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Geografías del teatro en América Latina
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Geografías del teatro en América Latina
Libro electrónico758 páginas14 horas

Geografías del teatro en América Latina

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Este libro presenta un relato histórico de prácticas teatrales en América Latina, desde la Colonia hasta el presente; las más relevantes y otras que se han considerado marginales o pasaron inadvertidas, sin las cuales sería más complejo entender la pluralidad del teatro en el continente. Así mismo, se ocupa de los intercambios, préstamos, influencias y relaciones establecidos entre países por medio de dramaturgos, obras, compañías y agrupaciones que han creado lazos reales y simbólicos. En su exhaustiva revisión bibliográfica, la autora tuvo en cuenta las propuestas teóricas de intelectuales y artistas que propiciaron el desarrollo del arte dramático y han acompañado las diversas formas de hacer teatro en América Latina. La historia está compuesta por breves y específicos relatos temáticos, que dan un carácter divulgativo al texto y lo convierten además en entretenida lectura.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento6 ene 2014
ISBN9789585819900
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    Geografías del teatro en América Latina - Marina Lamus Obregón

    periódicas.

    Capítulo I

    Lo indígena desde la Colonia

    hasta el presente

    Acto I: La colisión

    Llega un barco cargado de...

    Cuando los ibéricos desembarcaron en estas tierras, conocidas después con el nombre de América, estaban habitadas por una formidable cantidad de naciones indígenas con diversas lenguas, culturas y ricas tradiciones rituales, en armonía con sus sistemas de pensamiento y maneras de compartir el tiempo y el espacio con dioses ancestrales. Después de la sorpresa y de los subsiguientes hechos violentos para sojuzgar a los nativos, las coronas hispánica y lusitana se empeñaron en borrar cualquier vestigio de los órdenes simbólicos que cohesionaban las identidades de esas naciones; de esta manera podían implantar eficazmente un nuevo sistema religioso y cultural, y un nuevo estatuto social: el del sometimiento. Para conseguir tal empeño se servirían inicialmente de sacerdotes misioneros, quienes después de aprender las lenguas aborígenes estudiaron ideas, creencias y sentimientos de los indígenas. Los conquistadores y luego los colonos desconocieron lo existente y nominaron, calificaron e interpretaron lo tangible e intangible. No importaron los sentimientos de los nativos en relación con su situación o con la pérdida paulatina de muchas de sus tradiciones, largamente elaboradas durante milenios de existencia.

    Los ibéricos trajeron a América imaginarios, creencias y costumbres; entre ellas las religiosas con sus fundamentos simbólicos, prácticas rituales, ceremonias litúrgicas (misas, oficios religiosos) y esquemas paralitúrgicos (procesiones, por ejemplo). Es imposible desdeñar las supersticiones, fantasías o premoniciones propias de los marinos; leyendas mitológicas, fábulas antiguas y toda una serie de noticias y rumores acerca del Oriente, extendidas por los cruzados. Así mismo, trajeron mundos literarios heredados del medioevo, coplas, canciones, romances sobre los hechos históricos acaecidos durante la larga campaña de Reconquista llevada a cabo por los Reyes Católicos, que culminó con la toma de Granada en 1492. Romances donde se exalta a los cristianos por sus actos heroicos y de armas, y también la valentía de sus enemigos, los moros; narraciones sobre aventuras, sobre mundos fantásticos fabulados en los libros de caballería, donde con frecuencia aparecía un caballero salvaje, que bien podía ser herencia de la literatura grecorromana, o eco de las exploraciones portuguesas en el África. Brasil heredó también una rica literatura de viajes, agrupada bajo el rótulo de: ciclo de navegaciones portuguesas (Barca, Nau Catarineta, Fandango). Todo lo anterior formaba parte del equipaje y del acervo de códigos con los cuales militares, artesanos, aventureros y tripulaciones interpretaron a los nativos, con quienes de pronto se toparon. ¿Era la ficción convertida en realidad?

    Entre las modalidades del espectáculo que también desembarcaron, se hallaban dos vertientes del teatro: el religioso y el profano (por llamarlo de alguna manera). De acuerdo con las costumbres, el primero era representado en ciertas épocas del año, en especial en el Corpus Christi, festividad de proporciones espectaculares, que cubría las iglesias y las plazas de ciudades y aldeas. Este teatro estaba íntimamente ligado al rito católico por la forma de la actuación (de manera hierática), los argumentos, la escasa acción dramática, la participación del pueblo, mediante la cual se difuminaba la línea divisoria entre público y actores. Todo lo que el actor decía y gesticulaba pertenecía a códigos convencionales reconocibles. De la segunda corriente –la del teatro profano– se pueden distinguir los espectáculos de juglares y los de carácter cortesano. En la península ibérica, juglares y juglaresas –descendientes de trovadores y segreres medievales– eran palabras polisémicas que designaban a individuos que ejecutaban diferentes artes: los había poetas y músicos, prestidigitadores, contorsionistas, titiriteros y otros más cercanos a los actuales histriones, quienes hacían espectáculos en las calles de villas y ciudades. Su público era variado, desde la gente de las plazas y caminos hasta los nobles de las cortes. Algunos basaban sus funciones en movimientos y contorsiones lascivas y gestos obscenos, como el clero los calificaba, utilizaban disfraces y fingían todo tipo de locuras, reían y lloraban de manera desmesurada y en sus diálogos y piezas abordaban temas amorosos, políticos, o actualizaban los de los romances y cancioneros. Seguramente las tripulaciones iniciales apenas debían de tener una mínima noción sobre la existencia del teatro cortesano, pues éste se realizaba en el recinto palaciego de los nobles como parte de sus diversiones; era un teatro basado en coplas, diálogos, églogas, entremeses, momos, ya de carácter amoroso, ya político. En expediciones posteriores arribarían quienes sí lo conocían y practicaban: virreyes y personas ligadas a su entorno.

    Traían también prácticas teatrales para solemnizar la entrada o salida del rey o de los altos miembros de las cortes, la consagración de un obispo o alguna fecha memorable de la vida peninsular; mascaradas y juegos caballerescos que hundían sus raíces en la Edad Media, y estaban extendidas en España, Portugal (Chegança de mouros) y otros países europeos. En dichos juegos se enfrentaban dos bandos: el cristiano y el sarraceno; estos últimos naturalmente eran derrotados. Por las fechas de la llegada a América, la Reconquista había contribuido a modificar dichos juegos que ya incluían un argumento y una serie de pantomimas de lucha que comenzaban con el desafío, seguían con la batalla y la rendición de los moros ante los cristianos, y terminaban con su conversión a la fe cristiana. De esta forma, los colonos fueron transplantando otras prácticas teatrales y los desarrollos propios del teatro peninsular, los cuales se arraigaron y produjeron, a su vez, interpretaciones originales que involucraban a un público cada vez más amplio, diferente del devoto y el burocrático. Dentro de esa amplia gama de teatro transplantado, se encontraba el teatro áureo de los siglos XVI y XVII, el universitario con géneros propios de los estudiantes, las comedias dirigidas a una amalgama de espectadores, los títeres y una cantidad considerable de formas espectaculares con música, más o menos culta, hasta los populares volatineros, acróbatas y saltimbanquis.

    Por su parte, los monjes de las congregaciones religiosas también trajeron métodos peculiares de transmitir su doctrina y de practicar su religión, como la de echar mano del teatro y de las formas espectaculares. El teatro mezclaba géneros heredados del medioevo (misterios y moralidades) y otros estéticamente evolucionados (autos sacramentales). A medida que los curas arribaban a los centros urbanos, iban introduciendo las grandes y profundas controversias teológicas, las cuales no dejaban de reflejarse en la doctrina, en el ardor de la práctica y en cierto recelo existente entre miembros de distintas comunidades, y entre éstos y el clero secular. Los franciscanos, quienes fueron los primeros monjes en llegar a América, habían sido promotores entusiastas (aunque no los únicos) del teatro religioso durante las festividades españolas, como la del Corpus Christi. La bibliografía consultada resalta la innumerable cantidad de autos sacramentales puestos en escena en los templos, durante dicha celebración, entre los años 1493 y 1510. Los franciscanos, además, tenían una interesante producción de piezas para conmemorar la Navidad y la Pascua, que analistas literarios y teatrales han clasificado bajo los distintivos de ciclos de Navidad y de Pascua. El primero –el de Navidad– constaba de autos de pastores, referidos al tema de la anunciación, con parlamentos y escenas de marcado costumbrismo; autos sobre el nacimiento del niño Jesús, y autos sobre la visita de los Reyes Magos. En el nordeste brasileño se encuentran, igualmente de este mismo ciclo, el pastoril familiar y la Lapinha. Al segundo ciclo –el Pascual– pertenecían los autos de la Pasión de Cristo, que se escenificaban sobre carretas en medio de las procesiones. Algunas de las representaciones del ciclo navideño también se realizaban en recintos cerrados: conventos o salas cortesanas, con escenografías sencillas que correspondían, a su vez, a una escasa acción, dividida por villancicos. Como se podrá ir deduciendo desde ahora, estos géneros comenzarán a arraigarse tempranamente, dado que parlamentos y escenas podían adaptarse fácilmente a las situaciones de la nueva sociedad. Y como también se podrá ir deduciendo, en el choque cultural se perderán distintos ritos y costumbres de los nativos, mientras que otros se amalgamarán.

    Acto II: Teatro para modificar

    órdenes simbólicos

    El teatro en la evangelización americana

    La conquista de América se legitimó con la evangelización, y con ésta se daría inicio a una nueva etapa, apoyada en las congregaciones de regulares y de sacerdotes seculares. Transcurría el siglo XVI. En los principales asentamientos coloniales las comunidades de franciscanos, dominicos, mercedarios y jesuitas transmitían su doctrina y sus valores para modificar las creencias indígenas. El teatro colaboraría a salvar el obstáculo lingüístico inicial y, cuando los monjes aprendieron las lenguas indígenas, lo convertirían en su más refinada herramienta de prédica de la fe y de las virtudes cristianas. Aun cuando esta forma de evangelizar fue privilegiada en casi todo el territorio americano, la documentación más copiosa, investigada y divulgada es la relacionada con franciscanos y jesuitas en las regiones culturales de los dos grandes imperios y civilizaciones precolombinas: Mesoamérica (cuya cabeza era México-Tenochtitlán) y Tahuantinsuyu (región incaica regida por el Cuzco), correspondientes a los actuales México y Centroamérica, y la región desde Ecuador hasta Chile, respectivamente. En Mesoamérica se asentó un número importante de franciscanos y dominicos, y más tarde de jesuitas. En México es donde se encuentran los hitos del teatro misionero; fue allí donde alcanzó su máxima expresión, práctica masiva y, probablemente, la más sólida muestra de sincretismo: formas culturales y rituales indígenas y europeos que convergen en el acto teatral.

    Algunos historiadores, haciendo el ejercicio de pronosticar el pasado, piensan que por esta vía se hubiera podido dar una original forma de teatro americano; pero dicha semilla desapareció tempranamente quizá por el prurito de depuración espiritual y teológica de la Iglesia, concretado en formas represivas y censoras. Las huellas profundas de esa simbiosis todavía están afincadas en amplias regiones de América, muchas de ellas apartadas de los grandes centros del poder político y administrativo. Son expresiones vigorosas, plenas de anacronismos, evidencias del cambio de los tiempos que están arropadas con el empobrecedor rótulo de cultura popular o expresiones folclóricas, entre otras. Así que el siglo XVI vio nacer y desaparecer un teatro fascinante al servicio de una religión: el teatro evangelizador mexicano, el primer teatro híbrido americano.

    En el proceso de producción y recepción del teatro evangelizador se pueden identificar varias estéticas –de acuerdo con la comunidad religiosa y con el pueblo indígena– y se escribe indistintamente en diversos idiomas nativos, en español, portugués y latín¹. No obstante, la intención sí fue la misma: cambiar los sistemas de pensamiento de las heterogéneas naciones indígenas, e implantar una nueva y única cosmovisión. Por esto el teatro, más que una deliberada creación artística, se convirtió en herramienta ideológica y se adaptó a las circunstancias simbólicas y expresivas. Entonces, los espectadores se transformaron también en actores (de manera similar a las prácticas rituales nativas), y la puesta en escena se hizo bajo el propio punto de vista de los receptores-actores. A medida que las necesidades de comunicación se iban allanando y las circunstancias sociales y políticas cambiaban, las religiosas hicieron lo propio; en consecuencia, este teatro fue desplazado tal como lo fue socialmente el indígena.

    El misticismo franciscano

    Los franciscanos fueron los primeros maestros europeos en sentar las bases para establecer una nueva sociedad. Comenzaron hacia 1502 en la Hispaniola², y fueron llamados más tarde por Hernán Cortés en 1521, cuando Tenochtitlán cayó bajo su dominio y Cortés consolidó su poder sobre la región que actualmente ocupa México. Hernán Cortés pensaba que los franciscanos estaban mejor preparados para hacerse cargo de cristianizar y mantener bajo su dominio a los indígenas. Tenían experiencia en esos menesteres por haber evangelizado, no hacía mucho tiempo, a los habitantes de las zonas rurales de Granada (España), reconquistadas a los moros, con una población de cultura y lengua diferentes al resto del país. Así mismo, Cortés creía que los frailes no se convertirían en una amenaza para él, porque sus votos de pobreza y su misticismo le garantizarían no tener competidores que quisieran usurpar el poder, ni inmiscuirse en los asuntos seculares (Versényi, 1996).

    Con este propósito, en la primavera de 1524 llegaron doce frailes franciscanos a Tenochtitlán (actual Ciudad de México), donde comenzarían su labor evangelizadora sirviéndose del teatro y del rico acervo de ritos indígenas para verter los conceptos básicos de la religión cristiana. Los franciscanos veían el teatro como una primera etapa de este proceso; la catequización posterior llevaría a los aborígenes a una comprensión más profunda de la nueva religión, y al abandono del teatro misionero. En consecuencia, al principio recurrieron a pantomimas, cuadros móviles o rocas, areitos y mitotes prehispánicos cristianizados³. Después acondicionaron el auto sacramental a las nuevas circunstancias, lo cual significó establecer una íntima relación entre la religión y la vida cotidiana de los nativos, apoyados en la música, los trajes, los cantos y los bailes indígenas. Al ámbito franciscano pertenecía una literatura sacra compuesta de poemas y autos, con la característica importante de mostrar a un Cristo humanizado. En América adaptaron muchas de esas obras o escribieron otras en lenguas nativas. Y cuando los jóvenes indígenas, sus alumnos, estuvieron suficientemente capacitados en la nueva doctrina, se encargaron ellos mismos de escribirlas, supervisados por los curas; de este modo la eficacia religiosa y colonizadora se tornó más fructífera.

    Los dominicos, a diferencia de los franciscanos, prefirieron las moralidades y los misterios medievales, sin que esto quiera decir que no acudieran a otros géneros artísticos de acuerdo con la ocasión y las circunstancias de los pueblos autóctonos. A través de las moralidades y los misterios los monjes mostraban las vidas de los santos e historias de arrepentimiento, de conversión y de abandono de la vida pagana, adjetivo usado para calificar a quienes no eran cristianos. Los temas eran sacados de la Biblia y de la hagiografía contemporánea. Años más tarde, los jesuitas utilizarían estrategias teatrales similares en zonas rurales, y en los centros urbanos introducirían un nuevo género: la tragicomedia. Los jesuitas también promovieron en sus formas más evolucionadas la representación de moros y cristianos, que los franciscanos habían incorporado en las fiestas. Dichas formas evolucionadas de moros y cristianos se concretaron en cuadros mimodramáticos para los festejos masivos, y en la comedia para públicos más cultos.

    La representación teatral se hacía después de una larga procesión a la iglesia misionera o a la parroquia indígena, de tal modo que la línea divisoria entre el actor y su papel, entre la obra y el espectador se difuminaba hasta convertirse en una misma cosa. Este teatro se apoyó en la tramoya medieval⁴ para mostrar los hechos de manera creíble y conmover a la muchedumbre, acompañado de fuertes olores (azufre, preferiblemente para significar el infierno), pólvora, fuego y estruendos (en especial para simular el fin del mundo), todo manejado a discreción y de acuerdo con los requerimientos de la acción dramática. Los espacios escogidos para la representación eran preferentemente al aire libre, delimitados con frecuencia con arcos de flores y algunos animales, aunque el periodo de florecimiento del teatro misionero coincide con el de las capillas abiertas. Este edificio destinado al culto consistía en una nave central y una serie de arcos laterales con capacidad para albergar a numerosos fieles. La capilla daba a un gran patio (atrio) que seguía el modelo de los templos aztecas. Además de los espacios anteriores, se utilizaron tablados fijos y móviles, inclusive hasta bien entrado el siglo XVIII. Los tablados móviles eran carretas acopladas –generalmente fabricadas por los gremios de artesanos–, en las que se ubicaban los actores para representar diálogos o cuadros de escenas religiosas. La música se ejecutaba con tambores, chirimías, flautas, sonajas, trompetas y acompañamientos corales.

    Según José Juan Arrom, el teatro franciscano se inició en México en 1524 y decayó hacia 1575; y su época de florecimiento se dio entre 1535 y 1575 (Arrom, 1956). La última fecha coincide con los hechos trágicos de Etla, a donde acudió tanta gente que la representación terminó en desastre al desplomarse un tablado (coincide pero, al parecer, la decadencia no fue una consecuencia directa de la tragedia). Algunos actos teatrales recogidos en diversos sitios sirven para ilustrar la práctica de los franciscanos, de preferencia en Tlaxcala, ciudad donde alcanzó su máxima expresión. Así mismo, es posible establecer una cronología con las obras legadas del pasado –escritas o adaptadas por monjes y alumnos– y de títulos cuyos textos no se han conservado, pero de los que se tienen noticia gracias a los cronistas. Entre 1531 y 1535 se escenificaron obras sobre el fin del mundo, la Pascua y la Navidad, exaltaciones de la Virgen y de los santos, y explicaciones de artículos de fe. Entre ellas se encuentra: Auto del juicio final (1533), espectáculo de dimensiones enormes por los recursos de tramoya, presentado en Santiago Tlatelolco (que ahora forma parte de Ciudad de México); su objetivo era combatir la poligamia indígena⁵ y bautizar por aspersión a unos 5.000 individuos. Escrita en náhuatl por fray Andrés de Olmos (1500-1571), según los curas dejó una impresión profunda y duradera entre los indígenas del altiplano (Arróniz, 1979).

    Entre 1536 y 1539, aproximadamente, se representaron: El sacrificio de Isaac, breve auto sacramental cuyo argumento promulgaba la total obediencia a la autoridad de Dios y a la de la Iglesia; un auto sobre la tentación de Cristo por Lucifer; otro sobre La predicación de san Francisco a los pájaros; una obra sobre La conquista de Jerusalén que terminó con el bautizo de la gran masa de asistentes. Dada su importancia, esta última se mencionará más adelante. En 1538, según el fraile Toribio de Paredes (Motolinía), se hicieron en Tlaxcala representaciones de cuatro autos sacramentales traducidos al náhuatl: Natividad de san Juan Bautista, precedido por una misa y seguido con el bautismo de los asistentes; el Auto de la anunciación de Nuestra Señora; La natividad; y la Visitación de santa Isabel, cuya acción teatral mostraba la reconciliación de dos pueblos: el uno vencedor y el otro vencido. Los decorados y los actores eran indígenas, inclusive quien representó al personaje de la VIRGEN. Entre 1540 y 1550, aproximadamente, se escenificó La adoración de los reyes, historia bíblica sobre la adoración de los reyes magos al niño Jesús. La obra contiene nahuatlismos y, como era usual, empleó formas rituales para la puesta en escena. Otras obras fueron: Auto de Adán y Eva, cuya escenificación se pobló de animales y plantas americanas; La tentación del Señor; La predicación de san Francisco; El sacrificio de Abraham. Estas piezas, unidas a las anteriores, conforman un conjunto considerable (Arróniz, 1979). En años posteriores se encuentran los títulos: Las ánimas y las albaceas, El sacrificio de Isaac, y los coloquios: La aparición guadalupana y Tlacahuapahualiztle. A propósito de la devoción a la guadalupana, se tienen noticias de que en el mismo siglo XVI se representó en Bolivia la Comedia de Nuestra Señora de Guadalupe, del religioso Diego de Ocaña, quien buscaba propagar su devoción en el sur del continente. Fue representada en Potosí, la ciudad reina de la Colonia, y en Chuquisaca, ciudad vecina de la anterior, donde se estableció la Audiencia de Charcas, el Arzobispado y la Universidad. Como se puede apreciar, importantes centros urbanos que todavía hoy día tienen a la guadalupana como su virgen patrona.

    Siguiendo la misma fuente documental (Arróniz, 1979), se puede considerar 1539 como un año crítico, pues los monjes de la Nueva España echaron mano del teatro de evangelización en proporciones nunca vistas hasta entonces ni incluso después. Momento de crisis por motivos doctrinales y políticos, posiblemente, entre la orden franciscana y la autoridad colonial. De los siguientes títulos y representaciones quedaron mayores testimonios: La conquista de Rodas, atribuida a uno de los primeros doce franciscanos en arribar a México, el fogoso orador fray Juan de Ribas. Se trataba de un auto adaptado a las necesidades religiosas y de sometimiento al imperio; por tanto, la puesta en escena adquirió ribetes sofisticados en los personajes, el vestuario y en la estructura compleja, y por la utilización de la técnica del teatro dentro del teatro. La acción dramática y los símbolos establecían relaciones directas con la realidad de los indígenas.

    La otra pieza importante de ese mismo año, ya aludida con anterioridad, La conquista de Jerusalén –considerada como la primera obra mexicana–, es un auto coyuntural escrito probablemente por fray Antonio de Ciudad Rodrigo con la participación de sus discípulos. Fray Antonio pretendía mostrar la importancia del sacramento del bautismo, tal como era administrado por los franciscanos. Ambas obras (La conquista de Rodas y La conquista de Jerusalén) guardaban relación con los hechos de la conquista americana, las escenografías mantenían conexiones con la mansión medieval, esto es, que los actores se desplazaban de un apartamiento a otro; la técnica era la de los rituales ancestrales, pues se utilizaba la palabra como instrumento mágico (Versényi, 1998). En las reflexiones de Versényi sobre La conquista de Jerusalén (autor a quien estoy siguiendo en dos de sus estudios) se pregunta si la conversión no era de doble vía: los indios se cristianizaban y los españoles se hacían buenos aztecas, al modificar sus raíces y técnicas teatrales (Versényi, 1996). Por su parte, Beatriz Aracil Varón (Aracil, 1998) sostiene que en dicha obra, al igual que otras dos más, tituladas: El baile de la conquista y La historia de Quetsaltenango, se reafirmaba la obediencia a la Corona española y, además, se intentaba demostrar que esa sumisión y devoción sí existía entre los naturales.

    El teatro misionero mexicano languideció en la segunda mitad del siglo, cuando fue censurado. Las autoridades eclesiásticas lo ahogaron al depurarlo de su profanidad inicial. En efecto, los dominicos recibieron la prohibición de la representación teatral del padre Burgoa, quien al parecer arrojó a la hoguera algunas piezas escritas por alumnos mixtecos. Y los franciscanos, por medio de las ordenanzas de los arzobispos Montúfar y Zumáraga. La primera de dichas ordenanzas –la del arzobispo Alonso de Montúfar–, de 1555, hacía referencia a que las representaciones producían escándalo en algunas personas, razón por la cual se debían suspender, y los clérigos que las permitiesen deberían ser penalizados. Las personas aludidas en la ordenanza eran quienes habían influido en la prohibición, argumentando que la práctica teatral, tal como se estaba realizando, se acercaba más a los ritos indígenas que a los católicos; se trataba de una refundición de elementos cristianos con dionisiacos, lo cual, según su opinión, estaba confundiendo a los indígenas, que gustaban más de lo dionisiaco. Todo esto también estaría sugiriendo, dentro de cualquier historia teatral, que los elementos dionisiacos no sólo remiten a códigos axiológicos sino también a códigos actorales. Entonces, las puestas en escena indígenas introducían sus gestos y movimientos propios, que eran bien distintos a los acostumbrados en las representaciones religiosas ibéricas, que todavía en el siglo XVI arrastraban con la carga medieval de restringir cualquier manifestación emocional. Por esto, los gestos eran hieráticos y simbólicos. Los actores seguían siendo más oficiantes que actores (en el sentido moderno de la palabra), sus cuerpos se convertían en explicaciones iconográficas de la historia sagrada, o reproducían gestos evangélicos con base en la teología.

    Años después, el Tercer Concilio Provincial Mexicano, celebrado en 1585, dispuso la suspensión definitiva de las representaciones teatrales en templos, atrios y cementerios; por su parte, la Inquisición abrió sus expedientes y la censura limitó aún más las libertades. En el mismo sentido se encuentran en el sur del continente disposiciones emanadas del Primer Concilio de Lima (1552), sobre moralidad y corrección del teatro indígena. El Segundo Concilio de la misma ciudad vuelve a insistir en reprimir los excesos de tales representaciones. Sin embargo, el teatro tlaxcalteca siguió manifestándose en regiones lejanas, en donde la censura no podía o no quería llegar: Tamatzutla, Zapotlán, Techalutla, Tzaqualco y otras. La dinámica fue la misma: primero el recurso de la pantomima y luego el teatro dialogado. La provincia de Santiago –al cuidado y tutela de los frailes dominicos– conoció un inesperado auge teatral del cual sólo ha llegado alguna que otra noticia, indicio de lo que podía, así mismo, estar ocurriendo en el resto del continente. De esta manera el teatro de evangelización subsistirá silenciosamente, con menos brillo, desplazado de entre las formas estético-religiosas de los grandes centros de poder, pero igualmente eficaz en sus objetivos. Esto se puede percibir en noticias desgranadas a lo largo del continente hasta el siglo XVIII en las diferentes misiones, ya sea en representaciones navideñas, en la Semana Santa, en fiestas patronales o cuando los misioneros lo consideraban necesario.

    La prohibición del teatro en los pueblos indígenas integraba el conjunto de innumerables limitaciones relacionadas con su nuevo estatus de sometimiento, como lo fue también su exclusión de los gremios de pintores y luego de todos los gremios, en lugares como Ciudad de México, Puebla, Santafé de Bogotá y Lima. Además de la exclusión de los indígenas, los gremios fueron sometidos a un control severo, lo cual trajo consecuencias negativas para el teatro en general, pues eran ellos los encargados de promoverlo en algunas fechas⁶. A pesar de la censura y de que la Iglesia trató de mantener las expresiones indígenas bajo una rígida tutela, y puso los medios a su alcance para ello, muchos pueblos autóctonos a lo largo del continente se aficionaron a ese tipo de representaciones y el teatro misionero evolucionó hacia formas independientes, a medida que se le añadían elementos profanos.

    Al parecer, los pueblos nativos estuvieron ausentes del teatro secular, en general, pues en la bibliografía consultada es bastante escaso este tipo de información, por no decir inexistente, sobre los indígenas como espectadores en corrales o salones. Se encuentran excepciones de sacerdotes mexicanos en el siglo XVIII que promovían un teatro culto entre sus feligreses, como ocurrió con el cura de Dolores (México), Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811), llamado El Afrancesado, sobrenombre que corresponde a la influencia recibida por las ideas de los enciclopedistas (Diderot, Voltaire, Rousseau y Montesquieu); Hidalgo tradujo a Molière y quizá también a Racine para representarlos frente a sus feligreses, en su mayoría indios. O la del clérigo Bartolomé de Alva, traductor al náhuatl de piezas de Lope de Vega. Pero estos datos son la excepción y me llevan a deducir que dicho cambio en el repertorio correspondía más a la cultura académica y a la iniciativa de los curas párrocos en temas literarios profanos. Y una y otra escaseaban.

    Catolicismo espectacular:

    la Compañía de Jesús

    Después de debates y polémicas en la Iglesia, el 27 de septiembre de 1540 el papa Paulo III por medio de la bula Regiminis militantis ecclesiae aprobó la creación de la Compañía de Jesús, que realizaría su misión evangelizadora a través de centenares de centros educativos en Europa, América y Filipinas. Los jesuitas crearon en Europa un teatro de grandes alcances para contraponerlo, por una parte, al teatro humanista protestante surgido en Alemania y, por otra, al teatro secular del siglo XVI que, con el paso del tiempo, se tornaba cada vez más profano por su pretensión de querer representar las pasiones humanas.

    El teatro jesuita europeo se basó en la moralidad medieval, con figuras retóricas abstractas y alegóricas, y con personajes que encarnaban ideas, vicios y virtudes. Los actores eran alumnos aventajados y en la evolución del espectáculo se incluyeron primero coros y después, hacia fines del siglo, bailes para los entreactos. Las representaciones se caracterizaban por su fasto y algunas de las técnicas utilizadas sobrepasaban el concepto de teatro escolar, por mezclar, por ejemplo, actores entre el público para sorprender a los espectadores con la intervención aparente de alguien ajeno a la obra (Frost, 1992). Importantes autores teatrales salieron de las aulas jesuitas: Pierre Corneille (1606-1684) y Jean-Baptiste Poquelin, mejor conocido como Molière (1622-1673), en Francia; Torcuato Tasso (1544-1595) en Italia; Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) y Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) en España, entre otros. Calderón, en especial, recogió en sus autos los elementos más característicos del teatro jesuita: el simbolismo, el sentido religioso y la grandiosidad.

    Durante el siglo XVI y el siguiente, la predicación alcanzó cierta desmesura teatral gracias a la estética barroca; existían modelos para la oratoria y la elocuencia religiosa, verdaderos sistemas para alcanzar eficacia en el estilo y contundencia en los ademanes de quienes predicaban. Al igual que los actores, el cuerpo y la voz de un predicador debían dominar una técnica por medio de la disciplina para lograr el dominio del semblante, del movimiento corporal y de sus miembros; impostar la voz, conocer sus valores tonales y expresivos. Los curas predicaban con objetos en las manos, a los cuales infundían cierto hálito vital por la forma como los manipulaban, o emitían sonidos con campanas, con cadenas, se golpeaban el pecho; en fin, el orador sagrado tenía pleno dominio de su cuerpo y de los objetos, y tenía libertad de utilizar cualquier recurso que moviera la sensibilidad de sus oyentes, como ocurrió con fray Luis Caldera o con el padre Testera en México, quienes iban de pueblo en pueblo con grandes cuadros donde figuraban los sacramentos, el cielo, el infierno y el purgatorio. Pero lo más curioso no era esto, por lo demás bastante usual, sino que para explicar el infierno, fray Luis utilizó medios más contundentes, como hacer una especie de horno donde echó perros y gatos entre otros animales y después les prendió fuego, lo cual llenó de horror a los nativos, en cuya visión del mundo primaba, y todavía se mantiene, el equilibrio entre el mundo animal y el vegetal.

    Los jesuitas también explotaron este recurso al máximo. Para las prédicas se hacían a entornos artísticos barrocos, se paraban por ejemplo frente a lienzos pintados con motivos pertinentes al sermón o que representaran la vida en el más allá, y se acompañaban de elementos simbólicos: crucifijos, calaveras, sogas, etcétera. Esos mismos lienzos se sacaban a las procesiones o se ponían en las esquinas de las plazas. Y para atraer a los niños seguían el ejemplo de Francisco Javier (cofundador de la Compañía) en la India, quien recorría las calles con un crucifijo mientras tocaba una campanilla. La curiosidad hacía acudir a los niños, quienes eran catequizados después de juntar un grupo numeroso.

    Teatro y predicación, como vemos, formaban parte del bagaje con que la Compañía arribó a América. La evangelización jesuita en el continente comenzó en Brasil (1549), siguió en Perú (1568) y Bolivia (1572), y continuó en México (1572), Argentina (1585), Ecuador (1586), Colombia (1589). En el Nuevo Reino de Granada (Colombia y Venezuela) establecieron sus misiones en los Llanos Orientales y el Casanare en el siglo XVII. De esta forma, desde Canadá hasta la Patagonia, en catorce de las repúblicas actuales, abrieron centros educativos y misionales. Los jesuitas llegaron durante la época denominada como la segunda conquista (1550-1590 aproximadamente) a una América donde el sometimiento por las armas estaba bastante lejano, y cuando las relaciones de la metrópoli con los territorios ocupados ya habían cambiado, pues se ejercía un mayor control sobre la economía y la política, esto es, se practicaban nuevas formas ideológicas de ejercer el poder, la religión y la cultura. Aunque los jesuitas no fueron los únicos artífices de los cambios, sí adquirieron protagonismo en los centros administrativos coloniales y desplazaron a otras comunidades religiosas, que se vieron precisadas a ejercer el apostolado en los rincones más apartados de los territorios. Y es desde entonces, y hasta ahora, que la Iglesia ha estado presente en todas las regiones, por más apartadas que se encuentren, y es ella y no el Estado (en muchos países) la que hace presencia real y ejerce el poder moral de las naciones.

    El virreinato de México disfrutaba de paz, bienestar sociopolítico y religioso, terreno apto para hacer prosperar los estudios y para implantar las expresiones artísticas y arquitectónicas del barroco (mezcla de misticismo y majestuosidad), pues el barroco también arribó con la Compañía al Nuevo Mundo. México pasaba por una de las etapas más brillantes de su historia colonial, pues confluían allí una cantidad importante de poetas, como el más antiguo actor y escritor teatral de la Nueva España, Juan Bautista Corvera –nacido en Toledo hacia 1561–, quien compuso y representó una comedia pastoril llamada por algunos Coloquio, una Comedia alegórica y otro Coloquio para el Corpus Christi. También se le atribuyen a Corvera chanzonetas y motetes. Estaban además Fernán González de Eslava (Sevilla 1534-México 1601), autor de los Coloquios espirituales y sacramentales; el presbítero Juan Pérez Ramírez (México 1545-¿?), para algunos estudiosos el primer autor de comedias nacido en México, que estrenó en 1574 el Desposorio espiritual entre el pastor Pedro y la Iglesia mexicana, comedia concebida para la consagración episcopal de don Pedro Moya de Contreras. Además se celebró con gran intensidad un festival literario en 1578, sólo comparable con uno anterior, el de Tlaxcala de 1539. En el teatro profano los repertorios se renovaron y las representaciones fueron penetradas cada vez más por elementos seculares; se conformaron igualmente compañías dramáticas y se empezó la construcción de la infraestructura teatral.

    Corría el tiempo de la Contrarreforma en el mundo europeo y fue justamente a través de las misiones como ese ideal se introdujo en las colonias americanas de manera sistemática, planeada y continua por parte de los jesuitas, más que por otra comunidad. La Compañía quería expandir la fe e inaugurar el sueño de los falansterios. Y así como en la India, el Japón y otros países orientales había utilizado el teatro occidental adaptado a cada cultura y a las respectivas tradiciones del espectáculo, la Compañía de Jesús procedió de igual manera en América. Los jesuitas poseían la estructura de un ejército, con un mando único, en el que reconocían la persona de Jesucristo; guías metodológicas de enseñanza que cobijaban la formación ideológica para una vida activa, instrucciones para entrar en contacto con los pueblos nativos teniendo presente las diferencias en costumbres y rituales. Lo anterior permite deducir cierta unidad en su evangelización, en los recursos utilizados y en el teatro como parte integrante de ellos. En Paraguay, por ejemplo, extendieron su misión más allá de la función evangelizadora; tuvieron bajo su dominio alrededor de 150.000 nativos a quienes, sin apartarlos de la mayoría de sus costumbres, fueron adaptando a un sistema político, social, artístico y religioso: la sociedad teocrática. La impresión del teatro fue tan profunda entre los indios guaraníes, que diez años después de la expulsión de los jesuitas de suelo americano, un misionero escribió que todavía los indios representaban obras escritas por los jesuitas en guaraní (Pla, 1965). La expulsión de la Compañía en 1767 no sólo afectó la vida de las reducciones, sino también la de los centros urbanos del Paraguay.

    El teatro jesuita comenzó en 1569 poco después de su llegada a América, cuando el teatro franciscano ya se había eclipsado. Los fines de este teatro se amplían y diversifican por el tipo de espectador al cual se dirige, que incide en los géneros y en los lugares de representación, en el tipo de actor y en el fasto del espectáculo. Tuvo tres vertientes: el teatro de evangelización, creado para las misiones, tarea extendida en el tiempo hasta su expulsión en la segunda mitad del siglo XVIII; el teatro escolar, de corte pedagógico, enmarcado dentro de los parámetros de la misión educativa; y el teatro como espectáculo público, destinado a reducir el elemento profano en los regocijos y fiestas populares.

    Teatro de evangelización

    Según las noticias, el teatro evangelizador jesuita estaba compuesto de cuadros (o escenas independientes) sin una estructura dramática, muchos de ellos jocosos, improvisaciones yuxtapuestas sin mayor preocupación por los enlaces causales y casi siempre con un remate didáctico. Y, a diferencia de los misioneros franciscanos en Tlaxcala, los jesuitas redactaban piezas pequeñas, sencillas, para que los indígenas pudieran comprender sin dificultad. Pero este teatro fue tan interesante como el franciscano por su originalidad, por la mezcla de elementos cristianos e indígenas para realzar el espectáculo, por su orden simbólico, vestuario, música, danza y pintura.

    De México sobreviven varias obras en latín y castellano escritas y editadas por jesuitas, con importantes prólogos de carácter filológico y latino. Entre ellas se encuentran las de los padres Pedro de Morales (España 1538-México 1614), Bernardino de Llanos (Ocaña 1560-México 1639) y Juan Cigorondo (Cádiz 1560-Zacatecas 1611). En Colombia y Venezuela se sabe, hasta el momento, de adaptaciones de la música nativa y de piezas de teatro, como una presentada en la población de Fontibón, cercana a Santafé de Bogotá, en 1615. Su representación ocurrió en tres esquinas de la plaza, durante una procesión en honor de santa Lucía. En dichas esquinas se levantaron posadas y en cada una de ellas se escenificaron cuadros dramáticos. Estas representaciones formaban parte de una campaña para erradicar entre los muiscas tres costumbres, consideradas perniciosas por los religiosos: la embriaguez, la lujuria y la idolatría (González, 1997). En Perú se sabe de adaptaciones de bailes simbólicos, música y piezas teatrales⁷. En Brasil manipularon la mitología y personificaron como demonios a los dioses terrenales ancestrales: Guaixará, Aimeberê, Saravaia, Tataurana, para contraponerlos a ángeles, almas protectoras y al arcángel Gabriel. En otras oportunidades y en varios sitios, insertaron escenas de san Miguel peleando con el dragón, o enfrentamientos de cristianos contra moros, y así sucesivamente fueron acondicionando las representaciones a las circunstancias locales.

    Los espectáculos se realizaban con motivo de las grandes fiestas de culto: Semana Santa, Corpus Christi, Navidad, reyes, el santo patrono. Las piezas mezclaban el castellano con los idiomas locales de las misiones (aymará, tupí, guaraní, náhuatl, etcétera). La actuación estaba a cargo de los indígenas y los receptores eran los mismos aborígenes. Su representación se hacía al aire libre (en los claros de los bosques) y en recintos cerrados dentro de las misiones. En Paraguay, la información más antigua existente es de una representación, en 1596, compuesta por el jesuita Alonso de Barzana (Andalucía 1528-Cuzco 1598), experto en lenguas indígenas. En Brasil la figura más significativa fue la del padre José de Anchieta (Tenerife 1534-Brasil 1597), taumaturgo nacido en las islas Canarias, misionero en el sur, en la región que hoy corresponde al puerto de Santos, cuyas obras Festa de São Lourenço (1578), Festa do Natal y Pregação universal están escritas en castellano, tupí-guaraní y portugués, y fueron representadas por indígenas⁸. Esta dramaturgia tiene afinidades con la de Hernán González de Eslava, en México. El padre español Alonso de Neira permaneció dieciocho años en los llanos de Casanare (Colombia y Venezuela) y su conocimiento de las lenguas indígenas (achagua y sáliva) no sólo le permitió predicar y escribir catecismos en esos idiomas, sino también escribir algunas piezas teatrales⁹. Otro jesuita que escribió teatro fue el lingüista José de Acosta, quien desarrolló su labor en Colombia, entre otros lugares, y tomó parte activa en el Concilio Limense (Perú) en 1567. Escribió la Tragoedia de lephte filiam trucidante (González, 1997), de la cual hicieron adaptaciones otros sacerdotes.

    Un dato curioso e ilustrativo del teatro jesuita proviene de Argentina. Además del interés por las danzas, durante una representación cuyo asunto era la invasión de los mamelucos, la comunidad de la reducción de San Javier sacó un muñeco gigante llamado Policronio, vestido con un atuendo de colores (Morales, 1944). Decía que este dato es interesante porque existe un denominador común en la bibliografía en torno a la utilización de muñecos grandes –entre ellos la Tarasca– en las procesiones y en otras expresiones litúrgicas. La Tarasca era una personificación del Demonio con forma de serpiente, hecha de cartón y papel, con vientre ancho, larga cola, pies cortos y boca grande y abierta (González, 1997). Por tanto, se podría deducir que el empleo de policronios o de cualquier otra clase de muñecos gigantes fue un recurso espectacular utilizado en otras partes del continente por las comunidades religiosas, los actores profesionales y por los gremios¹⁰. En la Nueva España (México) existen pruebas documentales de danzas de gigantes en las fiestas callejeras.

    Al parecer, el teatro misionero jesuita fue un teatro ideológico exitoso. Aunque se tiene poca información sobre posibles fracasos en la práctica del teatro evangelizador, esto ocurrió en el territorio ocupado actualmente por Uruguay, donde fallaron todos los intentos masivos. Sólo se conocen algunas representaciones de los indígenas en el siglo XVIII –antes de la expulsión de los jesuitas– con motivo del natalicio de Carlos III, cuando se presentaron danzas, juegos, entremeses (Rela, 1969).

    Teatro escolar

    Se produjo en los colegios, seminarios y universidades de los jesuitas, aunque no exclusivamente, pues los dominicos también tuvieron un importante teatro dentro de su pedagogía. Se dirigía al público estudiantil y al letrado, al económica y políticamente más influyente de la Colonia, y no al grueso de la población indígena ya cristianizada. Por tanto, era un teatro con fines didácticos compuesto por piezas breves y coloquios conocidos como Decurias, y destinado a la enseñanza de la poesía, la retórica, las humanidades y el latín. Seguía los lineamientos del teatro culto italiano del Renacimiento, representado en Europa ante los padres y parientes de los alumnos, ciudadanos notables, poetas, el clero, miembros de las cortes y señores de refinada cultura (Quiñónez, 1992). Así mismo, en América se presentó en recintos cerrados pues no sólo debía contribuir a la formación intelectual sino también al cultivo de virtudes como el aplomo, la elegancia, las buenas maneras y la dicción apropiada (Arróniz, 1979) de los futuros miembros de la Compañía y de los alumnos, quienes después llegarían a las más altas esferas de la administración real. Los jesuitas introdujeron las mascaradas y los juegos de escarnio estudiantiles, que eran desfiles realizados en las antiguas universidades europeas. En las mascaradas los alumnos se cubrían el rostro con máscaras y aprovechaban el anonimato para ridiculizar costumbres, doctrinas y personas notables; en tanto que en los juegos de escarnio se ridiculizaba a uno o varios estudiantes.

    Por lo general, la Compañía solía hacer funciones al comenzar y finalizar los cursos académicos, cada vez que uno de los miembros de la orden era beatificado o canonizado, en las festividades de los santos patronos y titulares de la congregación, a la llegada de los provinciales, en festividades propias o comunes con el clero secular, y en el tradicional Corpus Christi. Los textos de las obras quedaron inéditos en manuscrito en los colegios, muchos de los cuales eran coloquios sobre la vida de los santos, preferentemente de la misma orden.

    La primera representación de los jesuitas en el Perú se produjo en 1569, al año siguiente de su arribo a Lima, y a partir de esta fecha se tiene información de innumerables funciones en diferentes ocasiones. En 1581, por ejemplo, con motivo de la llegada del virrey don Martín Enríquez de Almanza (Castilla ¿?-Lima 1583), trasladado del virreinato de la Nueva España, los alumnos representaron un coloquio sobre un tema bíblico y los de la Universidad de San Marcos hicieron lo mismo, pero en latín. En la Nueva España (México) mientras construían el primer colegio los jesuitas se dedicaron a catequizar y a organizar un gran espectáculo público. A los dos años estaba erigido el Colegio San Pedro y San Pablo con un gran salón destinado al teatro. Dos años más tarde tenían otras instituciones más: para los indígenas, el colegio-seminario San Gregorio (Ciudad de México) y el San Martín (Tepotzotlán), y dos colegios para peninsulares y criollos, el San Bernardo y el San Miguel. El 29 de junio de 1575, fiesta de san Pedro y san Pablo, patronos del recién fundado colegio en México, presentaron su primera obra teatral, una tragicomedia con gran aparato escénico, basada en una complicada trama sobre herejes que injuriaban a la Iglesia romana. La acción ocurría en una devastada África, más literaria que real, y finalizaba con el triunfo de la Iglesia y de los emperadores Diocleciano y Constantino. Se tiene noticia de la representación de otra tragicomedia, El triunfo de los santos (1578), pieza atribuida al padre Pedro de Morales –cuya autoría está todavía en discusión–, que utilizaba una tramoya compleja, y cuya preparación tomó un año.

    Otras obras escritas y representadas en México, de las cuales se tiene información, son dos diálogos, el primero concebido para la visita del padre Antonio de Mendoza y el segundo para la visita de los inquisidores, ambos representados en el Colegio de San Ildefonso, escritos por el padre Bernardino de Llanos, y la Égloga pastoril al nacimiento del niño Jesús, del padre Juan de Cigorondo. De Paraguay se tienen noticias de comedias y entremeses con títulos como El doctor Borrego, El colegial, Los borrachos y El barbero. El teatro escolar jesuita cumplió en Brasil un papel sin parangón con otras regiones americanas. Allí se mantuvo la comunidad al frente de la educación hasta su expulsión en 1759, con colegios en los principales centros urbanos, y aunque el propósito inicial fue el de formar misioneros, acabaron educando a la elite del Brasil colonial. La comunidad llegó tardíamente a La Habana, sólo hasta 1727, cuando fundaron su primer colegio.

    Espectáculos públicos

    Los jesuitas incorporaron la tragicomedia en los actos públicos y las fiestas comunitarias, ceñida a los imperativos de las tres unidades clásicas (lugar, tiempo y espacio), generalmente dividida en cinco actos, y dieron a cada escena el tono correspondiente por medio de la versificación. Este género era considerado novedoso en Italia por su estructura literaria, donde se la oponía al teatro sin texto o con diálogos espontáneos recogidos del habla callejera (comedia del arte). Sin embargo, este drama de formas cultas incurría con mucha frecuencia en conexiones con la vida cotidiana de la Colonia, tal como lo habían hecho antes los franciscanos, tal vez porque se dirigía a un público más amplio y su objetivo seguía siendo catequético. Se representaba al aire libre sobre tablados. Los cementerios también fueron lugares utilizados de manera excepcional para estas representaciones. Existe información de la Capitanía General de Chile (entre 1638 y 1652) de numerosas presentaciones en el Cementerio de la Merced de Santiago (Rodríguez, 1998); en el Perú se representó el auto sacramental el Anticristo, que causó honda impresión porque en el aparato escénico figuraba la resurrección de los muertos, y muchos cadáveres fueron extraídos de sus tumbas durante la función.

    La escritora Cecilia Frost piensa que los jesuitas pidieron algunas reliquias para ser veneradas en las distintas casas de la Compañía, con el propósito de afianzar su posición en la Nueva España. El papa Gregorio XIII envió a México numerosas reliquias entre 1575 y 1577, para cuyo traslado se organizaron las más grandiosas fiestas del periodo colonial, con una duración de cinco jornadas. Durante las representaciones teatrales se intercalaron danzas, coros, personajes y parlamentos indígenas (Frost, 1992). La costumbre de celebrar fiestas con motivo del recibimiento de estos relicarios también se dio en otras partes del territorio americano, en las sedes de las misiones jesuíticas, con mayor o menor fasto, pero en todas partes fue un hecho sumamente importante que dio lugar a procesiones, danzas, cantos y representaciones teatrales alusivas a los santos cuyas reliquias se acogían. En Fontibón (Colombia) se representó, por ejemplo, el Coloquio sobre la vida de san Victorino, precisamente por la llegada de su reliquia al país.

    A pesar de los pocos datos aquí consignados, se puede deducir que existió en todo el territorio lusobrasileño e hispanoamericano un vigoroso teatro evangelizador, y que debido a la estructura organizativa y a la manera como operaba la Compañía de Jesús, su teatro debió tener más fuerza que el de las demás congregaciones. Muchas de las transformaciones que se dieron durante la Colonia se atribuyen a estos procesos de transculturación, generados no sólo por el colonizador militar y civil sino también el religioso; en especial, al desplazamiento de los franciscanos por los jesuitas en los puestos de liderazgo, pues los jesuitas se convirtieron en voceros de las aspiraciones de criollos y de mestizos, quienes empezaron a tener conciencia de una identidad diferente de la peninsular (Tavira, 1994). Precisamente la expulsión de la orden en 1767 ordenada por Carlos III se debió, entre otras razones, a que propiciaba la gestación de un pensamiento autonomista, enseñaba que la autoridad real no tenía un origen divino, además de que cultivaba sentimientos nacionalistas. El influjo de los jesuitas fue notorio durante el siglo XVIII en el discurso de los intelectuales, pues ellos innovaron la educación al incluir el estudio de la lengua y la cultura grecolatina, y al propugnar la defensa de las culturas indígenas.

    Acto III: Las profundas huellas

    Mestizajes religiosos y festivos

    Al parecer, al comienzo del proceso de aculturación los nativos trataron de ocultar a los extranjeros los cantos sagrados y algunas de sus ceremonias. A pesar de este celo, con el paso del tiempo algunas de ellas irremediablemente se perdieron, mientras otras, junto con exteriorizaciones lúdicas y culturales, produjeron o pasaron a engrosar múltiples expresiones teatrales en una amplia gama de sincretismos, nuevas expresiones con rasgos singulares que, en estricto sentido, no eran ni indígenas ni ibéricas. Éstas se han calificado tradicionalmente como teatro popular o muestra folclórica, más por motivos sociológicos que artísticos. En los últimos tiempos se ha generalizado el rótulo de formas parateatrales, pero en algunos países también se identifican como baile-drama, danza-teatro y otros más modernos de la terminología de las artes escénicas. La región es inmensamente fecunda en dichas manifestaciones, que escapan a cualquier definición monolítica o unitaria. Aquí se considerarán aquellas que todavía conservan textos verbales.

    Se aprecian dos corrientes derivadas de esa fusión de las culturas autóctonas con la europea. Una de teatro religioso y otra más laicizada, cuyo elemento litúrgico ha cedido a favor de sustancias paganas propias del grupo étnico que conserva la tradición. Ambas vertientes, ricas en anacronismos, tienen la virtud de aproximar hechos y personajes a la sensibilidad contemporánea. Entre las primeras se encuentra la representación de la Pasión, que conserva todavía la estética barroca, donde los diálogos son los atribuidos históricamente a Jesús a partir de los misterios medievales, pero su tono y espíritu es indígena. Esta Pasión es distinta de la que se dio en los grandes centros urbanos, cuando ha resurgido una y otra vez el teatro religioso¹¹, porque aun cuando el tema y los parlamentos guarden profundas conexiones, los dramaturgos, los actores y el público no son los mismos, pues su puesta en escena se lleva a cabo en las urbes con un equipo de artistas profesionales. Por el contrario, en la representación de la Pasión de la cual me ocupo, el vestuario y los elementos de utilería están al cuidado de las familias que mantienen viva la tradición y los actores pertenecen usualmente a dichos núcleos familiares. El público es indígena o mestizo, de zonas rurales o pequeños poblados.

    Otro género religioso que hunde sus raíces en el medioevo español (en el ciclo de la Navidad) es la pastorela –pieza sencilla de tipo bucólico– con los temas del nacimiento del niño Jesús y la devoción a la Virgen María. Los máximos exponentes tanto de la Pasión como de la pastorela se encuentran en México y Centroamérica: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. La pastorela es un género catequético de reafirmación doctrinaria, de carácter tragicómico, representada todavía hoy en las festividades navideñas. El sacerdote hondureño José Trinidad Reyes (1797-1855), animador de las representaciones teatrales desde 1828 hasta el momento de su muerte, se destacó como escritor de pastorelas, de las cuales compuso nueve de tipo bucólico, ambientadas aparentemente en Israel. Los pastores y pastoras del padre Reyes hablan como los campesinos, característica propia del género en otras regiones de América Latina. Son obras sencillas, expresivas, mestizas, que toman elementos de otras estructuras teatrales como el entremés y los juguetes escénicos. Según Francisco Salvador,

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