En 1930, los grandes entierros eran los de los toreros, las cantantes y los políticos, asesinados estos últimos con cierta frecuencia. Era un tiempo en el que los medios de masas aún estaban lejos de virtualizar comportamientos como el luto, así que la presencialidad era un grado en una época en la que se fabricaban sobres con ribete negro para dar el pésame en cuartillas igualmente perfiladas en negro. En la historia de los funerales españoles está, contra todo pronóstico, el de Julio Romero de Torres en Córdoba, donde era “el pintor” sin más, sin otro calificativo, como si no hubiese otro. Hoy, a ocho años del centenario de su muerte, lo sigue siendo.
El 10 de mayo de aquel año fallecía, víctima de una enfermedad hepática. La ciudad se paralizó, se cerraron cafés y negocios y el luto lo cubrió todo. El cuerpo quedó expuesto en el salón del Museo Provincial de Bellas Artes, que era su casa incluso físicamente, ya que la vivienda que ocupaba la familia –hoy otro museo– está pegada a este edificio que dirigió su padre y luego su hermano. Una ciudad rendida a su vecino más ilustre se postraba ante el cadáver del aún joven artista, alto, guapo, encapado y siempre con sombrero cordobés. En la cima del drama barroco que inundaba todo, el alcalde, Rafael Jiménez Ruiz, le besó la frente. Los otros poderes, desde la Diputación hasta el obispado, enviaron coronas,