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D.F. 52 obras en un acto
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Libro electrónico711 páginas7 horas

D.F. 52 obras en un acto

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Planteadas originalmente como un ejercicio relacionado con el magisterio del arte dramático, las "obras en un acto" de Emilio Carballido se han ido acumulando con el paso de los años hasta integrar 52. "Esta colección de textos dramáticos - dijo el autor - ha sido motivada por dos antiguos propósitos diversos. Uno, muy modesto, ofrecer a los estudiantes de actuación algún material para sus exámenes. El otro, desmesurado: hacer un collage dramático, un caleidoscopio de pequeñas acciones a fin de retratar la visión muy personal que el autor tiene de su Distrito Federal, de su ciudad de México, una ciudad que crece y se transforma y evoluciona como un ser vivo." Entremeses de cultura urbana, estos ejercicios de presteza y puntería conforman ya una de las más amplias, vitales e intensas colecciones de postales literarias sobre la ciudad de México de fin del siglo XX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2011
ISBN9786071607089
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    D.F. 52 obras en un acto - Emilio Carballido

    Carballido

    1

    Misa primera

    Pieza

    A Carlos Jiménez Mabarak

    Personajes

    Carmelita - Vieja

    Lola - Vieja

    Una criada

    Un muchacho

    Un médico de la Cruz Roja

    La primera prostituta

    La segunda prostituta

    Policía, dos camilleros, otra prostituta, curiosos, gente que pasa o que va a misa.

    En México, D. F., invierno de 1955.

    Plaza de San Sebastián. Las puertas de la iglesia al fondo.

    Amanecer de invierno. Faroles encendidos. Se oye la música de un cabaret; a veces, el ruido de un coche.

    •••

    Un Policía cruza lentamente. Una Vieja de negro llega presurosa hasta las puertas de la iglesia. Se detiene al verlas cerradas. Una segunda Vieja de negro llega más despacio, por el lado opuesto.

    Vieja primera: ¡Qué barbaridad! ¿Ya vio?

    Vieja segunda: Ya. Buenos días.

    Vieja primera: ¡Cerrado! Buenos días, Lolita. ¿Y qué vamos a hacer?

    Lola: No tardarán en abrir.

    Vieja primera: Ojalá que no. ¿Cómo sigue su tía?

    Lola: Igual, ya sabe usted. Pobre.

    Vieja primera: ¿Y no se levanta todavía?

    Lola: No se levanta nunca.

    Una pausa.

    Vieja primera: Estoy pensando. ¿Habrán llamado aquí o en Santa Catarina?

    Lola: No sé. ¿Llamaron?

    Vieja primera: Cómo no. Y vine porque oí clarito que llamaban a misa. El primer toque.

    Lola: ¡Ah!

    Carmelita: ¿No lo oyó usted?

    Lola: No, no lo oí.

    Vieja primera: Sería Santa Catarina. ¿Entonces qué está haciendo aquí?

    Lola: Siempre vengo a estas horas.

    Vieja primera: Sí, ¿verdad?

    Lola: Es cuando mi tía duerme un poco más, y yo puedo salir. Como padece insomnio…

    Vieja primera: Pues yo ahora porque voy a comulgar, pero usted, ¡diariamente a misa primera!

    Lola: Sí.

    Vieja primera: Claro, con su tía. Pobre Lolita. ¡Y su tía tiene un carácter!

    Lola: No. A veces, como está enferma… Pero no.

    Vieja primera: Cómo no. Me acuerdo cuando todavía caminaba, que salía a la calle. A mí me compraba sus hilos. Empezaba a gritarme a la menor cosita. Uh, nada más llegaba a comprar y me preparaba yo. Y a mí que no me gustan las dificultades, no me gustan. ¿Todavía se pasa el día bordando?

    Lola: No. Tiene las manos torpes. Ahora bordo yo.

    Pasa una pareja frente a las viejas.

    Vieja primera: ¿Los vio? Ésos vienen de allá a la vuelta.

    Lola: ¡Ah!, ¿sí?

    Vieja primera: Del Montecarlo ese. Parece mentira. Bailan y beben a estas horas. El gobierno debería hacer algo.

    Lola: ¿Por qué?

    Vieja primera: ¡Bebiendo a estas horas! Qué bueno que les abrieron ese zanjón enfrente, ya van dos borrachos que se caen para adentro. Ojalá y se tarden años en cambiar esos tubos para que todos esos borrachos, y esas mujeres, se caigan allí dentro.

    Lola (sonriendo, reprocha la exageración): ¡Ay, Carmelita!

    Carmelita (excitándose más y más con sus propias palabras): Sí, porque esos bailes, que no me cuenten, son puro pretexto para refregarse una cosa con otra, pura sobadera. De ahí salen y para allá, mire, a ese hotel, que yo no sé cuándo lo cerrará la policía.

    Lola (asombrada): ¿Y usted cómo sabe?

    Carmelita: ¿Yo? Ah, pues… pues eso se ve. No me diga tampoco que usted no se da cuenta. ¿Pero no irán a abrir nunca? Yo me estoy helando.

    Lola: Ay, de veras. Tanto frío.

    Apagan los faroles. Queda una luz violácea, borrosa.

    Carmelita: ¡Ya apagaron las luces! Este jardín a estas horas no me gusta nada. Aquí mataron a un hombre el otro día por robarle cinco pesos. Qué bueno que está usted aquí, si no, yo me iba.

    Un silencio. Un reloj da la media. Lola ve algo que va pasando a la derecha.

    Lola: Ay, mírelo. Pobrecito.

    Carmelita: ¿Qué?

    Lola: Un perrito, muerto de frío, flaco, flaco.

    Carmelita: Sí, hay muchos.

    Lola: Si ya hubiera comprado el pan… Allá va.

    Carmelita: ¿Qué pasó con su gatito aquel?

    Lola: No pude quedarme con él, no hay lugar en la casa. Y mi tía… Era lindo.

    Carmelita: Era muy feo. Hasta tenía sarna.

    Lola: No, es que estaba mojado. Como los niños estaban ahogándolo…

    Carmelita: Pues sería mejor irnos y volver después. Esto está muy oscuro. ¿No cree mejor que nos vayamos?

    Lola: No, yo no.

    Carmelita: ¡Jesús, ahí viene alguien! (Se acerca a la otra.)

    Quien viene es una Criada, con su olla de peltre.

    Criada: ¿No vieron si la lechería está abierta?

    Carmelita: No, hija. Pero espérate aquí, que tenemos mucho pendiente las dos solas.

    Criada (se acerca): Ah, es usted. Tengo que ir por la leche, Carmelita. ¿Pues de qué le da miedo?

    Se va. Vuelve a oírse la música. Cerca, pasa un coche y llega el golpe de luz de sus fanales. Se oye el silbato de una fábrica, lejos.

    Carmelita: ¿En qué piensa?

    Lola: En nada. Oía esa música.

    Carmelita: ¿Y le gusta?

    Lola: Pues… sí.

    Carmelita: Bien bailadora que habrá sido usted.

    Lola: No. Nunca fui a un baile.

    Carmelita: ¿No? ¿Y por qué?

    Lola: Pues… cosas.

    Carmelita: ¡Claro! ¿Pues desde cuándo vive con su tía?

    Lola: Mmm… hace… 52… 54…; desde hace 57 años.

    Carmelita: ¡Jesús! ¿Y las dos solas?

    Lola: Primero vivía también su marido.

    Suena un disparo, cerca. Luego otro.

    Carmelita (grita): ¡Ésos fueron tiros!

    Lola: ¿Serían?

    Carmelita: Yo no me quedo aquí, yo me voy. ¡Vámonos, Lolita! (E inicia el movimiento.)

    Lola: Pero… ay… ¡Yo vivo allá, no se vaya usted!

    Carmelita: ¡Vámonos, que nos matan! ¡Venga! (Sale corriendo.)

    Lola: ¡Espéreme! Es que…

    Va a irse por su lado, va a seguirla. En la duda ya se fue la otra. Lola camina, indecisa y asustada. Se oye un silbatazo por un lado; responde otro silbato; alguien se acerca corriendo y Lola se incrusta en el quicio del portón. El que corría, un Policía, llega, cruza, sale. Ella sale de su escondite, va a irse, pero alguien más viene corriendo, llega: un jovencito en mangas de camisa, jadeante, lívido. Corre al quicio y se arrincona ahí. Al verse, mutuamente se espantan la anciana y él. Después, ella lo observa y se tranquiliza un poco. Quedan viéndose. Cada uno ocupa un lado opuesto del portón.

    Más silbatazos. Sobresaltada, Lola se aproxima un poco al Muchacho y parece que va a hablar, pero se acerca corriendo un Policía y el Muchacho se hunde en su rincón. El Policía pasa. Lola comprende que el joven teme a la ley y no a los criminales. Se atemoriza de nuevo, se aleja cautamente para huir después. Él empieza a sollozar; tiene náuseas también y se vuelve, de cara a la pared, sacudiéndose. Suena un silbatazo cerca. Lola ve: alguien viene. El Muchacho se yergue; parece a punto de desmayarse, tiembla. El Policía aparece por un lado.

    Bruscamente, Lola empieza a hablar.

    Lola: Pero eres necio, muchacho. Te dije que te abrigaras. ¿Cómo se te ocurre venir en mangas de camisa? Estás temblando y te va a hacer daño. A ver, voy a ponerte mi chal, al fin que yo traigo el suéter. Póntelo.

    Lo envuelve en el chal. El Policía pasa. La Vieja y el Muchacho quedan viéndose. Ahora ella está aterrada. Una pausa.

    Lola: ¿Qué sucedió? ¿Iban a matarte? No tengas miedo. ¿O hiciste alguna cosa? ¿Para qué vienes a esos sitios, muchacho? Has de ser estudiante, ¿no? ¿Cuántos años tienes? (Espera un instante.) Claro, ni puedes hablar. Quédate quieto. Si vienen los policías voy a decir que aquí estabas, que eres mi sobrino. Criatura.

    Él llora y ella lo abraza.

    Lola: ¡Qué barbaridad! Ojalá que abran pronto la iglesia. Pero, ¿qué te pasó? ¿Te peleaste con algún borracho? ¿Qué dirán en tu casa de que andes suelto a estas horas? ¿Ya pasó?

    En efecto, ya pasó. Él ve en torno, empieza a ser dueño de sí.

    Muchacho: Tengo sed.

    Lola: ¿Sed? Pero… Ay… Te llevaría a la casa, pero… no se puede, Dios mío. Debes irte a tu casa. ¿Tienes a dónde ir?

    Alguien viene. Pánico de él, crispado. Es la Criada quien viene.

    Criada: ¡Quién sabe a quién mataron aquí a la vuelta! ¿Oyó los tiros?

    Lola: ¿Sí? ¿Mataron a alguien?

    Criada: Hay mucha gente, policías, aquí en el Montecarlo. Ha de haber sido pleito. ¿No quiere venir a ver?

    Lola: No, hija.

    Criada: ¿Le encargo mi leche? (Se la da y corre a ver. Sale.)

    Lola: Anda, bebe.

    Él bebe ávidamente. Se le escurren hilos de leche. Ella lo acaricia, como a un cachorrito. Él suspira, devuelve la olla.

    Lola: ¿Qué pasó? ¿A quién mataron? ¿Algún amigo tuyo? Dime qué sucedió.

    Él tiembla. Se envuelve en el chal.

    Muchacho: Tengo que irme.

    Lola: ¿Pero adónde? ¿Vas a tu casa? Voy a acompañarte al camión. ¿Tienes dinero? (Lo ve con pena.) Ay, espérate un momento. (Le toma la mano, le acaricia el pelo.) Dime qué sucedió.

    Se oye una sirena que se acerca y llega. Los fanales alumbran a un lado del pórtico. Se oye el golpe de las portezuelas. Cruzan corriendo los camilleros y el Médico.

    Médico: Enciende, hay un zanjón.

    Encienden una linterna de mano. Salen. Viene la Criada.

    Criada: Ya vi, ya vi. Es una mujer. Ay, qué horrible. Tiene un agujero en la cara. Llena de sangre. Y en el cuerpo también le dieron, chorrea sangre. Hasta me sentí mal. Qué feo, qué feo. ¿No quiere verla? Ya llegaron los de la Cruz. Dicen que la mató su hombre, figúrese, y ella lo mantenía. Se escapó; como trae una pistola. Ay, para qué habré visto. Hasta mal me sentí de verla. Es un charcote así de sangre, y lo están pisando todos. Ahí vienen.

    Vienen los camilleros. Traen el cuerpo cubierto con una sábana. Junto a la camilla, una Prostituta solloza. Atrás vienen otras dos, y dos policías, y algunos curiosos.

    Una prostituta (llorando): Pero lo he de encontrar, mana, y te juro que me la paga. Pobrecita.

    Otra prostituta: Ya no llores.

    Primera prostituta: Era recuatita, recuatita, y cómo fue a… (Solloza.)

    Sale el pequeño cortejo.

    Criada: Ay, qué feo. Présteme mi leche, voy a ver cómo la suben a la ambulancia. (Sale corriendo.)

    El Muchacho ha estado escondido tras la Vieja. Ahora está erguido, temblando. La luz empieza a aclarar.

    Lola: ¿Tú fuiste? Fue otro, ¿verdad? Si eres… un niño.

    Él se quita el chal, se lo da humildemente. Es un niño acosado, castigado.

    Muchacho: Muchas gracias.

    Lola: Ay, te vas. ¿Tienes dinero? (Él niega. Ella abre el monedero y le da todo lo que trae.)

    Muchacho: Gracias, gracias. (Empieza a alejarse.)

    Lola: Óyeme, ¿fuiste tú? No, ¿verdad?

    Hay más luz. Él va a salir; se detiene. Ella le nota un bulto en la bolsa trasera del pantalón. Se acerca, va a tocar el bulto.

    Lola: ¿Qué traes ahí?

    Él le quita la mano de golpe, con un gesto automático y feroz. Su cara cambia, por un momento es dura y adulta, siniestra. Se arrepiente, baja la vista. Vuelve a ser el de antes.

    Muchacho: Ella… era una pinche puta, y… (Llora, quiere explicar algo más. Huye corriendo.)

    Lola asimila lentamente lo sucedido. Va paso a paso rumbo a la iglesia cuando, en un horroroso deslumbramiento, empieza a darse cuenta de todo. Ve el monedero vacío.

    Lola: El dinero del pan.

    Se abren las puertas de la iglesia. Cruzan unas mujeres y entran a misa. La campana empieza a llamar. Lola, de pronto, grita y solloza.

    Lola: ¡Virgen pura! ¡Virgen! ¿Pero qué es esto? ¿Qué es esto?

    Corre al interior de la iglesia.

    Telón

    Selaginela

    Monólogo

    Al maestro Salvador Novo

    Las citas de botánica han sido tomadas del hermoso texto de Mots y Calderón y de los apuntes de la maestra Débora Cantú.

    Cuarto mitad de mujer, mitad de niña. Mientras la cama es de adulta, el tocador y el ropero son color de rosa, horrendos, con unos repulsivos animalitos de Walt Disney pegados. Una mesa de cocina, sin pintar, hace las veces de escritorio, llena de libros y cuadernos, con una lámpara. Sillas. Ventana al fondo a la derecha. Puerta. En 1940.

    •••

    Se abre la puerta y entra Ofelia como empujada por un ciclón. La puerta se cierra tras ella. Viene gritando, furiosa.

    Ofelia: Pero si te digo que ya con esta otra calificación se promedia y salgo aprobada. ¡Mamá! (Trata de abrir y está cerrado.) ¡Mamá! ¿No oyes?

    Ofelia es una chica flacucha, fea y borrosa; su piel, oscura y muy amarillenta. Tiene la cara llena de barritos y espinillas, que la constelan de puntitos rojos. Viste un uniforme de secundaria, verde perico, fatal para el color de su piel y que, además, no ha crecido junto con ella. No es graciosa ni cosa parecida, sino desaliñada y torpe de movimientos.

    No se ha interrumpido ni un momento, así que sigue.

    Ofelia: Además, no soy chiquita para que sigas tratándome así. Acabé la primaria hace dos años. No soy ninguna niña irresponsable, ¿oyes? (Grita.) ¡No soy ya ninguna niña irresponsable! ¡¡Mamá!! (Golpea la puerta con toda su alma.) ¡Mamá! (Jadeante, a medio cuarto, entre dientes.) Maldita vieja desgraciada, maldi… (Se interrumpe, asustada de lo que ha dicho. Corre de puntitas a la puerta, a ver si no la han oído. Espera. Recomienza en un tono de voz convincente, de persona adulta que explica a un niño o a un imbécil.) Mira, mamá. ¿Me oyes? Tú no has entendido lo que una calificación mensual significa. Si el mes pasado me pusieron cinco, éste ya saqué siete y medio. Promedio, seis punto veinticinco. Con eso ya estoy aprobada, ¿me oyes?, y no tengo por qué estar encerrada estudiando los domingos. Martha y Graciela van a quedarse esperándome, ¿oyes? Me iban a pagar el cine. Mis amigas me pagan el cine, porque ellas no tienen tantos compromisos como ustedes, y ellas sí pueden pagarme el cine, y entonces las dejas plantadas en una esquina, esperándome. ¡Mamá! ¡Mamá!

    Por la ventana se oye la voz de una mujer viejona y desafinada que canta a voz en cuello:

    Con tenue velo la faz traidora

    camino al templo la conocí…

    Ofelia se yergue, frenética, a punto de gritar de rabia. Se asoma a la ventana.

    Ofelia: Mírenla, allá abajo, regando el jardín. La muy… La muy… (Tensa de rabia la contempla. Grita.) ¡Mamá! ¡Mamá!

    El canto sigue. Ofelia se tira a la cama. Solloza una o dos veces, boca abajo. Se levanta. Camina. Coge un libro.

    Ofelia (murmura): Álgebra… (Lo azota en el suelo, brinca y patea sobre él.) Chin, chin, chin, el álgebra. (Brinca un poco más, encima del libro. Muy satisfecha lo levanta, lo sacude y lo pone sobre la mesa.) Después de todo, puedo tener un rato conmigo misma. (Camina al espejo. Se ve. Se acerca más. Se ve la frente. Se exprime una espinilla y se limpia los dedos en el uniforme.) El ungüento ese no sirve para nada… Y ese cochino jabón… Cutis de colegiala… Miren su cutis de colegiala… No sé cómo voy a… (Se exprime otra espinilla.) Ay. (Exprime ferozmente, dando grititos entre tanto.) Ay, ay, ay. (Más fuerte.) ¡Ay! (Se limpia en el uniforme. Se ve.) ¡Sangre! (A la imagen.) Una señora se sacó un barro, así, y se murió toda hinchada. (Se intimida. Repite, amenazante.) Se murió toda hinchada, con una cara enorme, como de caballo. (Infla los cachetes y se ve. Se asusta. Muy en serio.) El yodo. (Va a la puerta. Sacude el picaporte, trata de abrir.) Ah, encerrada. Pues no voy a pedirle el yodo. Que me encuentren aquí, muerta, toda hinchada. (Se tiende en la cama, patéticamente.) Mi cara desfigurada, su belleza perdida para siempre. Una de sus manos colgando trágicamente… Entonces él llegó de puntitas. Los sollozos ahogaban su garganta pero los contuvo. Por su camisa abierta se asomaban muchos pelos… (Ahoga la risa.) No, no. (Corrige severa.) Por su camisa abierta se veía su pecho agitado. Miró a la pobre Ofelia, desfigurada. Todo el antiguo amor estalló dentro de él. La recordó sentada en el banco contemplándolo mientras él daba su clase de botánica. Muerta. ¡Muerta! La besó quedamente… (Ahoga un sollozo y se levanta a la carrera, al espejo.) No, no. (Se ve, asustada.) Aquí había alcohol, creo. (Busca en los cajones del tocador.) Ay, Dios mío. (Coge un enorme frasco de loción barata.) Perfume, aunque sea. (Se pone en el sitio del peligro. Luego se rocía generosísimamente la cabeza. Coge verdaderos puños de loción y se baña orejas, axilas, pecho, muy en vampiresa. Se contempla. Alza los brazos. Perezosamente, como gatita, ondula el cuerpo. Se pasa las manos por la nuca, levantándose el pelo. Mueve las caderas y las rodillas al compás de una música imaginaria. Adelanta sensualmente el bajo vientre hacia el espejo. Canta y baila por la pieza, dejando caer imaginarias piezas de ropa.)

    Blu mun

    yu so mi juara cha cha

    ai lov yu moch very moch

    jara juen so jochi bi.

    Blu mun

    mai lov blu mun very mun

    mai lov alon ju ra jon

    ai lov yu moch veri moch (con música de Blue Moon).

    (Al fin, completamente desnuda, se tiende en la cama, fumando en su larga boquilla de oro.) Ahora ya sabes qué clase de mujer soy. Tómame o déjame. (Se levanta bruscamente, toma el libro de álgebra y lee en voz alta, rítmicamente.) X cuadrada es igual a 2/A, más sobre menos raíz cuadrada de 4/AC sobre 2/A. (Sin dejar de leer, coge una toalla y la pone sobre la cerradura. Tira el libro sobre la cama y, desafiante.) Anda, espíame ahora. (Va al tocador, lo mueve y de detrás saca dos cosas: una cajetilla de cigarros y un cuaderno empastado. Enciende un cigarro, queriendo ser muy natural y muy adulta, y da grandes fumadas sin pasar el humo. Abre el cuaderno y lee.) Querido diario: hoy fuimos juntos en el camión. Él subió, miró en derredor con esa mirada tan especial que te he descrito tantas veces. (Con un suspiro, da una fumada. Se ahoga, tose como loca. Apaga el cigarro y lo guarda en la cajetilla.) Pensé si iría a sentarse o no junto a mí. Conté cuánta gente había en el camión, aprisa. Si eran pares, él vendría a sentarse junto a mí. Si eran nones, no. ¡Eran nones! Y temblé. Pero me saludó entonces, ¡con una sonrisa! Vino a mi lado y se sentó. Creo aún oír su voz cuando dijo (imita la voz de él): ¿Qué tal, Ofelia?, y puso su mano sobre ti, mi diario querido, sobre tu pasta que desde ese momento es sublime. (Cierra la libreta y aprieta la pasta contra su cara. Se levanta y da vueltas con el diario en la cara. Lo besa. Va al espejo.) ¿Le gustaré un poquito aunque sea? Ayer me felicitó. Muy bien, Ofelia, me dijo. Pero estoy segura de que había una intención especial en sus palabras. Le dije todo de un hilo, muy segura y muy serena, aunque no lo creas. (Se sienta como en el banco de clases y, con gran naturalidad.) Las talofitas se dividen en hongos, algas, líquenes y bacterias: los hongos pueden parasitar sobre los vegetales, los animales y el hombre. (Furiosa.) ¡Los muy imbéciles! (Se ve la nariz al espejo.) El Pinocho idiota dijo que… tengo la cara parasitada de hongos. Y todos se rieron. Hasta él. Luego lo sacó de la clase. Tenía yo un barro en la punta de la nariz y no sabía dónde ponerla. (Llora casi.) Hubiera querido ponerla sobre la repisa de los gises. (Pone la nariz, como si fuera un objeto, en la cubierta del tocador.) Allí la habría dejado, para que él se equivocara y la cogiera en lugar de un gis. Cuando menos, sentiría yo sus dedos en algún sitio. (Se toca la nariz.) ¿Por qué nunca me dará la mano? (Se incorpora, frenética.) ¿Por qué no me besará nunca? (Decaída, va a la mesa. Toma el libro de botánica. Lo abre. Busca. Suspira y como quien empieza una tarea cotidiana empieza a leer en silencio. Alza la cara y repite mentalmente el párrafo leído. Deja el libro y camina, repitiendo.) Las selaginelas, vulgarmente llamadas doradillas o flor de peña, son pequeñas herbáceas, muy parecidas a los helechos, y crecen entre las piedras de los montes. Presentan la particularidad de resistir mucho tiempo a la sequía… (Se ve al espejo, mansa.) ¿Por qué no me besará nunca? (Caminando, tristemente.) "En la estación seca, con los rayos del sol, adquieren un tinte dorado, de ahí el nombre que llevan. (En crescendo apasionado.) Por el contrario, en la estación de lluvias las frondas empiezan a extenderse, tomando entonces el aspecto de un helecho pequeño y de color verde; ¡de un helecho pequeño, de color… verde!" (Tenía las manos cruzadas, aferradas a los hombros. Al repetir la frase se las desliza por todo el cuerpo. Queda luego con las manos colgando. Pausa. Suspira. Ve el libro abierto y, ya normal, recita:) En la época de la reproducción se ven aparecer, en la parte superior de las frondas, unos órganos de color rojizo… (Se sorprende. Se tienta la cara. Va a verse al espejo. Al ir a exprimirse una espinilla sacude la cabeza.) Estúpida. (Vuelve al libro. Se queda viéndolo, pensando en algo fijo. Se cubre la nariz con una mano. La descubre con cólera. Da un golpe en la mesa.) Ojalá se muriera el Pinocho. Ojalá se muriera el Pinocho. (Va al buró. Del monedero saca un retratito. Coge del tocador un largo alfiler y pica el retrato ferozmente.) Ahora le voy a enseñar su retrato, picoteado. (Se ríe, un poco a fuerza. Lo contempla.) Qué feo es. ¿Por qué será tan grosero? El profe… (Titubea. Con seguridad, corrige.) Alfredo no lo soporta. Lo ha sacado de la clase tres veces. Yo creo que va a reprobarlo. Hará muy bien. (Duda. Insegura.) Hará muy bien. (Al espejo, como quien cuenta un gran secreto:) Quiere que aprenda yo a decir… palabras. Ayer quería que dijera yo una, y le pegué. Lo correteé por todos los corredores, hasta que salió la prefecta. (Camina unos pasos. Se ríe un poco.) La cara que puso Hortensia cuando nos peleamos y… (La dice con los labios. Sonríe. Tímida, inicia al fin la palabra.) Pu… (Se muerde los labios, se lleva las manos a la cara.) Ay, yo creí que de veras iba a acusarme y me dio un miedo… pero no. No es rajona. (Suspira profundamente.) ¿Qué diría él… Alfredo… si supiera que le dije… así a Hortensia? (Se sienta, con la mirada al frente, muy triste y muy decidida.) Cuando se acabe el año, cuando él nos dé la última clase, voy a decirle: Adiós, Alfredo, y todos van a decir: Le dijo Alfredo al maestro. Y yo le voy a tender la mano y él se va a poner rojo, y me va a dar la mano por primera y última vez. (Se retuerce.) ¡Maldito Pinocho! (Pone la nariz en el buró.) Qué ganas de ser un gis, o cualquier cosa. Cualquier cosa. Si siquiera el uniforme no me quedara chico… (Se incorpora, rebelde.) ¿Qué objeto tiene que paguen los abonos de esta casa durante quince años? Dentro de diez años la casa será nuestra, y yo andaré todavía con este mismo uniforme, y no habremos ido nunca al cine… (muy cínica), con nuestro dinero. (Se ve al espejo.) ¿Ves qué corto te queda? Si siquiera tuviera bonitas piernas… ¿Por qué no me engordarán un poco? (Se baja la falda bruscamente.) Nunca más saldré con Pinocho. (Va al libro. Lee y repite viendo al techo, casi entre dientes.) Crecen entre las piedras de los montes. Presentan la particularidad de resistir mucho tiempo a la sequía… (Se sienta en la ventana y mira hacia afuera. El sol le dora medio cuerpo.) En la estación seca, con los rayos del sol, adquieren un tinte dorado… (Grita.) ¡Mamá! ¿A qué horas piensas que salga yo de aquí? (Espera. Luego.) En la estación de lluvias las frondas empiezan a extenderse… El pobre Pinocho se va a quedar esperándome. ¿Para qué picaría yo su retrato? (Con voz temblona, como de llanto próximo.) Tomando entonces el aspecto de un helecho pequeño, de color verde…

    Telón

    El final de un idilio

    Comedia en tres estampas

    Escrita en ocasión del centenario

    de Amado Nervo y basada en textos suyos

    Dedicada a Rafael Esteban, actor

    El material usado es un cuento homónimo del volumen Almas que pasan y páginas de la más temprana adolescencia de Nervo: trozos de sus Apuntes autobiográficos y algunos versos también incluidos en Mañana del poeta, que a veces oímos literalmente.

    Personajes

    Luis Suárez (14 años)

    Alfonso Méndez P. (de 13 a 15 años)

    Lola Iriarte (12 años)

    El padre Macario (maestro y prefecto)

    La hermana Sara (maestra y prefecta)

    El Padre Superior

    Un niño

    Otro niño

    La acción en dos colegios vecinos, manejados por la misma orden religiosa. En la ciudad de México, 1884.

    Nota: Dar los papeles principales a muchachos mayores de la edad acotada implicaría destruir cualquier posible efecto de la obra.

    Acto único

    El foro de una escuela. Probablemente una tarima improvisada en el extremo de un viejo salón, aunque podría tratarse de un teatrito más elaborado.

    •••

    Media luz; un fascistol, a un lado del foro, muestra un letrero: ¿De blanco… o de negro? Entra un cura joven con las manos muy ocupadas: ha improvisado unas candilejas con hojas de lata y lámparas de petróleo: las coloca, las enciende una a una y se encanta. (Un niño puede ayudarlo en esto.) Cruza las manos, ve en torno:

    Padre Macario: Hermana Sara. Venga a ver el efecto.

    Suavemente, luz general a la escena.

    La Hermana entra persiguiendo, enojada, a un ángel (una Niña de 12 años) con alas blancas y túnica bordada.

    Hermana Sara: No corras, ven. (La pesca, le arregla algo a la ropa.)

    Lola: Ay.

    Hermana Sara: No grites.

    Lola: Es que me picó usted con el alfiler.

    Hermana Sara: Ofrece el dolor a Dios y estate quieta.

    Padre Macario: Hermana, mire. Parece un teatro de verdad.

    Hermana Sara: Ojalá no vaya a haber un incendio. Le quedó bien el traje a esta niña, ¿verdad?

    Padre Macario: Muy bonito. A ver, camina, criatura, como si volaras. ¿No tiene un ala chueca?

    Hermana Sara: Un poco, sí…

    Sale tras la Niña, que se ha ido revoloteando. Sale Macario tras ellas.

    Entran, muy cautos, Luis y Alfonso. Se sientan en el filo del proscenio, entre las candilejas. Alfonso está acabando de leer una carta.

    Alfonso: ¡Qué bonita carta! ¿De dónde la copiaste?

    Luis: Yo la pensé toda.

    Alfonso: Mucho pienso en ti durante el día, pero entregado a los prosaicos quehaceres del escritorio, en medio de un calor sofocante, no quiero alimentar ese recuerdo, reservándome para dedicarle su culto luego que empieza a agonizar la tarde. ¡La tarde! No te enceles, ella es, como tú, la amada de mi alma… ¿Y cómo vas a dársela?

    Luis: Ahora que ensayemos. Ayer le di otra.

    Alfonso: ¿Y qué te dijo?

    Luis: Nada. ¿No ves que todo el tiempo están viéndonos?

    Alfonso: ¿Y entonces cómo vas a saber si te corresponde?

    Esto deja muy pensativo a Luis, que mueve la cabeza y se muerde varias uñas.

    Sin que lo adviertan, entra el padre Macario.

    Padre Macario: ¿Qué tanto hablan allí? (Los niños respingan.)

    Luis: Estamos repasando los versos, padre.

    El Padre asiente y sale.

    Alfonso: ¡Que te conteste con el lenguaje de las flores!

    Luis: ¿Y si no lo sabe?

    Alfonso: Explícaselo en otra carta.

    Luis: Yo tampoco lo sé.

    Alfonso: Ah. Qué lástima. Yo tampoco.

    Pausa. Meditan.

    Luis: ¡Ya sé, ya sé! (Y escribe con lápiz unos renglones al final de la carta.)

    Alfonso: ¿Qué le dices?

    Luis: Que a las cinco de la tarde se asome al balcón, enfrente de nuestro dormitorio. Si me ama, se vestirá de blanco.Y si me rechaza… (suspira) de negro.

    Alfonso: Qué buena idea.

    Luis termina de redactar mientras el otro lee por encima de su hombro. Disimulan, han entrado los maestros poniendo algunos trastos: una columna con un macetón de helechos encima, teloncito de paisaje, cortinas, etc., lo que les ha parecido propio.

    Hermana Sara: Niña, no olvides cuándo es tu entrada.

    Padre Macario: Niños, a sus lugares.

    Ven si todo está listo, se retiran a observar el ensayo, toman sus lugares Luis y Alfonso.

    Alfonso (en tono de narrador): Alondras que cantan, palomas que lloran,

    corrientes que saltan rizadas en ondas

    de vago arrebol;

    ¡aurora rosada que baña de aljófar

    las flores tempranas que cándidas brotan al beso del sol!

    Luis (actúa los versos, haciendo apartes cuando se indica):

          ¡Qué bella mañana, qué grato silencio!

    (Aparte.) Cuando esto exclamaba, con plácido acento me dijo una voz:

    Entra Lola, revoloteando.

    Lola (angelicalmente): Hay algo más puro, más noble, más bello.

    Luis: ¿En dónde?

    Lola: ¡Muy lejos!

    Luis: ¡Decidlo!

    Lola: ¡En el cielo!

    Luis (aparte): Clamó suspirando. Después se alejó.

    Lola se aleja con gestos de vuelo.

    Alfonso: Más tarde, las nubes teñidas de rojo

    del sol moribundo vagaban en torno;

    ni un leve rumor…

    Tan sólo a lo lejos el bronce medroso

    del Ángelus daba los toques sonoros…

    Luis (aparte): La voz suspiró.

    Lola (suspira honda y desgarradoramente).

    Luis: ¿Quién eres? (Aparte.) Le dije.

    Lola: Soy tu ángel.

    Luis (admirado): ¿De veras? (Le hace conversación.) Qué bella es la tarde, ¿verdad?

    Lola: Sí, muy bella

    pero hay un lugar

    más bello que todo.

    Luis: ¡Pues llévame!

    Lola: Espera…

    Luis: ¿Do se halla?

    Lola: Muy lejos…

    Luis (aparte): Y alzando la diestra mostróme los cielos y echóse a volar…

    Lola le mostró los cielos y va a salir revoloteando; él tiende con desconsuelo los brazos hacia ella: aprovecha para enseñarle la carta. Susto de ella, que sigue aleteando y se desconcierta, se tropieza con algo. Él va a detenerla y le da el papel. Ella niega, lo rechaza…

    Padre Macario (avanzando a ellos): ¿Qué sucede? ¿Ya no sabes caminar?

    Lola: Es que antes no estaba esto aquí, por eso me tropecé.

    El Padre revisa los trastos. Lola recibe al fin la carta. El Padre da palmadas y entran dos niños vestidos de marineros, traen un barquito de dos dimensiones.

    Padre Macario (mientras): Faltan cuatro días para el santo del Padre Superior.

    Hermana Sara (acercándose): Esperemos que no nos hagan quedar mal. (A Lola.) Tú ya terminaste por hoy. Vamos, y buscas a Teresita para que venga. Y trata de ser más expresiva.

    La niña y Luis se lanzan miradas asustadas, intencionadas, cómplices. Luis hace el gesto cinco con los dedos. Ya están acomodando el barquito, muy inepto, con velas. Mientras la Hermana y Lola salen por la luneta, Luis, Alfonso y los niños se instalan: aquéllos y uno de los recién llegados van a remar, mientras el cuarto recita en la proa. Se supone que hay tormenta.

    Niño (con grandes gestos): La noche está muy negra.

    Luis (quedito y aprisa interpola): Por arriba.

    Niño:                             La tempestad avanza.

    Luis (id.): Por abajo.

    Niño:                             Estrella de los mares:

    Luis (id.): Por arriba.

    Niño:                             ¡Ilumina las aguas enlutadas!

    Luis (id.): Por abajo.

    Niño:                             Piedad para el marino.

    Luis (id.): Por arriba.

    Antes de que Luis pueda seguir interpolando su chiste (lo hacía en beneficio de Alfonso, que no puede aguantar la risa), reapareció el padre Macario agarrando una oreja de cada uno y sacándolos de la embarcación y del foro. El Niño que recita ve todo con el rabo del ojo pero no calla por miedo a que le ocurra lo mismo; el otro sigue remando con más ímpetu.

    Niño (no se ha interrumpido): Que lejos de su patria… (Leve titubeo, aquí fue donde ocurrió el incidente.)

    con encrespadas olas

    en débil barco sin cesar batalla.

    Estrella de los mares,

    celeste y suave lámpara,

    tus pálidos reflejos

    sobre el oscuro piélago derrama.

    Estrella de los mares,

    María Inmaculada,

    bendígate ferviente

    de los pobres marinos la plegaria…

    Termina arrodillado en gran gesto. Se ven el remero y él: sacan de escena el barquito.

    Entran la Hermana y el Padre recogiendo trastos con rapidez.

    Padre Macario: Acomídanse, niños, saquen eso. Ayuden…

    Los dos niños vuelven corriendo y ayudan. Se apagan todas las luces, quedan sólo las candilejas de petróleo.

    Entre niños y maestros es montado un cuarto pequeño, con un balcón en primer término, que ve hacia la luneta. Traen una mesa y dos sillas, salen. Entran Luis y Alfonso, se ponen a escribir.

    Luz de día. Luis revisa las páginas que ha llenado y cuenta frase por frase.

    Alfonso: ¿Cuántas llevas?

    Luis: Ciento treinta.

    Alfonso: Ya nada más te faltan… 870. ¿A qué hora le dijiste a Lola?

    Luis: A las cinco.

    Alfonso: Ya no vas a saber hoy si te quiere o no.

    Luis: Sí voy a saber.

    Alfonso: Estamos encerrados con llave… Y no nos van a soltar hasta que terminemos. No hay nada qué hacer.

    Luis (enfático): Yo no nací para la calma. Nací para la lucha y el porvenir me ofrece un ancho campo de batalla… (Hace señas de verás y va a la puerta, escucha. Grita:) ¡Alfonso, te sientes mal! Es terrible, tu semblante se descompone. ¡Parece que fueras a morir!

    Alfonso (alarmado): ¿Yo? (Se palpa el rostro, se toca el pecho.)

    Luis (quedo): Anda, pon cara de moribundo, tírate al suelo.

    Alfonso se encoge de hombros y hace gestos de yo no, qué. Luis toca la puerta.

    Luis: ¡Socorro, socorro, Alfonso está muy mal! (Pausa.) No hay nadie cerca. ¡Y van a dar las cinco! (Da vueltas por la pieza.) Ella va a estar de blanco en el balcón y yo no voy a verla. ¿O irá a estar de negro? (Trae en la bolsa un reloj de molleja: lo ve.) ¡Son ya las cinco y cinco! ¿Estará de blanco… o de negro?

    Sin dudar más va al balcón y se prepara a saltar.

    Alfonso: ¡No, Luis, no es para tanto! ¡No vayas a matarte!

    Luis: Me voy por la cornisa hasta nuestro balcón. Tengo que ver cuando ella se asome.

    Y salta el barandal. Alfonso, aterrado, observa el viaje desde dentro.

    La cornisa es el filo del proscenio: con actitudes de peligro y equilibrismo Luis llega hasta el extremo izquierdo del proscenio y allí espera acurrucado: se oye un reloj dar las cinco. Luis ve el suyo y con mil trabajos lo pone en hora. (Es modelo en que debe abrirse la tapa y jalar una palanca para cambiar las manecillas.) Luis espera…

    En el otro extremo del proscenio aparece Lola: vestida de azul. Con la impresión, Luis casi se cae. Ella se hace la distraída, pasado el susto de ver a Luis en la cornisa. Suspira, ve en torno, se toca el pelo, se siente muy interesante. Se va.

    Luis (atónito): ¡De azul! ¿Y qué querrá decir con eso?

    Aparece de pronto, atrás de Luis, el padre Macario. Trae en la mano una jaula con dos periquitos: la cuelga casi encima de Luis, cuando éste se levanta, hundido en la perplejidad, y tropieza con la jaula. Susto atroz del maestro.

    Padre Macario: ¡¡Suárez!! ¿Quiere decirme qué hace usted aquí?

    Luis (casi se cayó): ¿Yo, padre?

    Padre Macario: Se supone que está usted encerrado en el cuarto de castigos. ¡Por poco me mata a los periquitos del padre superior!

    Luis: Yo estaba allá, pero… pero es que… vine a buscarlo, para avisarle… avisarle que Alfonso no se siente bien. Por eso salí. Porque Alfonso…

    Padre Macario: ¿Por eso salió a pasearse por la cornisa, verdad? Imprudencia, temeridad, desobediencia y estupidez. Desafía usted a la Divina Providencia, poniéndose en peligro de muerte. ¡Y poniendo en peligro de muerte a los pericos! ¡¡Venga acá!!

    Por una oreja, Luis es arrastrado al interior y, por el fondo del foro, conducido al cuarto de los castigos. Lo arrojan dentro, de un empujón.

    Alfonso lo ve llegar como quien ve a una víctima del destino. Los dos se sientan y escriben hipócritamente por un momento. El cura los observa, luego sale.

    Luis se levanta, se pasea.

    Luis: ¡Vestida de azul! Tal vez no tenga un traje blanco… ¡O tal vez no tenga un traje negro! ¿Qué quiso decir con eso? Yo le expliqué bien: blanco para sí, negro para no. ¡Y sale de azul! Esa mujer es un enigma, pero yo la inmortalizaré, yo la poetizaré, yo la hermosearé aún más con mis cantares.

    Alfonso (sin dejar de escribir): Mejor antes escribe el castigo. Te faltan 700 frases de la primera y las otras mil que te acaban de dejar.

    Con un suspiro de derrota, Luis se sienta a escribir.

    Luz de candilejas; entran la monja y el cura. Cambian el letrero por otro: El idilio.

    Después, traen una barda (o la hacen bajar del telar) que dividirá el foro diagonalmente, cubriendo la habitación.

    Quedan así dos áreas de jardín (los niños traen las plantas). De un lado habrá un tronco practicable, para que Lola se suba. Salen todos.

    Entran Luis y Alfonso con una escalera de burro. La ponen junto a la barda. Se sube Alfonso y ve hacia el otro lado.

    Luz de día: una mañana de sol.

    Alfonso (grita a una niña que no vemos): Dile que no se tarde porque se acaba el recreo… ¿Qué? (A Luis.) Dice que hay varias Lolas, que cómo se apellida…

    Luis: No hay muchas Lolas. Hay una, la única. Se apellida Iriarte.

    Alfonso (a la niña): ¡Iriarte! (Y baja la escalera.)

    Luis: Tu hermanita… ¿es lista?

    Alfonso: Es bruta… Pero sabe dar recados.

    Luis (sube unos peldaños y se queda ahí, dudando): ¿Tú crees que vendrá?

    Alfonso (sabio): Puede que sí o puede que no.

    Luis: Tal vez me desdeña… Tal vez me lanza al abismo de la desgracia. ¡Y yo quiero elevarla con mi amor al…al… inmenso de la inmortalidad!

    Alfonso: Eso de la inmortalidad lleva siglos, ¿no?

    Luis: Sí. Pero el Universo se encarga de cumplir las promesas de los poetas. Ya verás que de aquí a cien años, no sé cómo, el nombre de Lola va a resonar en labios que no nos imaginamos.

    Alfonso (irónico): Eso le va a gustar mucho.

    Luis: ¡Claro! Si Dante inmortalizó a Beatriz, Petrarca a Laura, Tasso a Eleonora, Espronceda a Teresa, ¿por qué no he de inmortalizar yo a Lola?

    Alfonso: No, claro. Inmortalízala.

    Luis: ¿No tengo yo, acaso, el aliento que ellos tenían? ¿No ha puesto Dios una lira entre mis manos?

    Alfonso (de mala fe): Escalera se llama, no lira.

    Luis (fastidiado): Lira, porque soy poeta.

    Alfonso: Aah.

    Luis: Y siento el amor purísimo que ellos presintieron y soñaron.

    Alfonso: Las liras son… así como guitarras.

    Luis: No. Son así… como… (Mueve nebulosamente las manos.) Son como… Pues tienen cuerdas y… Así como guitarras antiguas.

    Sube unos peldaños, se asoma al otro lado y con la impresión casi se cae.

    Lola viene avanzando muy distraídamente, como si no fuera su propósito llegar.

    Luis casi se tira de la barda, le hace señas y saludos. Alfonso trata de ver y oír todo.

    Luis: ¡Lola! ¡Lola! ¡Viniste!

    Lola (mustia): Qué tal, Luis. Cómo está usted.

    Luis: Leíste… ¿Leyó usted mi carta? ¿La recibió?

    Lola: Me la dio usted mismo, cómo no la voy a recibir.

    Luis: Y… ¿la leyó?

    Lola: Ay, sí. Con mucho susto. Por poco lo ven dármela. Ya no lo vuelva a hacer.

    Luis: ¿Y qué me dice?

    Lola: Que ya me voy.

    Luis: No oye. Oiga. Contésteme, por favor. (A Alfonso, que está trepado en la escalera.) ¡Quítate, caramba!

    Lola: ¿Yo?

    Luis: No, Lola, no. Se lo digo a… Anda, vete para allá. Se lo digo a un tercero, falto de… prudencia.

    Lola: Ah.

    De mala gana, se retira Alfonso a un rincón.

    Luis: Os pedí que os vistierais de blanco para decir sí, o de negro para decir no. ¡Y te vestiste de azul! ¿Por qué?

    Lola (juega con flores, con hojas…): Sería, para… decir… ¡tal vez!

    Luis: ¡Lola! ¿Tengo esperanzas, entonces?

    Lola: ¿De qué?

    Luis: De… pues de

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