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Siete obras de teatro
Siete obras de teatro
Siete obras de teatro
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Siete obras de teatro

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Director de numerosas puestas en escena entre las que destaca Tereso y Leopoldina, estrenada en 1989 y ganadora del Premio Juan Ruiz de Alarcón, los siete trabajos reunidos en este libro son el reflejo de una pasión, un punto de partida ideal para incursionar en la cultura mexicana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2014
ISBN9786071623805
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    Siete obras de teatro - Willebaldo López

    ÁLVAREZ

    Los arrieros con sus burros por la hermosa capital

    OBRA EN DOS ACTOS

    [1967]
    Estreno: Teatro Hidalgo, mayo de 1967
    Temporada: Teatro Jiménez, Rueda

    A Willebaldo López H., mi padre

    A Isidra Guzmán, mi madre


    REPARTO

    Primer premio en el Primer Festival de Primavera organizado por INBA, IMSS y UNAM en 1968. Jurado: Wilberto Cantón, Hugo Argüelles, Marcela del Río, Margo Glantz.


    PRIMER ACTO

    Aparece un muchacho con una guitarra; se muestra muy nervioso cuando se enfrenta al público.

    MUCHACHO.— Perdónenme... Yo no sé cantar. Pero, es que el señor que se encarga de esto..., de esto que ustedes van a ver, me trajo ahorita de allá afuera y. Y yo quiero decirles que no sé cantar. ¿Saben qué?... Aquí me da miedo. Yo canto en los camiones; pero aquí, pues... ¡Cómo me hago del rogar! ¿Verdad?... (respira hondo) ¡Bueno!... Pus..., ahí les va (muestra un papel).

    Mirando al suelo voy

    mi sumisión.

    Mirando al suelo voy

    mi rendición.

    Mirando al suelo voy

    mi deshonor.

    Y sóbate, sóbate el lomo, señor;

    que a nadie le importa que tengas dolor.

    La gente de arriba te grita: … ¡ladrón!

    Y tú, en tu miseria, respondes: … sí soy.

    Mirando al suelo voy

    mi gran rencor.

    Mirando al suelo voy

    mi confusión.

    Y súbete, súbete al cruel y opresor

    y por sus costillas le bailas un son.

    Procura lo tuyo, sin ningún temor;

    que sin excepciones tú eres mejor.

    Mirando al cielo voy

    revolución, revolución, revolución.

    Aparecen intempestivamente, entre el público, un grupo de turistas extranjeros con sus respectivos guías; arman un gran escándalo.

    TURISTAS.— (Fotografían a diestra y siniestra.) ¡Capital, capital! ¡Capital, capital! ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— (Con gesticulaciones estereotipadas.) ¡Por aquí, por aquí, señores! El país entero es el regalo que les vamos a ofrecer. (Los dos guías simulan que abren un enorme regalo.) Sírvanse tirar del listón que lo envuelve. Abran la caja... y sentirán cómo emana un aroma amistoso y hospitalario que les invita a disfrutarlo, consumirlo y devorarlo con lengüetazos ávidos de hambriento placer.

    TURISTAS.— ¡Oooooh! ¡Siiií, devorarlo, devorarlo!

    GUÍA 1.— ¡Porque en este país les tenemos.!

    GUÍA 2.— Bellísimos paisajes.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Desiertos y praderas.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— Ciudades de canteras.

    GUÍA 1.— Para sus pensionados y veteranos de guerra.

    GUÍA 2.— ¡Carreteras!

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Súper, supercarreteras.

    GUÍA 2.— Industrias extranjeras.

    GUÍA 1.— Que son permanentes.

    GUÍA 2.— Y no golondrinas viajeras.

    GUÍA 1.— Tenemos autoridades fieras. (Gesticulan con ferocidad.) Y tantas cosas que terminan en eras.

    TURISTAS.— ¿Como chingaderas?

    GUÍA 2.— (Tosiendo nervioso.) No, no. Como primaveras.

    GUÍA 1.— Tenemos toda una tradición llena de ruinas; que anteriores visitas se encargaron de dejarles a ustedes desde la Conquista.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— Celebramos olimpiadas y campeonatos de futbol.

    GUÍA 1.— Hacemos cine.

    GUÍA 2.— Tenemos palenques, hipódromos y cabarets.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Curiosidades y un sinfín de artesanías.

    GUÍA 2.— Mujeres callejeras y buenas taloneras.

    TURISTAS HOMBRES.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Lancheros en Acapulco y machos bien dotados.

    TURISTAS MUJERES.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— Borrachines, tequila con mariachis; indios y limosneros para el recuerdo.

    TURISTAS.— (Gritos a la mexicana.) ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Barbacoa con carnitas; tepaches y mezcales. (Los turistas vomitan.)

    TURISTAS.— (Asqueados.) ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Tenemos ritmos, modas y cosas importadas.

    GUÍA 2.— Fayuca por todos lados.

    GUÍA 1.— Somos un pueblo que ríe. No sé por qué, pero se ríe.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— ¡Bailes en grandes fiestas!

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— ¡Fiestas, muchas fiestas! (Los guías salen y llaman a los turistas.)

    TURISTAS.— (Muy entusiasmados.) ¡Capital, capital...! etcétera.

    Oscuro para dar paso a una mujer desnuda, quien, al son de una música campirana, baila con entusiasmo; se cubre apenas con un letrero que dice: CAMPO. Cuando la mujer desaparece, sobre el oscuro, se escucha el hacheo de dos campesinos que rajan leña. La luz descubre al padre y al hijo en plena tarea. El hijo se desploma, agotado.

    PADRE.— Apúrate, hijo. Hay que completar las cargas antes de que venga tu madre.

    HIJO.— (Se incorpora con dificultad y se limpia el sudor.) Sí, apá. Ya voy.

    PADRE.— ¡Que te apures, te digo! Y te me vas lueguito a casa de Luciano pa que te dé la burra que va a emprestarme aparejada. ¡Ah! Y no se te olvide pedirle el pretal.

    HIJO.— Sí, apá. (Vuelve a su hacha.) ¿Y si se fue pa la Villa, qué hago? Ayer me dijo que no iba a estar, que se iba muy temprano a vender resina pa las calderas de los baños.

    PADRE.— ¡Qué pendejo!... Mejor la hubiera tirado. Ni el viaje. En los baños te dan sólo unos centavos.

    HIJO.— Pues, peor es nada. Nosotros... ni eso.

    PADRE.—¿Qué rezongas? ¿Eh? ¿Qué rezongas? (Lo amenaza.)

    HIJO.— Nada, apá.

    PADRE.— Entonces, vas y te trais la burra. Al fin que su vieja no dice nada.

    HIJO.— ¿Que nooo...?

    PADRE.— Es rezonza; parece muerta. No te hace nada. Mira, deja el hacha y vete ya.

    HIJO.— (Mira a lo lejos.) Allá viene mi amá... Nomás me echo un taco y me voy. ¿Sí, apá?

    PADRE.— Está bien. Entonces, grítales a Lucio y a José pa ver si quieren un taco; ya ves que nos van a prestar sus burros. Yo le grito a Nemecio.

    HIJO.— (Grita.) ¡Luciooooooo! ¡Joseeeeeeeé! ¡Que dice mi apá que si no se vienen a echar un taco!

    LUCIO.— (Contesta a lo lejos.) ¡Yo sí voooooy!

    JOSÉ.— ¡Ahiiií vamoooos!

    PADRE.— (Grita.) ¡Nemecioooooo!

    NEMECIO.— (Contesta a lo lejos.) ¿Queeeeeé?

    PADRE.— ¡Vente a echar un taco, mano!

    NEMECIO.— ¡Ahiiiií voooy oritaaa! Nomaaás que acaaabeee de cagaaaar.

    MADRE.— (Aparece y se muestra molesta.) ¡Ya no sigan gritando! Apenas traigo comida pa ustedes; no va a alcanzar. Después no les va a gustar que nomás les toque un taco... Y qué van a chismorrear ellos: que somos unos muertos de hambre.

    PADRE.— Nomás llegas y friegas, mujer. Ellos no dicen nada. Tú sabes que lo que se agradece es la buena voluntad. Además., hay que tomarlo como negocio: me van a prestar sus burros.

    MADRE.— Pues..., ¿cuántos burros tienes ya?

    PADRE.— Son como seis...; si es que me los prestan todos. (A su hijo.) ¿Verdá, tú?

    HIJO.— Sí, apá.

    MADRE.— (Mira a su alrededor.) ¿Y las cargas de leña? Por lo que veo.

    PADRE.— Si nos apuramos a darle en la tarde, seguro las tenemos para pasado mañana. (A su hijo.) ¿Verdá, tú?

    HIJO.— Sí, apá.

    Aparecen Lucio y José, y no se acercan; poco después aparece Nemecio, fajándose todavía los pantalones.

    PADRE.— (Se percata de los que llegan.) ¿Pero, qué hacen ahi?... ¡Ándenle! Vénganse a comer aunque sea una gorda con sal. ¡Arrímense!... (Mira hacia el sol.) Que ya es tarde. Y el hambre ya gruñe en la barriga.

    LUCIO.— Buenas tardes.

    JOSÉ.— (Se quita el sombrero y saluda con atención exagerada.) Buenas tardes. Buenas tardes.

    MADRE.— Buenas tardes. (Pone sobre el mantelito el tazcal lleno de tortillas y la cazuela con el guisado.) Éntrenle a un taquito: son unos humilditos honguitos del llano., pero muy sabrosos.

    HIJO.— (Come.) Sabrosísimos. Para eso se pinta sola mi amá.

    LUCIO.— (Se sirve.) Pos. yo sí le entro.

    JOSÉ.— (Imita a Lucio.) Pos, yo también.

    NEMECIO.— (Se abre paso.) Déjenme algo. No se los acaben.

    PADRE.— Pa todos hay. Se hizo bastante.

    MADRE.— (Prepara un gran taco.) Pero cómete uno tú, viejo. ¿Qué tal si...?

    PADRE.— Después, después. No tengo hambre. Ustedes éntrenle.

    LUCIO.— (Mira a su alrededor.) ¡Válgame, santo Dios!... ¡Qué rajadero de leña! Entonces, va en serio. ¿Así que te vas a la capital?

    JOSÉ.— Yo digo que es una tarugada. ¿Qué vas a hacer hasta allá? Está relejos.

    LUCIO.— Y ni la conoces. ¿O sí?

    PADRE.— No.

    JOSÉ.— Lo que pasa es que se quiere hacer riquillo.

    NEMECIO.— Mira: déjate de tarugadas, junta tus cargas con las de nosotros y las vendemos en un pueblo que esté más cerca.

    LUCIO.— Pagan poco, pero seguro.

    JOSÉ.— La capital está muy lejos para ir con burros.

    NEMECIO.— (Muestra y saborea el taco.) ¿Pa qué te arriesgas? Aquí todavía nos quedan honguitos, quelites y frijoles. ¡Mmm! Y están retesabrosos.

    LUCIO.— (En burla.) Es que él ha de querer bisté. (Risas de los otros.)

    JOSÉ.— Y va a acabar como Nepamuceno cuando se fue a la capital:... más jodido y sin quelites.

    LUCIO.— Y sin bisté. (Risas.)

    NEMECIO.— Cuando regresó con su familia, ya no lo podíamos reconocer.

    LUCIO.— Mejor haz lo que muchos: vete pal norte de mojado y ya.

    JOSÉ.— Y si no te matan...

    PADRE.— (Molesto.) Bueno, ¿me van a prestar sus burros?... ¿Sí o no?

    LUCIO.— No te enojes, mano. Ya sabes que sí. ¿Pero si quieres llevarte de un jalón tanta leña, por qué no alquilas una troca?

    PADRE.— ¿Pa qué? Tan luego salga a la carretera me va a recoger la carga de leña el mordelón y ni el flete voy a poder pagar. Y como uno no sabe nada de eso, pues se lo hacen pendejo fácil.

    JOSÉ.— A mí no me han agarrado.

    PADRE.— ¿Y qué tal a Lucio?. (Lucio va a protestar.) ¿Qué te pasó a ti, Lucio?: alquilates el camión, sacates el permiso, tuvites que dar la mordida en la Villa, y cuando llegates al otro pueblo, los forestales de allá se dejaron venir y te quitaron la leña, y hasta las hachas; alegando que no servía tu permiso, por no sé cuantos artículos y leyes. ¿Y tú qué hicites? Pos nada. Si oímos cuando te amenazaron con meterte al bote porque no le llegates a la mordida. Y perdites dos meses de raje y raje leña para nada.

    LUCIO.— ¿Y a poco crees que en la capital no te van a fregar?

    PADRE.— A lo mejor. Espero que no estén tan muertos de hambre como los de acá. Allá se desquitan con los aserraderos y las madereras grandes.

    NEMECIO.— Si serás... Ésos sí tienen pa pagar mordidas y comprar permisos. En cambio a ti, allá te van a fregar más.

    PADRE.— No creo que le echen el ojo a mis burros.

    LUCIO.— Tú, ya ni la resina quieres ir a vender al pueblo.

    PADRE.— ¿A los baños públicos? ¿Pa que me paguen una picotada? Mejor le prendemos fuego en el llano, como cuando la huelga resinera.

    HIJO.— Daba miedo esa montañota de botes de resina ardiendo. Dicen que se veía la luz desde el otro lado del cerro.

    NEMECIO.— Pues ya vites lo que nos pasó por argüenderos. En la fábrica de aguarrás nos pagaban mejor la resina que en los baños. Pero, por querer el aumento en el precio y hacer la huelga, agarraron sus chivas y se largaron a otro estado.

    JOSÉ.— Y nos dejaron con tamaña batea de babas. Y ahora tenemos otra vez toda la resina amontonada. ¿Qué vamos a hacer con ella?

    PADRE.— La llevamos al llano y la quemamos.

    MADRE.— O nos la dejan a las viejas pa que la quémemos en la cocina.

    PADRE.— Tú cállate, vieja.

    LUCIO.— Si todos oímos al gobernador: nos habló retebonito: nos prometió que no iba permitir que se fueran a otro lado los de la fábrica de aguarrás, que se los iba a empinar.; y hasta orita, los empinados seguimos siendo nosotros.

    MADRE.— ¿A ustedes? A ustedes no. (Señala a su marido.) A él sí lo bajaron amarrado de las manos y corriendo detrás de los yips de los soldados, como si fueran asesinos. Y luego allá en la cárcel le dieron un culatazo tan fuerte en el pecho, que hasta la fecha no puede trabajar bien.

    PADRE.— Cállate, vieja.

    JOSÉ.— Pero, ¿cómo quedamos? Más jodidos, ¿no?

    PADRE.— Pos, está mejor. Antes nomás ellos ganaban. Ahora ni ellos, ni nosotros: estamos parejos. Me han dicho que allá en la capital está bien. A pesar de Nepamuceno, la mayoría de los que se han ido ya no han vuelto.

    LUCIO.— Sólo dan lástimas allá.

    PADRE.— ¡Qué va! Aquí estamos rejodidos... Espero que allá no.

    LUCIO.—¿Y tu muchacho se va a quedar cuidando el monte y la casa?

    HIJO.— No. Yo me voy con mi apá.

    JOSÉ.— ¿Y vas a dejar solas a las viejas?

    NEMECIO.— Qué confiado eres.

    LUCIO.— Habrá que darles una mano..., para que no se les muera de hambre el escuincle.

    PADRE.— ¿Qué pasó?. No sean tan acomedidos.

    MADRE.— A las viejas con el escuincle no las metan en sus líos. ¡Yo solita me basto y sobro, mientras viene mi marido...! Si ellos quieren ir a probar suerte..., ¡que vayan! Yo no los voy a detener.

    PADRE.— Cállate, vieja.

    NEMECIO.— ¡Mira a ésta! Nosotros tratando de que no se vayan. y ella los empuja.

    MADRE.— Yo no los empujo. ¿Cuándo han visto que los empuje?

    JOSÉ.— Ahorita. Tu mujer no te quiere, hermano.

    LUCIO.— Es que se quieren quedar chinas libres.

    MADRE.— (Furiosa.) ¡Nunca he dicho que no quiera a mi marido!... Na más lo dejo en libertad de hacer lo que le dé la gana. (Irónica.) No lo tengo aquí ananado, pegado a mi falda y tapándolo con el rebozo. Tanto él, como mi hijo, si se quieren ir a trabajar lejos de aquí. ¡pus, que lo hagan! Que yo me sé aguantar; aunque me muerda los labios pa no chillar.

    PADRE.— Cállate, vieja.

    MADRE.— ¡Pos tú, Nemecio!... ¿No estás de amamantado y pegado a tu vieja? Si cada vez que vas al pueblo a vender leña… (imitando) le dan ataques, y ataques, y ataques, para obligarte a que la lleves contigo. (Risas de los otros.) Y todavía gastas en medicinas. ¡Una buena cuereada le habías de dar, y verías como se le quitaban los ataques!

    PADRE.— Cállate, vieja.

    JOSÉ.— ¡Pero, qué consejos son esos, comadre! Si la oyera mi mujer.

    MADRE.— Tú no cantas mal las rancheras, José… Tú, que siempre presumes porque tu mujer sí sabe leer y fue a la escuela, te tiene bien amarrado. Sólo haces lo que ella te da permiso.

    PADRE.— Cállate, vieja.

    JOSÉ.— ¡A mí nadie me amarra!

    MADRE.— ¡Que nooo!… ¿Y la vez de la huelga resinera, qué? Cuando más te necesitábamos y te fuimos a buscar, tu vieja te negó, porque te tenía tapado con cobijas y escondido detrás del petate. ¿A poco crees que no nos dimos cuenta? (A los otros.) ¡Niéguenlo! (Los otros agachan la cabeza.)

    PADRE.— (Más enérgico.) ¡Cállate, vieja!

    MADRE.— Y no fue sólo esa vez: también fue cuando el deslinde ejidal y el pleito con los matones de don Melitón, también cuando la comisión para la escuela y… Nomás que acordamos no decirte nada pa que no te diera vergüenza; porque, yo estoy segura, fue tu vieja la que hizo que no te comprometieras.

    PADRE.— ¡Cállate, vieja!

    MADRE.— ¡No te rías, Lucio! Que tu mujer es igualita de miedosa que todas las del rancho. Anda con brujerías, pone santos de cabeza revueltos con diablos, y te da a tragar un montón de cochinadas, pa que cuando vayas a otros pueblos no te encuentres otra vieja, y pa que solamente con ella puedas hacer… (maliciosa) lo que tú ya sabes. (Risas de los demás.) Y si no, la encuentras chille y chille pa que no te vuelvas a ir.

    PADRE.— ¡Que te calles, te digo!

    MADRE.— ¿Y qué me dicen del pobre de Luciano?: con su mujer que se hace la zonza zonza; pero que desquita su muina agarrando a golpes a sus hijos y no les da de tragar si él se va y la deja sola.

    PADRE.— ¡Cállate ya, mujer!

    LUCIO.— ¡A que la comadre tan rezongona! Lo que dijo no es verdad.

    JOSÉ.— Le dieron cuerda.

    NEMECIO.— Se enojó de veras.

    MADRE.— ¡Es verdad lo que dije! ¡Y lo sostengo! Todo eso que.

    PADRE.— ¡Que te calles, con un carajo…! (A los otros.) Bueno…, ¿me van a prestar sus burros, sí o no?

    LUCIO.— Yo sí, hombre. Pasa por él. Nos vemos. A ver si le quitas lo echadora a la comadre.

    JOSÉ.— Pos, yo igual. Pasa por mi burro. Y gracias por el taco: aunque regañado.

    NEMECIO.— Aunque nos cale, tiene razón, ¿no? Pasen por el burro. Nos vemos.

    PADRE.— Gracias. Y perdonen el taco tan pobre.

    HIJO.— Nos vemos. Yo voy a ir por los burros.

    PADRE.— Si me va bien en la capital, luego se van ustedes conmigo.

    LUCIO.— ¿Pa qué? No me deja mi mujer. Tiene razón la comadre.

    JOSÉ.— Mejor me voy a esconder detrás del petate.

    NEMECIO.— Te encargamos mucho nuestros burros. Después nos cuentas cómo te fue. (Los campesinos salen.)

    PADRE.— (Presiona con la mirada a su mujer.) Te decía que te callaras.

    MADRE.— (Con miedo.) No pude, viejo… Es que lo que dije es cierto. Me dio mucho coraje que…

    La madre se asusta cuando el padre agarra un leño y lo esgrime amenazante; el hijo se interpone y el padre se acerca.

    PADRE.— ¡Hijo!

    HIJO.— (Con temor.) ¿Sí,. apá?

    El padre rodea al hijo hasta quedar frente a la atemorizada madre.

    PADRE.— ¡Respeta siempre a tu madre!

    HIJO.— Sí, apá.

    Ellos van por sus hachas, mientras la madre recoge las cazuelas, nerviosa y feliz.

    OSCURO

    Entran los turistas con sus guías, repitiendo grotescamente sin cesar: capital, capital, capital, capital… Entre ellos se abre paso la mujer desnuda, que se cubre apenas con el letrero que dice: CAPITAL. Los turistas hombres silban con admiración.

    GUÍA 1.— ¡Aaaaah, la capital!

    GUÍA 2.— ¡Cierto, la capital!

    GUÍA 1.— Tenemos para ustedes una hermosa capital.

    GUÍA 2.— Una próspera y hermosa capital.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— ¡Con enormes avenidas!

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— ¡Con grandiosos edificios!

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Hoteles con mil servicios.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— Hay museos con tradiciones.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— Murales con revoluciones.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 2.— Que ahora son lindas decoraciones.

    TURISTAS.— ¡Capital, capital!

    GUÍA 1.— ¡Aaaaah, pero qué hermosa…!

    GUÍAS 1 Y 2.— ¡Qué hermosa capital!

    TURISTAS.— ¡Capital, capital, capital, capital…! etcétera. (Salen con sus guías.)

    OSCURO

    Se escuchan los gritos de los campesinos arreando a sus burros. Entra la mujer desnuda con el letrero que dice: COL. LAS LOMAS INN. Aparece un elegante jardín con una mujer corpulenta que toma el sol, rodeada de abundantes comidas y bebidas. Los arrieros gritan y tratan de que sus burros no lleguen hasta donde se encuentra la mujer.

    PADRE.— ¡Leeeeeñaaaa de encino y de pinoooo!

    HIJO.— ¡Leeeeeeeeeeeeeeñaaa!

    PADRE.— ¡Burro! ¡Ézate! ¡Burro! (Maniobra con el burro.)

    HIJO.— ¿Ónde vas…, maldito burro? ¡Burro! ¡Ea! ¡Ooo!

    ALEMANA.— (Se sobresalta.) ¡Eh! ¡Qué ser esto!

    PADRE.— Somos nosotros, patrona… Mire, aquí está la leña pa su baño o chimenea.

    ALEMANA.— (Con gritos agresivos.) ¡Fuera! ¡Fueraaaa! ¡Largo de aquí! ¡Fueraaaa! ¡Qué leña ni qué leña…! Nada más vienen a mirar qué se roban. ¡Ladrones! ¡Fuera de aquí! (Repara en los movimientos de los burros.) ¡Quiten esos animales de aquí! ¡Se comen mi pasto! ¡Y mis tulipanes! ¡Mis azaleas! ¡Mis rosales!… ¡Mis flores! ¡Qué barbaridad!… ¡Se están comiendo mis orquídeas… y mis alcatraces! (Pelea su flor a un burro.) ¡Suelta mis azucenas…, burro tarado! (Lanza un tremendo alarido al ver cagar a un burro.) ¡Caca!… ¡Se hace caca!… ¡Mis prados! ¡Se hace caca en mis prados! (Empuja y jalonea a los burros.) ¡Hagan algo! ¡Quiten esos animales de aquí! ¡Quiten esa porquería! ¡No los dejen! ¡No los dejen!

    PADRE.— Pos, así debe ser, ¿no? ¿O qué? ¿A poco usté nunca hace lo que el burro?

    ALEMANA.— (Se descontrola.) ¿Yo?… ¿Yoooo? (Grita.) ¡Pedroooooo! ¡Rutilaaaa! ¿Dónde se meten cuando más los necesito? ¡Maridooooo! ¡Llamen a la policía para que se lleve a estos indios mugrosos a la cárcel con todo y animales! ¡Policiiiíaaaa! (Al ver que otro burro caga.) ¡Otra vez cacaaa! (Hacia otro burro.) ¡Más caca! (Otro burro.) ¡Otra caca! ¡Policíaaaaa! ¡Caca! ¡Policíaaaa! ¡Caca! (Sale gritando lo mismo.)

    HIJO.— (Azorado.) Ay, apá… Esta vieja está reloca.

    PADRE.— Y tanto argüende por una caca. ¡Vámonos, hijo!

    HIJO.— Sí, apá. (Jalonea a los burros.) ¡Erriaaaa burro! ¡Burro cagón! ¡Vámonos!

    PADRE.— ¡Burrooo!

    OSCURO

    En el oscuro se escucha una estrofa de la canción tema.

    Y sóbate, sóbate

    el lomo, señor;

    que a nadie le importa

    que tengas dolor.

    La gente de arriba

    te grita: ¡ladrón!

    Y tú, en tu miseria,

    respondes: sí soy.

    Pasa rápidamente la mujer desnuda con el letrero que dice: COL. SAN ÁNGEL INN. Aparece el jardín de un nuevo rico, recargado de estatuas con próceres de la patria. Un hombre gordo y ostentoso gesticula con aleteos amplios de sus brazos; ensaya que se dirige a una multitud. Memoriza de unos papeles que trae en una mano, mientras que en la otra sostiene una bebida, de la que bebe con desesperación.

    PADRE.— ¡Leeeeeeñaaa de encino y de pinoooo!

    HIJO.— ¡Leeeeeñaaaa!

    PADRE.— Allí los cuidas. Hay de ti donde dejes que se caguen.

    HIJO.— Ah, Dio… ¿Y cómo le hago? Ni modo que les ponga un tapón.

    PADRE.— (Se acerca al hombre.) Con su permisito, patrón…; pero, pus, aquí le traigo su leña de encino, bien güena.

    POLÍTICO.— (En explosión agresiva.) ¡Queeeé! ¡Carajo!… ¡Otro pinche vendedor!… ¡Váyanse mucho a… fregar a su abuela! ¡No quiero nada! ¡Déjenme en paz!

    HIJO.— (Acercándose a su padre.) ¡Ay, apá…, éste se ve más loco que la vieja!

    PADRE.— ¡No les descuides el culo a los burros! Vete pa allá. (En tono humilde.) También traigo leña de pino…; es más barata y está bien sequecita.

    POLÍTICO.— (Saca una pistola de entre sus ropas.) ¡O se largan!… O voy a tener que decir que me estaban asaltando.

    HIJO.— (Va por su padre.) ¡Mejor vámonos, apá!

    PADRE.— Si ya nos vamos. Ya nos vamos. ¡Erria burro! ¡Erria!

    HIJO.— ¡Burro!

    POLÍTICO.— (Iluminado.) ¡Esperen! ¡No se muevan! (Los arrieros levantan los brazos, asustados. El político los rodea y los mira con fascinación, pero sin soltar el arma.) ¡Perfectos!… ¡Perfectos!

    HIJO.— ¿Qué… qué quiere, apá?

    PADRE.— Pues, matarnos; creo.

    POLÍTICO.— (Suelta la carcajada.) ¡Nhombre! ¡Qué los voy a matar! Si los voy a necesitar para un trabajito. Ya bajen las manos.

    PADRE.— Pues baje la pistola.

    POLÍTICO.— (Guarda el arma.) ¿Esto?… Apenas si es un espantapendejos.

    HIJO.— Pos, a mí sí me asustó, apá.

    PADRE.— Es que eres pendejo. (Bajan los brazos.)

    POLÍTICO.— (Grita.) ¡Lucrecia! ¡Lucrecia! Llama de inmediato a todos los periódicos y diles que manden a reporteros y fotógrafos. ¡Que te ayuden los güevones de tus hijos! (Como concediendo la vida a los campesinos.) ¡No se imaginan la suerte que tienen!… Se van a retratar conmigo durante todo el día. Y además, van a ganar dos sueldos mínimos cada uno.

    HIJO.— ¿Todo el día?

    PADRE.— ¿Entonces, a qué horas vamos a terminar de vender nuestra leña?

    POLÍTICO.— Les pago más de lo que manda la ley dentro de un marco de estado de derecho.

    PADRE.— ¿Pero, y la leña?

    POLÍTICO.— Sí, es necesario que se vea la leña. (Jala los burros y los acomoda.) Aaaaah, un burro lo acomodamos aquí… (Se va poniendo cada vez más feliz.) Otro borrico por acá… Aquéllos por allá… Este de las orejotas aquí. (Colocando a los campesinos.) Tú te acomodas aquí. Y tú, acá. (Con entusiasmo.) Podemos hacer un ensayo…, dos ensayos… o tres… Nos alcanza bien el tiempo. (Toma sus papeles.) Mientras yo hablo, ustedes deben mirarme así:… (Les muestra una expresión con la boca abierta.)

    PADRE.— ¿Cómo?

    POLÍTICO.— Así, miren. Así. (Muestra cómo, y los campesinos lo imitan.) ¡Más! ¡Más! (Los campesinos exageran.) Así, así está bien. Van a salir en los periódicos y en la televisión.

    HIJO.— ¿Y eso pa qué, apá?

    POLÍTICO.— ¡Silencio!… Sólo escuchen mi discurso: van a llorar de emoción. (Se dirige primero a los arrieros y después a una aparente multitud.) ¡Hermanos campesinos!… Con el dolor que sus problemas y su situación actual me producen, quiero hacerles un llamado: que esperen, que esperen y no se desesperen: que se aguanten como hombres que son, herederos de una raza fuerte y valiente. Yo les prometo solucionar sus problemas, sus hambres, sus miserias y darles apoyo económico. Yo les prometo solidaridad y trabajo: mucho trabajo. Resumiendo, ha llegado el momento de darles la gloria y de transformar su vida en un paraíso.

    HIJO.— Ay, güey. Éste ya está prometiendo más que el cura del pueblo.

    POLÍTICO.— ¡Silencio!

    PADRE.— ¡Que te calles! Interrumpes el sermón.

    POLÍTICO.— (Trémolo.) ¡Oooooh, patriotas! Todo se lo debemos a aquellos gloriosos días; gloriosos días bañados en sangre de mártires; días revolucionarios; días de progreso. Nosotros gozamos. ¡Siiií!, gozamos. Gozamos el fruto cosechado por los héroes de la revolución.

    HIJO.— ¿De quién habla, apá?

    PADRE.— Pos no ha de ser de nosotros: porque nosotros pura chinga nos llevamos.

    POLÍTICO.— ¡Ssssssht!… (Solemne.) Como decía un gran hombre: revolucionarse o morir. Así pues, hermanos campesinos, revolucionémonos o muramos. (Melodramático.) Yo, como ustedes, soy padre.

    HIJO.— De puros güevones. (Ante la mirada de reproche del padre.) Él lo gritó.

    POLÍTICO.— Yo, como ustedes, soy esposo y fui campesino.

    HIJO.— Sí, Chucha.

    PADRE.— Que te calles.

    POLÍTICO.— Aunque no lo crean, yo también sufrí y sufro miseria y privaciones.

    HIJO.— Esto ya no se aguanta, apá. Vámonos.

    PADRE.— ¡Pérate!

    POLÍTICO.— ¡Pero me sé aguantar! Así ustedes, hermanos, aguántense. Esperen, esperen y no se desesperen. Confíen en lo que yo les digo. Yo soy su guía, su ejemplo y su candidato. Y ustedes, no sean ingratos; aunque no lo crean, están gozando libertad, están gozando patria, están gozando.

    HIJO.— Gozando… ¡Madres, que!

    PADRE.— ¡Ora, tú!

    HIJO.— Perdón, apá.

    POLÍTICO.— ¿Qué dijiste, imbécil?

    PADRE.— Que no cree nada en lo que usté dijo. Vámonos, hijo. ¡Erriaaa burros!

    POLÍTICO.— ¡Ustedes no se van!

    PADRE.— Pos, sí nos vamos. No faltaba más.

    POLÍTICO.— Se les olvidan los dos sueldos mínimos.

    HIJO.— ¿Y eso cuánto es, apá?

    PADRE.— Bien poquito. Ya oíste: que son mínimos.

    POLÍTICO.— Sólo cinco pesotes nada más… (Los arrieros niegan.) Diez… (Negativa.) Quince… (Negativa.) No doy más.

    PADRE.— Entonces, hágalos rollito y métaselos por el… (Hace la seña y el político respinga. Carcajada del hijo.)

    POLÍTICO.— (Furioso.) ¡Por eso están como están! ¡Muertos de hambre! (Grita hacia la casa.) ¡Lucreciaaaaa! ¡Llama rápidamente a los periódicos y diles que ya no vengan…, que se canceló todo…, que me enfermé…, que me morí…, lo que quieras. (Con gesto de exagerada solemnidad se lleva la pistola a la sien; se arrepiente.) No. Sería una canallada. ¿Qué sería del país sin mí?

    OSCURO

    Y sóbate, sóbate

    el lomo, señor;

    que a nadie le importa

    que tengas dolor.

    La gente de arriba

    te grita: ¡ladrón!

    Y tú, en tu miseria,

    respondes: sí soy.

    Entra la mujer desnuda con el letrero que dice: COYOACÁN INN. Se han estado escuchando los gritos de los arrieros ofreciendo su leña. La luz nos muestra el jardín de una casa colonial atestada de objetos prehispánicos de todos tamaños. La sirvienta, al tiempo que barre, baila y canturrea alguna canción de moda.

    PADRE.— Oye, niña…, dile a tu patrona que si no quiere leña.

    SIRVIENTA.— (Con desprecio.) ¿Y tú quién eres pa mandarme? Y no me digas niña, ni que fueras mi padre. Indio patarrajada.

    HIJO.— ¿Y tú qué eres, cabrona?… Gata lambiscona de rico.

    SIRVIENTA.— (Le tira golpes con la escoba.) ¡Ándale! Nomás arrímate… Arrímate y te echo a los perros. ¡Sombrerudo! (Remarcando la palabra.) ¡Ignorante!

    HIJO.— (Remarcando la palabra.) ¡Ignorante tu madre!

    PADRE.— (Detiene a su hijo.) ¿A dónde vas?… ¡Ya párale!

    HIJO.— Pus, es que esta gata…

    SIRVIENTA.— ¡Lárguense!… ¡Lárguense! Que allí viene la señora y se va a enojar.

    GRINGA.— (Aparece.) ¡María! ¿Qué ser esos gritos? ¡María! (Es una mujer madura que, por la forma en que viste, deja mucho entrever.)

    SIRVIENTA.— ¡Ahoritita se los corro, patroncita! (Reparte escobazos.) ¡Lárguense! ¿Qué no oyeron?… Perdón, patroncita, pero es que no son gente de razón.

    GRINGA.— (Lanza un grito cursi de admiración.) ¡Ooouuuuuuuuuuh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué hermosou! ¡Qué interesante ser esto! ¡Indígenas autóctonos!

    SIRVIENTA.— Se lo decía yo. No son gente de razón.

    GRINGA.— María, ve pronto por mi cámara. Traer mi cámara, pronto, pronto.

    SIRVIENTA.— Pero, patrona, la pueden asaltar.

    GRINGA.— ¡Pronto! (La sirvienta sale de mala gana.)

    PADRE.— ¡Mire qué leña traemos, patrona! ¿Cuántas cargas?

    GRINGA.— (Descubre los burros.) ¡Ouuuuh! Y con animalitos. ¡Qué divinos! ¡Qué preciosus!… ¡Qué oportunidad! (Descubre al hijo y se lanza tras de él; éste se esconde tras el padre; sigue una cómica persecución.) ¡Ven! ¡Tú no irte!… Tú ser figura de Rivera…, de Orozco…, de Siqueiros… (Muestra el lienzo que está sobre un caballete y que tiene una fea figura de un indio.) Tú ser una figura mía. ¡Ven!

    PADRE.— ¿Y tú, por qué te escondes?

    HIJO.— Me da vergüenza verla. Es que está toda encuerada.

    PADRE.— ¿Y qué? Ofrécele leña. (Cuando el hijo se acerca, regresa la sirvienta con la cámara, y la gringa aprovecha para tomarle una foto al muchacho en plena cara; el flash lo encandila.)

    GRINGA.— ¡Oh, qué bello! ¡Qué interesante rostro! (Toma fotos sin parar.) ¡Magnífico! ¡A los animalitos! ¡Siiií! A los animalitos. (Toma una foto que encandila al padre.)

    PADRE.— Oiga, yo no soy animalito.

    GRINGA.— ¡Oooouh! Habla el viejito. (Le toma foto.)

    PADRE.— Viejito… ¡su abuela! (Furioso.) ¿Va a querer leña, sí o no?

    GRINGA.— ¿Leña? ¿Qué ser leña?

    SIRVIENTA.— (Mostrando.) Es ésta,

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