calificada como comedia a pesar de su final amargo en el que aflora la violencia, fue escrita en colaboración con Beatriz Novaro, quien la estrenó en el Centro Universitario de Teatro a mediados de la década de los ochenta; desde entonces, la obra ha pasado a formar parte del repertorio cotidiano de los exámenes de dirección escénica en las escuelas de teatro y cine del país.

    La Soledad, el más reciente de los textos de la trilogía, explora regiones más negras del territorio cómico. Su planteamiento, tan sencillo como poderoso, está estrechamente relacionado con la inseguridad que se adueñó de Morelos —la entidad donde el autor radicó durante las últimas décadas de su vida— en los años noventa. Tovar evita los transitados caminos de la denuncia y la lamentación, optando por escribir una comedia que él mismo calificó como la más carballidesca de sus obras.⁴ Los protagonistas son una pareja de plagiarios y la mujer a la que han secuestrado por equivocación. Los tres se irán convirtiendo en una peculiar familia por obra y gracia del síndrome de Estocolmo.

    La última sección, Variaciones, reúne siete versiones escénicas escritas a partir de textos de otros autores. Las dos iniciales (agrupadas bajo el título de Sierra Morena) originalmente fueron concebidas para formar parte de un mismo espectáculo, aunque nunca han sido escenificadas juntas. Manuscrito encontrado en Zaragoza es una paráfrasis de la novela de Jan Potocki que Tovar escribió por petición de Ludwik Margules, cuando éste regresó de su natal Varsovia tras la cancelación del estreno polaco de Las adoraciones. El texto de Tovar no sólo consigue capturar el delirante desbordamiento imaginativo y humorístico del original, sino que lleva un paso más allá su estructura de cajas chinas al introducir, en un plano metatextual, una pequeña trama protagonizada por el propio Potocki durante la invasión napoleónica de España. Con su contrastante mezcla de fantasía e historia, la versión de Tovar dio lugar a un montaje deslumbrante, escenificado por Margules en 1984 con los alumnos del Centro Universitario de Teatro, que por ese entonces dirigía.

    El proceso de escritura del Manuscrito fue largo y complicado, no sólo a raíz de la complicada estructura y la abrumadora extensión del original, sino también de la terquedad con que el director, ya en ensayos, le seguía pidiendo a Tovar que agregara escenas a un libreto cuya extensión amenazaba con volverlo irrepresentable. En cierto momento, para no arruinar una adaptación que ya consideraba terminada, Tovar decidió responder a la insaciable avidez textual de Margules escribiendo una segunda adaptación que pudiera ser escenificada en los entreactos del Manuscrito. En este caso, se basó en El monje de Matthew G. Lewis, una novela contemporánea del Manuscrito de Potocki, que, como ésta, elabora una historia a partir de la leyenda negra de España (y que, por cierto, Buñuel alguna vez intentó adaptar a la pantalla). Como era de esperar, el largo entremés finalmente no tuvo cabida en un espectáculo que, con el puro texto de Manuscrito encontrado en Zaragoza, rebasó las tres horas de duración; así que El monje tuvo que esperar algunos años para ser estrenada, ya como una obra independiente.

    Los Encuentros es una paráfrasis escrita a partir de las narraciones de Juan Rulfo, a quien Tovar trató cercanamente las dos veces que éste fue su tutor en el Centro Mexicano de Escritores. No puede afirmarse, sin embargo, que ésta sea la más rulfiana de las obras de Tovar, pues la influencia del autor de Pedro Páramo se deja sentir de manera muy marcada en varios de sus textos históricos (por ejemplo, La querencia, el memorial que le dedica a Emiliano Zapata). Bajo la dirección de Mauricio Jiménez, Los Encuentros fue estrenada a principios de la década de los noventa por la Compañía Nacional de Teatro.

    Se incluyen también dos adaptaciones, Aura y La hija de Rappaccini, que están concebidas, más que como libretos de ópera, como melodramas, entendiendo el término en el sentido de dramas que están esperando música, pero que inclusive podrían representarse sin música.⁵ La primera se basa en el relato homónimo de Carlos Fuentes, y su música fue compuesta por Mario Lavista, quien en el proceso modificó notablemente el texto, quitándole, a juicio de Tovar, casi todo lo dramático que había en el libreto.⁶ El otro fue musicalizado por Daniel Catán y es la adaptación de una adaptación: la obra teatral escrita por un poeta, Octavio Paz, a partir del cuento de Nathaniel Hawthorne.

    Las sucesivas adaptaciones de La hija de Rappaccini nos recuerdan que todo texto teatral es, en alguna medida, un palimpsesto. Escribir es reescribir. Un dramaturgo a veces cree que inventa, pero a menudo reconstruye una parte de otro texto; otras, organiza el manuscrito que cayó en sus manos de manera que funcione escénicamente y lo pone a dialogar con otros textos y con otros autores. Tal, al menos, es la labor del adaptador, que suele ser considerada como algo meramente subsidiario pero que, cuando es realizada a cabalidad, puede generar una obra con valor propio (a fin de cuentas, Hamlet no es más que la adaptación magistral de algunos textos preexistentes). Ejemplos de ello son también Herodías y Salomé, donde Tovar pone a dialogar el relato de Gustave Flaubert con el drama poético de Oscar Wilde; y el texto que cierra este volumen: La otra casa, donde el autor retoma el Hogar sólido de Elena Garro para albergar ahí a los personajes de una de sus propias novelas, y convertirlo, de este modo, en otro hotel de espíritus, en otra casa de espejos.


    ¹ Flavio González Mello, Mi experiencia con los directores es excelente: Juan Tovar, El Economista, 10 de abril de 1990, p. 30.

    ² Juan Tovar, Cura y locura, Ediciones El Milagro, México, 2013, p. 164.

    ³ Ibid., p. 165.

    ⁴ Flavio González Mello, Entrevista a Juan Tovar, Paso de Gato. Revista Mexicana de Teatro, núm. 21, (abril-junio de 2005), p. 7.

    ⁵ Flavio González Mello, Mi experiencia con los directores es excelente: Juan Tovar, op. cit., p. 30.

    Idem.

    Cura y locura

    HOMENAJE A ANTONIN ARTAUD

    Aun destruido, aun aniquilado y orgánicamente pulverizado, consumido hasta la médula, sabe que en sueños no se muere, que la voluntad opera aun en lo absurdo, aun en la negación de lo posible, aun en esa suerte de transmutación de la mentira donde puede recrearse la verdad.

    El teatro y su doble

    Personas

    EL ACTOR

    EL TERAPEUTA

    LA HERMANA CLARA

    La acción se desarrolla en una ruinosa estación ferroviaria de la provincia francesa. Puede representarse en un espacio vacío, o bien, con mayor o menor número de trastos escénicos: el árbol seco, las señales ferroviarias…

    ACTO ÚNICO

    Primera llamada. Luz de trabajo. Los actores van llegando, caracterizados ya pero aún fuera de papel. Saludos, comentarios ad libitum.

    Segunda llamada. Se congregan en el centro del escenario. Se concentran.

    Tercera llamada. Luz de escena. Se dispersan, rompiendo la concentración, y proceden a acotar el espacio de la acción por representar.

    ACTOR: Entonces, por aquí va el camino.

    TERAPEUTA: Aquí cruza la vía del tren.

    CLARA: Allá se ve el bosque.

    TERAPEUTA: En el cruce, la estación.

    ACTOR: En ruinas.

    TERAPEUTA: Desde luego.

    CLARA: ¿Un árbol?

    ACTOR: Seco.

    TERAPEUTA: Por lo demás, primavera.

    CLARA: Pájaros verdes, arbustos que cantan…

    ACTOR: Piedras.

    TERAPEUTA: La grava del balasto.

    ACTOR: El polvo del camino.

    CLARA: Los montes lejanos.

    ACTOR: El sol moribundo.

    TERAPEUTA: ¿Las cinco, las seis…?

    CLARA: Atardece.

    ACTOR: ¿Empezamos?

    TERAPEUTA: Empecemos.

    ACTOR: Nuestro ejercicio de hoy: cura y locura en la encrucijada, o de cómo el tren nunca pasa dos veces por el mismo sitio.

    CLARA: En el principio era el texto.

    Transición: entran en personaje al son de glosolalias, para luego plantear el juego.

    ACTOR: o pedana

    na komev

    ta dedana

    tau komev

    CLARA: na dedanu

    na komev

    tau komev

    na come

    TERAPEUTA: copsi tra

    ka figa aronda

    ka lakeou

    to cobbra

    CLARA: cobra ja

    ja fut sa mata

    ACTOR: du serpent nyen

    a na

    Pausa.

    TERAPEUTA: Entonces, venimos llegando a esperar el tren…

    ACTOR: Estamos aquí, como siempre.

    CLARA: ¡Pero no! Hoy es un gran día.

    ACTOR: Ah, ¿sí?

    CLARA: El día en que usted vuelve al mundo. ¿Le parece poco?

    ACTOR: Qué más da en el mundo uno más o uno menos. Pero si dijera mi nombre como sé decirlo…

    TERAPEUTA: Todo a su tiempo, mi amigo, en el curso del relato.

    ACTOR: ¿Historias todavía?

    CLARA: No hay otro remedio.

    ACTOR: ¿Y qué hay que remediar?

    TERAPEUTA: Propiamente, nada; siempre ha sido así. La fábula es el principio y como el alma de la tragedia, dice el maestro de todos los que saben.

    ACTOR: Me cago en ese farsante.

    CLARA: No sea indecente y venga a que le arregle la corbata.

    TERAPEUTA: Piense un poco, amigo mío. La emotividad es importante y con ella trabajamos, pero a la vez resulta necesario llevar un orden —plantear, anudar, desenlazar— para que todo tenga sentido.

    ACTOR: ¿Y es necesario que tenga sentido?

    CLARA: Hombre de poca fe.

    TERAPEUTA: Estoy seguro de que usted mismo lo entiende así. No por nada lo hemos dado de alta en nuestro cercano sanatorio mental y ahora lo traemos a abordar el tren que habrá de regresarlo a la existencia normal.

    ACTOR: Un tren de pensamiento, se entiende.

    TERAPEUTA: Si usted quiere. El asunto es dar testimonio de su milagrosa recuperación, lograda mediante los más avanzados métodos de arterapia, o terapia artística.

    ACTOR: Para no hablar de los electrochoques.

    TERAPEUTA: Hablaremos, a su tiempo. Todo puede discutirse con plena libertad, siempre y cuando venga a cuento.

    CLARA: Lo esencial es la fe. Ella lo curó, más que ninguna otra cosa, y usted lo sabe muy bien.

    ACTOR: Sí, sí: las innumerables hostias. Todavía me parece sentir el sabor.

    CLARA: No lo pierda.

    TERAPEUTA: El arte es de hecho un acto de fe; o la fe un hecho artístico, si se prefiere. Son dos maneras médicamente atendibles de encauzar la energía espiritual en beneficio del individuo y de la colectividad, dándole, como veníamos diciendo, un orden y un sentido.

    ACTOR: ¿Y entonces?

    TERAPEUTA: Entonces, venimos llegando por el camino: el artista, el terapeuta y el ángel de bondad. ¿Tiene usted el equipaje, hermana?

    CLARA: Sí, doctor.

    Caminan, apersonándose en la representación. El terapeuta, elegante, viste de claro; el actor está incómodo en su traje oscuro demasiado nuevo; la hermana Clara, de hábito blanco, carga una maleta destartalada y un maletín de médico.

    TERAPEUTA: Hemos tenido un agradable paseo. Atardece y es primavera. ¡Qué buen tiempo hace! Canta el sol, cantan las aves, el viento canta entre las hojas…

    CLARA: El mundo se vuelve música y alaba a su creador.

    TERAPEUTA: ¿No está usted contento, amigo mío? ¿No lo inunda de buenos augurios este magnífico día? Créame: también en su vida ha pasado el invierno, un nuevo ciclo comienza, y así será en su carrera.

    CLARA: Todo el mundo irá a verlo, como a Lázaro vuelto de la tumba.

    TERAPEUTA: Cierto que ya no es bello, pero siempre puede hacer papeles de carácter. Allí es donde radica el verdadero reto para un actor. ¿No piensa usted así?

    ACTOR: Sí, por supuesto… un bello día…

    Tropieza. El terapeuta lo sostiene y lo conduce.

    TERAPEUTA: Henos aquí: la estación en ruinas como un signo que modera el entusiasmo y nos recuerda los estragos del mal tiempo. Pero pronto aun esta higuera reverdecerá, y sin duda en algún momento harán reconstruir el edificio y destinarán un guardavía. La burocracia, hay que decirlo, no es tan puntual como la naturaleza, pero a la larga, de trámite en trámite, llega por lo general a instrumentar las providencias del caso.

    ACTOR: Sin duda… sin duda…

    TERAPEUTA: ¡Ánimo, amigo! Todo autoriza el optimismo. Desde luego, es natural que la idea de enfrentar nuevamente a un público, después de tantos años y tanta historia, le provoque cierta angustia…

    ACTOR: En absoluto, doctor. No es eso.

    TERAPEUTA: Es natural, le digo, y de la voluntad depende sobreponerse y dar lo mejor de uno mismo.

    CLARA: Téngase fe. Lo que bien se aprende no se olvida.

    TERAPEUTA: Antes de su enfermedad era usted un gran actor. Ahora tendrá que ser excelso.

    ACTOR: Inevitablemente, sí.

    CLARA: Ya lo veo cautivando multitudes.

    ACTOR: Hordas enteras, hermana. Si no vienen, las pasamos en película. No hay ningún problema.

    TERAPEUTA: Entonces ¿qué cosa lo inquieta?

    ACTOR: Ninguna, doctor, para nada. Estoy tranquilo, entiendo, llevo el hilo. Estoy curado, es un bello día, venimos a tomar el tren, regreso al mundo. Estoy como se debe, feliz y contento; ni sombra de angustia, ni la menor inquietud. Es sólo el traje.

    TERAPEUTA: ¿El traje?

    ACTOR: Éste que me han endilgado.

    TERAPEUTA: ¿Qué tiene ese traje? Es nuevo, de buena factura, mi esposa lo escogió. Un poco holgado, quizá, pero de cualquier modo usted necesita subir de peso.

    CLARA: Se ve muy bien. Parece otro.

    ACTOR: Así me siento, en efecto. Es… una paradoja, ¿o no, doctor?, que al recobrar, me dicen, la libertad, tenga que sujetarme a toda esta indumentaria.

    CLARA: Si saliera desnudo, no tardarían en volverlo a encerrar.

    TERAPEUTA: Somos seres limitados, amigo mío, y por ello nuestra libertad radica en la voluntaria aceptación de los límites. Paradójico, ciertamente, pero muy natural. Ése es tu mundo, eso se llama un mundo…

    ACTOR: Inhabitablemente, sí. Es decir, no importa. Sólo que uno, entonces, no acaba de hallarse, no está del todo. Sí, es la condición humana, la voluntad divina, lo que ustedes quieran. Entiendo, me percato, me conformo, entro en papel, juego la parte, hago por habituarme. Un bello día, sí…

    CLARA: ¿Le aflojo un poco la corbata?

    ACTOR: Se lo ruego, hermana. Y desabotone de paso el cuello, de ser posible.

    TERAPEUTA: Póngase cómodo: estamos en confianza. Más que servir a los límites, uno se sirve de ellos. El orden de la trama no es un fin en sí, sino un medio de que el drama cristalice. Siendo todo natural, la naturalidad lo es todo.

    ACTOR: Naturalmente, sí. Gracias, hermana.

    CLARA: ¿Se siente mejor?

    ACTOR: Estoy muy bien, de veras. No me siento mal, sólo otro.

    CLARA: Será que perdió la costumbre de estar bien.

    ACTOR: Nunca la tuve realmente, y… sí, es extraño. Cuestión de habituarse, supongo.

    CLARA: El hábito no hace al monje.

    TERAPEUTA: Aunque indudablemente ayuda.

    ACTOR: Pero la monja es puro hábito, hermana Clara. ¿Por qué no se lo quita?

    CLARA: No sea impropio.

    ACTOR: Sería otra, estoy seguro.

    CLARA: Yo soy siempre una y la misma.

    ACTOR: ¿Quién?

    CLARA: ¿Y qué pregunta es ésa? ¿Me desconoce o me quiere confundir? Yo soy quien soy y no me ando creyendo nadie más. Eso no lleva a nada bueno, y usted ya debería de saberlo, pero por lo visto no escarmienta ni en cabeza propia.

    ACTOR: Perdón, he sido un loco.

    CLARA: Y no se resigna a dejar de serlo, ¿verdad?

    TERAPEUTA: No se enfade, hermana; estamos jugando. Dejemos el aleccionamiento un poco de lado y charlemos informalmente, como lo que somos: amigos esperando el tren.

    ACTOR: Ah, claro, la historia…

    TERAPEUTA: ¿Fuma usted?

    ACTOR: Sí, gracias.

    CLARA: Yo creo que no le hace bien.

    TERAPEUTA: Tampoco mal. Es indiferente, cuestión de gusto. Se trata de que estemos a gusto.

    ACTOR: Como si tal cosa, claro. Como si todo fuera cierto. Digo la historia, el escenario…

    CLARA: Fume, pues, y cállese.

    TERAPEUTA: La historia es lo cierto, amigo mío; ella nos da realidad.

    ACTOR: Muy amable de su parte. Casi caridad cristiana.

    CLARA: Perdóneme, pero es que de que empieza con sus dudas…

    TERAPEUTA: Quiero decir: en ella, nuestra creación, es donde realmente nos conocemos. Pues el ojo no se ve a sí mismo sino por reflejo, por medio de otras cosas.

    ACTOR: ¿Qué es aquello?

    CLARA: ¿Qué cosa?

    TERAPEUTA: ¿Dónde?

    ACTOR: Aquel movimiento, allá.

    TERAPEUTA: Una ardilla, tal vez.

    ACTOR: Sí, eso tiene que ser. La huella formal de la aparición.

    CLARA: ¿Qué aparición?

    ACTOR: Es uno de los signos grabados en el bastón de san Patricio, que yo rescaté en Irlanda y que me fue arrebatado en Marsella, con lujo de violencia.

    CLARA: Y cómo no, si le daba por aporrear a la gente con él.

    ACTOR: Eso es falso. Igual dijeron que nunca existió. Deben de haberlo arrojado al mar.

    TERAPEUTA: No divaguemos. La huella formal, decía usted.

    ACTOR: La huella formal de la aparición, sí. Algo ocurre.

    CLARA: Pero ¿qué aparición, hombre de Dios?

    ACTOR: La de Dios, hermana, cuando se manifiesta en el centro de las cosas.

    TERAPEUTA: Sube y baja por el árbol del mundo, llevando razón entre el cielo y la tierra.

    CLARA: Dios no sube ni baja; está en el cielo, en la tierra y en todo lugar.

    TERAPEUTA: Yo decía la ardilla, hermana. Un símbolo sumamente positivo, tomado en este sentido. La unión de lo alto y lo bajo, de lo objetivo y lo subjetivo…

    ACTOR: La ardilla, sí. ¿Dónde fue?

    CLARA: Dios sabrá.

    TERAPEUTA: Lo que importa, mi amigo, no es la ardilla concreta, sino lo que viene a representar en términos psíquicos, a saber, la reintegración de partes de la persona temporalmente disociadas. Es un signo de su curación y así debe verlo.

    ACTOR: Un signo, sí. Había otros en el bastón.

    TERAPEUTA: Olvídese del bastón. A su debido tiempo aclaramos que toda esa historia nacía simplemente de una pérdida de la personalidad y el complejo resultante. Subsanada ya la pérdida, resuelto el complejo, no tiene caso ocuparse del asunto. ¿O acaso le queda alguna duda todavía?

    ACTOR: Ninguna, doctor, para nada. Estoy bien y todo va bien. Sólo que algo ocurre.

    TERAPEUTA: Ocurre, mi amigo, que vuelve usted al mundo, a la vida activa, y es natural, como decíamos, que exista de su parte cierta inquietud, pero eso no debe inquietarnos. Hay que enfrentar el futuro con conciencia y con confianza para definir el orden que orientará nuestros pasos por la vida y hará fructífera nuestra actividad, ¿no le parece?

    ACTOR: No… o sí, como usted quiera.

    TERAPEUTA: Otro buen síntoma, esta voluntad de concordancia. Hay que saber dejarse guiar. Siempre se requiere un orden, incluso en el desarreglo de los sentidos, porque nada sería si no hubiera una manera de ser, ¿no es así? Ya lo dijo el filósofo: todo esto es como un fuego que se enciende y se apaga medidamente. Es, ha sido y será… Pero mire, mire usted, amigo mío, esa gloriosa puesta de sol. Así cae, maduro, el espléndido día primaveral.

    Pausa. El actor, ensimismado, no reacciona hasta que Clara canturrea.

    CLARA: Saluda al sol, araña, no seas rencorosa…

    ACTOR: ¿Qué quieres que le diga? ¿Que lo miro morir y me alegro? Mi rencor es parte mía, más que estos huesos y carne; nadie puede quitármelo.

    CLARA: Tranquilízate, hijo: ¿quién quiere quitarte nada?

    ACTOR: ¡Vete al convento! ¿Por qué habías de ser mi madre, y cuidarme, y alimentarme, y sacarme a tomar el sol? ¿Para que un buen día me pongas un traje nuevo y me pierdas de vista para siempre? Vete al convento; adiós.

    TERAPEUTA: Acto tercero, escena primera. Pero usted nunca hizo el Hamlet, ¿verdad?

    ACTOR: Toda mi vida.

    TERAPEUTA: Digo, en teatro.

    ACTOR: No, creo que no.

    TERAPEUTA: Una lástima. Ahora tendría que ser Claudio, o el espectro —o los dos, que sería interesante desde el punto de vista psicológico—. Pero tiempo habrá de hacer planes ahora que se reintegre al medio y restablezca contactos. ¡Despacio, que llevo prisa!, ¿no le parece? (Mira su reloj.) El tren ya debería estar aquí.

    ACTOR: ¿Tren?

    CLARA: El que vinimos a esperar.

    ACTOR: ¿Tren? ¿Hay trenes todavía?

    TERAPEUTA: Y estaciones y maletas y viajeros que esperan. Éste es tu mundo, esto se llama el mundo.

    ACTOR: ¿Y qué esperan? ¿A dónde viajan? ¿Piensan que hay algún otro sitio?

    CLARA: Si no lo hubiera, tampoco habría trenes.

    ACTOR: Ningún tren nos lleva a ninguna parte. Aquí estaremos siempre, en este cuerpo torturado por pinzas, pliegues, botones, bocamangas…

    TERAPEUTA: ¿Quiere quitarse la chaqueta?

    ACTOR: Sí, gracias.

    CLARA: Le va a dar frío.

    ACTOR: ¡Ah, qué alivio! Ser un poco menos ese otro, un poco más ese yo que sabe su nombre y sabe decirlo…

    TERAPEUTA: Como entrar en papel, ¿no es así? Créame, eso es todo —y desde luego, no sobreactuar—. Cada quien halla en su arte la clave de su vida, porque vivir es un arte.

    CLARA: El arte de cumplir la voluntad de Dios.

    TERAPEUTA: O específicamente, en su caso, el de representar en escena la pasión ajena que es la propia, la de todos y cada uno.

    CLARA: Rece a diario los misterios de la Santa Cruz. Es muy buena devoción.

    TERAPEUTA: Sí, las prácticas piadosas nunca están de más; pero ante todo, amigo mío, usted necesita ponerse a trabajar en lo suyo para acabar de restablecerse. Dígame, ¿tiene pensada alguna obra que quisiera hacer?

    ACTOR: ¿Obra?

    TERAPEUTA: De teatro.

    ACTOR: ¿Teatro? ¿Hay teatros todavía?

    CLARA: Por suerte para usted, que en la vida real nadie lo creería. Pues ¿cómo pregunta esas cosas?

    ACTOR: ¡Teatros y escenas y espectadores! Todavía gente que viene a ver gente haciendo de gente, todavía las réplicas y las contrarréplicas y los juegos de espejos. No lo concibo, perdónenme.

    TERAPEUTA: Tiempo habrá, no se apure. Por lo pronto, será suficiente que atienda a sus pies.

    ACTOR: Acciones, reacciones, entradas, salidas, todo eso todavía. No quepo en mí de asombro.

    CLARA: ¿Qué es lo que le aprieta ahora?

    ACTOR: ¿Puedo…?

    TERAPEUTA: Póngase cómodo.

    El actor se arremanga, mirando al público.

    ACTOR: Inconcebible, de veras. Todos allí quietos, a oscuras, atendiendo, esperando… ¿qué cosa? ¿Qué hacen allí, a qué vinieron?

    CLARA: No se haga el loco. No hay nadie allí.

    TERAPEUTA: Tranquilícese, hermana. Nuestro amigo ha optado, sanamente, por dramatizar su miedo escénico para hacerle frente y superarlo. Sabe que ese público imaginario sólo vino a verlo, que de él depende todo, y va entrando en el papel de sí mismo.

    ACTOR: El otro, sí. Otra vez el otro. Otra vez los otros. ¿Y para qué?

    TERAPEUTA: Por el arte, ¿recuerda? El arte, que da sentido a la experiencia y hace tolerable la existencia.

    ACTOR: ¿Y a quién le importa la existencia? ¿Por qué no mejor desmantelar el tinglado? La especie no da para más.

    TERAPEUTA: Tiene usted que evitar el derrotismo; se lo digo como facultativo. El invierno pasó y la guerra ha terminado; esta hora es de resurgimiento y de reconstrucción y así hay que vivirla.

    CLARA: Usted mismo está recién renacido. No sea ingrato: ya que Dios le da vida nueva, vívala con fe, como Dios manda.

    ACTOR: Será como ustedes digan. Yo, estando cuerdo, tendré que estar de acuerdo. ¿Qué puede uno contra la fuerza bruta de las disposiciones divinas?

    CLARA: Bruto será usted, blasfemo.

    ACTOR: Hermana Clara, valerse de la indefensión de un hombre para drogarlo y convertirlo a un credo es una brutalidad no menor que la de someterlo a electrochoques.

    TERAPEUTA: Ya hemos aclarado oportunamente, amigo mío, cómo su profundo conflicto religioso vino a resolverse en eso que usted llama conversión y que fue, de hecho, la recuperación de la fe sencilla de su infancia, de la cual el delirio místico venía a ser un sustituto, y tan reacio al análisis que hizo necesario el uso de la electroterapia. Yo sé que usted lo entiende así.

    ACTOR: Necesariamente, sí. Los electrochoques vuelven sencilla cualquier fe, cuando no atrofian de plano el órgano de la creencia.

    CLARA: A usted eso no le pasó, gracias a Dios.

    ACTOR: No hay de qué, créame.

    TERAPEUTA: Bien está lo que bien termina, ¿no le parece?

    ACTOR: ¿Debería parecerme?

    CLARA: Más le vale.

    TERAPEUTA: Claro está, si tenemos en cuenta que todo ese arduo proceso abrió el camino a la arterapia, o terapia artística, misma que lógicamente, siendo usted artista, vino a culminar su recuperación. Pues el arte, aun en su oposición a la realidad prosaica y cotidiana, representa a fin de cuentas una adaptación a ella, una aceptación de sus límites, por más rebelde que ésta sea, pues el arte no existe en el vacío, sino sólo en este contexto de referencia…

    ACTOR: En México, pues de México se trata, no hay arte, y las cosas sirven.

    CLARA: No sea inconsecuente. ¿Qué tiene México que ver?

    TERAPEUTA: Es como decir Polonia, esto es, ninguna parte.

    ACTOR: ¿Ha estado usted allí, doctor? ¿Ha visto a la diosa madre de las aguas, con sus ropas de jade y su expresión inmutable y sonora? ¿Ha visto el rostro enajenado, crepitante de aromas, de la diosa madre de las flores?

    TERAPEUTA: Conozco fotografías del arte prehispánico…

    ACTOR: Eso no es arte: es creación en su sentido original y único, que el arte falsifica. Me cago en el arte y en todas sus representaciones; yo quiero cosas que sean, que reverberen en el organismo.

    CLARA: Santo, santo, santo…

    TERAPEUTA: Todo gran movimiento artístico se plantea como un retorno a las raíces. Pienso que usted, con estas nociones, podrá iniciar una importante renovación en el teatro. Todo es cosa de que encauce su energía. Le hará bien volver a la ciudad, restablecer contactos, echar a andar proyectos de trabajo… (Mira su reloj.) El tren estará aquí en cualquier momento.

    CLARA: Quiera Dios. (Se santigua.) ¿Usted de qué se ríe?

    ACTOR: Ni en cualquiera ni en ninguno, doctor. Todo tiene un límite, ¿no es así?

    TERAPEUTA: Precisamente, y nuestra espera lo tendrá.

    CLARA: Cuando Dios lo disponga.

    ACTOR: Cuando la gente se canse y las luces se apaguen. Aquí no va a pasar otra cosa; ciertamente no un tren.

    TERAPEUTA: Seamos razonables, le ruego.

    ACTOR: Seámoslo, sí. Pongamos que hay trenes, pongamos que hay teatros; pero de ahí a suponer que una locomotora, con sus vagones, pueda entrar en escena…

    TERAPEUTA: Por favor, amigo mío. ¿Necesito acaso recordarle que la creación teatral hace posible lo imposible, por medio de la imaginación?

    ACTOR: Ah, bien: lo haremos en pantomima. Pero entonces, ¿a qué esperar? ¡Uuuuu, uuuuu! Tk tk tk tk tk tk tk. Kriiiig. Ufff. ¡Clang, clang! Llegó el tren: ¡todos a bordo!

    CLARA: Déjese de juegos.

    ACTOR: Aborde, doctor; no pierda el hilo de su historia.

    TERAPEUTA: Se extralimita usted. No se trata de improvisar.

    ACTOR: ¡Clang, clang! Aborde, que el tren se va. Tk, tk, tk, tk. ¡Uuuuu! Corra, todavía lo alcanza. ¡Uuuuu! Tk tk tk tk tk tktktk…

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