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La música no es lo más importante: Contradicciones de un melómano con su pasión
La música no es lo más importante: Contradicciones de un melómano con su pasión
La música no es lo más importante: Contradicciones de un melómano con su pasión
Libro electrónico279 páginas2 horas

La música no es lo más importante: Contradicciones de un melómano con su pasión

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Información de este libro electrónico

"Lo que él hace es muchísimo más difícil y enriquecedor que escribir una crítica de un grupo de culto en una revista especializada. [...] La música tal vez pueda volver a ser lo más importante si establecemos una relación más natural con ella".
Del prólogo de David Saavedra.
Marzo de 2020. Coronavirus, confinamiento y miedo al futuro. Una canción,  Resistiré , del Dúo Dinámico, se erige como un himno al que se abraza todo el país. Pronto surge un rechazo muy particular. Los que saben de música se empeñan en ridiculizar el gusto popular para exhibir el suyo, el correcto. Y todo ello en medio de una pandemia que tiene al mundo en vilo. Ese es el punto de partida de  La música no es lo más importante , una mirada crítica a la relación sentimental que los melómanos establecen con ella, que muchas veces deriva en lo patológico, ridículo e infantil. Una reflexión con tintes autobiográficos sobre cómo el conocimiento paradójicamente se puede convertir en el obstáculo para el disfrute.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jul 2021
ISBN9788417643799
La música no es lo más importante: Contradicciones de un melómano con su pasión

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    Vista previa del libro

    La música no es lo más importante - Javier Becerra

    Portada.jpg

    Primera edición: julio 2021

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Irene Pin

    Maquetación: Patricia Escolar

    Corrección: Juan F. Gordo

    Revisión: Maite Lecue Santovenia

    © 2021 Javier Becerra

    © 2021 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17643-40-9

    Logo Libros.com

    Javier Becerra

    La música no es lo más importante

    Contradicciones de un melómano con su pasión

    A Sabela.

    Este libro se escribió, en su mayoría, durante el confinamiento que se decretó durante el estado de alarma que hubo en España entre los meses de marzo, abril y mayo de 2020. En junio se dejó reposar y en agosto se concluyó. En la revisión final, realizada entre noviembre y diciembre, se añadieron tres entradas. Son la 39, 57 y 73. Las disonancias temporales tienen ahí su explicación

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Dedicatoria 2

    Collage

    Prólogo

    Introducción

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

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    75

    76

    77

    78

    79

    80

    81

    82

    Epílogo

    Mecenas

    Contraportada

    «Ourense, 2002»

    Prólogo

    «La gente que no quiere epatar ni hacerse notar.

    Existen, por algún sitio, en algún lugar.

    Algunos creen haber oído hablar de Slavoj Žižek

    casi ninguno cree haber oído hablar de Mark Kozelek

    y alguno afirma que incluso ha visto toda la saga de Star Trek.

    Pero no desde una puta perspectiva irónica y postmoderna

    y no saben nada sobre la última polémica

    en la que todos estáis participando,

    pero ellos no, porque no saben nada de eso».

    Hazte Lapón, «Yo los he visto».

    Puede que no fuera exactamente así como llegó a mis oídos en algún momento de mi adolescencia, pero así es como yo recuerdo la anécdota. Un grupo de amigos se montó en un coche. El dueño del vehículo puso una cinta de los Rolling Stones y, el amigo de su amigo que había sido invitado, le comentó que no le gustaban. Acto seguido, el propietario paró el automóvil y le dijo: «¿Que no te gustan los Stones? ¡Si no te gustan los Stones, bájate de mi coche!», y lo dejó tirado en medio de la calle. Aquella historia se me quedó marcada. No solo por lo más obvio: cómo el fanatismo musical te puede llevar a comportarte de un modo que viola el sentido más básico de la decencia social sin sentir —aparentemente— ninguna culpa por ello. Pero lo que más me llamó la atención es que allí aprendí que había otra forma de nombrar a los Rolling, que era hasta entonces como creía que todo el mundo los conocía. Aquella frase me hizo dar cuenta automáticamente de que había dos tipos de fans de la banda de Jagger y Richards. El vulgo decía los Rolling, pero los fans auténticos, los que verdaderamente sentían al grupo y esgrimían su orgullo, los llamaban los Stones. Y quien no estuviese de acuerdo con esa fe quedaba automáticamente excluido. Creo que muchos de nosotros, o al menos los que hemos pretendido vivir la afición musical de un modo más intenso que la media de la población general, nos hemos acercado en algunos momentos a ese modelo de comportamiento. De alguna manera, el libro que vas a leer a continuación trata básicamente sobre esto.

    Al contrario del popular dicho atribuido a Cicerón, sobre gustos hay mucho escrito. Supongo que me di cuenta cuando cursaba la carrera de Sociología en A Coruña y, junto a un grupo de amigos, hicimos un trabajo de clase sobre el gusto musical, repasando la historia de diferentes tribus urbanas. La primera en la frente nos la dio el profesor, cuando nos dijo que leyéramos el ensayo La distinción, de Pierre Bourdieu, y nos dimos cuenta de que no quedaban más mediterráneos por descubrir. Todo lo que había que saber sobre el tema ya estaba en aquella obra escrita en Francia a partir de una investigación empírica realizada en los años sesenta. Bourdieu hablaba de la posesión del denominado capital cultural (básicamente, un mejor acceso a la educación) para establecer las bases de lo que se consideraba buen gusto. Quienes poseían ese capital cultural se diferenciaban de los estratos sociales menos cultivados, de quienes despreciarían su gusto vulgar. Eso creaba una situación de hegemonía cultural y de violencia simbólica ejercida por la clase dominante sobre la dominada. En el medio siglo transcurrido desde entonces, no han sucedido muchas cosas que puedan contradecir esta tesis, incluso a pesar de la creciente asimilación de la cultura popular por parte de la alta cultura. Se puede advertir en otros éxitos editoriales y obras más o menos recurrentes a la hora de hablar del gusto musical, desde el ensayo Música de mierda, de Carl Wilson a la novela Alta fidelidad, de Nick Hornby o el controvertido panfleto (así definido por su propio autor) Indies, hípsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, de Víctor Lenore. Con todos estos títulos tiene bastante que ver, conscientemente o no, La música no es lo más importante. ¿Cuál sería, entonces, el factor diferencial que aporta la obra de Javier Becerra? Fundamentalmente, la experiencia autobiográfica. De lo que nos habla el autor es sobre cómo vivió eso un chaval de un barrio coruñés, de familia de clase trabajadora, que fue adolescente a finales de los 80 y comienzos de los 90. Su testimonio personal, sus recuerdos y sus observaciones puede que no sean estrictamente científicas a la hora de extrapolarlas en tesis sólidas, pero tampoco creo que él pretenda eso. Su obra responde a un impulso, a una necesidad de comunicar algo que para él, sí, es importante. Y en base a ello detecta una patología social y teje una crónica generacional con la que me siento bastante identificado.

    Porque yo también estuve allí. Muchas de las cosas que él cuenta las viví con él o muy de cerca. Soy unos años mayor que Javi, procedo de un barrio cercano al suyo, llegamos a estudiar en el mismo colegio e incluso mi padre le dio clase de Educación Física. Pero yo no sabía nada de eso cuando contesté a un anuncio en una revista especializada, allá por 1990 o 1991. Solía cartearme entonces con gente con la que tenía afinidades musicales para intercambiar impresiones y material. De repente, encontré que había un tío de Coruña que tenía ciento y pico de grabaciones pirata de mi grupo favorito en aquel momento, U2, así que quise quedar con él. Aquellos ciento y pico conciertos me los acabó pasando poco a poco y fueron también míos gracias a mi doble pletina, que en aquella época trabajaba a un rendimiento casi industrial. Pero, desde el principio, las quedadas con Javi no se redujeron al fanatismo por U2. Creo que ya fue en el primer encuentro cuando él me prestó el disco del plátano de la Velvet y el Rank de los Smiths. Yo a él, probablemente, un recopilatorio de R.E.M., el Psychocandy de los Jesus & Mary Chain y el Doolittle de los Pixies. Recuerdo bien la pequeña habitación de Javi cargada de grandes tesoros y las sucesivas visitas, de las que yo siempre salía con bolsas cargadas de descubrimientos que me proporcionaban la felicidad más absoluta. Gran parte de la cultura musical que obtuve entre 1990 y 1997 —el año en que dejé mi ciudad por primera vez para irme a Londres— se la debo a él. Javi era el chico de Coruña que tenía «los discos que hay que tener», todos los fanzines guays del indie español, los primeros números de Spiral, los discos, los EP’s, la primera maqueta de Le Mans, la de Los Planetas, la de Family, la de El Inquilino Comunista. Ya en 1992 estaba editando su fanzine, Feedback, y allí fue donde publiqué mis primeros escritos sobre música y mis primeras entrevistas (Silvania, otras hechas a pachas a Surfin’ Bichos y 091…). También viví con él viajes más o menos iniciáticos a Benicassim y a otros conciertos (recuerdo uno de Blur en Barcelona, por ejemplo). Esto os lo cuento yo porque él no os lo va a contar en el libro. Todo aquel capital cultural que él atesoró durante los años puede ser poco relevante para la línea argumental que él esgrime, pero es sumamente relevante para mí.

    Hay un aspecto que nos diferencia levemente. Becerra ha terminado por dedicarse al periodismo local generalista —aunque siga escribiendo mucho sobre música— y yo, por circunstancias de la vida, he acabado viviendo del periodismo especializado en música. Creo no exagerar si yo digo que a mí la música me salvó la vida. O, más concretamente, el escribir sobre música. Durante los vaivenes de la postadolescencia, no solo me hizo vislumbrar el camino adecuado para tener las amistades que quería tener, para entablar relaciones y encontrar una vocación y un prestigio social. Para empoderarme y dejar atrás al adolescente apocado y acomplejado, pésimo en los deportes, que puntuaba en lo más bajo del molódromo y que sufría bullying antes incluso de saber que ese término existía. Al final, incluso, me dio un puesto de trabajo. Pero la asunción de que escribir sobre música era lo que me conectaba con el mundo, lo único que sabía hacer un poco bien en la vida, también me llevó a acomodarme en esa posición, construir una especie de burbuja protectora y meterme lo menos posible en el barro de la vida real. Llegué a darme cuenta de que, durante muchos años, mi visión de la vida era la filtrada a través de las canciones. Incluso utilizaba muchas de ellas como guías sentimentales cuando, a lo mejor, no eran las más adecuadas para ser una persona emocionalmente inteligente y no un individuo autodestructivo o tóxico.

    Todo esto ha hecho que resonase en mí otro libro: Todos te quieren cuando estás muerto. Viajes al interior de la fama y la locura, de Neil Strauss. Se trata de una recopilación de entrevistas realizadas por un afamado periodista que ha escrito para Rolling Stone y The New York Times, entre otras publicaciones. Para mí, lo más impactante del libro no son sus conversaciones con grandes estrellas de la cultura pop, sino sus semblanzas de otros colegas de profesión, críticos de altísimo prestigio cuyas vidas personales, sin embargo, eran un completo desastre precisamente porque escribir sobre música era lo único importante para ellos y, por tanto, descuidaron todo lo demás: sus relaciones sociales, sus matrimonios, sus hijos… Y desencadenó algunos finales extremos: acabar viviendo en soledad, con alcoholismo o síndrome de Diógenes. Incluso quitarse la vida. Ojo. Esto es más frecuente de lo que parece y, de hecho, un artículo recientemente publicado en ABC («Muerte de un periodista cultural») hablaba sobre cómo una combinación entre factores de este tipo, el devenir de la crisis económica y la propia pérdida de valor y relevancia del oficio habían llevado a cometer suicidio al prestigioso escritor estadounidense Scott Timberg, despedido del LA Times en 2008.

    Recuerdo también, en 2015, el obituario de Jesús Arias (escritor, periodista y músico granadino, que fue miembro de TNT, amigo de Joe Strummer y hermano de Antonio Arias, de Lagartija Nick), firmado en El País por Diego Manrique. En su último párrafo, Manrique afirmaba que, después de su despido en 2012, el abismo se abrió bajo los pies de Arias y finalizaba con una reflexión sobre la decadencia y muerte profesional a la que habían sometido a los críticos de su estirpe. No hay una relación directa entre La música es lo más importante y estos sucesos que tanto me conmocionaron, pero, de algún modo, su lectura me ha llevado recurrentemente a eso. Tal vez como un mensaje de alarma que me dice: «No renuncies a tener una vida personal. No la descuides. No te lo juegues todo a una sola carta. No hagas de tu afición a la música el sentido único de tu vida».

    Los comportamientos que disecciona Javier Becerra son sintomáticos de una sociedad inevitablemente infantilizada. Retratos de unos modernos Dorian Grays que, en su ansia de alargar su juventud, esconden en el armario un retrato deforme que va más allá de la venganza del nerd y el refugio del inadaptado social, sino que explican también nuevas formas de narcisismo contaminadas por el advenimiento de las redes sociales como forma hegemónica de mostrar la personalidad con la que te quieres presentar ante el mundo. Lo que vas a leer a continuación se puede entender como un ensayo autobiográfico o un tratado moral, un ajuste de cuentas del autor con su propia juventud o unas memorias de la época en que su vida estuvo más ligada a la música, o en que la música era más importante que la propia vida. Desde mi impresión, es un acto que, con la pandemia como catalizadora, responde de modo más bien visceral a una necesidad y una urgencia. Si en los años 90 su afición a la música le sirvió como rito de paso hacia la juventud, el posicionamiento que esgrime en el libro plasma cómo se tejió su rito de paso a la edad adulta.

    A algunos nos ha sucedido de un modo más o menos similar, incluso viviendo una especie de duelo, el de asumir que la música ya no puede ser tan central en tu vida. Te das cuenta de que con cuarenta y pico años queda un poco ridículo que vayas por ahí con camisetas de grupos, que tienes que vaciar la casa de tus padres y desprenderte de tus colecciones de cintas, vinilos y revistas antiguas porque en tu casa actual no caben, o que tienes un hijo pequeño que requiere toda tu atención y positividad permanente, y quizás ese vinilo tan caro de Swans que te acababas de comprar no te lo vayas a poder poner nunca. Es un proceso generalmente traumático, en el caso de Becerra puede que lo esté plasmando en este libro, que sea como una especie de testimonio de despedida a su yo adolescente visto desde la perspectiva de la distancia. También el acto de apuntalar una nueva reafirmación musical. No obstante —y esto tampoco os lo va a contar él— creo que el autor lo ha asumido con naturalidad y coherencia. El papel de la música en su vida lo ha trasladado ahora a otro lugar. Yo hace años que no tengo contacto con él en persona, ya solo a través de las redes sociales, pero lo veo feliz y renovado con las performances de «¡Esto es pop!» y el entusiasmo con el que se ha reconvertido en divulgador de la música pop para el público infantil. Lo veo en su salsa y me alegro mucho por él. Porque, además, lo que él hace es muchísimo más difícil y enriquecedor (personal y socialmente) que escribir una crítica de un grupo de culto en una revista especializada. Tal vez por eso acabe tentado a finalizar este prólogo diciendo que la música tal vez pueda volver a ser lo más importante si establecemos una relación más natural con ella.

    David Saavedra

    Introducción

    —Tienes que ir a verla, te vas a sentir muy identificado.

    Supongo que casi todos los que tenemos cierta edad y una relación más o menos intensa con la música recibimos algún mensaje de este estilo cuando se estrenó la película Alta Fidelidad, en 2000. Basada en la novela homónima de Nick Hornby, en ella se narra la cómica vida de Rob Gordon, el propietario de una tienda de discos obsesionado con la cultura pop y aquejado de un grave problema de inmadurez, pese a contemplar ya la cuarentena desde sus treinta y cinco años. Deambula entre el romanticismo del fan mitómano, el cinismo sentimental y lo puramente grotesco. Acompañado de otros dos inadaptados sociales, dotados del mismo amplio y absorbente conocimiento de la música, ve cómo el mundo avanza a su vera. Mientras él sigue viviendo en círculos, como la espiral de un disco de vinilo que no va a ninguna parte.

    En un momento del filme Rob critica a sus padres, porque le dicen que prefieren ver una película en casa que en el cine. Supongo que afilaría el verbo conmigo si supiera que esperé a su salida en dvd para darle el zarpazo a su historia en la comodidad de mi sofá. Y me eché a ella, además, sin la lectura previa del libro, algo que se supone que un fan comprometido con la causa debería haber hecho con anterioridad. La verdad es que la peli me gustó muchísimo y, sí, me vi muy reflejado en muchos momentos. Era algo «muy de melómano», ya sabes. No es que resultase imprescindible, pero lo entendías todo mucho mejor con el respaldo de una amplia colección de discos, poniéndole banda sonora a tu vida. Vamos, que Rob era uno de los nuestros.

    En el piso que compartía entonces con tres compañeros que rondábamos los veinticinco se convirtió en mítica. La vimos un montón de veces. Nos partíamos de risa. Teníamos localizados a tipos exactamente iguales que los que salen en la película. Desde el arrogante e inaguantable Barry, que agredía al mundo con sus conocimientos musicales, al tímido patológico Dick, que hablaba para los botones del cuello de su camisa. También conocíamos a mujeres como Charlie, infinitamente más guapa que los chicos «interesantes» con los que se enrollaba y eclipsaba totalmente. Y como Laura, esa novia sensata de paciencia infinita que nadie sabe muy bien qué hacía con un tipo así de infantil. Al final, terminaba por irse con otro o lo empujaba definitivamente a la madurez. Quizás ambas cosas.

    Supongo que, en el fondo, nos sentíamos un poco como Rob, tíos girando en el surco cerrado del elepé de la postadolescencia sin una dirección muy clara, pero sintiéndonos a ratos especiales. Porque escuchábamos a Primal Scream, descubríamos nuevos grupos como The Beta Band, de los que casi nadie hablaba, y creíamos que teníamos la llave de un conocimiento supremo que nos otorgaba un poder especial. Sentíamos la música de un modo más intenso que aquellos amigos de tu novia, anodinos y previsibles, que te invitaban a cenar como a Rob. En el mejor de los casos, tenían recopilatorios de Supertramp y el Alchemy (1984) de Dire Straits. Los mirábamos a veces con ridícula condescendencia. Cuando en realidad tenía que haber sido al revés. Y seguramente lo fue.

    Recientemente, me tropecé con el filme en el canal TCM y un contexto radicalmente diferente al de entonces: en mi hogar familiar, con cuarenta y tantos años en el DNI y dos críos durmiendo en sus habitaciones. El visionado me impactó mucho, haciéndome pensar. Especialmente, en lo poco identificado que ahora me siento con ella y con ese Rob que aparecía en la pantalla: un hombre taciturno con problemas de sociabilización, acomplejado con el mundo que lo rodea y con un pavor atroz al compromiso. Clasifica novias como discos, adora vinilos como si se tratasen de sus

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