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Julia: Ensayos literarios
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Libro electrónico231 páginas3 horas

Julia: Ensayos literarios

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Amadeo Vives Roig nació en Collbató (Barcelona), el 18 de noviembre de 1871, y falleció en Madrid, el 2 de diciembre de 1932. Prolífico compositor de canciones, óperas, operetas y zarzuelas; destaca hasta nuestros días por estas últimas, contándose entre sus obras algunas tan fundamentales como Maruxa, Bohemios o Doña Francisquita, obra cumbre del género. A partir de 1900 se traslada a Madrid, ciudad que alternará con su Barcelona natal, cosechando en ambas sus mayores éxitos teatrales.

Paralela a su actividad musical, desarrolla una intensa labor literaria en el ámbito periodístico, como articulista y columnista, colaborando en medios de tanta difusión como La Tribuna. Fue, además, conferenciante habitual en los más diversos foros. Tras la publicación de Sofía, en 1923, prepara una suerte de segunda parte, que es esta Julia que ahora tenemos entre manos y que, sin embargo, no vería la luz hasta 1971.

En Julia encontramos menos ironía y una mayor ocupación y preocupación por los hechos contemporáneos al autor. No obstante, resulta sorprendente cómo no pocos pasajes, firmados hace más de 100 años, tienen hoy día tal vigencia, que las opiniones expresadas en ellos nos resultarán de inquietante actualidad.
IdiomaEspañol
EditorialOriol
Fecha de lanzamiento13 may 2022
ISBN9791221333473
Julia: Ensayos literarios

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    Julia - Amadeo Vives

    Musicalia

    I. Comentarios a un libro

    El señor don José M. Borrás, ha traducido al español un libro interesante: La historia de la música moderna , del distinguido crítico y novelista francés Camilo Mauclair.

    Ningún concepto nuevo hemos encontrado en él; pero aunque contiene algunos errores, no faltan noticias de interés y un gran número de frases felices.

    También están en él resumidas con mucha habilidad, y con aquel singular espíritu de orden de los escritores de Francia, las principales teorías estéticas modernas, la biografía de los principales artistas y la significación de sus obras. Así como su valor, relativo o absoluto.

    El señor Borrás nos dice en el prólogo estas palabras: «Camilo Mauclair está justamente reputado, entre los contemporáneos, como el primer crítico francés de arte». Nosotros no nos permitiremos dudar de tal afirmación, ni menos discutirla, aunque la vaguedad del concepto nos abruma un poco.

    Crítico de arte, sí, pero, ¿de qué arte? —nos preguntamos—. ¿De todas las artes?

    Terrible tarea la del señor Mauclair. Si un artista de genio necesita toda una vida para entender una sola de las artes, cualquiera que sea, hay que convenir en que el señor Mauclair, que las conoce todas, realiza una obra casi sobrenatural, ya que nosotros no tenemos derecho a sospechar que el señor Mauclair hable de tales materias con ligereza excesiva, o con escaso fundamento.

    ¿Es que hay un arte general, una especie de piedra filosofal del arte, una cosa que no es música, ni pintura, ni poesía y que, sin embargo, por una especie de aleaciones químicas, o por arte de brujería o de magia, es todas estas cosas? Siendo así, nada tenemos que decir, puesto que no estamos iniciados en tal arte.

    No parece tampoco el señor Mauclair un constructor de teorías estéticas; no hemos encontrado en el libro ninguna pretensión de inventar teorías nuevas, ni siquiera una crítica seria de las ya conocidas. Se habla allí con cierta ironía de algunas frases y fórmulas exteriores de técnica musical o teatral, pero nada más. No se ven, en el autor del libro, pretensiones filosóficas y ni aún el mismo señor Borrás parece considerarle como filósofo ni como estético. El señor Borrás nos habla de la amistad de Mauclair con Rodin, Carriére, Mallarmé, Chausson y otros, e inmediatamente, en nuestro interior, se nos impone la imagen de un distinguido aficionado, probablemente de desahogada posición económica y social, amante del arte de un modo indeterminado, amigo de todos los artistas, discutidor amable de todas las teorías, quizá coleccionador de objetos antiguos y de recuerdos autógrafos, libros; guardador de mil secretos e intimidades de grandes hombres; concurrente asiduo a todas las exposiciones y conciertos; perseguidor de todos los libros nuevos y, con ironía en cada dedo de la mano, pronta a dispararse contra los que no han tenido la fortuna de averiguar tantos secretos, ni de descubrir tantos misterios en hombres, cosas y libros. Y en esta imagen, nos parece reconocer el alma y hasta el cuerpo del señor Mauclair.

    Yo profeso verdadero cariño a esta clase de personas, que son como el resplandor del arte, y a los que considero como la parte más noble, como a la verdadera élite de los sportman, los cuales descubren el Mediterráneo tres veces al día. El señor Mauclair es, además, un distinguido escritor.

    Hace un admirable y claro resumen de la vida y de la obra de Wagner, Brahms, César Frank y otros muchos, y tiene en muchas ocasiones frases felices. Llama con fina intuición al teatro de Wagner comunión de muchedumbres, y dice de él que fue siempre un poeta exaltado, ebrio de pasión y, además, un organizador que sabía lo que valen las realidades prácticas. Insinúa que las ideas filosóficas de Wagner podrán perecer, pero afirma con gran sentido que la parte inmortal de su obra es la música. El instrumento que él forjó —añade— es todavía más bello que su fin. En otra parte afirma que se ha producido una reacción contra el sistema de Wagner; se ha vuelto a la música pura. «Todas las reservas son ilícitas —afirma—, mas el sinfonismo permanecerá inatacable por encima del constructor de sistemas».

    Hablando de Schumann dice que poseía un alma de las más puras de cuantas se han confesado en la sonoridad.

    Es feliz la observación de que los dos grandes falsificadores de la música europea fueron dos germanos afrancesados, dos artistas que renegaron artísticamente de su patria: Meyerbeer y Offenbach. Sorprende asimismo agradablemente, en un hombre profundamente adicto a la concepción dramática wagneriana, como Mauclair, el reconocimiento del genio de Verdi y de su sinceridad, fundándolo precisamente en haber sido siempre fiel a Italia y, por tanto, en su profundo italianismo artístico.

    A Chopin le llama un expresivo de la sensualidad, un poeta de las caricias y, en general, juzga con bastante acierto a Berlioz, a Listz y a los rusos; pero unas veces exagerando el valor de unos y otros y disminuyendo el de otros; su lenguaje es siempre de un diletantismo finamente pedantesco, de un escritor que toma la música como algo voluptuoso, pintoresco y sentimental.

    Sus cuadros de compositores austrohúngaros, bohemios y rusos resultan bastante completos y, desde luego, en el libro no se encuentra ningún género de pesadez y, como obra de vulgarización, es muy interesante.

    En cambio, sus juicios sobre Italia son de extraordinaria vulgaridad e incomprensión, y huelen que apestan a opiniones de segunda mano; pero lo que es ya verdaderamente intolerable es lo que dice comentando la música española. El señor Borrás, traductor del libro, escribe en el prólogo, con inconsciencia inverosímil, estas palabras: «Las dos páginas escasas que el autor dedica a España deben avergonzarnos».

    Por mi parte, yo aseguro al señor Borrás que, si siento vergüenza, no es por España, sino por el señor Mauclair, que ha escrito las dos referidas páginas.

    En efecto, es muy difícil hacer en tan poco espacio un alarde mayor de ignorancia. Cita al principio los nombres de Eslava, Saldoni, Arrieta, Barbieri, Oudrid, Rogel, Caballero y Bretón, pero se ve a la legua que no ha leído ni oído jamás una sola nota de dichos maestros, a los que llama autores de zarzuela. Nada sabe de ellos, ni de su significación, ni la diferencia de valores que representan. Yo supongo que todo el interés del señor Mauclair, para enterarse de la música española, habrá consistido en pedir cuatro informes a algunos almacenes de música, para que no faltara en el libro el nombre de España, dándole así una apariencia de cosa definitiva y completa.

    Nada sabe de esta maravilla de poesía y sentimiento que se llama El barberillo de Lavapiés; nada de La Dolores y de La verbena de la Paloma; Chapí, de tan rica naturaleza musical, para el escritor francés no existe, puesto que no lo nombra; tampoco existen Óscar Esplá, compositor de poderoso aliento, ni Conrado del Campo, artista singular, lleno de expresiva fuerza y hombre de inmensa fecundidad; no existe tampoco Manrique de Lara, ni Olmeda, ni Guridi, ni el padre Antonio de San Sebastián. Tampoco se ha enterado nuestro culto historiador de la música de José A. Clavé, árbol corpulento de hojas eternamente verdes; ni del admirable compositor y virtuoso Juan Manén; ni de Antonio Nicolau, cuyas obras corales no tienen par ni semejanza en el mundo moderno; ni de Enrique Morera, con su fuerte temperamento; ni de Luis Millet, tan lleno de fervorosa efusión, creador y fundador del Orfeón más perfecto de Europa, según opinión de Strauss y de Vincent d’Indy; ni de los discípulos de estos maestros y de otros muchos artistas notables entre los cuales se nos olvidaba consignar al ilustre Bartolomé Pérez Casas.

    De Felipe Pedrell, figura principalísima del arte español, habla con inverosímil ligereza, llamándole compositor de óperas y coros; a Granados, le nombra de pasada y, por fin, cita sin comentario alguno, a Falla, Turina, Ribot y Viñes, al guitarrista Llobet, y a Pablo Casals, a los que califica muy justamente de geniales. Los grandes artistas Vidiella, Malats, Tárrega y Sarasate no han existido.

    Solamente a Albéniz dedica unas líneas elogiosas, pero presentándole como creador de una gran riqueza orquestal. Seguramente, ni a ninguno de nosotros, ni al propio Albéniz se le hubiera ocurrido nunca que su mérito pudiera consistir en su modo de trabajar la orquesta.

    En cambio, el señor Mauclair nos enjareta a un señor R. de Castera, de cuya existencia no creo tenga noticias ni un solo español. Yo he pedido informes de dicho compositor y me han sido facilitados los siguientes: René de Castera, nacido en las Landas; discípulo de d’Indy, director de la Edition Mutuelle; francés de nacimiento, músico mediocre, pero excelente persona, fino, atento. Ha escrito música de cámara, una sonata y una composición para piano, titulada Le pauvre petit chat est mort.

    El señor Mauclair dice muchas veces en el libro palabras como estas: «No se sabe en París. Lo otro no se conoce en París. Tal cosa no ha llegado a París». Pues bien, nosotros deseamos que se nos conozca en París porque, con el género de atención que el señor Mauclair nos presta, no nos será posible nunca llegar a París.

    Nosotros amamos mucho a Francia, pero sería conveniente que hombres como el señor Mauclair, cuyo valor se funda principalmente en su curiosidad, quisieran enterarse de una vez de que existimos.

    ¿Cuándo tendremos esta suerte?

    II. Los maestros cantores

    Hay unas cuantas obras musicales en el mundo, no muchas, ante las cuales la crítica debería enmudecer para siempre.

    Una de estas obras es Los maestros cantores. No produce el estupor de la Misa en si menor, de Bach; no llega a la maravillosa espiritualidad lírica y formal de algunos fragmentos de Mozart, pero su contenido poético es tan grande y jugoso, su perfección es tanta, la emoción que produce es tan intensa, rebosa la obra tanta alegría y entusiasmo, que al terminar la representación parece nos hallamos poseídos de aquel estado dionisiaco descrito por Nietzsche, todo ritmo y música borrachera y exaltación y danza. Por nuestro lado pasó vertiginoso el tren de la alegría y de la felicidad, una ráfaga de viento nos hizo percibir su perfume y su música, pero por más que gritábamos, nos ha dejado en tierra, desvanecidos en un largo, lejano y triste sueño, lleno de deseos infinitos.

    Yo no sé qué decir de Los maestros cantores. Si fuera poeta le escribiría himnos como a las divinidades paganas, pero soy músico y me tengo que callar avergonzado. Como todo es sueño, no me queda ni el recurso de ser aprendiz, aunque quiera probar si llamando a la puerta de aquella academia me responde alguien y me dejan pasar. La intención pura y la buena voluntad hacen milagros.

    La crítica vive de los defectos de las obras, mas en obras absolutamente perfectas como Los maestros cantores, la crítica no tiene nada que decir, solo tiene que admirar.

    El examen de las bellezas de las obras perfectas pertenece a la filosofía, si es que la filosofía puede llegar a explicar ciertas cosas. ¿Cómo explicar lo que es inexplicable para el mismo artista, cuál es el fenómeno de la inspiración? Por ventura el primer sorprendido ante una idea genial, ¿no es el mismo que la encuentra? Yo creo que el artista, más que crear bellezas, las descubre, y que el genio consiste solamente en una mayor potencia de visión que la de los demás. Y eso es tan cierto que si todos los elementos de que se forma una idea nueva no estuviera ya en nuestro espíritu, nosotros no la podríamos comprender. Y es claro que, si Wagner no nos había podido explicar cómo ni por qué se le ocurrieron Los maestros cantores, y por qué fueron de esta manera en vez de ser de otra, menos lo podremos explicar los demás.

    Wagner decía que Berlioz carecía del sentido de lo bello. Pues este es el secreto: tener o no tener este sentido; ser o no ser; poseer o no el telescopio o el microscopio espirituales para descubrir y revelar a los demás hombres formas preestablecidas. Y le llamo formas, porque para mí, en la palabra forma está todo el contenido de las cosas, y por la forma vive eternamente todo, y lo que no es forma no es nada.

    Al diablo todas estas grotescas explicaciones literarias de las obras de Wagner o de Beethoven. Yo las aborrezco, como las aborrecía Wagner mismo. Solo son entretenimientos de snobs más o menos vanidosos.

    Si Wagner algunas veces quiso dar ciertas explicaciones a su música fue para que, por medio de comparaciones, se llegara al sentimiento de la música en sí misma, y yo creo que en eso se equivocó, pues o no se tiene o se tiene el sentimiento, y en ambos casos es inútil toda explicación.

    Hay personas que no se conmueven con la música más que cuando la encuentran una interpretación pantomímica o una relación cualquiera con otra cosa que no sea ella misma.

    Eso —dicen— parece viento; aquello, tempestad; lo otro es la salida o la puesta del sol; lo de más allá es el mar, etc.

    Pues bien, yo os digo que la música no es viento, ni es sol, ni mar, ni paisaje, ni muerte, ni vida, aunque tenga una interior relación sentimental con estas cosas; la música, es música y nada más.

    Hay quien tiene de tal modo pervertido el sentimiento musical, que quiere que la música sea ferrocarril, fábrica, ejército, batalla, escándalo, etc.

    La música tendrá, quizá, un sentimiento de calma solemne, y entonces pensaremos en el mar, como podríamos pensar en una noche serena y estrellada; la música será agitada e inquieta, y podremos entonces aplicarla a una situación dramática; la música tendrá cierta emoción de apacible melancolía y susurrará unas ondulaciones suaves y podremos creernos cerca de una fuente o de un río; pero si tenemos una sensibilidad musical más fina, olvidaremos el mar y la noche y la fuente para dejarnos llevar por la más pura emoción lírica. Y cuando la audición musical haya soltado nuestra fantasía, sentiremos prolongar en nuestra alma aquel ensueño lírico y pensaremos en todo lo demás.

    La gran conquista wagneriana consiste precisamente en esto; en habernos arrancado, por un lado, a la sensación puramente física y material de una voz hermosa, tal como la concibió el italiano; y, por otro lado, a habernos emancipado en parte de la absorción en que la expresión dramática, según el sentido del teatro francés nos tenía esclavizados.

    Wagner nos ha devuelto al puro sentimiento lírico de los griegos, nos ha devuelto a la música, pues para la música y por la música escribió sus poemas, escogió sus asuntos, trabajó toda su vida. Quiso encontrar la interna razón lírica de todas las cosas, resolviéndola en obra de arte, y lo consiguió. Esos son Los maestros cantores. Id a ver esta obra maravillosa y no penséis en nada. Entregaos a ella como a las caricias de la mujer amada, sin reservas, sin prejuicios, sin filosofías, y veréis poco a poco iluminarse vuestro espíritu de una luz blanca y rosa, que os inundará, os envolverá, os llevará con arrebatado, pero suave sensualismo, donde no se acaban los días, donde no existe el dolor, donde ha muerto el tiempo, donde se vive plenamente, absolutamente, eternamente, donde la vida misma se ha convertido en melodía, en ritmo, en música.

    La interpretación que se dio anoche a Los maestros cantores en el Real demuestra, o

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