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Teatro completo, II
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Libro electrónico787 páginas8 horas

Teatro completo, II

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En el segundo volumen de Teatro completo de Vicente Leñero se reúnen 11 piezas teatrales, abarcando igual número de años de producción literaria, de 1986 a 1997. Los temas presentes en los escritos tratan la realidad y el devenir de una nación generosa en historias que merecen ser contadas y recuperadas para evitar la desmemoria, y tocan concepciones como la libertad, el poder y la imaginación. Incluye las obras ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?; Señora; Jesucristo Gómez; Nadie sabe nada; El infierno; Hace ya tanto tiempo; La noche de Hernán Cortés; Todos somos Marcos; Los perdedores; Qué pronto se hace tarde; y Don Juan en Chapultepec.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2011
ISBN9786071607102
Teatro completo, II

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    Teatro completo, II - Vicente Leñero

    Mexico

    ¿Te acuerdas de Rulfo,

    Juan José Arreola?

    Entrevista en un acto
    (1986)

    Personajes

    Juan José Arreola (el entrevistado)

    Vicente Leñero (entrevistador)

    Armando Ponce (entrevistador)

    Federico Campbell (entrevistador)

    Juan Miranda (los entrevistadores)

    Eduardo Lizalde (la visita)

    La acción ocurre dos semanas después de la muerte de Juan Rulfo: el jueves 23 de enero de 1986, desde las 5:30 p.m., en casa de Antonio Arreola, hermano de Juan José Arreola, situada en la calle Guadalquivir, colonia Cuauhtémoc de la ciudad de México.

    Escenario

    Sala en casa de Antonio Arreola, hermano de Juan José. Es un cuarto algo mayor de cuatro metros por cuatro. En la pared del fondo, muro frontal, se encuentra un sofá de dos plazas forrado en pana oscura frente al cual se organiza una mesa cuadrada, grande, para jugar ajedrez. Sobre el tablero de la mesa, de no menos de sesenta centímetros por lado, aguardan en formación los dos ejércitos de piezas elaboradas en cerámica pero que conserva el aspecto tradicional de las piezas clásicas. Las negras son en realidad piezas verdes y están situadas del lado que da al muro frontal; las blancas se hallan enfrente, para el rival que deberá sentarse en una silla de madera ante la mesa-tablero. En ésta hay espacio suficiente para albergar, en pequeño desorden, a derecha e izquierda, una botella de vino blanco a medio vaciar, algunos frascos de medicina, piezas de un ajedrez que no se ocupa y la grabadora que se colocará luego, junto con algunos vasos de plástico y una botella de vino tinto, marca chilena. Apoyados contra la pared que se esquina a la derecha con el muro frontal se encuentran un librero de dos metros de ancho, semiocupado por volúmenes varios, y un sofá que corre paralelo a la pared: mullido pero viejo ya, manifiestamente deteriorado. Además de la silla para el rival del ajedrez, son visibles en el cuarto otras sillas y otros muebles: en uno de éstos, una cómoda pequeña, se observa el teléfono. En el muro frontal cuelgan tres cuadros de discreto tamaño: reproducciones o copias sin valor artístico. En ese mismo muro, a la izquierda, se abre una puerta que comunica con habitaciones interiores de la casa.

    Acto único

    Al escenario, durante algunos instantes vacío, entra Juan José Arreola seguido de Eduardo Lizalde, Vicente Leñero y Armando Ponce. Un poco más atrás, con la cámara fotográfica desenvainada, Juan Miranda, quien continuamente dispara la cámara sobre Arreola y acompañantes. Arreola viste un saco de pana café y lleva una bufanda de lana enredada al cuello. Ponce carga una grabadora portátil y Leñero una bolsa de papel de estraza de la que extrae, casi enseguida, mostrándosela a Arreola con orgullo, una botella de vino tinto, marca chilena. Con un destapador de tirabuzón que encontrará por ahí, Lizalde se encargará, instantes después, de descorchar la botella de tinto e irla sirviendo en tres vasos de plástico transparente: para Leñero, para Ponce y para él mismo; Miranda rechaza. Arreola, en cambio, tomará de la botella de vino blanco a la mitad durante todo el trayecto de la entrevista, servida en un vaso por Lizalde. Todos los integrantes del grupo ocupan sus respectivos lugares: Arreola en el sofá de dos plazas, frente a la mesa de ajedrez, en la posición de las piezas negras. Eduardo Lizalde tomará asiento frente a él, en una silla, en la posición de las piezas blancas. Por su parte, Leñero irá a sentarse en el sofá de la pared derecha, lo más próximo a Arreola. Junto a él, Armando Ponce. Desde la llegada al lugar, hasta el momento en que toman asiento y Armando Ponce ubica la grabadora en la mesa de ajedrez, se verá hablar y accionar a los personajes, pero no se escuchará su voz. Con mímica se entenderá que Leñero, Ponce y Miranda se encuentran ahí para realizar una entrevista con Arreola, y que Lizalde acompaña a Arreola como amigo invitado a jugar ajedrez. Ya sentados en sus sitios se verá a Juan Miranda desconectar el aparato telefónico sin que Arreola y Lizalde lo adviertan, y a Armando Ponce encender los botones correspondientes de la grabadora. Hasta el momento en que la grabadora es encendida por Ponce se empezarán a escuchar las voces de los personajes y el sonido ambiente, como si fuera la grabadora —su conjuro— la que hiciera audible mágicamente la situación.

    Arreola (tomando asiento, y a Lizalde, en referencia al ajedrez): Vamos a darle, vamos a darle, vamos a darle, maestro.

    Lizalde: Muy bien.

    Pese a llevar negras, Arreola empieza la partida. Juega: Negras: P4D. Sin protestar, Lizalde responde: Blancas: P4D. Ambos se quedan mirando el tablero.

    Arreola: Formula eso, Vicente.

    Leñero: ¿Qué?

    Arreola: Formula lo que acabas de decir.

    Leñero: Lo que yo quiero decir… Más bien dicho, lo que yo quisiera plantear es que para entender bien la literatura tanto tuya como la de Juan Rulfo es necesario tener en cuenta, como una sola unidad, a las dos personas, a los dos escritores, a las dos corrientes literarias, a los dos amigos-enemigos…

    Arreola: Eso.

    Leñero: Yo no sé si sea posible…

    Arreola (interrumpiendo): Eso. Mira, Vicente, está muy bien porque has dicho amigos-enemigos y Juan Rulfo, en París, en el Centro Pompidou, recordó un hecho que a mí no me afligió nunca pero me parecía muy desventurado por parte de todos los que lo promovían. Que desde que apareció El Llano en llamas, en 1953, trataron de enemistarnos sistemáticamente a Juan Rulfo y a mí. Como yo ya había publicado en 49 Varia invención y en 52 Confabulario, y es hasta 53, si no es que hasta 54, cuando aparece El Llano en llamas, entonces dijeron: No, no, no, no, no, ése no: el europeizante, el cosmopolitólogo, ¡ah!, el afrancesado. Ése no. (Pausa.) Yo estaba recién vuelto de Francia, pero venturosamente había ido a Francia después de conocer a Juan Rulfo… Entonces yo volví —y no afrancesado de París, donde sólo estuve unos meses; yo he sido un afrancesado desde la infancia por los libros de lectura y por heredero de los positivistas, con Gabino Barreda a la cabeza y con Aragón Leyva—. Entonces yo vengo de eso, pero también de una rama totalmente cristiano-católica hasta la médula —de la Edad Media—, y que dura en mí… y que sobrevive en mí a pesar de tantas inquisiciones. (Pausa.) Tú te imaginas: un día… Bueno, no voy a decir quién, pero dijo: ¿Por qué no le ponen a esta escuela ‘Juan José Arreola’?… Y dice: "¡Cómo! ¿En Zapotlán poner a una escuela ‘Juan José Arreola’? ¡Pero si quemamos La feria a las puertas de la parroquia!" (Risas.) No digo quién era el señor cura o el primer obispo de Zapotlán, ni quién era el emisario de Educación Pública que proponía poner mi nombre a esa escuela. (Transición.) Entonces, mira: cuando vuelvo de París es cuando ya empieza la cosa y cuando la publicación de Varia invención está en puerta. (Transición.) ¿Está sonando el teléfono?

    Ponce: No, no es nada.

    Arreola: Bueno. (Pausa.) Pero aquí hay que hablar de algo que es muy especial. De nada sirvió la enemistad que quisieron inventar entre nosotros. Dije hace poco —y lo ponen ustedes en su lugar—: en el Centro Pompidou, en París, Juan Rulfo declaró en público, y naturalmente con aparatos de grabación, algo que a mí me emocionó profundamente porque repitió una escena de nosotros dos solos en Radio Universidad, cuando todavía estaba Radio Universidad en Justo Sierra y era el director nuestro amigo, que ha muerto prematuramente, Pedro Rojas, director de Radio Universidad, primer director de la nueva etapa, que todavía dura, de Radio Universidad. Y en una noche, platicando Juan Rulfo y yo en los micrófonos —no había grabación entonces— dijo algo que repitió en París tantos años después. (Pausa.) Lo que quiero decir entonces es que no dio resultado la batalla para tratar de enemistarnos. Y no dio resultado por el hecho de que yo no podía sentir un átomo de envidia —como no lo siento ahora al hablar delante de ustedes— por la obra de Juan Rulfo… ¿Sabes cómo la saludé? ¿Sabes cómo saludé yo la obra de Juan Rulfo? La saludé cruzando la calle de Maestranza, en Guadalajara, casi esquina con Madero, donde trabajaba Juan Rulfo. Veníamos Juan Rulfo, Antonio Alatorre y yo, con el primer texto Nos han dado la tierra. Yo acababa de leerlo… He tenido la fortuna accidental e incidental de ser el primer lector de cuentos y manuscritos y de borradores de Juan Rulfo. Y ahora esto tampoco me gusta estarlo diciendo porque parece como si Rulfo se me alzara en monumento frente a mí. Y no.

    Leñero: Pero eso no está mal.

    Arreola: ¡No! Rulfo es el amigo de Guadalajara y el amigo de hace quince días y el amigo de Buenos Aires el año pasado.

    Leñero: ¿Pero cómo se conocieron ustedes dos, Juan José?

    Arreola: Ah, mira, te voy a decir esto. (Transición.) Ah, y luego tengo que volver a la pregunta. (Pausa.) Déjame anticipar algo.

    Ponce: Y a lo de Nos han dado la tierra.

    Arreola: Ah, Nos han dado la tierra, sí; fue el primer cuento que nos entregó Rulfo para la revista Pan. Él ya había publicado antes y reconocía, como su primero y tal vez único maestro, a Efrén Hernández; para que veas hasta dónde llegó… Y luego les voy a decir lo del Centro Pompidou, que está grabado en París. (Pausa. Bebe un sorbo de vino.) Antes de encontrarnos Juan Rulfo y yo, había antecedentes infantiles que mi hermano Rafael recuerda y yo no. Mi encuentro real con Rulfo ocurrió en 1943, al final, sobre todo a principios de 1944, cuando yo estaba a punto de casarme.

    Leñero: En ese momento se conocieron.

    Arreola: Ése fue el conocimiento real… Y entonces hay la circunstancia histórica de que Juan trabajó aquí en México durante una temporada en que estuvo aquí con dos amigos míos, muy queridos los dos… (Lizalde sirve vino a Leñero y a Ponce. Arreola prosigue sin interrupción.) Con este gran escritor, gran cuentista y maestro de Rulfo, Efrén Hernández, y con Guillermo Jiménez, de Zapotlán.

    Leñero: De ése sí nunca había oído hablar.

    Arreola: Ah, maestro, tienes que leer Zapotlán de Guillermo Jiménez, y Constanza. Guillermo fue enviado a París por don Venustiano Carranza, porque el muchacho Jiménez, de Zapotlán, lo saludó diciéndole: Bienvenido a esta tierra, caballero azul de la esperanza. (Ríe.) Fíjate: llamó a Venustiano Carranza Caballero Azul. Y a don Venustiano le gustó.

    Leñero: Pero cómo no.

    Ponce, Lizalde, Leñero y Miranda hacen comentarios ad libitum, entre sí, mientras ríen.

    Arreola (imponiendo silencio): Entonces imagínate, al terminar el acto don Venustiano le dijo: Muchacho, ¿qué quieres que haga por ti? Y Guillermo, como un preArreola le dijo —pero yo no se lo dije a un presidente ni a un revolucionario mexicano, se lo dije a un actor francés, a Louis Jouvet—: Quiero ir a París. Y a los quince días, veintidós, un mes, en plena Revolución, Guillermo Jiménez estaba de Zapotlán a París, donde vivió veinte años.

    Ponce: Qué bonita historia.

    Arreola: Pero voy a esto…

    Leñero (interrumpiendo): Eso que tú dices, conocimiento real, yo no lo entiendo muy bien. ¿Se refiere a cuando lo conociste realmente?

    Arreola: No, no.

    Leñero: ¿Físicamente?… ¿O lo conocías de antes?

    Arreola: No, no, no. Lo conozco de antes porque su familia, sus padres, su madre, sus tíos, estuvieron en Zapotlán cuando la Revolución cristera. Éramos chicos… Mi hermano Rafael sostiene: Mira, ¿sabes dónde vivieron los Pérez Rulfo?… ¡En Zapotlán! A dos puertas de mi casa, que todavía existe: la casa de mis hermanos.

    Leñero: Pero se conocieron ustedes de chavos.

    Arreola: No.

    Ponce: De chamaquitos.

    Arreola: No. Nos conocimos, pero imposible recordarlo… Jugábamos en la calle, era nuestra calle… Mi hermano, que tiene una memoria prodigiosa…

    Ponce (interrumpiendo): Fue el del cuento de Te acuerdas.

    Arreola: Ah, pues ahí tienes, sí, el cuento de Te acuerdas fue con mi hermano Rafael y con mi hermana Berta y con mi hermana Cristina, que se trataron mucho en esta etapa. Porque hay que aclarar: con Juan nos podíamos dejar de ver años enteros… Pero yo les voy a contar ahora los encuentros capitales. (Transición.) Entonces: la infancia está perdida en la memoria. Y es cierto que Juan estuvo de niño, a los diez años, como Agustín Yáñez antes, en Zapotlán… Zapotlán era una plaza fuerte: Ciudad Guzmán: un valle de montañas con dos fuertes muy bien guardados: la garita de Santa Catarina, yendo a Guadalajara, es decir, hacia Sayula: la garita de Santa Catarina, entre Zapotlán y Sayula. Y por el otro lado: la garita de Huescalapa, con salida hacia Colima. Ésa era la cosa, ¿verdad?… Entonces, en la Revolución, desde la primera, y desde la cristera a la última, Ciudad Guzmán era una plaza fuerte y bien guardada. Y familias de todo el sur de Jalisco y de Colima venían a resguardarse al Valle de Zapotlán, al pie de los volcanes: el Nevado de Colima y el del Fuego. (Pausa.) Entonces, ése es el pasado remoto. Pero el encuentro real, auténtico, ocurre a fines de 1943.

    Leñero: Ya como escritores. Es un encuentro entre escritores.

    Arreola: Entre aprendices.

    Leñero: La literatura los une, pues.

    Arreola: Totalmente… Porque ya antes de conocer a Juan Rulfo habíamos publicado la revista Eos, en Guadalajara, con Arturo Rivas Sáinz; antes de que Rulfo llegara a Guadalajara de vuelta de México, de su trato con Efrén Hernández y con Guillermo Jiménez… Y entonces, después de la revista Eos, que es 1943, a fines del año, y a principios de 44, sucede el encuentro con Juan Rulfo, con Antonio Alatorre, con Alfonso de Alba —un hombre muy importante ahorita—, con Arturo Rivas Sáinz y con Adalberto Navarro Sánchez… Y aquí viene ya lo que me importa. Fue Adalberto o Arturo quien me presentó con Juan Rulfo en la farmacia de las hermanas Díaz de León, en las calles de Hidalgo y Tolsá, o Morelos y Tolsá. Ahí.

    Leñero: En Guadalajara.

    Arreola: En Guadalajara, claro… Entonces les quiero recordar esto: 1943: Arturo Rivas Sáinz publicó en la revista Eos, que publicábamos él y yo, mi primer cuento: Hizo el bien mientras vivió. Pero tres meses después, en México, Octavio Barreda, director de Letras de México, con todo el equipo de jóvenes: Octavio Paz, y más joven Alí Chumacero, y más joven José Luis Martínez, y Ermilo Abreu Gómez e Isaac Rojas Rosillo hacían Letras de México. Esa revista madre, madre. Ahí me publican mi segundo cuento: Un pacto con el diablo… En el mismo año de 43 publico en México y en Guadalajara.

    Leñero: Alatorre todavía no publicaba.

    Arreola: Nada. Ni Juan… Entonces, cuando los encuentro les llevo una ventaja temporal de que ya publiqué en 43 y nada menos que en Letras de México. Entonces Rulfo quiere conocerme y me presentan con él Arturo o Adalberto, o tal vez el mismo Alatorre. Él puede recordar —Antonio Alatorre—, puesto que es menos viejo, si él fue el que me presentó la primera vez a Rulfo. (Pausa.) Entonces Rulfo se me abre de capa. Leo Nos han dado la tierra y le digo: ¡Vamos a hacer una revista!, nueva, después de Eos, que fue Pan. Y Juan nos entrega el manuscrito de Nos han dado la tierra… Entonces allí empieza el asunto. Estamos escribiendo. Yo llevo una ventaja de publicación, digamos, ya de cierta nombradía, porque en Guadalajara, y más que en Guadalajara, en México se publicaron notas sobre mis cuentos de Antonio Acevedo Escobedo y de José Luis Martínez… José Luis dijo: Yo tuve en Zapotlán, de muy niño, un compañerito de escuela que se llamaba Juan Arreola; yo no me acuerdo que se llamara Juan José. Y es que toda mi vida, como los buenos muchachos de doble nombre, yo era Juan… ¿Saben cuándo fui Juan José? A los diecinueve años de edad; entre los dieciocho y diecinueve, cuando saqué mi acta de nacimiento.

    Leñero: ¿Y te gustó saber que te llamabas Juan José?

    Arreola: Bueno, es que mi madre me puso Juan José, y mi padre también. Mi padre quería que yo fuera Juan, por su abuelo… El fundador de nuestra familia es don Juan de Arreola, que fue dos veces alcalde y dos veces vicealcalde… bueno, se eternizó. Fue treinta años munícipe de Zapotlán. (Pausa larga. Bebe.) Entonces hay este asunto: se publica Pan y tenemos ahí material de primer orden para nosotros: una traducción de Alatorre, un texto de Juan Rulfo, alguna cosa mía y algo de Rivas Sáinz, que era el de más edad y el director de todo el grupo en componenda… Entonces, realmente ese primer encuentro fue definitivo y definitorio de lo que me preguntaste al principio.

    Leñero: Sí.

    Arreola: Había dos corrientes…

    Leñero: La realista y la fantástica, como les decían en esa época, ¿no? Tú eras de la fantástica. Sin embargo, tienes un cuento, El cuervero, que parece anticipar el realismo de Rulfo.

    Arreola (interrumpiendo): Ah, ése… De ese cuento te voy a decir esto. Juan me dijo: Bueno, ese cuento lo debería haber escrito yo… Y sí, claro, porque le habría salido mejor que a mí.

    Leñero: ¿De qué tiempo es El cuervero?

    Arreola: De cuando Juan empezó. Antes de El Llano en llamas.

    Ponce: Antes de El Llano en llamas.

    Arreola: Sí, antes de El Llano en llamas. (Pausa.) Y ahora viene algo que resulta asombroso y que lo vivimos, y tengo testigos: Arturo Rivas Sáinz murió, pero vive Adalberto y vive además Carlos Serrano y vive Alfonso de Alba y Antonio Alatorre… Vean lo que pasaba en ese tiempo. Estábamos escribiendo cosas y ya Juan Rulfo traía en la cabeza Pedro Páramo junto con los dos únicos cuentos: Nos han dado la tierra y Macario. Efrén Hernández y Marco Antonio Millán le publicaron en la revista América: La vida no es muy seria en sus cosas… Ah, y acuérdenme que tengo un poema inédito de Juan Rulfo.

    Ponce: ¡No me diga!

    Leñero: ¿De veras?

    Ponce: Sería buenísimo publicarlo.

    Arreola: Pero está en Zapotlán.

    Ponce: Entonces más adelante… Otro día, en otro viaje que haga a ver si nos lo presta.

    Arreola: Sí. Le voy a pedir a Claudia que me lo mande. Porque es una línea que importa mucho en Juan. Es la línea Miguel Hernández. (Transición.) Pero lo curioso es esto. En Guadalajara, ¿saben qué era lo que más leíamos y nos pasábamos los libros de uno a otro? Curiosamente, lo que en ese momento leía más Juan Rulfo —yo no lo leía tanto— es a un autor francés que ha influido en él desde el centro de su alma: Jean Giono… Desde que leyó Juan el Azul, Jean le Bleu, nos dijo: Esto es autor. Y luego aquello de Ese seno… (Tratando de recordar.) ¿Cómo va? Ese bello redondo… No. Ese bello seno redondo es la colina. Juan identificó esa colina, redonda, en el valle profundo de Zapotlán que da a lo que se llama El Bajo. Juan nace en las estribaciones del Nevado de Colima, no teniendo más frontera que el cerro de la Media Luna, que aparece en su obra. Pero en ese momento Jean Giono (el provenzal, un francés de origen mediterráneo, italiano, ¿verdad?, marsellés —todo es Provenza, todo es Languedoc—)… Jean Giono fue el hombre que más le importó a Juan antes de leer a William Faulkner… Y ahora quiero mencionar —lo haré en mis memorias también— a un autor francés en donde está la fuente más segura de la inspiración del libro célebre de Juan: Marcel Aymé, autor de un libro que yo les ruego que consigan: La yegua verde. Salió en español hace cuarenta años, y en francés se llamó La jument verte y está en pocket book. La jument verte… Eso es muy importante porque Juan fue un prodigioso lector. Y aquí me tengo que acordar que en los años de Guadalajara, de 43 a 45 que me fui a París, Juan venía a México metódicamente y llegaba a Guadalajara con un veliz lleno de libros. Entonces el problema entre todo el grupo de seis amigos era quién iba a abrir primero el veliz. Llegaba yo: Oye, ya descremaron el veliz: Juan, ¿qué pasó?, ¿quién lo abrió? No nos podía citar a todos porque, no en el veliz de Juan Rulfo, en las librerías de Guadalajara, nos arrebatábamos los libros de la mano. Todavía vive el señor Font, heredero de la Librería Font. Estábamos esperando —como la guerra había interrumpido los envíos de España—, esperábamos Buenos Aires de rodillas. Cuando la Librería Font sacaba libros de Buenos Aires: ahí estaba el grupo. Éramos, haz de cuenta, zopilotes.

    Leñero: Entonces, la relación era libresca.

    Arreola: Libresca, pero…

    Leñero: Una amistad basada en libros.

    Arreola: No. Pero déjame decirte una cosa… Juan Rulfo vivía en lo que entonces era una de las orillas de Guadalajara, en casa de una de sus tías, más allá del arco de la avenida Vallarta, donde se acababa Guadalajara y empezaba la carretera. Vivía en un aledaño allí… Preciosa Guadalajara, todavía en ese tiempo, que se acababa en los arcos.

    Leñero: Sí, en los arcos.

    Arreola: Que era una ciudad enorme de medio millón de habitantes, cuatrocientos cincuenta mil. Y allí vivía Juan en un solar; al fondo tenía un espacio de nicho enorme, más grande que un nicho sepulcral. (Transición.) No quiero pensar en que ahora está en un nicho porque no me hago a la idea de eso. Yo sigo hablando de Juan Rulfo como si estuviera vivo. (Pausa. Transición.) Era así y tenía una maravilla: su biblioteca de novelas del siglo XX y un aparato para tocar discos y una colección de discos… Entonces íbamos a oír música y a caminar por las calles tristes de un domingo en Guadalajara, sin dinero, sin nada que hacer. Yo estaba a punto de casarme y él andaba apenas… creo que apenas iba a conocer a Clarita.

    Leñero: Tú conocías a Clara también.

    Arreola: La conocí antes de casarse con Juan, y luego aquí, de recién casada, en la calle de Río Duero. Nosotros vivíamos en la esquina de Duero y Pánuco, y Juan a dos casas de distancia, en Duero, recién casado.

    Leñero: Pero eso ya aquí, en México.

    Arreola: Sí, en México… Espérame. Ahorita voy a volver a Guadalajara.

    Leñero: Antes acláranos esto: Juan leía novela, ¿no? Tú en cambio no leías nada más novela; tú leías todo, ¿no?

    Arreola: Todo y no…

    Leñero: Ésa es la diferencia.

    Arreola: Era una diferencia, pero yo estaba metido en la Revista de Occidente, en la que Juan me ayudó también a concebir muchos números… Mira, fueron dos años de trato continuo, y en el momento en que él no escribía todavía Macario. Nos dio Nos han dado la tierra y prometió Macario en apuntes. Él trabajaba —fíjate lo que son las cosas—, él trabajaba en la calle de Ramón Corona esquina con Maestranza, y yo trabajaba a la vuelta. Era exactamente una cuadra, en escuadra —para repetir—, donde estaba el periódico El Occidental, que no me deja mentir: donde empezó a trabajar Antonio Alatorre de jovencito, con Alfonso de Alba, que es un personaje en Jalisco: presidente del Colegio de Jalisco. Él me presentó a Antonio Alatorre… Entonces, imagínate esto. En ese momento Rulfo era más bien afrancesado y lector de alemanes: de Gerhart Hauptmann y de otro alemán notable en ese entonces: Hans Carossa…

    Leñero: Carossa.

    Arreola: …Amigo de Rilke.

    Leñero: No me lo imagino leyendo eso.

    Arreola: Imagina… Bueno, ¿sabes qué? Cuando me lleva a mí —mira, esto es precioso—, cuando me lleva a mí El hereje de Soana, de Gerhart Hauptmann, y Los tejedores, se da allí este caso de nuestra amistad que luego trataron de hacerlo desembocar en lucha. Yo era un hombre… pues… Vamos, no voy a decir aquí más de mí.

    Leñero: No, di… Aquí sí tienes que decir. Tú eras más enterado, pues.

    Arreola: Naturalmente. Mira, en París —y eso está grabado, y les voy a rogar que ustedes reproduzcan esa grabación—, en París estábamos ahí en una mesa redonda, en el Centro Pompidou. Y estaban hablando de que este hombre, de que los jóvenes, de que por acá… Y de pronto se levanta Juan, así, y dice (remedando a Rulfo.): ¡Cómo que jóvenes!, dice. Este hombre… este hombre, dice, no nomás nos enseñó a escribir, dice: primero nos enseñó a leer. Éste.

    Leñero: Ésa es la idea que tengo yo… Y eso es lo importante.

    Arreola: De ahí viene el rollo. (Pausa.) Entonces fíjate que ya desde el principio empieza a aparecer esa circunstancia. Juan Rulfo hereda y consuma los procedimientos mejores de los hombres que han hablado de la tierra de México, de los hombres que han hablado de las mujeres, de los hombres y también de los niños de México, y de los perros de México, y de los coyotes. Pero ahora me refiero a los que aúllan en el horizonte, ¿verdad?… Entonces este hombre agarra esto, pero curiosamente: haz de cuenta, como Clemente Orozco y como el otro polo tan distante, para mí por lo menos, que es Rufino Tamayo: escuela de París con colores de Oaxaca. Y Orozco: pintarrajeos y gisazos y negros de carbón y rojos de cólera, y verdes… verdes de pánico, ¿verdad?, de pavor, de pasmo… Juan agarra perfectamente esa vibración. ¿Pero sabes qué hace para transmitirla?: procedimientos de España, de Norteamérica, de Francia. Hay que decirlo con toda sinceridad: sin Mientras yo agonizo, sin Luz de agosto, sin Santuario y, sobre todo, sin el cuento que nos revaluó a Faulkner en Guadalajara —de la Revista de Occidente, te lo voy a enseñar ahorita—, Todos los aviadores muertos, Rulfo y yo seríamos ahorita, justamente, los aviadores muertos. (Pausa.) Yo sobrevivo.

    Leñero: Mientras él hacía esto, ¿tú qué hacías?, ¿cuál era tu mundo?

    Arreola: Ah, mi mundo… No, no, espérate. Yo ahorita quiero hablar de Juan, sobre todo.

    Leñero: No, no, no. Tienes que hablar de los dos.

    Ponce: ¿Cuál era su mundo, maestro?

    Arreola: Mi mundo era el de un novio desdeñado de provincia, novio de Zapotlán con una muchacha de Tamazula, liquidado en Guadalajara… Cuando yo conocí a Juan estaba padeciendo la saratomía: que era la ruptura con mi novia Sara, que ahora es mi mujer, porque he vuelto a casar con ella después de cuarenta años de casado y treinta de divorcio. (Risas.) Pero el divorcio nunca existió. El divorcio existió por razones técnicas, por razones jurídicas, metódicas… Bueno, eso no; eso déjenlo.

    Leñero: Lo que yo pienso es que tu mundo literario era mucho más amplio que el de Juan Rulfo. ¿Sí?

    Arreola: Enormemente amplio. Porque conocía a Rivas Sáinz en Guadalajara y había conocido antes, poco antes, a don Alfredo Velasco en Zapotlán, que también tenía números de la Revista de Occidente y me reveló a Marcel Proust, ¡en Zapotlán! No pude leerlo en México cuando yo había estado antes… Mira, aquí hay que aclarar una cosa para no confundir. Yo me vine a México… Bueno, primero salí de Zapotlán a Guadalajara en 1934. Volví a Zapotlán y me vine a México el día último del año de 1936, y llegué en 37, y viví hasta 40, mediados. Y me fui a Manzanillo y a Zapotlán. Y de allí, de Manzanillo y Zapotlán, fui a dar a Guadalajara en 42. Y en 43 encuentro a Rulfo, a Alatorre, a toda la palomilla ésa. (Pausa.) Entonces eso es lo que es difícil de entender de mi vida. Arranque a Guadalajara, regreso a Zapotlán, a México. Regreso a Zapotlán y a Manzanillo, a Guadalajara, y luego a México otra vez.

    Ponce: Y luego a París.

    Arreola: Y luego a París, y todo eso. Pero mira, entonces resulta esta cosa. Mi vida era riquísima de experiencia por don Alfredo Velasco en Zapotlán. Yo tuve como maestros a Xavier Villaurrutia, a Rodolfo Usigli, a Fernando Wagner… Pero yo leía nomás teatro y lo lateral al teatro… Claro que antes había ocurrido el encuentro con Giovanni Papini, en Guadalajara, en 34, a los dieciséis años.

    Leñero: Tu encuentro con él.

    Arreola: No, no personal. De lectura. Gog, Dante divo, Parolle e sangue y Creposcoli degli filosofi. Eso fue lo que me fraguó a mí como hombre de letras, como lector. El que me enseñó a leer a mí fue mi padre y Giovanni Papini.

    Ponce: El maestro Papini.

    Arreola: El maestro Papini.

    Leñero: ¿Y tú? ¿Tú sientes que les enseñabas a leer, de alguna forma, a Juan Rulfo, a Alatorre…?

    Arreola (interrumpiendo): Ah, pero totalmente. Rulfo se daba todavía de topes con los libros. No, y eso no lo digo yo, lo dijo él, lo dicen los demás… Rulfo estaba tratando de darle, y cuando se encuentra a Faulkner piensa que una de las fuerzas grandes, de lo que Rulfo tiene de telúrico, proviene de un hombre del sur… del suroeste de los Estados Unidos, Faulkner, que crea ese pueblo, esa región…

    Lizalde (completando): Yoknapatawpha.

    Arreola (mirando a Lizalde, con admiración): ¡Maestro! (Transición.) La cosa espantosa es ésta… Shakespeare: El sonido y la furia. El sonido y la furia y Mientras yo agonizo, que es El sonido y la furia, ¿no? El desemboque de todo el drama de un pueblo o de una conciencia universal a través de una mente estorbada por la inepcia o la ideosia, francamente… Uno de los recursos mejores de Rulfo es atravesarnos, llegarnos al centro a través de una mente estorbada por la inepcia, como Macario. (Lizalde sirve vino en los vasos de Leñero, de Ponce, de él.) ¿Tú te imaginas? Macario es el primer cuento para mí de Juan Rulfo. Ya había hecho antes Nos han dado la tierra, en que le soplaba la cabeza a la gallina para que no se asfixiara de calor, pero el primer texto escrito así —cómo puedo decirlo—, ante mis ojos, es Macario, el monólogo… ¿Y saben de dónde tiene también la fuente Macario, Vicente? Esto te lo digo a ti, personalmente. Relee El Goliardo. Relato del Goliardo de Marcel Schwob en La cruzada de los niños. El Goliardo es el germen de Macario… Y yo lo digo con toda limpidez porque yo no he escrito una línea que no haya sido escrita antes que yo. Soy un eco. Y Juan es un eco prodigioso también de una serie de escritores.

    Leñero: Estábamos en que tú le enseñabas a leer a Juan Rulfo.

    Arreola: Sí, en ese momento sí. Es cierto. Y a Arturo Rivas Sáinz, que a la vez a mí me daba lecciones.

    Leñero: Quizás otra cosa, Juan José. Tú les enseñabas a leer, pero también los sabías leer… Porque un escritor necesita que lo sepan leer.

    Arreola: Mira, lo primero… (Se desentiende y mira hacia el tablero de ajedrez.) Yo soy ajedrecista. (Se concentra en la partida apenas iniciada.) Y aquí el compañero…

    Arreola se olvida por momentos de la plática y mueve en el tablero: Negras: P3R.

    (Simultáneamente al movimiento): Peón tres Rey.

    Lizalde responde casi de inmediato: Blancas: P4R.

    Arreola juega: Negras PxP.

    (Simultáneamente al movimiento): Peón come peón. Lizalde juega: Blancas C3AD.

    Arreola: Les voy a decir una cosa. Yo lo primero que sé reconocer es la grandeza ajena… (Ya olvidado nuevamente del juego.) Y a mí, cuando me preguntan si envidio yo a Juan Rulfo o a Carlos Fuentes, les digo: Pues mejor me pongo a envidiar a Shakespeare. Yo no envidio ni a Jorge Luis Borges, que tanto quiero… Me pongo a envidiar a Shakespeare y me cuesta lo mismo.

    Ponce: O a Kafka.

    Arreola (sonríe): Bueno, ahí está. (Pausa.) Pero yo no dije eso. (Sonríe.)

    Leñero (interrumpiendo): Eso lo entiendo perfecto porque eres un hombre que gusta de las letras, ¿pero no podía pasar al revés? Que como tú eras un hombre enterado, te envidiaran a ti, envidiaran tu conocimiento… Yo siento que para mi generación la figura de Arreola fue siempre muy envidiable por todo lo que habías leído, por todo lo que sabías, por todo lo que recordabas y por todo lo que alcanzabas a adivinar de nuestros cuentos.

    Arreola: Déjame decirte una cosa, Vicente… A ti ya te tocó luchar con armas desiguales. Cuando aparecimos Juan Rulfo y yo —temporalmente me tocó a mí aparecer primero—, esto era un desierto, ¿qué no te das cuenta? (Con desdén.) Salvador Novo había festejado con ovaciones la aparición del cuento Tachas.

    Leñero: De Efrén Hernández.

    Arreola: Sí, de Efrén… Y mira lo demás: Cipriano Campos Alatorre, que muere trágicamente porque se lo bebe la botella… —el drama es decir: Yo puedo beber una botella, pero la botella no me va a beber a mí—. (Lizalde sirve vino en los vasos de Leñero, de Ponce, de él.) A través de Cipriano Campos Alatorre, Rulfo se acerca y absorbe Martín Luis, Mariano Azuela y toda una corriente que viene desde antes, pero no mucho antes. Todavía Rulfo se beneficia de procedimientos de Agustín Yáñez.

    Leñero: Pero en ese ir y venir de la oficina de Rulfo, que nos estabas contando, intercambiaban conversaciones literarias, me imagino…

    Arreola: ¡De todo, hombre! Nos veíamos todos los días. Imagínate. Yo llegaba a media mañana o a media tarde y la oficina de Rulfo era fantasmal, sencillamente no existía. Era un lugar en el espacio absoluto… ¿Sabes qué parece? Un desierto de Ives Tanguy, el pintor éste; te acuerdas, ¿verdad?, el de las muletas en el desierto: unos huesos, unas arenas. Así era la oficina de Juan. Trabajaba en Migración. Entonces no le caía un marchante más que cada ocho, quince días. Uno. Algún norteamericano que andaba ahí extraviado, desconcertado; algún centroamericano, ve tú a saber. Entonces era una oficina donde no había en el espacio, como en Ives Tanguy, más que un escritorio con muletas, un tintero inexistente, una máquina de escribir que no… que no funcionaba. Y Juan ahí sentado, leyendo. Yo me salía de El Occidental y… (Transición.) Trabajé en un periódico pero no era yo de la redacción. ¿Sabes qué era yo, Vicente? Nada más para que te des una idea, Armando: era yo jefe de circulación… Y claro, el periódico no circulaba. (Risas.) No circulaba ni en el interior del periódico.

    Lizalde (bromeando): Ni en la oficina. (Risas.)

    Arreola: Y entonces Juan y yo nos veíamos ahí todos los días. Pero fíjate: más que los encuentros diarios, los encuentros tremendos eran los domingos en la tarde. La novia no salía… que esto y que lo otro… y nos íbamos Antonio Alatorre, Juan Rulfo y yo a caminar por las afueras de Guadalajara.

    Leñero: ¿En esa época ustedes dos noviaban al mismo tiempo?

    Lizalde sirve vino en el vaso de Leñero y en el de él.

    Arreola: Sí, creo que sí. A lo mejor Clarita todavía no era novia de Juan. Y tenía otra… Que no era otra, porque todavía no conocía a Clarita… En ese tiempo eran las tertulias del Café Nápoles, donde iba Ramón Rubín y otros que ahorita no puedo recordar… Rodríguez Puga…

    Ponce: Villaseñor.

    Arreola: Sí, Villaseñor… Había un grupo en el Nápoles y Juan era asiduo al Nápoles… Ve tú cómo, al final de su vida, era asiduo al café este que me dicen de Insurgentes.

    Ponce: El Ágora.

    Arreola: El Ágora, sí. (Transición.) Entonces mira: con Juan era el trato humano, completamente humano, el trato literario y el trato que siempre existió entre nosotros hasta hace años y que cesó por fortuna: que era el de la mercadotecnia, ¿no?, de comprarnos y vendernos libros… Teníamos un librero, que todavía tenemos: Guillermo Rousset, que se dedicaba a veces a comprarte un libro y a vendértelo a ti mismo. (Risas.) Pero mira, volviendo a lo de Guadalajara…

    Leñero: A fin de cuentas tú admites que eras el brillante del grupo, Juan José…

    Arreola: Naturalmente.

    Leñero: Y un poco el envidiado por ellos, ¿no? Es decir: la rivalidad existía más hacia ti. Tú eras el que escribía y Juan era estreñido, ¿no?, en ese sentido.

    Arreola: Bueno, era un hombre parco… Pero de pronto Juan se abría, y cuando se abría pues era increíble… Yo necesito otra sesión con ustedes nomás para narrarles aquel nuevo encuentro de Juan Rulfo en México. Fue tan importante como el de Guadalajara y no fue en el Centro Mexicano de Escritores, fue con el Indio Fernández.

    Leñero: En dónde.

    Arreola: Maestro, ése es el capítulo verdaderamente…

    Ponce (interrumpiendo): ¿En qué año fue eso?

    Arreola: …¡siniestro! Ahí es donde se armó la grande y donde Juan acabó de escribir sus dos libros; en el círculo que no éramos más que tres. Y una mujer que estaba bajo las colchas, que nunca sabíamos que estaba. La primera vez nos dimos una sorpresa. El Indio amanecía totalmente en crucifixión y nos pasaba a su recámara… Entonces Juan Rulfo y yo estábamos ahí. Éramos los taquígrafos, que después lo fuimos también en las imprentas.

    Leñero: Estaban escribiendo ¿qué?

    Arreola: Estábamos haciendo un argumento de cine entre los tres.

    Leñero: El gallo de oro.

    Arreola: No, maestro; mira, te ruego que no me interrogues (risas) porque éste es un secreto que voy a revelar pronto.

    Leñero: Yo sé que El gallo de oro…

    Arreola (interrumpiendo): No. Lo de El gallo de oro es un cuento posterior que me contó un amigo de la escuela de Zapotlán —donde probablemente estudió Rulfo— que se llamaba nada menos que Juan Figueroa.

    Leñero: ¿Y por qué le dejaste ese cuento a Juan?

    Arreola: Yo se lo dejé a Juan porque me encantó. Y creo que Juan no lo aprovechó… Yo nunca he leído El gallo de oro, para que veas nomás lo buenos amigos que somos.

    Leñero: Pero tú se lo regalaste; que ése es un gesto…

    Arreola: Yo se lo di totalmente.

    Leñero: Era tuyo originalmente.

    Arreola: Originalmente era mío, pero me lo había dado Juan Figueroa, de Zapotlán. El cuento del gallero… Pero me dicen que Juan no explotó una vena muy importante del cuento original: que el gallo no era un gallo-gallo, era un gallo-gallina, que son bravísimos.

    Leñero: Putón.

    Arreola (entre sonriente y reprobatorio): Bueno, maestro, pero eso… (Risas.)

    Lizalde: Bisexual… Bicicleto. Ahora les dicen bicicletos.

    Arreola (idem): Pero cómo pueden tratar… las bromas…

    Leñero: Es que así es.

    Lizalde: Yo le oí a Juan Rulfo recitar El gallo de oro, borracho. (Transición.) Perdón. Esto no lo vayan a poner. Yo no estoy en la entrevista. Yo no soy entrevistado aunque se grabe, ¿eh?

    Leñero y Ponce asienten, con inclinaciones de cabeza y medias palabras, a la aclaración de Lizalde.

    Lizalde (reanuda): Yo lo oí a Juan Rulfo, en casa de Tito Monterroso… —estaban presentes González Pedrero, actual gobernador de Tabasco, y Víctor Flores Olea—. Llegó Juan, y alguien lo provocó. Le dijo: Ponte a decirnos lo que estás haciendo. Y se puso a recitar entero El gallo de oro.

    Leñero: Pero la historia era tuya.

    Lizalde (aparte, como recitando y remedando): Lorenzo Tiscareno era un gallero…

    Arreola: La historia era mía, pero a mí me fue regalada por Juan Figueroa, a quien rindo homenaje… ¿Sabes?, fue compañero mío, cuando José Luis Martínez.

    Leñero: Y tú se la contaste a Juan.

    Arreola: Se la conté a Juan.

    Leñero: Y Juan la escribió… ¿O la escribió contigo?

    Arreola: No, no, no. Eso lo escribió él. Pero yo se lo conté. Le digo: Mira lo que me acaban de contar. (Transición.) Yo venía a México de un viaje a Zapotlán, y me encontré por única vez en la vida con el niño que había sido mi compañerito de escuela. Como José Luis Martínez. (Pausa. Recordando.) Yo era un muchacho adolescente… O no… No. Ya estaba sobre los veinte años… No, ya estaba yo casado. Teníamos los dos entre los veinte y los treinta cuando lo volví a ver, después de veinte años. Y me va contando, en la tienda de Luis Preciado —con mi hermano Rafael— la historia del gallero que traía ese animal y que entierra en el suelo y lo deja aquí así. (Ademanes para significar a un animal ahogado hasta el pescuezo.) Pero el chiste original era que no era un gallo-gallo, era un gallo-gallina. Son bravísimos. ¿Sabes qué son? Mira, en Zapotlán hay un dicho que dice: Estás como el gallo-gallina, picoteado de los gallos y aborrecido de las gallinas.

    Lizalde (repitiendo, con entusiasmo): Y aborrecido de las gallinas… ¡Muy bien!

    Leñero: Qué bonito.

    Sorpresivamente entra Federico Campbell al salón. Todos se vuelven para verlo y saludarlo.

    Lizalde: Ah, mira, aquí está el joven Campbell.

    Campbell (avanzando): Qué tal.

    Entre ademanes de saludos, gestos, expresiones y frases ad libitum, se alcanzan a distinguir algunas oraciones.

    Arreola: ¿Cómo estás, Federico? Adelante.

    Lizalde: Mira…

    Arreola: Cada vez te pareces más a Lincoln… Quiero decir, a Washington.

    Lizalde (habla hacia Ponce, informándolo, y mientras Arreola expresa su parlamento): Fíjate, maestro, cuando ellos tenían esa edad nos conocimos nosotros. Campbell, Marco Antonio Montes de Oca y otras gentes…

    Arreola (simultáneamente): Oye, éste es un firmante del acta de Independencia de Estados Unidos, ¿no?

    Lizalde (idem): Él tenía treinta y dos, nos parecían viejísimos. Yo tenía veinte años.

    Arreola (idem): Es Franklin o Winston Churchill.

    Lizalde (idem): En 1951 o 52. Yo tenía diecinueve.

    Arreola (idem): Oye, vamos a hacer una película. (Risas.)

    Ponce: Salud.

    Arreola (llamando la atención a Lizalde): Maestro, maestro… Hay que hacer una telenovela a Winston Churchill, que es este hombre… Le ponemos el abrigo de lodo que tiene ahí en el monumento, el yugoslavo… Maestro, ¿te acuerdas de cuando va saliendo del fango Winston Churchill?

    Campbell: Sí.

    Arreola: Y sale de la derrota.

    Campbell: Con el abrigo militar.

    Arreola: ¡Ésa es la cosa!… Vamos a hacer una película, pero de Winston Churchill.

    Ponce: Con Federico Campbell.

    Arreola (en transición): Entonces mira, volvamos…

    Lizalde (a Ponce): Muévete un poco para allá, para que el amigo Campbell se siente.

    Campbell toma asiento junto a Armando Ponce después de encender y colocar sobre la mesa de ajedrez una grabadora portátil con la que ha llegado.

    Leñero: Regresemos. Dejemos El gallo de oro pendiente.

    Arreola: No, es que…

    Leñero: A mí me gusta mucho esa historia de El gallo de oro. Tú nos habías contado que originalmente era una historia tuya.

    Arreola: Yo creo que antes de que la escribiera Rulfo…

    Leñero (interrumpiendo): Pero tú se la das.

    Arreola: Mira, yo he dado muchos cuentos en la vida, te lo digo de corazón.

    Campbell y Lizalde hablan entre sí, por lo bajo. Se alcanzan a escuchar algunas frases.

    Campbell (a Lizalde): ¿No te has ido?

    Lizalde (a Campbell): No, no, me encontré con ellos. Llegó Arreola y lo invité a comer. Y luego regresé.

    Arreola (simultáneamente al aparte de Campbell y Lizalde, imponiendo finalmente su voz): Pero déjame decirte una cosa que es importante en este sentido… Yo lo que quisiera decir, y ahora que está Campbell me gustaría… Borges me dio una lección otra vez… Y hablamos en público. En público, en Buenos Aires… Borges y yo, y Rulfo y yo. Y ahí va la historia: esa que sacaron ustedes un poco (señalando a Ponce) y que la quiero reconstruir con todo su espanto. Porque decirlo es muy bonito, pero ustedes no saben lo que es estar ante un público de cuatrocientas personas cultivadas. (Pausa.) Yo oí decir a Juan Rulfo que se ha desatado una epidemia de desenterrar a los muertos. ¿Y sabes? Aquí viene otro recuerdo literario. Yo creo que Rulfo, en esos tiempos remotos, leyó Enterrar a los muertos de Washington… (truena los dedos para recordar), de Irving…

    Leñero: De Washington Irving.

    Arreola: No, no. Washington Irving…

    Lizalde: Irvin Shaw.

    Leñero: Irvin Shaw.

    Arreola: ¡Irvin Shaw! Maestro, dame la mano. (Estrecha la mano de Lizalde.) El socialista éste… Irvin Shaw. Como Upton Sinclair.

    Lizalde (repite, pronunciando bien): Upton Sinclair.

    Arreola: Se llamaba Enterrar a los muertos… Entonces Rulfo suelta en Buenos Aires, en plena sala de conferencia… Dice: Oye, ¿ya te diste cuenta que en tu pueblo están desenterrando a los muertos?

    Risas. Lizalde sirve vino en los vasos de Ponce, de Leñero y de él. Agrega un vaso más, para Campbell.

    Arreola: Y luego, entonces todavía se me fue más para allá. Dice: Bueno, en Tecalitlán, en Tuxca… Y empieza a decir: Bueno, pregúntenle a José Luis Martínez. (Pausa. Transición.) Fíjense que ahora estoy yo también muy triste porque José Luis Martínez está muy enfermo. Y somos de la misma edad. Compañeros de escuela primaria.

    Ponce: ¿Qué tiene él?

    Arreola: Pues también lo mismo de Rulfo. (Se señala la garganta.) La cuestión ésta… Y su esposa también, que fue operada.

    Lizalde: El dieciocho.

    Arreola (a Lizalde): Mira, lo que se necesita es hablarle a José Luis, maestro…

    Lizalde: Sí.

    Arreola (atiende repentinamente al tablero de ajedrez): A ver, vamos a ver esto. (Reflexiona ante las piezas, mientras habla.) Entonces, resulta esto. Que…

    Arreola juega: Negras: P4AD.

    Arreola (mientras juega): Resulta nada menos que…

    Lizalde juega: Blancas: CxP.

    Arreola: Estaba en la escuela, pero mira… Déjame decirte. El segundo gran encuentro, si no es que el tercero, ocurrió con el Indio Fernández.

    Leñero: A ver, cuenta eso.

    Arreola (atento nuevamente al tablero): Espérate un segundo.

    Arreola juega: Negras P4AR.

    Arreola: ¡Ay, Dios santo! ¿Qué me va a hacer?

    Ponce ríe. Lizalde ve amenazado su caballo; elige la pieza pero evidentemente no halla dónde ponerla.

    Arreola: Espérate un momento, espérate un momento. Espérate un momento porque es algo tremendo.

    Leñero (por el juego): Claro que ese caballo.

    Arreola (sonríe): Ahí está la cosa.

    Lizalde: Tú no te preocupes. Tú no te preocupes, yo le pienso.

    Lizalde encuentra al fin dónde situar a su caballo. Juega: Blancas C3C.

    Leñero: A ver, ¿cómo estuvo eso del Indio?

    Arreola (atento aún al ajedrez): Hay un momento importante. Mira…

    Lizalde: Yo le pienso… (A Ponce y a Campbell, sonriente): No me voy a dejar que me coman el caballo por el solo chiste de que le están haciendo una entrevista.

    Entre risas y voces ad libitum, Arreola juega: Negras: PxP.

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