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Flashback: La aventura del periodismo musical
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Libro electrónico422 páginas6 horas

Flashback: La aventura del periodismo musical

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Este libro es una antología de textos que he publicado en distintos diarios y revistas a lo largo de más de dos décadas en lasque he estado dedicado al periodismo musical, entre 1989 y 2012. A su vez, puede ser considerado un espejo fiel de mis gustos predilectos en lo que a música respecta, una colección de los músicos, discos y conciertos que más han influido en mi vida y en mi quehacer, elaborado a través de una selección rigurosa e inevitablemente acicateada por el sentimiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 nov 2020
ISBN9786074506068
Flashback: La aventura del periodismo musical

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    Flashback - Enrique Blanc Rojas

    A mi padre, Enrique Blanc Kirchner, a su generoso gusto musical

    y a su exuberante, ecléctica y luminosa colección de

    lps

    We learned more from a three minute record, baby

    Than we ever learned in school…

    bruce springsteen

    Antes que nada, este libro es una antología de textos que he publicado en distintos diarios y revistas a lo largo de más de dos décadas en las que he estado dedicado al periodismo musical, entre 1989 y 2012. A su vez, puede ser considerado un espejo fiel de mis gustos predilectos en lo que a música respecta, una colección de los músicos, discos y conciertos que más han influido en mi vida y en mi quehacer, elaborado a través de una selección rigurosa e inevitablemente acicateada por el sentimiento. Valga aclarar que si bien son favoritos míos todos los que están, no están todos los que son. De igual manera, he pensado que el libro puede resultar ilustrativo, en el orden en que se presenta, para quien también desee cometer el atrevimiento de dedicarse al periodismo musical. Labor de la cual se verá a través de estas páginas, de estas confesiones, que la mejor parte de todo está detrás de lo que se publicó, y que en ello, en la serie de aventuras que implica, sin duda alguna, este oficio tiene su mayor recompensa.

    Oidos que ven, corazón que siente

    josé manuel aguilera

    Como bien deja asentado Blanc en la introducción a esta recopilación de sus trabajos, alguna suerte de periodismo musical aparece, con la publicación Billboard en 1854, casi desde el nacimiento de lo que podríamos llamar industria de la música.

    Para bien o para mal, junto con el rock & roll también hubo siempre publicaciones que surgieron, crecieron y desaparecieron en torno a éste. Ya las revistas adolescentes de finales de los cincuenta se encargaban de notificar al público, además de las posiciones del Top 10, cuál era el color favorito de Elvis. O un poco más adelante, cuál era el tipo de chica preferida por Paul McCartney. Pero cuando el rock & roll deja de ser un ritmo de moda y se transforma en rock, es decir, cuando toma conciencia de sí mismo; cuando se plantea aspiraciones artísticas; cuando Dylan, por medio de la palabra, convierte la canción en un artefacto polivalente y explosivo; cuando los músicos de todo el mundo se lanzan a expandir formas y contenidos lírico/musicales, justo ahí surge también, de manera intrínseca e inseparable, la crítica de rock.

    Puede parecer contradictorio (o hasta perverso) que traiga a colación el término, cuando apenas en las primeras líneas de la declaratoria de principios con la que abre este volumen el propio Blanc se desliga de éste. No sólo le resulta incómodo sino que deja claro que a fin de cuentas lo que menos le importa es ser crítico. Pero yo quisiera aquí entender la crítica en su sentido más amplio y desligarla del simple comentario banal. Entender la crítica no sólo como devastación de la obra artística, sino también y, sobre todo, como iluminación. Porque ella es la que encuentra relaciones, antecedentes e influencias en el trabajo de los músicos. La que traza las perspectivas y los planos que nos permiten ubicar a la obra en un contexto, facilitando así su apreciación y contribuyendo a su disfrute. La crítica especializada existió desde siempre para otras disciplinas: literatura, pintura, cine. Incluso para otras formas musicales como el jazz o la llamada música clásica. Es por eso que, al aparecer la crítica de rock, le confiere a éste su certificado de autenticidad artística.

    La crítica —o periodismo musical, como prefiere llamarle Blanc— a fin de cuentas es también pasión, oficio, entrega. Así, los mejores textos de este periodismo musical serán siempre aquellos que, tomando la música como punto de partida, dejen traslucir estos valores y acaben siendo ellos mismos piezas literarias autosuficientes. Textos en los que el lector pueda saborear los hallazgos y la agudeza del autor, pero también su prosa. Es entonces cuando este periodismo musical se convierte, más que nada, en una pasión compartida. Y veo a esta pasión asomar la cabeza con inquietud y lucidez en los textos que Blanc recopila para Flashback. Con la misma adrenalina y excitación con la que, en medio de la sala oscura, el espectador se aproxima al escenario donde se sucede la música, así la pluma de Blanc recorre los diferentes géneros de este periodismo: intentando llegar siempre a las fuentes, al punto siempre misterioso del que surge la música. Desde sus primeros trabajos en El Acordeón, el ahora mítico pasquín de publicación independiente, hasta sus textos más recientes para diversos diarios y revistas nacionales, la prosa de Blanc deja como constancia su capacidad para transmitirnos el brío y la fascinación con los que él mismo se sumerge en la sustancia musical.

    Los textos aquí reunidos dan cuenta de este entusiasmo. En ellos Blanc muestra su diversidad y su cuidado por el detalle. Su oficio y su oído, que es también su ojo. Ejerce entonces la crítica de la manera más elegante posible: seleccionando sólo aquellos músicos y músicas que le apasionan. Y así, a fin de cuentas, Flashback traza un arco, un recorrido personal.

    Porque al reunir todos estos textos, que por naturaleza han aparecido aislados y dispersos en diferentes medios y épocas, lo que conforma Flashback es un sustancioso cuerpo de trabajo que funciona en varios sentidos. Por un lado, como la bitácora personalísima de este apasionado de la música que es Blanc, en donde podemos seguir no sólo sus gustos primigenios y emocionalmente más cercanos, sino la manera en como éstos se han ido expandiendo con el tiempo, hasta conformarle un amplísimo y ecléctico panorama de 360 grados, que siempre tiene al rock como centro medular y al español como asidero.

    Por otro lado, Flashback funciona también como una gran crónica, un inmenso fresco de la presencia del rock en México en las últimas dos décadas. Blanc deja constancia no sólo de lo que se ha oído en México, de lo que ha dejado su huella al pasar, sino también, y más importante, de lo que se ha hecho y se hace en estas áridas llanuras de la Nación. Una mirada que abarca tanto la música y sus creadores como lo que se ha escrito en torno a ellos. Porque a fin de cuentas, este periodismo musical que ejerce Blanc no sólo anida en la gran tradición universal, sino específicamente, en la tradición mexicana correspondiente, aquella que con tan buenos pasos se iniciara en los textos de Agustín y Parménides en los años sesenta. La mirada de Blanc, en estos textos recopilados, voltea también a su propio oficio, en un juego de espejos que lo lleva a rastrear los orígenes de la tradición en que se inscribe. Y así, algunos de los textos que me han parecido más sabrosos en este Flashback son aquellos en los que Blanc desanda los caminos y recovecos del periodismo musical mexicano, hasta llegar a figuras como Walter Schmidt o rescatar publicaciones que parecieran perdidas en la bruma de los años, como La Regla Rota, una de mis favoritas de todos los tiempos.

    Al ser recopilatorios, esta serie de flashbacks inevitablemente muestra por momentos un tono nostálgico. Pero no veo en él ni amargura ni admonición alguna. Si acaso, una comprensible añoranza, en especial cuando Blanc nos habla del disco. Del álbum como pieza central de ese ritual cuyos elementos tenían nombres elegantes (vinil, tornamesa, aguja de diamante) y para el cual Blanc recupera, con atinado olfato, el aroma de ginebra, convirtiéndolo así en una liturgia total.

    Al integrarse al cuerpo unitario de Flashback, estos textos son también el testimonio de un recorrido: la aventura que la música ha significado para Blanc y los inusitados parajes a donde su gusto por escribir acerca de ella lo ha conducido.

    Porque las credenciales del periodista musical no son sus contactos con las estrellas ni su erudición. Ni siquiera sus yerros o sus aciertos. Cualquiera puede hacer reseñas de discos (aunque ni siquiera le apetezca oírlos), cualquiera puede transcribir una conversación con un músico y hacerla pasar por entrevista. Pero a fin de cuentas lo que acredita a un periodista para hablar de música es su trayectoria: la pasión que resumen sus textos, la fiereza con la que defienda sus convicciones y gustos, la seriedad y constancia con que asuma su oficio y sobre todo, la entereza con que se asuma a sí mismo. Por eso, en medio del periodismo musical de este país, donde no pocas plumas no sólo no han cruzado el pantano sino que se han atascado en él, el recorrido periodístico de Blanc le hace honor a su propio apellido. Y esto le confiere autoridad.

    He querido empatar aquí el surgimiento del rock con el de su crítica musical no sólo por retórica, sino porque creo que los destinos de ambos están entrelazados. Para nadie serán sorpresa las dudas que expresa Blanc respecto al futuro de su oficio si las entendemos en el contexto de cambios y sacudidas por las que atraviesan la producción y el consumo de la música misma. Entre las varias avenidas y posibilidades que la red ha abierto para la música, es innegable que su impacto ha sido mayor en la cantidad, antes que en la calidad. La democratización indiscriminada de estos medios ha pulverizado los criterios de valor. No sólo cualquiera hace música, también cualquiera escribe en torno a ella: y el derecho de piso está francamente a la baja. Pero es ahí donde el trabajo de Blanc y su postura para encarar el oficio cobran otra perspectiva y se justifican: porque se convierten en referente. Un referente que es también el arsenal con el que Blanc habrá de enfrentar esa «tierra extraña por conquistar».

    Finalmente, de la misma manera como Blanc regresa siempre a su Are you Experienced? para oírlo cada vez con oídos nuevos, quede Flashback como invitación para rencontrarse con estos textos suyos. Y regocijarse no sólo con lo que ahí se dice, sino también con el por qué y, sobre todo, con el cómo se dice.

    Música y palabra escrita

    Construir la nada,

    el abismo del puro instante presente,

    como lo verdaderamente esencial,

    ocultando de ese modo la temporalidad y lo real,

    tal es la titánica obra del crítico y del periodista

    félix de azúa

    Diré a manera de chispa de arranque de esta reflexión que el término «crítica musical» me resulta incómodo. Aquellos que hemos escrito sobre música, de algunos años a la fecha, nos hemos dado cuenta de que quizá el ser crítico es lo que menos importa, siempre y cuando uno escriba y pueda comunicar con sus textos la pasión que experimenta tras escuchar tal o cual creación musical. Dicho de otro modo, confieso que me he vuelto un hedonista, y que más que verme en la apretada situación de argumentar a favor o en contra de un disco en particular o un concierto al que he asistido, quiero celebrar a través de la escritura la emoción de la que he sido presa. No sé si traicione en cierta medida mi oficio, pero por ello desmiento a menudo a todo aquel que me mira con un dejo de seriedad y me adjudica el terminajo, desarmándolo con un simple: «Mejor dime periodista. Periodista musical». Claro, admito que he jugado la parte en algún momento y que, tras la insatisfacción que experimenté luego de acercar el oído a tal o cual sonido, a tal o cual racimo de canciones, cavilé lo suficiente hasta conseguir ese tono dramático y sentencioso que se requiere a la hora de descalificar, con argumentos lo más válidos posibles, la obra de un tercero. Y quizá es algo que debería retomar y hacer de vez en vez, pensando sobre todo en la gran cantidad de música pop banal y frívola que suena en México y Latinoamérica, y lo poco que se aborda con rigor crítico. Pero enseguida resuelvo que «artistas» —como suele llamárseles— de la calaña de Arjona, por mencionar uno que considero denigrante y ruin, Gloria Trevi o Juanes (menciono los primeros que me vienen a la cabeza), no merecen que uno pierda más tiempo en condenarlos del que se invierte en redactar 140 caracteres, que para eso, entre otras cosas, debe haberse inventado Twitter.

    Pasado y presente

    En el mundo que habitamos, en el que la producción de canciones se ha multiplicado de forma exponencial debido al acceso que tiene cualquiera a tecnologías como la laptop y los softwares de creación musical y edición de audio, la crítica empieza a hacerse desde el momento en que uno elige qué quiere reseñar; es decir, en qué obra va a invertir su tiempo. Reconozco que a menudo mi ansiedad por no abarcar todo lo que quisiera agudiza, por no poder escuchar todos los discos que deseo y tampoco poder hacerlo las veces que me gustaría, como acostumbraba décadas atrás cuando podía concentrarme en un título a capricho y, en lugar de escuchar veinte discos una sola vez, escuchar uno solo pero veinte veces. Lejos he quedado de aquel amplificador de bulbos y la tornamesa Garrard en la que solía embriagarme de las voces que fueron dando forma a la telaraña de sonidos con la que intento contextualizar todo aquello que desafía a mi oído. Ahora me veo, en pleno siglo

    xxi

    , con la cabeza sumida en la pantalla de la computadora, ligado a ella por un par de audífonos como si fuesen una especie de cordón umbilical, navegando a través de Internet en busca de sonidos, vía YouTube, portales oficiales de grupos y solistas que me interesan, revisitando interfaces en SoundCloud, descargando (legalmente) a diestra y siniestra y, por si todo ello no fuese suficiente, mirando de reojo la montaña de discos compactos que reclama mi atención. Porque, obviamente, si tienes años escribiendo sobre música, valoras todavía el

    cd

    y lo privilegias sobre el mp3. Te gusta el objeto, la imagen de la portada asociada con una idea que archivas en tu memoria, el referente visual tras el cual clasificas la obra y su contenido. Y el envoltorio, las réplicas de cartoncillo que se hacen en la actualidad para recordar la emoción que era tener en las manos un

    lp

    , abrirlo y, si era importado, aspirar el aroma a ginebra que brotaba inexplicablemente de su interior. Así, repetir ese ritual previo al hecho de encarar la hoja en blanco, justo después de que uno ha detenido el tiempo y el girar del mundo para dedicarse a beber el elíxir mágico que brota de las bocinas y acicatea la inspiración.

    Tradición

    Periodista musical. El término me parece mucho más completo. Porque uno, lo que hace al cabo de cada ejercicio de reflexión, no es otra cosa que poner en juego los géneros de esa disciplina: la reseña, la crónica, la semblanza, la entrevista, el reportaje y la opinión, en los cuales no siempre hay lugar para la crítica. En los días en que la red Internet ha democratizado los medios de expresión, cualquiera se aventura a montar un blog y desde allí afirmar lo que se le viene en gana, aunque por lo general siempre desde el formato de la reseña, sin duda el arte menor del quehacer que algunos hemos entendido como una profesión tan seria y digna como la del guionista de cine, el poeta o el ensayista. Y si alguien sostiene que estoy exagerando, allí están para constatarlo una serie de experimentos que desde la crónica, la autobiografía, el ensayo o el cruce de todos éstos plantean un novedoso camino al periodismo musical. Desayuno con John Lennon y otras crónicas para la historia del rock, del estadounidense Robert Hillburn, es uno de ellos. 31 canciones, del británico Nick Hornby, es otro. Like a Rolling Stone. Bob Dylan en la encrucijada de Greil Marcus, uno más. Libros todos ellos que arrojan textos únicos y originales con innegable lustre literario.

    En ese sentido, puede afirmarse que si la crítica musical es pan de todos los días en la vastedad de la web, el periodismo musical resulta un arte mucho más sofisticado y complejo, que si bien tiene en Internet un territorio virgen para seguir desarrollándose, parece todavía estar más anclado a los espacios impresos en los que nació. Bien afirma el periodista catalán Jordi Turtós —en un texto que gravita por la red con el título «La función de la crítica musical»— que el periodismo musical «es un oficio que tiene sus raíces en un mundo analógico y que no acaba de encontrar su lugar en el mundo digital en el que el consumo musical tiende a la simplificación, a la canción de usar y tirar». Aquí, Turtós avizora un problema que atañe a quienes han seguido de cerca el hilo de la historia de la música al entender el desarrollo de un autor específico a través de las obras completas que crea, de cada disco que simboliza un momento con ciertas preocupaciones y prioridades artísticas, y que abona a una discografía que finalmente evaluará su trascendencia y su contribución en tal o cual estilo. Esto a diferencia de la producción aislada de canciones que en la actualidad acostumbran ciertos músicos, y que no consiguen aportar información alguna acerca de las ideas que las sustentan.

    Desarrollo

    Tres son las fechas que ilustran la evolución que el periodismo musical ha tenido a través del tiempo, entendido éste como aquel que se asocia a la música popular y a los estilos que en menor o mayor medida se vinculan con él: rock, jazz, música pop, hip hop, electrónica y las fusiones que se practican a lo largo y ancho del orbe. La primera está vinculada a la fundación de la revista Billboard: 1 de noviembre de 1854. Créase o no, desde entonces se tiene el interés de clasificar las canciones de un mercado específico de acuerdo con el impacto que tienen en los consumidores. La segunda tiene que ver con la aparición del semanario inglés New Musical Express, en el cual comienzan ya a ejercitarse géneros periodísticos: 7 de marzo de 1952. Sucesora de Accordeon Times and Musical Express, que se publicaba desde 1946, quiso ser la tardía respuesta británica a Billboard, pero muy pronto se distanció del concepto de la anterior, interesándose más por los aspectos cualitativos de la música y su industria que por los meramente cuantitativos. Y la tercera, podría apostar por ello, está vinculada al lanzamiento de la que es hoy la revista musical virtual por excelencia, la también estadounidense Pitchfork: 1995. Cada una de estas publicaciones marca un momento con características determinadas en el desarrollo del periodismo aplicado a la música. Interesante es sobre todo la era que se inicia en los años cincuenta con la explosión del rock and roll, y en la que surgieron tanto las publicaciones como las firmas de quienes han ido elaborando su libro de estilo. Revistas clásicas, algunas de ellas ya extintas, como Rolling Stone, Creem, Hit Parader, Musician, SPIN, MOJO, así como alternativas recientes y consolidadas: Uncut, Filter, Paste, XLR8R, Wire, entre otras, a la par de los diarios más importantes: The New York Times, The Guardian, Chicago Tribune, Los Angeles Times, han servido de escaparate al trabajo de plumas reconocidas: Lester Bangs, Bill Flanagan, David Fricke, Greil Marcus, Kurt Loder, Jay Cocks, Cameron Crowe, Dave Marsh, Robert Hillburn, Simon Reynolds, Jann S. Wenner, Rob Tannenbaum, entre muchos más que influyeron a quienes decidieron emularlos fuera de los países anglosajones. Escritores que trazaron las fronteras del periodismo musical con el mismo rigor que sus colegas dedicados a los asuntos políticos, sociales o económicos.

    Una era, la que va de los cincuenta a los noventa, en la que el trabajo del fotógrafo ha sido asimismo medular para la conformación de los impresos más prestigiosos, destacando a profesionales de la cámara como Annie Leibovitz, Lynn Goldsmith, David Wedgury, Anton Corbijn, Mark Seliger, por sólo mencionar algunos de reconocida fama.

    Iberoamérica

    No puede negarse que en América Latina y España existe una tradición de periodistas musicales en activo que se reinventa y se adapta a los nuevos tiempos. Si aludimos al caso español, hay que reconocer el rol que por años ha desempeñado Diego A. Manrique desde distintas trincheras, muy asociado al diario El País, que también ha abierto la puerta a talentos más jóvenes como Iker Seisdedos. Lo mismo el equipo de colaboradores que ha mantenido a flote una de las publicaciones más representativas escritas en castellano en Europa y hecha en Barcelona: Rock De Lux, en la que destacan las plumas de Juan Cervera, Kiko Amat, Jordi Bianciotto, Quim Casas, Nando Cruz y Eduardo Guillot, entre una lista verdaderamente abundante.

    En México, el también músico Federico Arana puso en claro su interés en el tema tras la publicación de los cuatro tomos de Guaraches de ante azul, obra que recuenta los inicios del rock nacional y su continuidad a través de los años sesenta y setenta, y que es única en su especie. Asimismo, las aportaciones hechas por los escritores de «la onda», José Agustín y Parménides García Saldaña, son aleccionadoras, sobre todo en la mítica y efímera revista Rock Mi. Junto a ellos, Manuel Aceves y La Piedra Rodante. Víctor Roura y Las Horas Extras, Ricardo Bravo y Nuestro Rock, Chava Rock y Mezcalito, a la par de Óscar Sarquiz, Walter Schmidt, José Luis Pluma, José Xavier Návar, David Cortés, por citar los nombres de algunos que han publicado con constancia en revistas y periódicos del país.

    En Argentina el desarrollo del periodismo ha venido de la mano de una larga lista de plumas, muchas de ellas partícipes del suplemento S! del diario El Clarín, referente puntual de su ajetreada escena musical. O bien de publicaciones que han tenido una presencia fuerte, como La Mano. Nombres como los de Alfredo Rosso, Pipo Lernoud, Marcelo Fernández Bitar, Sergio Marchi y Roque Casciero son algunos de sus referentes más reconocidos.

    ¿Crisis?

    Incuestionable. Los avances tecnológicos, especialmente la irrupción de la Internet, han facilitado las cosas para quienes escriben sobre música en la actualidad. En el pasado era imprescindible hacerse de alguna de aquellas enciclopedias en las que podían consultarse los datos duros de cada uno de los músicos sobre los que se investigaba, de Damon Albarn a Harry Belafonte a Ry Cooder a Frank Zappa. La seminal The Harmony Illustrated Enciclopedia of Rock, avalada por diarios como Los Angeles Times y Boston Herald. La anual y de vocación indie, The Trousser Press Record Guide, compilada por el visionario Ira A. Robbins. Y las novedosas en su momento, The Rough Guide, impresas en el Reino Unido en la segunda mitad de los años noventa, minutos antes del irreversible estallido mundial de la web, quizá los tomos referenciales más completos realizados sobre rock, jazz, música country y músicas tradicionales de mundo. En la actualidad, portales como All Music, Discogs e incluso Wikipedia almacenan cantidades desbordantes de información que facilitan cualquier indagación documental.

    No obstante las ventajas que garantiza Internet, surge una serie de conductas, puestas en acción la mayoría de las veces por improvisados, que distancian al periodismo musical, a la crítica musical, de su esencia. La compulsión por querer etiquetar rebuscadamente cualquier sonido que parezca exhibir algo de originalidad; la preferencia por la reseña y la entrevista ante la riqueza de otros géneros como el reportaje, la crónica y el ensayo; la compresión de la información que se produce, a imagen y semejanza de la compresión de sonido que caracteriza a los archivos mp3; el abuso del cut & paste para apropiarse de una información ajena. Ello aunado al desdén con el que los diarios miran al periodismo musical en contraste con los contenidos insustanciales de aquello que llaman «entretenimiento», plantean un escenario un tanto sombrío, tal como lo afirma Turtós: «La crítica musical ante tal panorama, parece estar condenada a convertirse en un anacronismo, parece estar abocada a un proceso de desaparición que muy difícilmente podrá evitarse». Sea como sea, queda la certidumbre de que la música seguirá contagiándonos su magia y encendiendo nuestra pasión de tal modo que no podremos evadirnos de querer describirla, contarla y compartirla por medio de la palabra escrita, sin importar que con ello hagamos crítica o literatura o periodismo musical.

    Hendrix, derribando las barreras del tiempo

    Sostengo una extraña relación con Are You Experienced? de Jimi Hendrix: es uno de esos discos que, pese a escucharlo hasta el cansancio, no deja de sorprenderme. No sé que sea, pero no hay ocasión en que no descubra un detalle nuevo que seguramente pasé por alto la última vez que lo tuve al oído. En ese sentido, Are You Experienced? me parece un disco inagotable, siempre tiene algo nuevo que revelarte. Y verlo de nuevo en las tiendas, en esa reedición hecha para recordar a su autor a cuarenta años de su muerte, acontecida el 18 de septiembre de 1970, es todo un regocijo. Si algún músico, a la par de Dylan, debe ser conocido por las nuevas generaciones, ése es Hendrix. Por ello, el hecho de que Sony se decidiera a reeditar su catálogo completo, incluidas un par de novedades, me parece una iniciativa para aplaudirse. Si ahora la piratería compite con las multinacionales de manera desleal, qué mejor que reintegrar al mercado aquellos materiales que fueron venerados en su forma original, es decir, como

    lps

    en un principio y más tarde como discos compactos, con el arte original y la iconografía con que aprendimos a quererlos. Valga decir que las reediciones del catálogo del guitarrista-zurdo-de-color-que-sacudió-al-mundo-por-hacer-todo-lo-que-se-le-vino-en-gana-con-la-lira-inclusive-tocarla-con-los-dientes-y-quemarla-en-el-escenario, están hechas con el respeto que merecen, en ediciones de lujo elegantes y bonitas.

    Escucho «Third Stone from the Sun», una de las 17 piezas de Are You Experienced?, más cercana al jazz que al rock, aderezada con una serie de efectos vocales que bien podrían ser la inspiración de los que más tarde invadieron el hip hop norteamericano, y recuerdo que yo no llegué a Hendrix siendo muy joven. De nada serviría decir lo contrario. Cuando Hendrix sonaba en la radio, en muy pocas radios de México para ser justo, yo tenía menos de diez años y su música rebasaba las expectativas de un chaval más interesado en otras cosas. Por entonces, en 1970, escuchaba los discos que me llegaban de la mano de mi padre, entre ellos los de Simon & Garfunkel y Cat Stevens. En mi casa no había todavía lugar para las ideas desafiantes y revolucionarias de Hendrix que estaban alterando el curso de la historia.

    Pero Hendrix llegaría a mí en su justo momento, como debo suponer que le llegará a todo aquel que en la búsqueda de la raíz de muchos de los sonidos hoy en boga desembocará en su obra. Y, debo decir, llegaría para quedarse. Quizás entré a su música por sus baladas, las cuales siempre me han parecido sublimes, la necesaria contraparte de un músico que sabe que la experiencia de escuchar está ligada a la diversidad y que para vivir la intensidad a tope hay que conocer a fondo también la calma, ésa a la que alude Dylan, la que invariablemente precede a la tormenta. En ese sentido, aprovecho el momento para afirmarlo: siempre me han parecido un desperdicio las programaciones de bares, rockolas, conciertos o radios que insisten en una sola intensidad y que no reconocen que es en los contrastes donde está el secreto del verdadero disfrute. «The Wind Cries Mary», deliciosa; «May This Be Love», suculenta; «Hey Joe», hechizante; canciones que me acercaron hacia las otras, las que comunican la locura, el delirio y el desenfreno de vivir la vida sin pensar en el mañana, tal como lo hacía él, es decir, «Foxy Lady», ineludible; «Purple Haze», inclemente; «Stone Free», letal. Un ir y venir que parece hacer honor a esa otra canción suya también incluida en este disco visionario, y que plantea los dos polos por los que Hendrix iba y venía a placer: «Love or Confusion».

    No lo puedo ocultar. Sí, siento una emoción al ver el rostro de Hendrix en los estantes de las tiendas de discos junto a las novedades, tal como lo vimos tiempo atrás. Han pasado ya cuarenta años desde que su llama se apagara convirtiendo a su Stratocaster en cenizas, de la misma manera que él lo hizo en el festival de Monterey en 1967. No obstante, el calor de su espíritu y la luminosidad de su imaginación nos siguen de cerca, recordándonos que en su manos la eléctrica fue una gitana que, a favor de su perdurabilidad, supo derribar las barreras del tiempo.

    Rain Dogs de Tom Waits madura como los buenos vinos

    A mitad de la década de los ochenta el bluesman californiano Tom Waits se encontraba tal como el legendario Robert Johnson: en una encrucijada. Había decidido cambiar el rumbo de su obra, dejar atrás el blues que había caracterizado sus primeros álbumes, aquellos que editó en el sello Asylum, para internarse en un nuevo territorio musical mucho más experimental, y por ende resbaloso y extremo. En 1983 lanzó al mercado, ahora de la mano de la etiqueta Island, su controvertida serie de canciones Swordfishtrombones, cuyo título ya anunciaba su inmersión en un territorio menos convencional, lo mismo en lo literario que en lo musical. Sólo le restaba dar vida a una obra que sustentara sus caprichos artísticos y pasara a ser el referente innegable de su ilimitada imaginación. En eso estaba cuando, una a una, como esas lluvias veraniegas, surgieron las canciones de Rain Dogs, el álbum que muchos consideran su obra cumbre y el cual vería

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